François Hartog

El destino dual de las disciplinas clásicas
 

 

 

 

Praeli victus, non bello:* “Los ‘Clásicos’ han perdido y pierden muchas batallas. Pero no la guerra”. Con estas palabras Salvatore Settis concluye la vivificante obrita que salió a la luz en 2004 con el título de Futuro del Classico.[1] ¿En qué se basa para tomarse la libertad de ni siquiera añadir un punto de interrogación? ¡A menos que tan sólo sea una especie de wishfull thinking!
Para empezar preguntémonos, ¿qué pasa pues con los “clásicos”, en el sentido de los estudios clásicos, de los clásicos considerados como una disciplina que desde hace mucho han acogido las instituciones de enseñanza de Europa? Pero en el momento que se plantea, el asunto parece desbordar su marco, pues la característica primordial de tales estudios es precisamente que son a la vez más y menos que una disciplina. Y su futuro hoy depende todavía de este menos y de este más. El más remite de inmediato al lugar que desde hace mucho tiempo ha ocupado la Antigüedad en nuestros foros públicos. Los humanistas la eligieron como referencia y, en sentido más general, durante el largo curso de la historia europea ellos invistieron a los escritores clásicos de un rol como agentes [opérateurs, en el sentido de operar, realizar] de primer orden intelectuales, culturales, pero también políticos. Particularmente, con relación a la formación y las acepciones de la noción misma del clasicismo. De allí el acento que yo pongo en el carácter dual o paradójico de la situación de los estudios clásicos para lanzar la pregunta desde el principio. En efecto, los estudios clásicos (en el sentido más amplio) no se encuentran en la misma situación que, por ejemplo, la antropología, el sánscrito o inclusive la historia, aunque su futuro hoy esté estrechamente ligado (y mañana lo estará aún más) con el de estas disciplinas en cuanto tales. Pero su destino (futuro) depende también de su pasada prominencia (aquella gloria y grandeza de Atenas y de Roma) en el foro público, puesto que en virtud (o recuerdo) de aquélla, la disciplina ha podido en parte defender y actualmente defiende su legitimidad, su territorio y sus puestos, e incluso se esfuerza en renovar la evidencia de su venerable autoridad.

1) ¿Cuál disciplina?
¿En qué sentido son más y menos que una disciplina los estudios clásicos? En cuanto categoría de la enseñanza y de la investigación, la disciplina no se acreditó antes del siglo xx, mientras que en el siglo xix la categoría de referencia, la ciencia, se acompañó del desarrollo de la “especialización”, traducción del axioma por ambas compartido según el cual el análisis debe preceder a la síntesis y prepararla. Los criterios más recientes para la definición de una disciplina, como el del acceso a la forma paradigmática (en el sentido de Thomas Kuhn), o una definición que conciba la disciplina como “una comunidad comunicacional de especialistas” y un “sistema autopoiético” (R. Stichwell), no se pueden aplicar claramente al campo de los estudios clásicos, caracterizados por un desmoronamiento que no hace más que aumentar.[2] Tales definiciones se derivan de lo preparadigmático, aun cuando existan, obviamente, reglas de producción de enunciados, así como procedimientos de certificación y de acreditación (pero reglas y procedimientos localizados). Si es verdad que una disciplina es respecto al saber lo que la ortografía es con relación a la escritura, según la fórmula de Gérard Lenclud, deberíamos resolvernos a aceptar que diversas ortografías pueden ser válidas para los mismos términos. Si una disciplina funciona por consenso y, en parte, menos por lo que se dice que por lo que no se tiene que decir –aquello que se considera verdadero, pertinente, interesante–, ¡no es indudable que los estudios clásicos ganarían algo con el intento de explicitar esta vasta área implícita!
Un extraño que no conociera nuestras instituciones de enseñanza superior primero notaría, creo yo, la diversidad de las designaciones. Si es prominente el epíteto de clásico (Estudios clásicos, Classics, klas­siche Philologie, Philologia classica), tampoco es el único (Alter­tumswissenschaft, Études anciennes, Historia de la Antigüedad…); seguidamente observaría la segmentación del dominio y el gran número de especialidades y subespecialidades, todas con sus publicaciones, sus coloquios, su ambiente y sus jerarquías. Finalmente, la heterogeneidad de las asociaciones o los grupos en los respectivos países y los lugares lo sorprenderían. Así, la arqueología clásica puede depender de una Faculty of Classics, ser parte de un departamento de historia del arte y de la arqueología, o todavía conformar un departamento de arqueología. Otro ejemplo sería el de las diversas instituciones, en París, digamos, donde se estudia la Antigüedad clásica que no se conocen, en absoluto o casi, entre sí. Bien que sin duda todo esto pueda explicarse históricamente, es patente que tal fragmentación indica que nos encontramos muy lejos de una disciplina y que sería inútil buscar cualquier tipo de método unificador o incluso de objeto único. Aunque se pretenda abarcar un mismo objeto (Grecia o Roma), éste jamás se asume sino de manera fraccionada. ¡Si se presentara jamás la idea de reunir los segmentos, del intento se formaría un extraño cráter, o más bien no se formaría! La especialización disciplinaria ha inducido, por ejemplo, una repartición del canon clásico entre los filósofos, los historiadores, los filólogos o los literatos, con fronteras y áreas resguardadas. ¡Pierre Vidal-Naquet corre el riesgo de no ser leído ni por los historiadores ni por los filósofos cuando a Platón le plantea preguntas históricas![3]
El helenista es aquel que sabe griego (así como el latinista es aquel que sabe latín). Ciertamente, pero de inmediato habría que preguntar, ¿cuál griego, el griego clásico, el de la koiné, el de los Septantes, o el de la patrística? ¿Quién se autoriza para decidirlo, en virtud de su conocimiento de cuál corpus? En sentido más amplio, la cuestión del aprendizaje del latín y del griego plantea la de los sistemas de enseñanza y por lo tanto del perímetro de la disciplina. ¿Aún conservan el griego y el latín su sitio en el bachillerato? ¿Sí, no, cuál de las modalidades lingüísticas, por qué? En un libro excelente consagrado al lugar del latín entre el siglo xvi y el siglo xx, Le latin ou l’empire d’un signe, François Waquet concluye: “Reservemos el estudio del latín para los profesionales de la cultura humanística-literaria; que el latín se convierta en una especialidad que sea plenamente digna de serlo”. Puesto que “el agotamiento que mató al latín en el sexenio de 1960 no era para nada el de la lengua”, el latín ha desaparecido porque ya no significaba nada para el mundo contemporáneo. ¿Acaso todo lo que había encarnado –cierta idea del hombre, una forma de distinción, un sistema de poder, una visión universal y más allá de ésta una concepción de la sociedad, de su orden, de sus normas– ya no tenía vigencia o se veía de otra manera, acaso desde entonces sus rivales se habían apoderado del modelo cultural hegemónico que era su dominio?”[4]
Sin embargo, el censo escolar de Francia en 2004 (todavía) re­gistró 60 000 “latinistas” y 32 000 “helenistas” en las instituciones del bachillerato. Y los defensores del latín y del griego para nada luchan a favor de una especialidad, sino en nombre de algo distinto: precisamente por el más que una disciplina. ¿En el nombre de ese más que representaron, que representan o que podrían representar los Antiguos? ¿Hay algo que se pueda ganar hoy con el estudio de los Classics o los Antiguos? ¿En qué sentido podrían representar, como dijo Moses Finley en el decenio de 1970, un “relevant past” en las sociedades que actualmente se preocupan más por la memoria y la identidad que por la historia, preguntándose al mismo tiempo con mayor o menor ardor o inquietud cómo se puede responder al fenómeno de la globalización de la enseñanza escolar? ¿De qué sirve aprender estas lenguas muertas de carácter elitista?
Aquí entra en juego el destino dual. Mientras menor sea la presencia de los Antiguos en el espacio público, mayor será la progresión de su transformación en una disciplina; pero mientras más se reduzca su presencia (externa), menos posible será propugnarla (dentro del sistema escolar) como disciplina. Los defensores tradicionales de las humanidades lo son en nombre de lo que los griegos fueron, como si la evidencia del “milagro griego” tuviera validez todavía. Quienes los escuchan por lo tanto no son más que los que también comparten la misma mentalidad. Actuando así, sus defensores terminan por hacerle un mal servicio a los estudios clásicos, en cuanto especialidad o disciplina. En cambio, aquellos que de entrada los defienden sobre la base de su carácter disciplinario (como una especialidad entre otras), se ven en aprietos para explicar por qué son (todavía) necesarios tantos clasicistas, en vista de que hay tantos otros estudios que deben promoverse (en proporción con el mundo actual y el público escolar), y se arriesgan a mostrarse poco convincentes, salvo que reintroduzcan subrepticia o implícitamente en su argumentación aquello que los Antiguos representan (el más que). Al fin y al cabo, ¿por qué se habría de dar un trato diferente al latín o al griego que al sánscrito o al acadiano, justo cuanto en Europa el aprendizaje de las principales lenguas vivas se encuentra en retroceso, mientras que el inglés tiende a convertirse en la única lengua de comunicación masiva o la única lengua de utilidad universal?[5]
Dejando aquí, por el momento, a nuestro extranjero con sus obser­vaciones y perplejidades, yo quisiera tomar un poco de distancia y considerar ese más que una disciplina mediante la indagación de los principales efectos que los estudios clásicos han producido a través del largo curso de la historia europea. Más precisamente, ¿cuáles son las realizaciones [opérations] que se posibilitaron recurriendo a quienes inicialmente hemos llamado los Antiguos, y cuáles los realizadores [opérateurs] que se forjaron, movilizaron, transmitieron? ¿Qué posturas se produjeron o reprodujeron? En el fondo no se trata de otra cosa que de la forma en que algunos nombres o nociones, organizándose como configuraciones cambiantes, se han retomado, escrutado, autorizado y desautorizado incesantemente a lo largo de los siglos: la pareja formada por los Antiguos y los Modernos, pero también en su estela los Salvajes o los Bárbaros frente a los Civilizados, los Clásicos frente a los Preclásicos y luego frente a los Neoclásicos. A través de sus interrelaciones y sus oposiciones, de hecho se diseña el movimiento continuo de la creación de la cultura moderna de Europa, en el que la pareja de los Antiguos y los Modernos ha detentado durante mucho tiempo uno de los roles principales, a través de una larga historia de “querellas”.[6]

2) El gesto renacentista
Del humanismo italiano solamente habré de retener, estilizándolo sobremanera, esta postura. En el enfrentamiento entre los Antiguos y Modernos se despliega “un fervor de esperanza vuelto hacia el pa­sado”, pero que se encuentra totalmente animado por el deseo de ele­var el presente a la altura de ese pasado glorioso que se ha reabierto.[7] Aquí aparece un dimensión de fuerte polémica: romper con lo que recientemente se había calificado de Edad Media, impugnar el translatio imperii, como el de los estudios, y restaurar (restituere), refundar Roma mediante el latín de Cicerón. Además de la restitutio o renovatio, por sí misma cercana a la figura de la resurrección, se implementan los agentes de la imitación, el paralelismo, y la pareja formada por los Antiguos y los Modernos. Todo esto hace que tal postura conlleve la posibilidad de su reiteración.
Si de Petrarca a Montaigne las ruinas de Roma se vuelven cada vez más importantes, también se perciben cada vez más como ruinas. Petrarca todavía las veía a través de los ojos de Virgilio y Tito Livio; Montaigne, cuando visita Roma, no percibe más que un sepulcro. Por una parte las ruinas se alejan y, al perder su encanto, es cada vez más necesaria la implementación de procedimientos eruditos como la epigrafía y la edición de los textos para hacerlas hablar. Por otra, siguen aferradas, como toda la Antigüedad, a una sólida relación con el presente. Es allí donde interviene la fuerza del ejemplo. Efectivamente, el humanismo se organiza en torno a la paradoja de “una visión de un mundo nuevo reconstruida sobre la base de una lengua antigua”.[8] La audacia del Renacimiento “necesitaba un ejemplo, y éste no podía ser otro […] que el de toda la realidad, que se conocía literariamente, de un mundo antiguo resplandeciente de gloria y que se bastaba a sí mismo antes del nacimiento del cristianismo”.[9] La audacia consiste en haber elegido ese pasado precisamente.
Si se desciende realmente desde el pasado hacia el presente, de acuerdo con el esquema de la historia magistra, al mismo tiempo y bajo el efecto de la ruptura con la Edad Media, este pasado antiguo se presenta también como un presente “disponible” que se percibe como algo “a ras”. O también, es “una forma de lo eterno al alcance de uno mismo”. Es éste el sentido real de la renovatio, el santo y seña y la fórmula de la solidaridad entre los humanistas: se rememora y se comienza de nuevo. Sin duda, esta filosofía del retorno sería una filosofía del tiempo, si de inmediato se añadiera, para citar nuevamente a Dupront, que fue “una certidumbre del tiempo, una plenitud del presente”.[10] Los hombres del Renacimiento no esperan a que llegue la filosofía moderna del progreso: ésta exige un tiempo abierto, el suyo se detiene en ellos mismos, aunque se mantiene abierto a la Parosía. Es la edad de oro de los Antiguos y también la de la plena potencia de la confrontación instaurada entre los Antiguos y los Modernos. Y esos Antiguos confrontados son también la palanca gracias a la cual se puede alzar al presente.

3) El auge de la categoría de lo clásico
¿Qué posibilita la divulgación del término? Con el término de clásico se retoma cierta parte de la postura renacentista, pero mediante su desplazamiento. Formado sobre la base del classis latino, classicus remite primeramente a una clasificación fiscal. Es classicus por excelencia aquel que pertenece a la primera clase de contribuyentes. Un classicus scriptor, expresión utilizada una sola vez por Aulio Gelio, designa inicialmente un escritor que no es proletarius y que es apto para leerse por los classici, no por el pueblo.[11] Un escritor de primer orden. No figura este vocablo en la edición de 1685 del Dictionnaire universal de Furetière, mientras que en la de 1690 aparece la inclusión de “clásico”, aunque se circunscribe su alcance. Los clásicos son los autores que “se leen en las clases, o que tienen una gran autoridad”. El vocablo “se aplica particularmente a los autores que vivieron en el tiempo de la República, y a finales del imperio de Augusto, cuando regía el buen latín”. A esta acepción la Enciclopedia [Encyclopédie] habría de añadir: “los buenos autores del siglo de Luis XIV y de éste”. En el siglo xix, el antónimo de clásico será romántico, y el asunto entrará en liza en el frente de la pintura primero, con Jacques Louis David como campeón de lo clásico. Así, al principio reservado a los Antiguos, el calificativo llega al ámbito de los Modernos (pasando antes y siendo especialmente retransmitido por la categoría de “siglo”) y retorna de cierto modo al dominio de los Antiguos con la pintura de David. Lo que resulta interesante es que la noción de lo clásico permite circular entre los Antiguos y los Modernos, hasta poder aplicarse tanto a unos como a otros. Un clásico es un antiguo ya moderno o un moderno todavía antiguo: ya, todavía, de hecho significa que se sitúa principalmente fuera del tiempo, conjugando, según Pierre Larousse, “la perfección del fondo y de la forma”. Voltaire consideraba que bajo Luis XIV “la lengua se llevó hasta el grado más alto de la perfección en todos los géneros”.[12] Así, Classique puede jugar como agente [opérateur] cultural, puesto que permite a la vez religar y discriminar. Se podría calificar de clásicos ciertos periodos de la Antigüedad (Atenas en el siglo v, el siglo de Augusto, pero también Sófocles con respecto a Esquilo y Eurípides…), así como ciertos momentos de la historia de los Modernos (el siglo de Luis XIV, la época de Goethe…), entendiéndose que hay un vínculo particular, una relación elegida, y unas afinidades electivas entre aquellos que siendo Modernos y Antiguos recibieron o reivindicaron este apelativo.
De manera que si retornamos al momento de la Querella entre los Antiguos y los Modernos, los partidarios de los Antiguos estimaban que el parnaso francés estaba en vías de fundirse con los parnasos griego y romano. Aún no existía el epíteto de “clásico” para conjuntarlos, pero la idea estaba por llegar. Los tres protagonistas de Parallèle des Anciens et Modernes (1688-1692) de Charles Perrault deciden ir de paseo a Versalles, donde el rey no se encuentra a la sazón. ¿Habrá que ver, se preguntan al inicio, en la metamorfosis del viejo pabellón de caza un logro de los Antiguos y de la perfección de la imitación, o un triunfo de los Modernos? La solución consistiría en verlo como una obra maestra clásica, una obra donde confluían la experiencia de los Antiguos y las expectativas de los Modernos: aquella le daría forma, su forma (propia) a éstas. Lo clásico podía entenderse como una especie de compromiso. ¿Por qué, se pregunta Marc Fumaroli, representa Boileau “la encarnación de lo clásico”? Porque “las letras, resguardadas de toda servidumbre moderna por su arraigo en la Antigüedad, habrán de ser aún más honorables para el rey y propiciarán aún más la salud del reino si no responden a motivos circunstanciales, como quieren los Modernos: habrán de arraigarse en el fondo permanente de la verdad y la belleza que únicamente le garantiza al ingenio francés su filiación con los clásicos antiguos”.[13]
Los Modernos, quienes se consideran los auténticos antiguos, no ven por qué diablos tienen que imitar a los jóvenes, todavía torpes si no francamente rústicos. Por lo tanto, es inevitable que devalúen la imitación, considerándola una esclavitud, mientras que los partidarios de los Antiguos defienden su aspecto de concepción dinámica (la imitación creativa). Pero el punto importante está en que tanto el imitar como el no imitar son claramente dos formas de querer ser Modernos, o bien los mejores Modernos. En su Epitre I, Boileau se presenta en efecto como aquel que “antecediéndose a todos los de su siglo ha dicho la verdad” y que “por lo tanto ha hablado de este rey [Luis XIV] como lo haría la Historia”.[14] Gracias a la profunda o alta perspectiva que le da su arte poético, es el que mejor puede alabar como se debe al rey. A diferencia de la postura renacentista, los defensores de los Antiguos se impulsan menos por el deseo del renovatio o del renacimiento de la Antigüedad, que por el de otorgar todas sus oportunidades a un presente que, gracias al soberano, ya está en vías de ser incomparable y, por ende, un modelo, pero a condición de no encerrarse en sí mismo y de no ceder al excesivo amor propio.
Lo clásico habrá de proseguir su camino, llegando a oponerse a lo romántico, mientras que los Antiguos, por su parte, habrán de quedar rezagados, poco a poco perdiendo su actualidad. En el curso del siglo xix, cuando en las universidades los saberes comienzan a institucionalizarse y a profesionalizarse, el término “Antigüedad clásica” se especializa para designar a Grecia y a Roma. Es justamente el momento en que se imponen otras antigüedades (las antigüedades nacionales, orientales, etcétera). El carácter de “especialidad” responde a las exigencias de un saber que quiere reivindicarse como científico. La última etapa será la de las divisiones disciplinarias. En Francia, las reformas de la enseñanza a inicios del siglo xx instauran dos filiaciones en los liceos: la clásica y la moderna (al principio desvalorizada). Para los mejores estudiantes, el ideal consistiría, hasta el decenio de 1960, en combinar ambas (el griego y las matemáticas), aunque optando finalmente por las escuelas de ingeniería.

4) La filología
La filología parece ser el contraejemplo de lo que anteriormente expuse. ¿Cómo es posible sostener que los estudios clásicos son más y menos que una disciplina, cuando por muchos se ha considerado que la filología es la disciplina por excelencia y se ha propuesto, incluso impuesto, como modelo en Europa y en gran parte del mundo? Desde ese día de abril de 1977 cuando F.A. Wolf se inscribe como studiosus philologiae hasta las reflexiones de U. von Wilamowitz sobre la filología y la enseñanza a finales del siglo xix, se extiende por más de un siglo en Alemania una época en que la relación con los Antiguos fue particularmente sólida.[15] Al principio una disciplina (todavía) ideal, a la filología le costó mucho aceptar que habría de convertirse en una disciplina entre otras, después de haber gozado de su estatus de disciplina selecta: fue ésta la tendencia general. En los grandes fundadores (Wincklemann, Wolf, Humboldt) se destaca una patente recuperación de la renacentista, sin que faltaran, allí también, diversas transposiciones. A la cultura francesa se la percibe fundamentalmente como romana, como cultura que imita a la latinidad y releva al Imperio. Y si, para recorrer todo el ciclo de la imitación, rememoramos que los mismos romanos imitaron la cultura griega y se convirtieron ple­namente en romanos imitando a los griegos, comprendemos mejor la recomendación de Winckleman a los alemanes de imitar directamente a los griegos. Sólo “bebiendo” directamente en las fuentes del arte griego habrían de tener la posibilidad, provocando un cortocircuito en el ciclo de la imitación y el circuito de la translatio de los estudios, de ahorrarse el bochorno de convertirse en “simios de arlequines” a fin de encontrar la capacidad de convertirse plenamente en griegos o auténticos alemanes.
La cuestión de fondo que se plantea es patentemente la de la Bildung de hoy en día que Humboldt promocionó con entusiasmo. Allí, al latín y el griego se les otorga un lugar central como instrumentos de formación del individuo culto y vías de acceso a la autonomía. Ahora bien, siendo Grecia, para Winckleman, el sitio donde el “buen gusto” empezó a formarse (bilden), la imitación de los griegos en efecto se presenta como “la única manera de ser grandes y, si es posible, inimitables”. Allí se mostraba el filo de una ruptura y se indicaba la posibilidad de un Sonderweg para los alemanes. La imitación se convierte en una lucha por la identidad y, de hecho, la verdadera opción de la originalidad.[16] La nacionalización de la imitación se pone en marcha y la filología se convierte en una ciencia alemana por excelencia.
Ya no se trata del renovatio ni del paralelismo, incluso tampoco de un modelo, propiamente dicho, sino de una Grecia ideal (patria perdida para siempre). Pues sucesivamente imitar no significará el intento de repetir lo que los griegos hicieron, sino de hacer como ellos hicieron. En una carta a Goethe escrita desde Roma en 1804, Humboldt precisaba: “Sería una ilusión la de querer ser ciudadanos de Grecia o de Roma. La Antigüedad se nos debe aparecer sólo en la distancia, distanciada de la vulgaridad, sólo como un pasado que ha culminado”.[17] La relación con Grecia se idealiza y se hace historia al mismo tiempo. Esta imitación creadora es el camino más corto para convertirse en sí mismos, es decir, en alemanes o los mejores –o todavía auténticos– Modernos.
Después de 1870 habría de llegar la época en que la importancia demasiado grande del latín y del griego en la enseñanza sería per­cibida como un freno para llegar a ser cada vez más modernos. Es entonces cuando se embotan un poco las tan fogosas aspiraciones que la filología en sus inicios representaba, cosa que no le impide para nada, al contrario, proseguir con su institucionalización y su disciplinarización. Renunciando a sus ambiciones de ser una ciencia general (cognitio cogniti), refuerza su carácter técnico y se reinvindica, sobre todo con Wilamowitz, como ciencia total de la Antigüedad (Alterstumwissenschaft): pero únicamente de la Antigüedad clásica. Es precisamente a la sazón que Nietzsche lanza sus acerbas críticas contra el Gimnasio, que se equivoca al querer dirigir a sus alumnos hacia la “patria griega”, convirtiéndolos en “servidores acreditados”.
Esta postura filológica (que pretendió en cierto momento hacer que coincidieran la ciencia de la Antigüedad y la ciencia alemana) nada pierde cuando se ve en perspectiva, reconociendo su dimensión polémica precisamente. Si en efecto se examina la situación partiendo de la experiencia francesa, se puede observar que los problemas de la relación con los Antiguos habían sido planteados desde el inicio del siglo xix en otros términos. El fracaso de la Revolución había cerrado definitivamente la vía de la imitación y destruido el recurso del paralelismo. El hecho de ser moderno imponía el rompimiento con las antiguas repúblicas y el rechazo a seguir conjugando, como había dicho Benjamin Constant, la libertad de los Antiguos y la de los Modernos. Tras la derrota de 1870 y de la Comuna, Hippolyte Taine en su Origines de la France contemporaine todavía estimaría oportuno denunciar los perjuicios del espíritu clásico.[18] En cuanto a la erudición, útil sin duda, su primera función (política aún) era la de deshacer las ilusiones, durante demasiados años sustentadas, sobre la igualdad espartana o la libertad del ciudadano ateniense. Sólo quedaba abierta la antigua vía del cultivo del gusto, del descubrimiento de una belleza intemporal y del aprendizaje del arte de razonar y de hablar: en dos palabras, las humanidades (y su culminación en el curso de Retórica). Al fin y al cabo, la dimensión polémica continúa: del lado alemán, inicialmente, en la confrontación con la cultura francesa; del lado francés, en la desconfianza de una supuesta ciencia “alemana” que intentaba “invadir” la Universidad y a la cual era conveniente impedirle el paso. De donde se ve que la disciplina excede a la disciplina, o que ésta se beneficia cuando a fin de comprenderla se observa transnacionalmente.

5) Una postura contemporánea
Aquí no haré más que mencionar las diversas movilizaciones con­servadoras o francamente reaccionarias que en el siglo xx todavía evocaban a los Antiguos (pero contra los Modernos) por el rechazo a los tiempos modernos. Esta postura es exactamente la opuesta a la de los Humanistas y las reanudaciones y variaciones que su empeño había inspirado hasta entonces: se pasaba por los Antiguos para llegar a ser Modernos. Hubo alistamientos masivos en el fascismo y el nacional­socialismo. Así, en Alemania, buen número de filólogos acudieron a prestar su ayuda a la construcción del politischer Mensch nazi y a justificar un nuevo humanismo que rompía con el del Renacimiento y el de las Luces, alegando que se había interesado en el individuo y no en la comunidad. Pero en la base, en los colegios, la cuestión para los profesores era defender el lugar del griego y del latín en la enseñanza, justo en el momento que se preparaba la reforma de los cursos y de los programas. Por su rechazo de la historia, de una época orientada hacia el futuro, los dirigentes nazis intentaron reactivar el modelo de la historia magistra vitae evocando precedentes romanos.[19] Tampoco me detendré en las tribulaciones de lo Moderno (particularmente a través del neoclasicismo o, finalmente, con el posmodernismo), a fin de retornar, para concluir, a mi punto de partida: la situación de los estudios clásicos hoy en día.[20]
¿Cuál es la tendencia, aparte de la rutinaria, que los ha recogido recientemente? Yo veo una, una postura política relacionada con los griegos, o de repolitización de la relación con los griegos, que han represen­tado, cada quien a su manera y frente a los totalitarismos, Hanna Arendt, Jean-Pierre Vernant y, también, algo más tarde, Cor­nelius Castoriadis. Todos ellos, en efecto, y a pesar de ser tan distintos, entendieron la ciudad griega como el signo, por lo menos, de que otra política, otra acepción de la política era, había sido, y podía ser todavía posible. Arendt habla del “tesoro perdido”, Castoriadis del “germen”; Vernant de los griegos que rompieron con el Uno monárquico para instaurar un espacio común de deliberación pública y a quienes él podía retornar a la luz de su experiencia de la Resistencia y del comunismo.[21] Puesto que la pareja de los Antiguos y los Modernos no volvería a prestar servicios, ya no estaba en el orden del día ni la renovatio, ni el paralelismo, ni la imitación, pero el Back to the Greeks era una vía para cuestionar el presente: elaborando modelos de pensamiento y para el pensamiento. En el sucesivo decenio de 1970, el acercamiento a los Salvajes y el recurso del análisis estructural, sancionados por Claude Lévi-Strauss, dieron por resultado una visión antropológica de la relación con Grecia. No se buscaba e investigaba la supuesta modernidad de los griegos, sino que se describía a través del prisma de la asimilación del salvajismo su carácter extraño, su alteridad, pero también la fuerza de su singularidad en los distantes orígenes.
¿Y a partir de entonces qué? El comunismo se derrumbó, la demo­cracia es un must y el imperio americano una realidad. ¿Hay un lugar para los Antiguos en este nuevo capítulo? Se debería tomar en cuenta todos los debates que en Estados Unidos y en otros lugares se han realizado (por los clasicistas sobre todo) en torno a la polis, la democracia antigua y moderna, pero con una pregunta: ¿Qué impacto han tenido fuera de la disciplina, en el espacio público que en otros tiempos estaba saturado con la presencia de los Antiguos?[22] De los cambios acaecidos en los últimos treinta años sólo me ocuparé aquí del aumento del poderío del presente en nuestra experiencia del tiempo. Éste se dio juntamente con una crisis del porvenir o una cancelación del futuro.[23] La memoria vence a la historia y todo lo que cae fuera del círculo del presente se ve repelido y distanciado, perdiendo su visibilidad. Aunque el presente tienda a extenderse, se relega a los Antiguos (y no sólo a ellos, ciertamente) a un lejano segundo plano. En este espacio se extiende una especie de cantera o de vasto basurero industrial donde cualquiera puede llegar a hurgar, ya sea para sustraer la pieza o fragmento que le complazca o necesite, ya sea para utilizar técnicas que se han introducido en la cotidianidad de nuestra “presentificación”. Se da, en suma, una nueva versión del exemplum de otros tiempos, aunque sin la fuerza del ejemplo, ya que no implica la imitación, eso no, sobre todo. Se relaciona con la sustracción la cita descontextualizada, tal como la practica la arquitectura posmoderna, cuyo proyecto es el de diferenciarse de la modernidad, poniendo ante los ojos ciertos distanciamientos (que pueden ser guiños dirigidos al espectador). Pero esta tendencia no se corresponde ni con un paso adelante ni con un paso atrás, sino más bien con un paso lateral. La utilización publicitaria de términos antiguos (que por otra parte pueden no ser sino acrónimos más o menos maliciosos) se relaciona también con la práctica de la cita, pero aquí se llega casi al ínfimo nivel.[24] Apoderándose recientemente de los temas antiguos, la industria cinematográfica (Troya, Alejandro, Gladiador…) apuesta a fondo por la carta de la desorientación y de la presentificación. Uno se encuentra a mil leguas del péplum de otros tiempos. ¿Y qué decir del film más reciente, 300 a Leónidas en las Termópilas, totalmente computarizado en el estudio, más inspirado en Matrix que en Herodoto, y que de espartano sólo tiene el presupuesto de producción?
Las disciplinas, implicando y expresando una cierta relación con el tiempo, se relacionan con lo que yo denominó el régimen moderno de la historicidad, donde el futuro ocupa el primer lugar. Es a la vez el objetivo y la luz que ilumina el camino. Involucra la mejor organización de la producción y la transmisión de los conocimientos, a fin de producir más rápidamente más y mejores conocimientos nuevos. Nos ubica en una lógica de la acumulación y del progreso. Pero cuando la categoría del futuro, en cuanto resorte de la acción, pierde su evidencia, este modelo de producción se cuestiona. Por lo tanto, sobreviene la era de la flexibilidad generalizada, de la movilidad, del rechazo de las estructuras pesadas o perennes y de los programas extensos. En el mundo de las empresas y los empresarios se ha diagnosticado un “nuevo espíritu capitalista”.[25]
Con cierta diferencia temporal, a la organización de las investiga­ciones se le ruega o incita a extrapolar los mismos esquemas. No hay que decir que la situación varía de país en país y de acuerdo con los sistemas de enseñanza. Las disciplinas –convertidas en “tradicionales”– a partir de este momento tienden a mostrarse como grandes fábricas destinadas a la obsolescencia, ya que no se corresponden con su época y que responden con demasiada lentitud a la demanda, no teniendo la capacidad de adaptarse al mundo de las empresas. La investigación y el desarrollo, así como la innovación, tienden a adelantarse a los financiamientos (incluso públicos) de la investigación fundamental. De allí las dificultades crónicas de un organismo como el cnrs de Francia, con sus perennes equipos de investigadores permanentes. Percibido como una ciudadela de las disciplinas, prácticamente todos los días se le pide justificar su existencia. Habiendo desaparecido el vínculo entre el pasado y el futuro, sólo queda el presente. De allí los cuestionamientos que un poco por doquier surgen respecto a los currícula y los cánones: ¿Formar a quién, formar qué, formar cómo? ¿Para el ayer, para el mañana, hoy para hoy?
Frente a esta crisis del tiempo, una primera réplica proveniente de las disciplinas mismas, pero también de diversas instituciones y empresas, ha sido la práctica de hacer una pausa y llevar a cabo una retrospección: reexaminar el camino recorrido, ocuparse de sus archivos y de su historia. ¿De dónde venimos, por dónde hemos pasado? Se suscita cierto progreso vital en la historia de las disciplinas. El frente más activo ha sido el de la historia de las ciencias, aguijoneado, cuestionado, amplificado por la historia social y cultural de las ciencias. Esta situación se pudo calificar en forma general de momento reflexivo o historiográfico mientras no llegara a ocupar el primer plano la doble temática de la memoria y de la identidad. En el caso de la relación con los Antiguos, esta preocupación historiográfica se tradujo como un conjunto de trabajos que se preguntaban cómo se había realizado la apropiación y la reapropiación de los Antiguos y los Clásicos en cada época y en cada tradición nacional. Proveniente del Altertumswissenschaft y del historicismo de Croce, Arnaldo Momigliano habría de ser la figura epónima de ese movimiento, por donde pasaría Moses Finley, con su Democracy ancient and modern, Pierre Vidal-Naquet con su Démocratie grecque vue d’ailleurs, y recientemente más autores en muchas partes el mundo.
A partir del momento en que este planteamiento se preocupa por los sucesivos temas (el alcance de las “posturas” con relación a los Antiguos), concibiéndose como comparativo, no se limita para nada a las antigüedades. Una historia de reapropiaciones, preocupada por los desfases espaciales y temporales y dispuesta a escrutar los equívocos, es todo lo contrario de una infructuosa carrera por alcanzar la actualización con que se intenta modernizar a los Antiguos para disfrazarlos como contemporáneos, incluso como precursores. Con este planteamiento se podría relacionar una historia de las posturas como la que aquí he esbozado. Es conveniente oponer una práctica de la re-presentación a la falsa buena solución de la presentificación. Únicamente desde una distancia conocida, abalizada, se hace posible interrogar a los Antiguos, pero también interrogarnos a nosotros mismos. De allí no resultaría el desgaste y la desnaturalización de las obras y tampoco un relativismo ecuménico, sino que, a veces, algo así como la felicidad de descubrir a fuerza de trabajo lo que los autores antiguos pensaban y no pensaban y lo que nosotros, en el movimiento de ida y vuelta entre ellos y nosotros, a partir de ellos, gracias a ellos, inclusive como ellos, pensamos respecto a ellos y a nosotros: Nos grecs et leurs modernes, nuestros griegos y sus modernos, dice el título de un libro compilado por la filósofa Barbara Cassin, nuestros modernos (filósofos, en este caso) y sus griegos.[26]
La vía patrimonial e igualitaria es otra solución falsa: los griegos y los romanos en nombre de las raíces culturales y de la genealogía de la civilización occidental. Aunque este planteamiento conservador no es nuevo, el multiculturalismo le ha aportado renovada actualidad. A cada quien su civilización, dicen algunos, y entonces ¿por qué imponerse un rodeo a través de una civilización que hace mucho tiempo murió y que indujo a la vieja Europa a hacer todo lo que ha hecho? O bien, posición simétrica e inversa: es necesario reafirmar la civilización occidental para resguardarla de los peligros del multiculturalismo, desde la perspectiva del impacto desarrollada últimamente por Samuel Huntignton.[27]
Más prometedora que el retroceso igualitario sería la réplica com­paratista, sobre todo si en vez de comparar a los Antiguos con los Modernos, la democracia antigua con la moderna, los imperialismos antiguos con los actuales, etc., logra comparar entre sí a los Antiguos y los Modernos, etcétera. Se ha arriesgado a hacerlo Marshall Sahlins en “The Peloponnesian war and the Polynesian war”, una sección de su último libro, Apologies to Thucydides (“We owe a lot to the old man!”).[28] Pienso también en las arriesgadas y ambiciosas navegaciones que entre Grecia y China realizó Geoffrey Lloyd desde su base griega o François Jullien desde la filosofía clásica y, más generalmente, en los intercambios (que no datan de ayer) entre los estudios clásicos y la antropología. Si el agente [opérateur] heurístico que se moviliza es el de la comparación, no se trata en cada ocasión de la misma forma de comparación. Cuando domina la evolución, la comparación no puede ser del mismo tipo que cuando se ubica en una perspectiva estructuralista, ya que, dependiendo del caso, el tiempo es, no es, o llega a ser un factor pertinente. Disciplina comparatista como también otras, los estudios clásicos son por lo tanto tributarios de las formas de concebir y manejar la comparación, y por lo tanto también se les pide que hagan propuestas y experimentos al respecto: Marcel Detienne no cesa de intentarlo y de rogarnos, en todos los tonos posibles, a participar en sus experimentos.[29]
Y por último está la responsabilidad de transmitir un saber, el cual me atrevo a decir que ya está encaminado, a los que vienen detrás de nosotros. Para que no haya un corte, una ruptura inevitable. Si nos situamos allí, claramente del lado de la disciplina entendida como especialidad, con los aprendizajes que implica, también podemos exce­derla. Nuevamente reencontramos el carácter dual, porque no podemos actuar como si esa más que una disciplina no haya existido, como si los Antiguos no hayan sido por nosotros colocados en una posición de adversarios, sujetos a una serie de posturas inseparables de la elaboración del proyecto moderno, viendo cómo son relegados, cómo se pierden de vista, cómo se sustituyen con otros. Se trata de los archivos, las ediciones, los museos y las bibliotecas, pero no sólo de todas estas cosas. No podemos privar a nuestros sucesores de un potencial recurso: la posibilidad de la reiteración de una postura que si llegara a darse les habría de pertenecer tan plenamente como a nosotros. Pero hay que posibilitar esta postura material e intelectualmente, indicándoles los caminos posibles hacia el país de los Antiguos o, mejor aún, hacia ese “país reservado”.
Para finalizar, el destino de las disciplinas, de los estudios clásicos y de los demás estudios depende de nuestra capacidad de convencer a la sociedad –sobre todo si el presente se ha convertido en su único horizonte cotidiano– de la importancia de disponer de lugares donde se hacen esfuerzos, no para darle la espalda al presente, sino para comenzar a desprenderse de él a fin de comprenderlo mejor. No se trata de claustros donde se pueda olvidar el siglo, ni de conservatorios del pasado, entregados al culto del pasado y habitados por la nostalgia, sino más bien de espacios de desfamiliarización y de creadores inventivos de la in-actualidad. Porque el desprendimiento es la primera condición para recordar y para preguntarnos cuáles han sido las otras relaciones con el tiempo y con las figuras que fueron encumbradas (los Antiguos, los Clásicos en este caso, pero también los Salvajes y los Modernos), para ejercitarnos en el descentramiento, para volver a abrir posibilidades, para elegir los enfrentamientos, para religar de otra manera el campo de la experiencia y el horizonte de espera, para entretejer de otro modo el pasado, el presente y el futuro.

Traducción del francés: Mariano Sánchez Ventura

[1]* Erasmo popularizó en la Edad Media esta expresión atribuida al poeta latino Lucilio (siglo II a.C.), quien la acuñó para decir que el pueblo romano con frecuencia “había perdido una batalla, pero jamás una guerra”.
Settis, Salvatore, Futuro del Classico, Einaudi, Torino, 2004, p. 114.
[2] Para una reflexión sobre la noción de la disciplina, véase J. Boutier, J.-Cl. Passeron, y J. Revel, comps., Qu’est-ce qu’une discipline?, Editions de l’EHESS, “Enquête 5”, Paris, 2006; especialmente los ensayos de L. Fabiani, Cl. Blanckaert, y G. Lenclud.
[3] P. Vidal-Naquet, La démocratie grecque vue d’ailleurs, Flammarion, Paris, 1990, pp. 95-137.
[4] F. Waquet, Le latin ou l’empire d’un signe, Albin Michel, Paris, 1998, pp. 321, 322, 323.
[5] P. Judet de la Combe, y H. Wismann, L’avenir des langues, Cerf, Paris, 2004, pp. 113-114, 122-125.
[6] F. Hartog, Anciens, modernes, sauvages, Galaade, Paris, 2005.
[7] Alphonse, Dupront, Genèse des temps modernes, p. 49, Gallimard/Le Seuil, col. Hautes Études, Paris, 2001.
[8] Francisco Rico, Le rêve de l’humanisme, Les Belles Lettres, Paris, 2002, p. 19.
[9] Dupront, op. cit., p. 49.
[10] Ibid., p. 51.
[11] Settis, op. cit., p. 100.
[12] Voltaire, Le siècle de Louis XIV, Bibliothèque de la Pléiade, p. 1570.
[13] Marc Fumarolli, “Les abeilles et les araignées”, en La Querelle des Anciens et des Modernes XVIIe-XVIIe siécles, Gallimard (Folio), Paris, p. 153.
[14] Ibid., p. 151.
[15] Michael Werner, “Le moment philologique des sciences historiques allemandes”, en Qu’est-ce qu’une discipline?, op cit., pp. 171-192.
[16] Hartog, Anciens, modernes, sauvages, op. cit., pp. 95-96.
[17] Hartog, Mémoire d’Ulysse. Récits sur la frontière en Grèce ancienne, Gallimard, Paris, p. 210.
[18] H. Taine, «L’esprit classique» en Les origines de la France contemporaine, Laffont, Paris, 1986, pp. 139-1152R.; en 1864, Fustel de Coulanges había expresado lo mismo en las primeras páginas de su Cité antique.
[19] Chapoutot, Jean, “Le national-socialisme et l’Antiquité”, tesis inédita, Université de Paris I, 2006.
[20] El terminó apareció a finales del siglo XIX e inicialmente se utilizó para describir el arte de Poussin, antes de aplicarse al perido de 1750-1830; David Irwin, Neoclassicism, Phaidon, Londres, 1997.
[21] Hartog, Anciens, modernes, sauvages, op. cit., pp. 192-194.
[22] Véase, entre otros, I. Morris, K.A. Raaflaub, comps., Democracy 2005? Questions and challenges, Dubuque, Iowa, 1998, así como los últimos libros de Josiah Ober: Loren J. Samons II, What’s wrong with democracy? From Athenian practice to American worship, University of Californis Press, 2004, sostiene que el régimen ateniense se mantuvo tanto tiempo, no gracias a sino a pesar de la democracia. Mogens Herman Hansen, The tradition of ancient Greek democracy and its importance for modern democracy, Historisk-filolofiske Meddelelelser 93, Copenhague, 2005.
[23] Hartog, Régimes d’historicité. Présentisme et expérience du temps, Seuil, Paris, 2003.
[24] Michelle Galy, Le bûcher des humanités. Le sacrifice des langues anciennes et des lettres est un crime de civilization!, Armand Colin, Paris, pp. 103-105.
[25] Luc Boltanski y Eve Chiappello, Le nouvel esprit du capitalisme, Gallimard, Paris, 1999.
[26] Barbara Cassin, Nos Grecs et leurs modernes, Seuil, Paris, 1992; Leonard, Miriam, Athens in Paris, ancient Greece and the political in post-war French thought, Oxford University Press, 2005.
[27] Samuel Huntington, The clash of civilizations and the remaking of the world order, Simon & Schuster, 1996.
[28] Marshall Sahlins, Apologies to Thucydides: Understanding history as culture and viceversa, University of Chicago Press, Chicago, 2004.
[29] Marcel Detienne, Comparer l’incomparable, Seuil, Paris, 2000.