Fernando López Aguilar

Sobre la apropiación del pasado y
sus evidencias


 

Una de las principales preocupaciones de la humanidad moderna fue el entenderse a sí misma, dar una respuesta diferente a las interrogantes sobre el ser y el devenir, que como ente reflexivo se había formulado desde tiempo inmemorial, y a las que había dado solución a través de la construcción de mitos, cosmovisiones, religiones y utopías. El éxito alcanzado durante los siglos xvii y xviii en la explicación de fenómenos naturales complejos, la capacidad de sintetizar el comportamiento del mundo natural en un puñado de leyes mediante la aplicación de procedimientos analíticos y experimentales, hizo pensar que la mejor solución debería ser de tipo racional e, inclusive, que si la unidad de la materia se expresaba en las leyes universales y las flamantes disciplinas físicas que habían podido desentrañarlas, entonces, detrás de toda la diversidad de grupos humanos, culturas e identidades recién descubiertas, también era factible encontrar las verdades universales de todos los hombres, de todos los rincones del mundo, de todas las épocas. La idea de descubrir científicamente lo que constituye la esencia del hombre como especie viviente, como ser racional, emergió, paso a paso, para dar lugar a las flamantes ciencias sociales que se encargarían de buscarla por medio de la observación y el análisis.[1]
No es de extrañar que las utopías fueran reformuladas desde la perspectiva de la nueva mirada de la ilustración, pues la otredad que permanentemente asombraba al europeo por los resultados de cada viaje y cada exploración llevada a cabo desde finales del siglo xv, reforzaba la idea de que pudieran hacerse realidad los lugares fantásticos como El Dorado, Cíbola y Quivira, la fuente de la eterna juventud, el país de Jauja y, así, en el siglo xvi de la Nueva España, se enviaron expediciones especiales para verificar, mediante la observación, la existencia de algunos de estos lugares míticos.[2]
Una buena parte de las quimeras medievales pensaban en un tiempo o en un lugar remoto donde había existido una sociedad feliz (llámese el Jardín del Edén, el Valhala, la Ciudad del Sol o el noble y buen salvaje) y esto dio lugar a la especial acción evangelizadora que los franciscanos llevaron a cabo en Santa Fe de la Laguna y en Santa Fe de Tacubaya, que buscaba mantener la naturaleza inocente de los indios conquistados y la supuesta armonía que, pensaron los europeos, tenían estos grupos consigo mismos y con su entorno, alejados de los vicios y la corrupción de la sociedad civilizada. Pero ese mismo hecho fue el germen de las ideas llamadas primitivistas, que se reforzaban con el descubrimiento de sociedades en estado salvaje en las selvas americanas y en otras partes del mundo, para construir la imagen de que el futuro debería ser equivalente a ese pasado remoto. En la práctica los grupos anarquistas, los socialistas utópicos y, también de alguna manera, el socialismo científico, no escaparon a esta consideración.[3]
En el siglo xix, la antropología se convirtió en ciencia y generó un cambio significativo en la imagen que el europeo de los siglos xvii y xviii se había construido sobre ese ser que tanto le había asombrado, el otro. Éste dejó de ser un monstruo o un ser ideal para transformarse en un congénere que, a pesar de su diferencia, permitía ilustrar la unidad esencial del hombre. Apoyada en la flamante teoría de la evolución, toda la diversidad cultural y anatómica se explicaba a partir de un orden sucesivo: la teoría garantizaba la igualdad básica de todos los hombres, sin apelar a razonamientos metafísicos.
Correspondió a Lewis H. Morgan, antropólogo norteamericano, elaborar una primera propuesta de ordenamiento para esa diversidad humana mediante la secuencia salvajismo, barbarie, civilización. En su obra de 1877 escribía: “Las últimas investigaciones sobre el origen de la raza humana vienen a demostrar que el hombre empieza su vida al pie de la escala labrando su ascenso, del salvajismo a la civilización, mediante los lentos acopios de la ciencia experimental”.[4] Este orden evolutivo, expresado como universales del desarrollo sociocultural, fue construyéndose desde el siglo xviii para responder de forma alternativa a la necesidad humana de dar un sentido a su propia existencia y tuvo sus raíces en la geología, la zoología, la paleontología, la filosofía y la propia arqueología.
Cada una de estas disciplinas construyó paulatinamente nuevas miradas hacia la realidad y nuevos fundamentos materiales para su argumentación. Así, las piedras de rayo del centro de Europa se entendieron como cuchillos y puntas de proyectil prehistóricas, los restos de los gigantes y los seres antediluvianos se transformaron en especies animales que existieron con anterioridad al hombre, la idea de que el mundo se transformaba mediante grandes catástrofes fue sustituida por aquella que afirmaba que las fuerzas que actuaron en el pasado eran análogas a las observadas en el presente (gradualismo). El esfuerzo por resolver el problema de la antigüedad de la Tierra y, con él, el de la vida y de la humanidad, en oposición a alguna idea religiosa que la reducía a 4004 años, involucró excavaciones estratigráficas, búsqueda de fósiles y hechos de evidencia alternativos desde los ámbitos disciplinares emergentes. Si el catastrofismo hacía que la Tierra pudiera ser muy joven, el gradualismo la hacía longeva y se requería del tiempo suficiente para que la evolución tuviera cabida. El propio William Thomson, Lord Kelvin, intervino en la polémica y llegó a proponer una solución mediante las flamantes leyes de la termodinámica.[5]
En esta hegemonía de la dimensión del tiempo, en la que Europa se pensó como la cima de la civilización y la otredad fue colocada en sus respectivos cajones temporales porque correspondía a formas de vida anacrónica y superada,[6] el anticuarianismo y el coleccionismo se transformaron en una nueva disciplina, la arqueología. Si los paleontólogos construyeron las secuencias que organizaban los huesos de los animales fósiles, fueron los coleccionistas, en los museos escandinavos, quienes ordenaron las evidencias y las reliquias del pasado y propusieron la secuencia fundamentada en tres grandes edades: la de piedra, la de bronce y la de hierro, que también fueron consideradas como series universales del desarrollo de la humanidad.[7]
Sin embargo, existían ideas divergentes originadas en las experiencias nacionales de Europa y en las reflexiones de pensadores como Johan Gottfried Herder o del propio Maquiavelo. Se dudó de la existencia de una única esencia humana y de valores universales válidos para toda época y civilización: lo demostraban las prácticas culturales y sociales, las interacciones entre los individuos en sociedad con su territorio, el idioma, las fronteras y las tradiciones. Era, entonces, imposible hablar de culturas superiores e inferiores, y sólo se podía hablar de culturas con sistemas de valores distintos que expresaban diferentes nociones sobre su pasado y las posibilidades de su futuro que resultaban irreconciliables con la idea de una plenitud compartida y homogénea para toda la humanidad.[8]
El descubrimiento del pasado, los esfuerzos por ordenar los eventos en secuencias, por establecer la dirección de la flecha del tiempo y secularizarla rescatándola de las concepciones religiosas, fueron factores importantes para construir la identidad de Occidente y asignar significado a la otredad, en torno a la idea de la unidad esencial del ser humano y de pensar en la posibilidad de construir leyes universales y generales del desarrollo social.
En cualquier caso, el pensamiento ilustrado derivó en una transformación de la mirada sobre los objetos que la religión había destacado dentro de su propia historicidad para convertirlos en objetos de culto: las reliquias, los testimonios objetuales de la verdad establecida en las Sagradas Escrituras y en el Nuevo Testamento, no sólo tenían un carácter sagrado, sino que eran concebidos como fragmentos de evidencia que demostraban la vida de Cristo, de los santos y de los primeros cristianos. Las prácticas católicas alrededor de las reliquias anticiparon las que la modernidad capitalista construyó alrededor de las cosas que elevó a rango de patrimonio cultural o histórico. El coleccionismo, la ambición, la compra venta, la piratería, la falsificación; el tráfico de los objetos de culto que se realizó durante la Edad Media fue el antecedente necesario del coleccionismo de los inicios de la modernidad, e incluía desde astillas de la Santa Cruz, paños de Verónica, divinos prepucios, plumas de las alas de los ángeles, cuerpos enteros de los santos, dedos o fragmentos diversos del cuerpo, trozos de ropaje y telas, hasta entidades que apenas fueron tocadas por los ungidos.[9]
El esfuerzo secularizador de la modernidad trasladó el culto a las reliquias a un culto a los objetos que fueran significativos en la construcción de los estados nacionales emergentes. Los cuerpos de los héroes o sus fragmentos, sus ropajes, sus armas, sus casas o sus habitaciones e, incluso, las cosas que apenas les pertenecieron, fueron reverenciados y colocados en los museos de historia o en monumentos que reemplazaron a las basílicas e iglesias. La misma imagen de los personajes fue depurada de forma semejante a la hagiografía cristiana.[10]
En muchos casos, los artefactos y edificios que sobrevivieron a las civilizaciones y culturas desaparecidas tuvieron un tratamiento similar en la medida en que el conocimiento del pasado fue importante en la cimentación de la identidad de los estados–nación. El reconocimiento de la profundidad histórica de determinado grupo, o de que éste hubiera sido constructor de una gran civilización, hizo de la arqueología y del nacionalismo del estado moderno una mancuerna difícil se separar[11] y permitió que la veneración a las reliquias se trasladara al objeto antiguo desenterrado por los coleccionistas, por los diletantti o por los incipientes arqueólogos.
En ese sentido, como causa y consecuencia perversa de la profesionalización de la arqueología, el saber experto que buscaba entender el pasado del hombre, también se convirtió en la mirada pericial para autentificar la antigüedad y originalidad del objeto antiguo,[12] pero, además, fue la disciplina que validó una visión de la historia que, con diferencia de matices, contenía los mismos presupuestos: la unidad esencial del hombre, la visión teleológica de la historia, la universalidad de las secuencias evolutivas y la civilización como cúspide del progreso. En la contraparte, las arqueologías marxistas partían de un esencialismo del ser humano por su posición de clase: los explotados en la historia, fueran proletarios, campesinos, esclavos o siervos, eran vistos como los iluminados, los portadores del verdadero camino de la liberación humana que siempre se expresaron violentamente a través de la lucha de clases. En su versión nacionalista se sostuvo la idea de que el sentimiento nacional era patrimonio exclusivo de las clases bajas o de los nativos sobrevivientes a la imposición colonial.[13] En ambos casos existe una clara resonancia de las utopías en boga hasta una buena parte del siglo xix.
Caminando a la par y luchando contra la valorización mercantil de las piezas arqueológicas que representaban el pasado del estado–nación, las prácticas disciplinares fueron disímbolas de país a país. El saber experto se enfrentó a su propio origen castigando y penalizando a los diletantti, a los coleccionistas privados y a la compra–venta de piezas como una forma de censura a las historias alternativas que pudieran construirse a partir de la misma evidencia. En los lugares donde el nacionalismo tuvo un carácter radical, el saber experto, aliado del estado–nación, generó leyes que otorgaron al Estado la propiedad de los objetos antiguos bajo la figura de propiedad de la nación. A la par, también el estado–nación se apropió del pasado y determinó que su mirada a la historia, la mirada que le justificaba, era la única posible y sus autores eran los profesionales en el conocimiento del pasado a través de sus restos materiales, los arqueólogos. Entre los países que se destacaron por tener un vínculo estrecho entre la búsqueda del pasado para justificar un Estado en el presente, se encuentran la extinta Unión Soviética,[14] la Alemania nazi, la Italia de Mussolini, México y Argentina.[15]
Sin embargo, al igual que lo que ocurrió con las reliquias cristianas de la Edad Media, el objeto del pasado fue falsificado, no sólo con fines comerciales, sino también en aras de demostrar que un determinado país era el heredero de la cuna de la humanidad o de la civilización misma. Por supuesto, la más famosa de estas falsificaciones fue la del Hombre de Piltdown que, en la competencia por encontrar los restos humanos más antiguos, demostraba que en Inglaterra se hallaba el eslabón perdido.[16] En un ámbito más local, el hallazgo de los restos de Cuauhtémoc en el año 1949 ha permitido pensar en Ixcateopan, Guerrero, como la cuna del prócer de la prehispanidad,[17] mientras que en un ambiente mercantil, se encuentran los cráneos de cristal de roca de México, cuyo tráfico comercial y presuntas falsificaciones los inició, durante la Intervención, el engañoso arqueólogo de la Comisión Científica Francesa, Eugène Boban y que de forma sistemática denunció Leopoldo Batres.[18]
Los objetos antiguos pasaron, con la modernidad, a ser evidencias de la historia. Han jugado un papel simbólico, ya que han podido justificar la idea de progreso, los nacionalismos radicales y moderados, y el papel protagónico de una clase o grupo social. En lo fundamental, refuerzan una idea de historia que desarrolla en términos seculares la flecha de tiempo judeo–cristiana y que transita por el origen–pecado–redención–salvación. El pasado es idealizado en la sociedad igualitaria de cazadores–recolectores, mientras que el pecado es conceptualizado como todo proceso social que trastocó ese momento idílico para dar lugar a la desigualdad y a la iniquidad. En algunas versiones nacionalistas, el pasado pre–colonial puede verse como el paraíso perdido a consecuencia de la expansión del sistema capitalista. La redención–salvación puede corresponder a algún grupo o clase social protagónico, privilegiado por la particular versión de la historia[19].
Muchos historiadores se opusieron a esta mirada y a su consecuencia en los restos materiales. Por ejemplo, desde una postura que se decía materialista histórica, Walter Benjamin en sus Tesis sobre filosofía de la historia, destacaba la idea de que sólo se percibe coherencia, unidad y racionalidad desde el punto de vista de los vencedores, pero que, junto a los dominadores y sus bienes culturales, siempre está la servidumbre anónima.[20] La flecha del tiempo del progreso también se fue diluyendo ante la evidencia de las historias truncadas, las trayectorias de continuidad en el largo plazo, las discontinuidades o las involuciones inexplicables para la visión de la modernidad, pero que dejaron indicios y restos materiales en un paisaje humanizado.
Cada grupo humano, cada cultura, tuvo que confrontar su tradición con la capacidad adaptativa de innovar sus prácticas culturales con resultados unas veces exitosos, y otras no. En la tensión entre tradición e innovación, lo común se diversificó en tiempos y ritmos disímbolos en los que el éxito obedeció a una rápida y eficaz respuesta a los retos emergentes derivados de los cambios en el entorno, mediante la movilidad territorial o el mestizaje, pero en ocasiones dio como resultado una extinción o un colapso.
En la historia humana sólo se ha encontrado evidencia para cinco casos conocidos de innovación y ruptura de la tradición de las prácticas de caza y recolección para dar lugar a las sociedades agrícolas y, coincidentemente, en esos cinco lugares también se dio la ruptura de la tradición de las prácticas comunitarias de tipo agrícola para transitar hacia sociedades jerarquizadas, calificadas como desiguales. Después, ninguna de ellas siguió la misma trayectoria y no es factible asegurar que las causas que dieron lugar a esos cambios fueran las mismas. Inclusive es difícil suponer que, a lo largo de su trayectoria, los grupos humanos asentados en el mismo territorio tuvieran una continuidad identitaria, pues las sociedades complejas se mostraron altamente susceptibles al colapso.[21]
La capacidad adaptativa del Homo sapiens se tradujo en prácticas a la vez creativas y destructivas. Lejos de la paradisiaca idea del cazador recolector protector del medio ambiente y de la vida en común, hoy se ve al ser humano como agente importante de la extinción masiva de la fauna del Pleistoceno y causante de la desaparición de una gran diversidad de especies a nivel local, como las grandes aves de la Polinesia, Madagascar y otras partes del mundo, algunas de las cuales fueron cazadas hasta el exterminio.[22] La propia agricultura desarrollada implicó una selección cultural sobre ciertas especies provocando la extinción de otras. En muchos casos, como el de la Isla de Pascua, la acción depredadora sobre los bosques de palma se revirtió sobre el mismo grupo provocando tensiones y conflictos que llevaron al Rapa Nui al borde de la extinción.
Estabilidad e invariancia, así como diversidad y cambio, aceleración y repetición, acciones creativas y destructivas, fueron algunas de las respuestas humanas que construyeron la gran diversidad cultural que observó Occidente cuando amplió sus horizontes a nivel planetario. Sin embargo, el impacto que tuvo en las culturas la expansión del moderno sistema mundo hace difícil pensar que las identidades y las prácticas culturales que hoy se observan puedan tener una antigüedad mayor a los trescientos o quinientos años.[23] En la mayoría de los casos, éstas se construyeron como respuesta al encuentro con el mundo capitalista, por la búsqueda de hacer realidad determinadas utopías occidentales o por el romanticismo, traducido en antropología, que hizo ver a esas sociedades como entidades fijas, arraigadas al territorio, con una identidad extrema, esencial y homogénea desde hace muchos siglos: esa imagen era necesaria para la construcción de las identidades nacionales de los estados modernos. Fue, desde esa perspectiva, que las evidencias, los rastros, las huellas y los objetos de las sociedades antiguas fueron considerados como patrimonio cultural de las naciones.
En esta época, donde la isla de la historia humana ya no es el paraje de África en el cual se originó nuestra especie, sino todo el planeta; donde ya no existe una visión universal de la historia como pensaban los primeros evolucionistas con su línea de progreso ascendente, sino una multiplicidad de bifurcaciones y caminos; donde el mestizaje y la movilidad, más que la “pureza” y la permanencia, parecen ser consustanciales a la humanidad; resulta difícil pensar que los restos materiales de la historia puedan ser apropiados por un individuo o grupo de individuos particulares, “comunidades” territoriales o cualquier tipo de asociación que segmente lo que en realidad es parte de la herencia común de toda la humanidad.
Hasta hoy, la lógica del patrimonio cultural se ha fundamentado en una dualidad: el que sea un objeto antiguo y que el saber experto lo testimonie y le adjudique un valor histórico, un tiempo, un autor o una cultura. Es difícil romper esa lógica, en tanto que los restos materiales de la historia humana adquieren su significado temporal y su sentido de historicidad por el hecho de ser observados por el especialista al construirlos como dato de investigación. Sin embargo, es necesaria una nueva alianza entre el saber experto y la sociedad desde nuevas prácticas académicas y nuevas éticas científicas para que al conocer y comprender las prácticas sociales y culturales de los grupos vivos y extintos no exista la posibilidad de una apropiación privada o particular de ese patrimonio común.
Se trata de recuperar la maravilla de la evolución y de la creatividad cultural del ser humano para romper con la monotonía evolutiva que nos hacía ver la ciencia clásica. Es, parafraseando a Prigogine y Stengers,[24] el reencantamiento de la cultura, observada y recuperada desde las evidencias, rastros y huellas que dejó el hombre en la construcción de su devenir. Se trata de humanizar nuestra concepción del ser humano para comprender, por ejemplo, los saberes teóricos y prácticos que llevaron a los Rapa Nui a convertirse en agentes de su propia extinción, o los que tuvieron los grupos mesoamericanos en sus ciclos temporales cargados de repetición.
El legado de los antepasados no es sólo la huella de sus acciones, también es la posibilidad de recuperar para la memoria sus saberes y sus prácticas, ya que nos permiten comprender lo que somos, las expectativas que podemos tener ante los retos emergentes, nuestros propios límites y nuestra creatividad para modificar nuestras inercias y tradiciones, y así construir nuestro camino hacia el devenir. Esto hace imposible que algún grupo o individuo se apropie de ese legado.

 

NOTAS


[1] Isaiah Berlin, El fuste torcido de la humanidad: Capítulos de historia de las ideas, Barcelona, Ediciones Península, 2002: 81–88.

[2] Esteban Krotz, La otredad cultural entre utopía y ciencia: Un estudio sobre el origen, el desarrollo y la reorientación de la antropología, México, UAM–I – Fondo de Cultura Económica, 2002: 302–315.

[3] Berlin, 2002: 81.

[4] Lewis Morgan, La sociedad primitiva: Investigaciones del progreso humano desde el salvajismo hasta la civilización al través de la barbarie, Madrid, Editorial Ayuso, 1971.

[5] Richard Morris, Las flechas del tiempo, Barcelona, Biblioteca Científica Salvat, 1986: 84.

[6] Krotz, 2002: 306.

[7] Bruce Trigger, La historia del pensamiento arqueológico, Barcelona, Editorial Crítica, 1992: 89–96.

[8] Berlín, 2002: 89.

[9] María Ángela Franco Mata, “Falsificaciones de reliquias, copias antiguas y falsificaciones modernas de arte medieval”, en Boletín de Anabad, XLV(3), 1995: 119–121.

[10] Fernando López Aguilar, “Tres discursos sobre el patrimonio cultural y su desconstrucción”, Antropología, (33), 1991: 2–11.

[11] Margarita Díaz Andreu, “Nacionalismo y Arqueología: El contexto político de nuestra disciplina”, Revista do Museu de Arqueologia e Etnologia, (11), 2001: 3–20.

[12] López Aguilar, 1991.

[13] Tomás Pérez Vejo, España en el debate público mexicano, 1836–1867, México, Colegio de México–ENAH–INAH, 2008: 142.

[14] Lev Samuilovich Klein, La Arqueología soviética: historia y teoría de una escuela desconocida,
Barcelona, Crítica/Arqueología, 1993.

[15] Jaime Litvak King, “La arqueología oficial mexicana y su relación con algunas posiciones políticas”, en Mechthild Rutsch y Carlos Serrano, Ciencia en los márgenes: Ensayos de historias de la ciencia en México, México, UNAM – IIA, 1997: 95–102.

[16] Pablo C. Schulz e Issa Katime, “Los fraudes científicos”, en Revista Iberoamericana de Polímeros, 4(2), 2003: 27–30.

[17] Eduardo Matos Moctezuma, Informe de la revisión de los trabajos arqueológicos realizados en Ichcateopan, Guerrero, UNAM, México, 1980.

[18] Jane MacLaren Walsh, “Archaeology. Legend of the Crystal Skulls”, en http://www.archaeology.org/ 0805/etc/indy.html.

[19] López Aguilar, 1991.

[20] Walter Benjamin, "Tesis de filosofía de la historia" , http://homepage.mac.com / eeskenazi/ benjamin.html, .

[21] Joseph Tainter, The collapse of complex societies, Cambridge, Cambridge University Press, 1988.

[22] Stuart Pimm, “El bosque de las extinciones”, en Project Syndicate. A world of ideas, http://www.project–syndicate.org/commentary/pimm1/Spanish, (último acceso, noviembre de 2009).

[23] Clifford Geertz, Tras los hechos: dos países, cuatro décadas y un antropólogo, Barcelona, Editorial Paidós, 1996.

[24] Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, La nueva alianza: metamorfosis de la ciencia, Madrid, Alianza Editorial, 1983.



Fernando López Aguilar, “Sobre la apropiación del pasado y sus evidencias”, Fractal nº 57, abril-junio, 2010, año XV, volumen XV, pp.133-146.