Alberto Ruy Sánchez

Identidades fugitivas

 

 

 



Para Oumama Ouad Lharech



País barroco, vecino sureño de la más potente civilización protestante, México es una de esas naciones obsesionadas con su identidad. Esa inquietud ha producido cientos de ensayos y algunos clásicos, como El perfil del hombre y la cultura en México, 1934, de Samuel Ramos, y el Laberinto de la Soledad, 1950, de Octavio Paz, citado y hasta plagiado en varias lenguas. Es un tema recurrente que, durante el siglo xx, se complementaba con una no menos obsesiva tendencia a excluir de la creación literaria cualquier escenario ajeno a México.
Cuando comencé a publicar mis cuentos, hace más de veinte años, me acusaron de “extranjerizante”, sin tomar en cuenta que mi otra ocupación cotidiana desde hace dos décadas ha sido dirigir una revista que estudia y difunde la diversidad de las artes tradicionales y rituales del país: Artes de México. Todavía en la Feria del Libro de Guadalajara, en diciembre del 2008, recibí públicamente el mismo reproche. Porque he pasado más de veinte años escribiendo un ciclo de novelas, poemas y cuentos que suceden en el puerto amurallado de Mogador, en la costa atlántica de Marruecos.[1] A dos horas y media de Marrakech. Desde 1953 su nombre oficial es Essaouira, pero muchos siguen llamándola Mogador. Era una puerta del Sahara y se le consideraba una casi isla entre dos océanos, uno de arena. Para algunos era como parte de otro continente separado apenas de África. Una ciudad tan distinta a las que caben en la imaginación actual, donde un bebé judío y uno musulmán eran amamantados normalmente por la misma matrona. Un sitio donde dos diferentes razas negras sudsaharianas y por lo menos dos razas blancas norafricanas (árabes y bereberes) se mestizaron creando un ritual animista-islámico llamado gnawa. Hoy su música es uno de los más profundos rasgos de carácter de la ciudad. Y hasta hay una pintura ritual similar a la de los huicholes de México. Un lugar donde excelentes artistas de la madera incrustada y la platería en filigrana ejercen el oficio del asombro. Mogador fue un puerto de intenso comercio internacional que durante dos siglos vinculó al sur y al norte del Sahara con Europa. Por lo tanto hogar de una pequeña pero dinámica comunidad internacional europea que mezclaba la diplomacia con el comercio y donde judíos, tanto sefaraditas como ashkenazis, tenían cédula especial del sultán para ejercerlo con privilegio. Mogador tenía más consulados que muchas ciudades europeas y la primera representación extranjera de Estados Unidos se instaló ahí por haber sido el sultán de Marruecos el primero en reconocer su independencia. Mogador es un puerto de murallas inexpugnables construidas por un arquitecto francés con las de Saint-Maló en la mente. Pero, al mismo tiempo una ciudad frágil, poseída por vientos potentes y rodeada de dunas que cada tarde amenazan su existencia. Mogador es el objeto de una gran mentira histórica: el príncipe de Joinville nunca tomó la ciudad amurallada como afirman los libros de texto de la historia de Francia del siglo XIX. Tomó la isla diminuta del mismo nombre frente a la ciudad y explotó el malentendido para su gloria.

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Pero vayamos al delito literario: ¿por qué un mexicano tiene que escribir sobre Marruecos? La pregunta ha surgido en innumerables ocasiones y sobre todo en los países del hemisferio norte. Y aunque mi respuesta es compleja no debería serlo. Yo tendría que poder responder simplemente: ¿Y por qué no? Pero existe una ideología implícita, sobre todo en Estados Unidos, que considera incorrecto lo que yo he hecho todos estos años. Una estrecha manera de pensar que asigna a los escritores, sobre todo si vienen de países del Tercer Mundo, la pertinencia exclusiva de su “origen” como tema. Una visión simplista de la complejidad que es cada sitio, cada persona, y sus identidades.
Lo que Marruecos me dio es mucho más que un escenario atractivo para mis historias, como algunos quieren suponer. Y de ninguna manera se trata de una de esas fascinaciones norteñas por el exotismo de un país del sur descritas por Edward Said como orientalismo. Yo, evidentemente, vengo de otro sur y eso cambia todo. Y eso me permitió desarrollar la idea de una sana relación literaria Sur-Sur que formulé con ironía en mi manifiesto: “Por un orientalismo horizontal.”[2]
Lo que Mogador me dio es una mejor manera de entender el mundo y a mí mismo. Y a través de mi escritura ha modificado el sentido de mi vida. Así, viajar a Mogador se convirtió para mí en un periplo más largo y más profundo de lo que prometía. Lo primero fue el impacto de llegar a un lugar que siendo tan distante de México provocaba una fuerte sensación de reconocimiento. Mucho más intensa que la que un mexicano puede tener al llegar a España. Una mezcla de lenguaje corporal, geografía y objetos me hicieron sentir que yo desembarcaba en otro México. Los primeros pasos en el mercado me mostraron que algunos de los bellos objetos artesanales que en México se consideran parte de nuestra identidad eran casi los mismos que se hacían en Marruecos. Durante más de dos meses mi esposa y yo continuamos encontrando paralelos impresionantes en objetos bellos, paisajes áridos y mentes laberínticas. La sorpresa se duplicaba cuando algunos marroquíes me contaban haber tenido la misma impresión al llegar a México. Un tejido de identificaciones, una vena común, a veces subterránea, a veces evidente, incluso en medio de tantas diferencias.
Detrás de esa impresión hay una explicación histórica. Y ella contradice la más común ideología nacionalista mexicana al mostrar que no sólo somos una mezcla cinco veces centenaria de españoles e indígenas, sino que a través de España ocho siglos de mundo árabe entraron en nuestras venas, en nuestra cultura y en nuestra manera de hacer las cosas. Dos terceras partes de lo que ahora es España y Portugal fueron el territorio de la civilización andalusí (no confundir con andaluza). En la cual, si bien la civilización era árabe la población era mayoritariamente de origen berebere. Por eso, jugando con los términos equívocos en los que fuimos educados, puedo decir que los mexicanos somos también descendientes de bereberes: la más antigua población del norte de África antes de la conquista árabe. Y así un mexicano puede deber su tez obscura o apiñonada, tal vez, a su origen árabe berbere y no solamente indígena ¿Quién lo sabe?
Católicos, judíos y árabes vivieron en la península esos ocho siglos haciendo guerras y alianzas. Había muchos reinos pequeños, los Reinos de Taifa, que sobrevivían haciendo alianzas con los enemigos de sus enemigos, con frecuencia de diferentes razas y religiones. Alianzas que muchas veces se sellaban con bodas. La consecuencia a lo largo de los siglos fue un profundo mestizaje y varias conversiones religiosas cuyos orígenes no pueden ser trazados claramente. Y eso tuvo después un efecto en América: las conquistas, por unos cuantos soldados, del inmenso imperio quechua, que era del tamaño de toda Europa, y del imperio azteca, se explican en gran parte por esa tecnología de alianzas y mestizajes que era propia a los reinos de Taifa en las regiones extremeñas de dónde venían tanto Cortés como Pizarro. Las enfermedades que trajeron y la pólvora contribuyeron, es cierto, pero lo decisivo fue su método de alianzas.
Eso implicaba una visión del mundo opuesta a la de los conquistadores protestantes del noreste americano anglosajón que eliminaban y aislaban a los pueblos que encontraban mezclándose lo menos posible con ellos. Es significativo que en inglés no existe la palabra mestizaje. Los españoles se mezclaron como parte de su estrategia de domino porque ellos mismos eran el producto de siglos de mezclas raciales. No podían tener, como los pálidos pilgrims del norte, esa idea de orígenes puros y de “raíces” privilegiadas que aún prevalece en aquellas sociedades, incluso entre los grupos que se llaman a sí mismos “minorías”. La ideología del origen es tan fuerte en esa sociedad que fácilmente convierte las reivindicaciones de igualdad en un nuevo racismo, con contenido o color distinto, pero compartiendo la misma actitud sobre la identidad que los colonizadores protestantes. La angustia de los orígenes, el esfuerzo desesperado por delimitarlos muy claramente, pervierte a las sociedades. Es muy distinto reivindicarse como mestizo que como minoría. El mestizaje no iguala, multiplica la diversidad, muchas veces esconde las huellas. Hace que yo pueda tener el rostro pálido y un hermano o un primo muy moreno. Obliga a construir sociedades donde ni la raza ni la religión sean el vínculo dominante. Pero se necesita una mentalidad distinta para reconocerlo y hacerlo. Una mentalidad que no apele a la angustia racial y a la defensa épica de “nuestros orígenes”, “nuestras costumbres” o “nuestras raíces”. En la mentalidad mestiza nuestras raíces son tan sólo uno de los muchos ingredientes de ese misterio siempre vivo: ¿Qué somos? Estamos hechos de múltiples filiaciones: elegidas e involuntarias. Y cada quien tiene derecho a señalar las suyas, como hizo Manuel Machado al escribir: “Yo soy como los hombres que a mi tierra vinieron, soy de la raza mora, vieja amiga del sol, que todo lo ganaron, y todo lo perdieron. Tengo el alma de nardo del árabe español…”[3] Marruecos me ofreció la prueba viviente de que en mi mestizaje mexicano podía estar viva la vena arábigo-andalusí. Un ingrediente innombrado en la cultura de mi país que merece ser señalado por lo que me aporta como elección estética.
En la historia de la lengua que yo hablo y escribo, el español, está el árabe sustancialmente incrustado. Es una lengua siete siglos más antigua, hablada en la península durante más tiempo del que se ha hablado el castellano. La primera gramática y el primer vocabulario del español se hicieron significativamente durante la caída del reino de Granada y el descubrimiento de América, 1492. El intento de dotar al nuevo imperio creciente de una lengua se hizo a la vez como un intento de erradicar del español todas las palabras de origen árabe que pudieran tener un equivalente latino. Una limpieza racial a cargo de Elio Antonio de Nebrija, un sabio latinista andaluz que ni siquiera se llamaba Nebrija ni Elio, nombre tomado del antiguo conquistador romano de Sevilla. Antonio Martínez no pudo erradicar las cuatro mil palabras de origen árabe que aún tiene el español. Y muchas de ellas siguieron vivas en América mientras eran borradas en España. Por eso, hoy todavía los mexicanos nadamos en albercas mientras los españoles lo hacen en piscinas. El originalísimo diseño sobre las fachadas que da a Segovia su carácter, en México se llama ajaraca, mientras allá es conocido pobremente como esgrafiado.
Es significativo que una buena parte de las palabras de origen árabe que aún se conservan son términos usados en la arquitectura, la guerra y los oficios artesanales. Las palabras de toda una civilización más que de una cultura. Civilización que en aquella época había desarrollado la tecnología que era la más práctica, bella y barata para construir casas, hacer ropa y utensilios. Y que era usada por árabes, cristianos y judíos por igual. Con ella los conquistadores españoles y sus misioneros llegaron al nuevo continente y construyeron techos de madera para sus iglesias, casas, conventos, haciendas, palacios y fortalezas. Hicieron cerámica vidriada, que en América no era conocida. Tejieron sus ropas. Los misioneros católicos, después de introducir el borrego en América, es decir la lana, mezclaron su tecnología de tejido (léase, su tecnología árabe) con aquella que los indígenas tenían. Por eso incluso en los textiles de los indígenas de las montañas de Chiapas, esos textiles que se quieren ver como cien por ciento mexicanos, tienen soluciones técnicas y diseños comunes con los textiles bereberes de las montañas marroquíes del Atlas. La civilización árabe llegó hasta nosotros y se propagó como tecnología, sin contenido religioso musulmán alguno, pero sí con su estética. Que es una visión del mundo donde se privilegia al conocimiento sensorial.
Una de las cerámicas más apreciadas en México, la talavera de Puebla, también nos habla con elocuencia de ese fenómeno. Sus motivos azules esmaltados vienen de muy lejos: Persia, Samarkanda, China. Ya por el nombre queda claro que fue introducida a México desde un pueblo español de ceramistas, cerca de Toledo, llamado hoy Talavera de la Reina. Desde los tiempos andalusíes era ya un pueblo de ceramistas. Y cuando la expulsión de los árabes de la península se hizo realidad, muchos artesanos de esa ciudad se fueron a la ciudad de Fes, en Marruecos y ahí establecieron sus talleres. La talavera española siguió su propia historia y sufrió varias influencias, entre ellas una italiana muy fuerte durante el Renacimiento. El resultado es que la cerámica hecha en México como talavera de Puebla y la que se hace en la ciudad de Talavera de la Reina en España son muy distintas. Pero la mexicana es muy parecida a la que se hace en la ciudad imperial de Fes y que se conoce como “azul de Fes”. La que se hace en la ciudad mexicana de Guanajuato, en cuyos diseños predomina el verde y el amarillo, es muy parecida a la que se hace en el puerto marroquí de Safi.
Se puede pensar que muchas de las similitudes entre México y Marruecos obedecen a razones similares. Que ambos países tienen un antepasado común, la civilización andalusí. Uno de los hilos compartidos en el tapiz de sus respectivos mestizajes. Dos países que dan la impresión de ser como esos gemelos separados largos años, que luego de un tiempo se reencuentran y a pesar del tiempo transcurrido reconocen en los gestos del otro todo un universo de semejanzas.
Ese era el ámbito mental creado por mi descubrimiento de Marruecos. Pero con los años dejó de ser impresión para convertirse en perspectiva: en un espacio par ver y comprender. Aunque se puede decir que es una perspectiva doble, como en esos dibujos de los aborígenes australianos donde la acción puede ser vista a la vez desde arriba y desde un lado.
En mi doble perspectiva, las imágenes culturales anteriores se yuxtaponen a una visión más personal. Contaré tan sólo algunas de las experiencias personales que marcaron mi acercamiento a Marruecos.
Habíamos llegado al oasis de Zagora, umbral del Sahara, en un momento de crisis entre Marruecos y Argelia. Había guerra en el aire y se había decretado una tregua. Toda la gente estaba muy excitada, pero no por el conflicto armado que se aproximaba, sino porque la noche anterior había llovido, luego de diez años en que eso no sucedía en aquel pueblo. Un geólogo alemán, especialista en la evaporación del agua en el desierto, nos invitó a subir a una montaña a la orilla del oasis para observar la evaporación del agua: “Es algo que sólo sucede una vez en diez años”. Tuvimos que pedir un permiso de los militares para subir a ese sitio estratégico y desde ahí tuvimos una visión maravillosa: Vimos al agua prácticamente en el aire en la forma de nubes densas y algunas casi transparentes. Volaba hacia nosotros y continuaban subiendo. Sorpresivamente, algunas habían capturado sonidos del pueblo abajo, como cajas de palabras y suspiros, llantos y carcajadas.
Rodeando al campo de palmeras vimos un área de flores de colores vivos y pétalos frágiles movidos por el viento. Casi crecían frente a nuestros ojos. “Aparecen en el desierto sólo cuando llueve. Esta es una ocasión muy excepcional”, nos explicó nuestro amigo. Y después de un par de horas el sol comenzó a quemarlas. Era una visión triste que me lanzó a un abismo de imágenes interiores que al principio me costaba trabajo identificar. Y después, en el corazón de ese torbellino estaba mi padre hablándome cuando yo era un niño muy pequeño. Me decía que no debería estar triste porque cada flor dejaba en la arena semillas que con la próxima lluvia, fuera cuando fuera, crecerían de nuevo.
Ahí estaba yo, en el Sahara, recordando de golpe algo que sucedió cuando yo tenía tres o cuatro años de edad y nos acabábamos de mudar al desierto mexicano de Sonora. Habíamos llegado detrás de un huracán y había llovido como nunca en diez años. Flores similares o las mismas crecieron y murieron ante mis ojos. Y por ellas comencé a recuperar la memoria de una parte de mi infancia que yo no sabía que había perdido. Así el desierto de Marruecos me devolvió mi primera infancia.
Con ese estado de ánimo y los ojos llenos de visiones inesperadas, continuamos nuestro viaje en cuanto el toque de queda fue levantado dos semanas después. Y en el camino de Agadir a Essaouira, en un lugar casi lunar donde no podría crecer ninguna planta, vimos de pronto un pequeño bosque de árboles muy verdes. Estaban llenos de manchas negras y lo primero que pensé es que se trataba de zopilotes. Cuando nos acercamos nuestra sorpresa fue más grande que los árboles. Se trataba de cabras que masticaban con calma las hojas de los árboles.
Sorprendido, maravillado, quise compartir mi entusiasmo con mi vecino de asiento en el transporte público que nos llevaba. Era un estudiante que no estaba asombrado en lo más mínimo. Al principio pensó que me llamaban la atención los árboles y comenzó a explicarme orgulloso que el argano sólo se encuentra en Marruecos, que de su frutilla se obtiene un aceite... Pero lo interrumpí para decirle que eran las cabras en los árboles lo que me asombraba. Me miró como a un loco delirante y me dijo: “Pero si las cabras siempre están en los árboles”. Y lo afirmaba como quien, con condescendencia, explica a un niño muy pequeño una elemental ley de la física.
Me di cuenta de que eso, que para mí era casi mágico, para él era una banalidad. Una cosa que ni siquiera merecía ser notada. En ese momento descubrí que mi labor como poeta debería tener entre sus metas descubrir o señalar esos elementos de la vida que aún siendo maravillosos nos pasan desapercibidos. Una dimensión que es más interesante de lo que creemos día a día: descubrir las cabras en los árboles de mi trabajo, de mi pareja, de mi país. Y decidí hacer de esa visión de las cabras una Poética: un principio guiando mi manera de encarar la vida y, a la vez, mi manera de crear obras de arte literario, la construcción de una obra. Un principio de composición: una Poética del Asombro.
Ese mismo día llegamos a la ciudad amurallada de Mogador. No puedo explicar fácilmente y con detalle la sensación de estar vivien­do una especie de ritual de iniciación al entrar al puerto. La necesidad de ir todavía más despacio en mi acercamiento y tratar de ser más perceptivo. La belleza de la ciudad exigía entrar a un tiempo dentro del tiempo y escuchar sus voces. Tratar de escuchar si la ciudad nos aceptaba en sus entrañas. Y el hecho de que estando dentro de ella, incluso teniendo un mapa, uno siempre se pierde. Mogador es una ciudad que acoge pero que no se deja poseer. Sus calles, aparentemente lineales, no lo son. Sus murallas, como una piel que abraza a la ciudad más que protegerla. Todo eso creaba en mí la sensación de que Mogador era una especie de amante a la que había que acercarse con extremo cuidado, escuchando sus deseos más que imponiendo los míos.
La ciudad se convirtió para mí en la presencia de una mujer, una amante exigente. Y comencé a escribir esta llegada al puerto y los primeros pasos dentro de ella como si se tratara de la descripción sexual de un acto amoroso: entrar en la ciudad como entrar en una mujer y conocerla un poco más. Llamé a ese poema relato “La Inaccesible” y en él traté de crear la sensación erótica sin usar nunca una palabra relativa al cuerpo. Dejar que hablara el sexo de las cosas de Mogador. Darle voz. Así creció esa sensación de la ciudad como una amante, y sentí que sería la protagonista de varias de mis novelas.
Tuve el deseo de que mis lectores tuvieran la misma sensación de iniciación que yo he sentido. Hacer novelas que fueran ámbitos. Que el lector no fuera enganchado en la trama por los mecanismos del suspenso, sino que fuera seducido por un tejido de sensaciones e imaginación y conducido a abrir más sus sentidos, escuchar más y mejor. Mogador se convirtió así en un cuestionamiento a mi propia identidad.
Hubo una consecuencia paralela a todo esto: ese rito de iniciación tenía que recurrir a una composición más cercana a la poesía. No como la elección de un género sobre otro, sino como una manera de ser fiel a la pasión que trataba de describir y que anhelaba fuera percibida por todos los sentidos del lector. Tuve que desarrollar una sólida composición estética. Y mis modelos vinieron de otros campos artísticos: del arte de los maestros “zelijeros” que en Marruecos son tan respetados. De la estructura interna de los tableros de azulejos hice una metáfora de la estructura de mis libros. De cada uno y también del conjunto de ellos.
El sentido de contemplación trascendente que domina esos tradicionales tableros de azulejos, especie de mandalas, le dio a mis historias un ímpetu de espiritualidad formal. Y más tarde, en la literatura clásica árabe y en la filosofía (Ibn Arabí, Ibn Hazm, Attar, Al-Nafzawi, Al-Ghazali),[4] en esos textos que unen erotismo y misticismo, encontré la dimensión de búsqueda que yo quería que mis libros tuvieran.
También en la literatura clásica árabe encontré formas apropiadas para lo que estaba haciendo. Una de ellas, el “adab”. Una forma donde una idea, una escena, una impresión no tienen que ser separados. Un género que concilia poesía y prosa, ensayo y narrativa. Así encontré en Mogador una técnica narrativa que era completamente nueva para mí.

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Muchos lectores de mis libros han considerado a Mogador como ciudad exclusivamente imaginaria. Y en efecto lo es en cuanto está reconstruida con palabras. Algunos periodistas en México me preguntaron por qué mencionaba a una ciudad imaginaria, como Mogador, al lado de un sitio real como Sonora. Pero en Marruecos me hicieron las preguntas complementarias: ¿por qué mezclar un lugar real como Mogador con uno imaginario como Sonora? De lo cual se deduce que lo imaginario es para cada sociedad algo tal vez real, pero que no conoce o considera lejano.

Como “escritor mexicano” soy un ente imaginario para aquellos que están o se sienten lejanos y que me ven como extranjero. Pero, tanto dentro como fuera de México me quiero rebelar contra las imágenes que me fijan, que me quieren decir qué y cómo debe ser un escritor mexicano y sobre qué y cómo debe escribir. La respuesta a la pregunta ¿qué somos? no es tan sencilla como quisieran las razas, las religiones, los grupos. O como quisieran los historiadores de la literatura, los críticos o los editores que dirigen colecciones de “literatura extranjera”. Yo creo, con Amin Maalouf, que “la identidad no se dá de una vez por todas, ésta se construye y se transforma a lo largo de la existencia”[5]. Cada persona debería poder identificarse tanto con su pasado como con su presente y su futuro. Y no tener que elegir una identidad sobre las otras. Somos lo que vamos siendo.
Y entre muchas otras cosas, en lo que se refiere a mis libros que suceden en Mogador, soy antes que nada un explorador del deseo más allá del color de la piel, un constructor de objetos narrativos artesanales y concretamente de un poliedro cuya elaboración me ha tomado veinte años. Soy también un mexicano que ha querido convertir sus palabras frágiles y al viento en un puente de arena entre dos desiertos: el de Sonora y el de Marruecos. Yo reclamo para mí el derecho de sentirme bien en cualquier parte, el derecho de ser ciudadano de las sociedades de mi elección. De amar y escribir sin pasaporte, ni visa. Reclamo el derecho a prestarle menos atención a las raíces y más a los frutos. Y, claro, a la fugacidad de las flores.

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En nuestro vértigo moderno no damos al azar la importancia que tiene. Pero es la suerte quien nos ofrece algunas de las cosas más importantes en la vida. El azar, no el origen. Por azar conocemos generalmente a la persona con la cual vivimos. Yo conocí a mi esposa en una sala de espera al entrar en la universidad. También por azar descubrí Marruecos y tuve la suerte de recibir de ese país varios regalos que dan sentido a mi obra y a mi vida. Han sido mencionados a lo largo de este ensayo. Pero, para concluir me gustaría simplemente enlistar esos regalos que me ha dado Marruecos:

1. El regalo de la amistad fraterna con algunos marroquíes, hombres y mujeres.
2. El regalo de sentirme muy cercano a un país maravilloso que al nacer no era mío y desde hace tiempo lo es.
3. El regalo de un golpe de memoria involuntaria, que pocas veces sucede en la vida.
4. El regalo de una poética del asombro, que ahora es prácticamente la base de todo lo que escribo.
5. El regalo de una concepción del erotismo donde el deseo es búsqueda radical.
6. El regalo de lecciones de técnica narrativa tomadas de los artesanos del azulejo. Y por ellas la obtención de formas literarias afines a la naturaleza de lo que cuentan mis libros.
7. El regalo de descubrir una dimensión estética de la vida presente en cada rincón de las ciudades y los pueblos. Y que es un ejemplo de civilización para cualquiera.
8. El regalo de un nuevo territorio: que a través de mis libros es ya otra dimensión de la cultura mexicana.
9. El regalo de una compresión más amplia de lo que soy, de lo que me estoy volviendo, de lo que hago. Una imagen de mi propia fugacidad.

 

NOTAS

 

[1] Los nombres del aire, Alfaguara, México, 1987 (Les visages de l’air. Traducción de Gabriel Iaculli, Editions Du Rocher, París, 1998); Cuentos de Mogador, CNCA, México, 1994; En los labios del agua, Alfaguara, México, 1996 (Les levres de l’eau. Traducción de Gabriel Iaculli, Editions Du Rocher, París, 1999); Comment la mélancolie est arrivée à Mogador, traducción de Gabriel Iaculli, edición bilingüe francés-español, Editions Du Rocher, París, 1999; Los jardines secretos de Mogador, Alfaguara, México, 2001 (La peau de la terre. Traducción de Gabriel Iaculli, Editions Du Rocher, París, 2002); La huella del grito, Solar, México, 2002; Nueve veces el asombro, Alfaguara, México, 2005 (Neuf fois neuf choses que l’on dit de Mogador. Traducción de Gabriel Iaculli, Editions Les allusifs, París t Montreal, 2006); La mano del fuego, Alfaguara, México, 2008.

[2] “Por un Orientalismo Horizontal”, en Arte Mudéjar: Variaciones, Artes de México, núm. 55, México, 2001, pp. 30-37.

[3] Manuel Machado, “Adelphos”, en Alma, París, 1902, Ediciones Cátedra, Madrid, 1988.

[4] Entre ellos, el más profundo, sutil y sensual es Ibn Hazm de Córdoba, autor de Tawq al-hammâma, escrito en el año 1022; traducido por Emilio García Gómez al español como El collar de la paloma, Alianza Editorial, Madrid, 1952; De l’amour et des amants: Tawq al-hamâma fî-l-ulfa wa-l-ulfa (Collier de la colombe sur l’amour et les amants). Traducción de Gabriel Martinez-Gros, Sindbad, París, 1992.

[5] “L’identité n’est pas donnée une fois pour toutes, elle se construit et se transforme tou au long de l’existence”, en Amin Malouf, Les identités meurtrières, Editions Bernard Grasset, París, 1998, p. 33.