Paula López Caballero

El Estado, el "indio" y el antropólogo

 

 

 

La sublevación zapatista de 1994 en Chiapas es probablemente la última capa del milhojas de imágenes que en Europa se denomina “México”. Según Mauricio Tenorio, la “idea México” está constituida por un conjunto de lugares comunes que al mercado internacional de las imágenes le siguen atrayendo: sus ruinas, sus artesanías, su Revolución, la muerte, la fiesta, el colorido, la virgen de Guadalupe, Frida Kahlo, los muralistas… Y en primer lugar, hoy en día, el subcomandante Marcos y el ejército enmascarado de la jungla mexicana. El país, nos dice este historiador, ha cambiado enormemente en un siglo. La imagen de México, no. Dentro de este “producto” de exportación, las poblaciones indígenas ocupan un lugar de primera fila. A pesar de que las élites mexicanas contemporáneas quieren dar una imagen cosmopolita del país en el extranjero, distanciada de todo primitivismo, la alteridad que los indígenas representan sigue siendo muy demandada. Están allí para recordar que otro mundo, compuesto de autenticidad y resistencia, existe frente al materialismo occidental. Por tal motivo la imagen del ejército zapatista difundida en el mundo, más que haber dado a conocer la situación actual de los habitantes indígenas, con frecuencia ha servido para ratificar lo que ya se “sabía”: que los indígenas “sobreviven” desde hace quinientos años al colonialismo, a la explotación de los conquistadores y a la de las élites en el poder; que ellos son los herederos de las antiguas civilizaciones prehispánicas, únicas y grandiosas; y el último reducto de un universo a punto de desaparecer.
La construcción de esta “idea México” es resultado de complejas transacciones trasnacionales, de espejeos mutuos, malentendidos y coincidencias, en México y en el extranjero; complejo tema que no es posible agotar en estas páginas. Sólo se intentará mostrar cómo los indígenas “entraron” en esta “idea México”, dando forma a uno de sus elementos constitutivos. El vínculo, en el siglo xx, entre la “nación” y los “indígenas” fue obra de la antropología, objeto y fundamento de la reflexión que aquí se desarrolla: una pieza en tres actos y con tres personajes –el Estado-nación, el indígena, el antropólogo–. De sus relaciones conflictivas y consensuales habrán de emerger los valores y conceptos que, todavía en nuestros días, sirven para interpretar a la sociedad mexicana y sus fronteras internas, pero también para comprender mejor la imagen que tienen en el extranjero.

Primer acto: antropología y nacionalismo (1910-1940)

Punto de partida: una revolución campesina, la primera del siglo xx, que estalla en 1910; revolución social, sin ser socialista, en un país políticamente independiente, aunque económicamente subordinado. Revolución y dependencia. Derechos sociales y lucha por la soberanía. Al proyectarse, estas dos fuerzas contribuyen a la eclosión de un régimen estatal y de una identidad nacional propia. Ahora bien, el lento y fértil proceso de formación del régimen posrevolucionario no se limita a las esferas política y estatal sino que se debe captar, principalmente, en su impacto social: la formación de un Estado posrevolucionario implicó también, en gran medida, la voluntad de dar forma al cuerpo social que el nuevo estado habría de representar.
Una auténtica tarea de ingeniería social se puso en marcha para construir un “pueblo” –los mestizos–, sobre el cual reposaría la soberanía del Estado, dar un origen común –la civilización prehispánica– a una población de altos contrastes y, por último, para identificar a los grupos sociales –indios, campesinos, obreros–, con el fin de orientar las acciones del Estado. En México, el hacer que la sociedad fuera “legible”, para poder gobernarla mejor mientras se conformaba, fue tarea de los antropólogos, ejercitados en una disciplina que se percibía tan fresca y revolucionaria como el propio Estado naciente. El interés en la comparación, el relativismo histórico y la experiencia con las poblaciones catalogadas como “no occidentales”, habrían de proporcionar las herramientas tecnológicas y metodológicas que permitirían captar la realidad de un país de contrastes como México.
En este contexto de la organización y la definición de lo social, la categoría “indígena” adquirió los contornos que hoy en día la caracterizan. Los grupos que han sido categorizados como “indígenas” se definen por su vínculo transhistórico con un pasado precolonial, el de las grandes civilizaciones prehispánicas. La alteridad que estos grupos representan cobra valor como herencia viva de una civilización desaparecida y como origen específico del país. Estas certezas tienen tal valor de verdad que suele olvidarse que no siempre fue así. La idea de que los hablantes de lenguas nativas tenían un origen diferente –indígena– al del resto de la población ya existía en el México del siglo XIX. Pero el hecho de que este origen se vinculara al mundo prehispánico y a sus habitantes es, en realidad, una innovación que data de principios del siglo xx.
La primera investigación etnológica extensa la lleva a cabo, desde 1910 entre los habitantes del pueblo de Teotihuacán, el “padre” de la antropología mexicana, Manuel Gamio. Esta investigación completaba las excavaciones arqueológicas de las enormes pirámides, bajo la hipótesis de que los indígenas de su época podían modernizarse, pues “poseían” aquella herencia gloriosa, aunque erosionada por cuatro siglos de opresión e ignorancia. Entre los antiguos constructores de las pirámides y los habitantes rurales de la región, los lazos empezaban a tejerse por primera vez –sólido vínculo que ha resistido al paso del tiempo y los efectos de la crítica hasta nuestros días–. Una vez establecida la filiación virtual entre los grupos considerados indígenas en el siglo xx y el pasado prehispánico, estas poblaciones entraban a la Nación como sujetos “modernizables” –ya se ha dicho– pero, por la puerta del pasado. Al volverse origen común de la nación, éste podía percibirse como “compartido” por todos los mexicanos. En consecuencia, una relación dialéctica –o “reflexiva”, se diría hoy– se estableció de inmediato entre el investigador y el sujeto investigado: las poblaciones indígenas representaban, sin duda alguna, una alteridad; el “otro” que no es “nosotros”. Ahora bien, este “otro” era también la fuente, el alma de todos los conciudadanos. El “otro”, tan subordinado como frecuentemente negado, era también “yo”.
La antropología mexicana, retomada en su versión boasiana[1] y concebida como una opción progresista, sobre todo frente al darwinismo oficial que dominaba al pensamiento sociológico europeo, se convirtió así en la ciencia por excelencia del Estado mexicano, y a los antropólogos en los tecnócratas del régimen. Nacida aproximadamente en la misma época que las llamadas antropologías “metropolitanas”, la antropología mexicana comparte con éstas tener “zonas de influencia” a nivel internacional, así como una sólida organización institucional.
Ciertamente, Claudio Lomnitz propone la distinción entre la antropología metropolitana y la antropología nacional. El objeto de los antropólogos europeos no era la sociedad o la cultura de sus países; sus investigaciones en aquella época se identificaban más bien con el proyecto colonial, que se hallaba en plena expansión: las poblaciones investigadas, aunque estaban integradas al imperio, no formaban parte de la sociedad ni de la identidad del investigador. Se pensaba que su alteridad era absoluta, y ésta con el tiempo se convirtió en la condición sine qua non de la cientificidad de la disciplina.
Por el contrario, la antropología mexicana se formó en un país que también se estaba formando; y que, sin poder ser expansionista, buscaba más bien controlar sus fronteras y territorio. Sin embargo; aún en este contexto, las poblaciones indígenas representaban allí aquella alteridad que interesaba a los antropólogos europeos y norteamericanos. Al adoptar ese mismo enfoque, los colegas mexicanos se encontraban en la imposibilidad de asumir la regla no escrita, la cual exigía que la alteridad se investigara fuera de las fronteras nacionales. Esta herencia ha perdurado hasta nuestros días: el interés principal de la antropología mexicana se centra en su propia sociedad.
Sin embargo, en cuanto a su organización institucional, las dos antropologías, tanto la “metropolitana” como la “nacional”, desde sus orígenes se anclaron profundamente en la Nación: es posible reconocer a la escuela francesa de etnología, al funcionalismo inglés o al culturalismo norteamericano, todas creadas por los académicos nacionales que compiten con la producción científica de los otros países. Por lo tanto, la distinción entre los dos tipos de antropología debe matizarse: ambas son igualmente nacionales, pero una se da en el marco de un estado imperial y la otra, en el de un estado dependiente y en formación. Además, estos marcos estales han influido específicamente las preguntas que cada antropología nacional se ha planteado. En Europa, tras la segunda guerra mundial, expulsados de la disciplina tanto el darwinismo social como el pensamiento racista, sobre todo gracias a la obra de Claude Levi-Strauss, la antropología va a interesarse en el Hombre. El hombre y la razón, siendo uno y lo mismo, siempre y en todo lugar. La unicidad de las estructuras del pensamiento humano servía para eludir las implicaciones conflictivas de las premisas antropológicas, a saber, la existencia de una “diversidad”, que sucesivamente se volvió únicamente cultural o formal, y dejó de ser étnica, racial o esencialista.
Estas preguntas universalistas en torno a la humanidad tomaron en México un giro más delimitado y práctico. El horizonte interrogativo de los fundadores de la antropología mexicana no fue tan filosófico, como político: la posibilidad de una identidad nacional única y verdaderamente integradora ¿Cómo construir una Nación moderna a partir de semejante heterogeneidad sociocultural? ¿Qué lugar se les podía otorgar a esas poblaciones rurales, marginadas en el pacto nacional y atadas a solidaridades locales? Y por último, ¿cómo darle a los “mexicanos” un “alma”, una identidad nacional propia?
En contraste, pues, con las antropologías metropolitanas y sobre todo con la etnología francesa, cuyo más lúcido promotor quiso explícitamente apartarla de toda cuestión política, una de las características de la antropología mexicana fue la de evolucionar a la par de la formación del Estado y la Nación. La antropología en México no solamente está politizada, sino que además fue una fuente de primera mano para la esfera política. Sobre la base de una investigación que buscaba ser científica, los antropólogos propusieron proyectos y programas de acción estatal para “proteger” a las poblaciones indígenas, al mismo tiempo que se construía la Nación; esperando que el resultado fuera una integración respetuosa de su cultura, con los beneficios de la modernidad y los de la tradición.
Esta carencia de autonomía respecto al Estado y la dimensión “aplicada” de la investigación, que hoy pueden ser vistos como una falla científica, no impidieron que la antropología mexicana se convirtiera en una ciencia legítima, reconocida tanto en el país, como en el extranjero. Este prestigio científico se construyó, en parte, con la colaboración de investigadores extranjeros que veían a México como una fuente de alteridad. Otro contraste, pues, con las escuelas antropológicas europeas: en la formación de la escuela mexicana intervinieron influencias tan diversas como la de Franz Boas (que residió en México entre 1910 y 1913), Oscar Lewis (1943), Bronislaw Malinowski (1942-1943), o los investigadores del Institut de recherche pour le développement (ird) Mexique [Instituto de investigación para el desarrollo, México] –fundado en 1944–.
Entonces, el Estado mexicano creó una importante red de instituciones. En primer lugar, el Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah), fundado en 1939 como una secretaría independiente, encargada de estudiar a las poblaciones indígenas y de promover su integración, además de proteger y conservar el patrimonio arqueológico y arquitectónico. Comprendía una escuela Nacional de Antropología e Historia (enah) y una escuela de conservación y restauración del patrimonio. Ambas tenían la misión de formar a los futuros funcionarios del inah, repartidos en una extensa red administrativa. Diez años después, en 1948, se creó el Instituto Nacional Indigenista, organismo con personalidad jurídica propia, financiado por el Estado federal. Su cometido era organizar la investigación sobre los “núcleos indígenas”, elaborar los programas para mejorar (léase, modernizar) su condición de vida, y promover la aplicación de dichos proyectos por parte del Estado federal.

Segundo acto: la antropología y las luchas anticolonialistas (1960-1980)

Larga fue la vida de este planteamiento indigenista, a pesar de las críticas contra la aculturación y la asimilación de las poblaciones indígenas, entendidas como política oficial. Pero si hasta los años 1930 y 1940, todavía se identificaba al Estado con un proyecto de modernización, tres decenios después, más bien se le veía como la causa principal del subdesarrollo del país.
En los años 70, un grupo de antropólogos formados por el Estado, impugna el modelo indigenista. El vínculo entre la investigación fundamental y la investigación aplicada; el monopolio del Estado sobre las instituciones antropológicas; y, principalmente, la situación de marginalidad y pobreza de la gran mayoría de la población rural e indígena del país; ponían en entredicho el proyecto indigenista. El proyecto social y político, que establecía un vínculo entre la población indígena y el Estado posrevolucionario a través de los antropólogos, había terminado por volverse el instrumento por excelencia del abuso de poder estatal respecto a los sectores más marginados del país. Oponerse al indigenismo también significaba cuestionar al régimen posrevolucionario, institucionalizado a través del partido oficial (el PRI) y de un presidencialismo autoritario. Entonces, dentro de la investigación antropológica se elabora una crítica epistemológica y política del indigenismo con las herramientas del marxismo, nuevo canon internacional de las ciencias sociales. La pobreza en que vivía la mayoría de la población investigada dificultaba cada vez más los análisis centrados en su permanencia cultural, presentándolas como sociedades estancadas en el tiempo y aisladas en el espacio. Estos planteamientos holísticos habrían de ser reemplazdos por los de la proletarización de los campesinos como vanguardia política, su articulación o desarticulación con el sistema capitalista, o la viabilidad del modo de producción campesino.
Aunque hoy los pueblos indígenas sean mundialmente reconocidos como actores políticos, en el México de los años 70, los antropólogos preferían describirlos como campesinos o como obreros agrícolas. Los términos indio o indígena tenían connotaciones demasiado cercanas al indigenismo o al estatismo. En cierto sentido, el “indio” (o su reificación política) formaban parte del territorio simbólico del PRI y del régimen. Dicha reificación convertía a los indígenas en herederos del pasado: los “otros del interior”, los menores a cargo del Estado, la minoría lingüística y cultural. El congreso indigenista de 1974 –que hoy se considera como el origen lejano del Ejército Zapatista– fue, en un principio, iniciativa del presidente de la República en turno. Así, los movimientos sociales de los años 70 y 80, con algunas excepciones, no se definieron políticamente como “indios” o “indígenas”, sino que se relacionaban con las federaciones de campesinos y maestros, con los movimientos de obreros o de colonos.
Sin embargo, la crítica marxista del paradigma indigenista no impidió que se mantuvieran y reprodujeran los dos rasgos fundamentales de la antropología mexicana. Por una parte, el compromiso político de los antropólogos, convertido en un elemento casi constitutivo de la deontología de la disciplina en México, probablemente una herencia de la época (no tan lejana) en la cual ésta era una herramienta para diseñar programas sociales. En los años 70, la misión intervencionista, que se le asignó a la antropología mexicana desde su nacimiento, se renovó con la coyuntura de diversas nociones marxistas y su hincapié en la “praxis revolucionaria”. Por lo tanto, la tendencia militante y mediadora de la antropología prosiguió, aunque como un discurso de oposición al régimen estatal. Por otra parte, esta nueva antropología crítica (como se autodesignaba) mantenía viva la asociación entre “indígenas” y nación. Investigar sobre la situación de desigualdad de los estos grupos equivalía a preguntarse por el significado de “la nación mexicana”; y, en consecuencia, a cerca de cómo podría construirse una nación verdaderamente homogénea. De esta manera, el nacionalismo posrevolucionario se reactivaba, concebido como un discurso de oposición al régimen que lo había creado, lo cual garantizó su permanencia.
La coincidencia cronológica con las luchas anticolonialistas que tuvieron lugar por doquier en el mundo acaso explica la nueva significación atribuida al nacionalismo mexicano. Las guerras de descolonización y de lucha “anti-imperialistas” fueron el viraje que hizo revivir las reivindicaciones nacionalistas –hasta entonces asociadas con los excesos del poder estatal– como luchas de emancipación y de progreso. Así, en oposición al dogma internacionalista de la lucha de clases, y apelando a su origen revolucionario, el fondo nacionalista de la antropología mexicana se reactivó como un nuevo medio de contestación y se redirigió contra el Estado que lo había creado. Antropología, indígenas, nacionalismo: la permanencia del trío una vez más quedaba garantizada.

Tercer acto: antropología y diversidad cultural

En México, la decadencia de la lucha de clases, como régimen de verdad científico y político, coincide con las transformaciones estructurales del Estado, el multipartidismo y los inicios de una retórica oficial de carácter multicultural que habrá de reemplazar progresivamente a la política asimilacionista oficial, hasta entonces predominante. Estos cambios también afectaron el rol de la antropología. Es cierto que, en respuesta a las presiones universitarias, se crearon nuevos centros de investigación antropológica, tanto en el sector público como en el privado. Pero, lo señala Claudio Lomnitz, la diversificación de estas instituciones no debe ocultar el otro fenómeno notorio del periodo: la disminución de la importancia política que tenía para el Estado mexicano la antropología nacional. De golpe, esta disciplina perdió la posición de ciencia del Estado y de tecnocracia del régimen que hasta entonces había ocupado. Con las nuevas directrices de modernidad neoliberales, llegó el turno de los economistas para figurar como los expertos incontestables de la buena gobernanza y del progreso nacional.
Una vez roto el vínculo entre la antropología y el Estado, la producción de la disciplina se ha diversificado. Los temas de los antropólogos ya no se limitan al mundo rural e indígena, en parte debido a los cambios descritos, pero también en razón de los cambios sociales, incluyendo las migraciones interna y trasnacional. Los estudios de “género”, la antropología urbana, los movimientos sociales, la antropología de las instituciones y la antropología jurídica, todos han encontrado un sitio en la antropología mexicana contemporánea. Pero, el interés en las poblaciones autóctonas se ha mantenido como la misión principal de la disciplina; y, pese a la creciente influencia de las diversas teorías aportadas por los cada vez más numerosos antropólogos mexicanos formados en el extranjero, muchos trabajos reactivan las dos “prerrogativas” que a la antropología mexicana se le otorgaron al nacer: la voluntad de mantener una intervención práctica en la vida cotidiana de las poblaciones investigadas; y, la vinculación entre grupos indígenas y nación. Con la diferencia de que ya no se pretende su integración en la nación, ni se defiende el potencial de vanguardia política de los campesinos, sino la reivindicación del reconocimiento oficial del “derecho a la diversidad cultural”.
En México, el “reconocimiento de la diversidad” empieza como una estrategia del Estado. El gobierno firma, en 1991, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre los derechos autóctonos (México es el segundo país en hacerlo, tras Noruega) y se define constitucionalmente como un país pluricultural con la modificación de la Constitución en 1992. Al mismo tiempo, modifica el artículo 27 –fundamento legal de la distribución de las tierras desde 1917–, poniendo fin al reparto agrario. El Estado se compromete a reconocer la diversidad cultural de los indígenas en el mismo momento que altera uno de los fundamentos de su reproducción social: el control del territorio. En parte, esta retórica oficial respondía a las nuevas directrices internacionales. El modelo del Estado industrializado, homogéneo y autocontenido, había cedido su lugar a una nueva utopía de modernidad habitada por “pueblos” diferentes, dentro y a través de los Estados-naciones. A nivel internacional, los indígenas fueron asociados con una nueva forma de modernidad; y, un progreso más humano y ecológico.
La sublevación del Ejército Zapatista desestabilizó el nuevo discurso oficial. Sin embargo; el cambio de registro discursivo tomó desprevenidos, incluso, a los mismos zapatistas. Sus primeras demandas se expresaban en términos de clase y de justicia social. Pero, la “sociedad civil” vio en el ezln a una “guerrilla indígena” y en su revuelta, al despertar del “México profundo”: los zapatistas formularon su programa en términos de los derechos autóctonos.
Era la primera vez que los “indígenas” se hacían tan visibles en la esfera pública, al margen del folclorismo oficial. Los argumentos del Estado impugnaron su legitimidad, alegando que no eran indios o que se les manipulaba. La reacción de los antropólogos no se hizo esperar. Aunque no es posible afirmar que respondieron en bloque, la gran mayoría se adhirió a las reivindicaciones de este movimiento armado. Casi todos los especialistas en la etnología de la región sabían de la existencia de una organización armada, antes de que ésta hiciera su aparición pública. Algunos habían hecho trabajo político en Chiapas desde tiempo atrás. Y con el tiempo, muchos se convirtieron en consejeros del movimiento; también participaron en las acciones políticas promovidas por el ezln a fin de establecer un diálogo imparcial con el gobierno, mientras que las librerías se empezaron a llenar de obras antropológicas e históricas que explicaban la situación de los indígenas de Chiapas, así como el surgimiento del movimiento. Por su parte, los zapatistas apelaron a la solidaridad que esta disciplina científica “le debía” a los indios mexicanos. Así, en las dos marchas zapatistas a la ciudad de México, en 1997 y 2001, los hombres y mujeres de la guerrilla montaron su campamento en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.
Sin entrar en el debate sobre la legitimidad del movimiento, constatemos que con la aparición masiva y pública de los rebeldes, la visión del indio como un “otro” radical, minoría nacional y heredero de un patrimonio antiguo, fue de nuevo reactivada tanto por los críticos, como por los partidarios de este movimiento. Así, primero a través del indigenismo oficial como técnica de gobierno; y luego, hoy, a través de los discursos internacionales sobre el derecho a la diversidad y a la justificación política de los “esencialismos estratégicos”, los “indígenas” han sido efectivamente relegados a una alteridad radical y ahistórica.
Autoctonía, antropología, Estado: espiral de tres hilos que se entrelazan y se separan en diferentes momentos de la historia mexicana reciente ¿Existe otra alternativa? Hoy, ¿será capaz la antropología mexicana de tratar de comprender los procesos sociales y las prácticas cotidianas de los individuos sin reactivar la idea nacionalista del indio como ancestro y sobreviviente, ni eliminarlo del mapa sociocultural de México? Un primer paso para pensar en una antropología “posnacionalista” consistiría en desestabilizar la frontera entre autóctonos y no-autóctonos, a fin de favorecer la multiplicidad de situaciones y grupos que se encuentran en el interior de estos dos “conjuntos”. También deshacer ese vínculo entre las poblaciones autóctonas contemporáneas y el pasado precolombino que se ve como el único o principal elemento de su legitimidad. Desarmar, finalmente, el efecto de la alterización de que son objeto, y comprenderlo en su articulación con el orden social hegemónico en que se inscribe ¡Enorme proyecto!

Traducción: Mariano Ventura

 

Notas

[1] Franz De Boas, figura de la antropología cultural norteamericana (1858-1942).


Bibliografía

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Mauricio Tenorio Trillo, “De la Atlántida morena y los intelectuales mexicanos”, en Ilán Semo, ed., La memoria dividida. La nación: íconos, metáforas, rituales, Fractal, Conaculta, México, 2007, pp. 11-45.

Otras lecturas

Revista Relaciones 104, otoño 2005, vol. XXVI: “Nosotros y los otros: dispositivos de identidad”.
Revista Relaciones 100, otoño 2004, vol. XXV: “Historia, geografía y etnografía”.
Guillermo de la Peña y Luis Vázquez, coordinares, La Antropología sociocultural en el México del milenio: búsquedas, encuentros y transiciones, México, Fondo de Cultura Económica (Biblioteca mexicana), 2002.
Carlos García Mora, coordinador, La Antropología en México: panorama histórico, México, INAH, 1987-1988.
Rosalva Aida Hernández Castillo, Otra frontera: identidades múltiples en el Chiapas poscolonial, Centro de Investigación y estudios Superiores en Antropología Social, México, 2001.
Horst, Kurnitzky, Extravíos de la antropología mexicana, Fineo, Buenos Aires, 2008.
Claudio Lomnitz, Deep Mexico, Silent Mexico. An anthropology of Nationalism, University of Minneapolis Press, Minneapolis, 2001.
Andrés Medina, “Veinte años de antropología Mexicana: la configuración de una antropología del Sur”, en Mexican Studies/Estudios Mexicanos, vol. 20, núm. 2, pp. 231-274.
Federico Navarrete, Las relaciones interétnicas en México, UNAM, México, (La pluralidad cultural en México), 2004.