Carlos López Beltrán

De procomunes a biocomunes:
ante la traición de los empleados


Adueñarse de lo vivo

El empresario biotecnológico Craig Venter recientemente anunció al mundo la producción de lo que llamó la primera “célula artificial”. La argucia tecnológica que en realidad consiguió Venter, y un gran equipo de trabajo financiado por especuladores, fue sembrar en una célula bacteriana amputada de su dna, con otro paquete de dna equivalente (con los mismos elementos genéticos funcionales) al de otro tipo de bacteria. La secuencia de estos últimos había sido calcada —mediante un sistema tecnológico estándar— desde una bacteria “natural” y transformada a códigos informáticos, a partir de los cuales se volvió a traducir de regreso —mediante otro sistema tecnológico novedoso— a su encarnación molecular. Al sembrarse esta reencarnación en la levadura diana ésta recuperó su funcionalidad. Es decir el dna incorporado le sirvió para vivir. Esto no es milagroso dado que de entrada contenía toda la carga genética funcional de una bacteria. La gran novedad en realidad fue que se sintetizó a partir de una secuencia informática (digital) y no a partir de otra molécula informacional (análoga) por los mecanismos naturales “tradicionales”. Este último paso del experimento es interesante pues permite trasladar la manipulación de lo genético a la dimensión cibernética e incorporar secuencias “diseñadas” no calcadas de la naturaleza. Venter y sus aliados en esta ocasión sólo usaron esa posibilidad para introducir en la levadura una secuencia inerte que contenía su firma de autoría. El interés capitalista de su empresa está claramente en la posibilidad de patentar el sistema tecnológico de incorporación cibernética y traducción molecular de elementos genéticos que pueden llegar a funcionar establemente en un ambiente celular y producir cambio significativo: ya sea aumentar la capacidad de bioingeniería o de la biomedicina.
La parafernalia retórica diseñada por Venter y sus mercaderes en torno a la creación de vida artificial (más que un paso tecnológico —afirmaron— se trata de uno “filosófico”) en estos experimentos es claramente falsaria ya que en ningún momento de sus protocolos se hizo otra cosa sino calcar del natural. Todas las eficacias funcionales incorporadas artificialmente en la célula creada por ellos son rastreables a la historia evolutiva de la bacteria elegida. Ni se diseñó, ni se mejoró la función de los genes. Sólo se pasó por bytes y se devolvió a las tres dimensiones húmedas de lo vivo. Importante logro de escala pero nada más. Los biólogos están aún muy lejos de conocer lo suficiente de las intrincadas tramas de complejas causas y efectos que mantiene aún la célula más simple en ese equilibrio dinámico que llamamos vida, como para imaginar y, sobre todo, materializar una vida por completo alternativa. La creación de vida artificial fuera de la ciencia ficción y de las fantasías de algunos teóricos está muy lejos. Las fanfarronadas de Venter y sus secuaces tienen por objeto obnubilar esta realidad y construir la percepción contraria entre el público y sobre todo entre abogados y legisladores. Pero la vida no es como él la describe y eso es crucial para que entendamos por qué su actitud constituye un emblema de la traición de los empleados.
La razón por la que se intenta crear la ilusión de haber engendrado un ser completamente artificial es que esto lo pone en el terreno de lo patentable y lo aleja del debatido terreno de lo natural y de lo procomún. El derecho a una patente en la que se calca del natural y se finge que se inventa es lo que se pretende. Ser dueño de la técnica (pasar de código genético húmedo a bytes y de regreso) en su definición más amplia posible y serlo de los sistemas vivos engendrados, podría hacer a Venter y sus cómplices mucho más ricos que Gates y Slim juntos. Está por verse si lo conseguirá pues por fortuna hay una resistencia creciente a dejar abierto el terreno de la apropiación de estas bio–capacidades y bio–objetos a empresarios particulares. Necesitamos reforzar esa resistencia haciendo ver que lo que está bajo amenaza son los bio–comunes más fundamentales.
El mecanismo de selección de las variantes biológicas más eficaces para reproducirse y proliferar, para estabilizarse y autonomizarse relativamente de los vaivenes del entorno, que Darwin por primera vez describió, fue “descubierto” por las moléculas orgánicas en los charcos primigenios de nuestro planeta hace más de tres mil millones de años. Todas las innúmeras sutilezas funcionales (eficacias) sobre las que se apoya la barroca y proliferante actividad biológica sobre el planeta son producto del “diseño” sin “designio” de la selección natural. No tienen autor y su enorme eficiencia y complejidad se debe a los ciclos de vida virtuosos que arrojan al mundo versiones mejoradas de cada sistema y estructura con cada vuelta. Mucho antes de que Homo sapiens dirigiera su mirada bifocal sobre sus territorios esteparios la casi totalidad de los artilugios funcionales que lo produjeron, al tiempo que agregaron su posibilidad de sustento material (su comida y su abrigo), estaban ya afinadísimos. La maquinaria de producción de efectos de las células es, para nosotros, un dado natural, como los ríos y la atmósfera. Y como con éstos, en esta fase nueva de la economía globalizada y tecnocientífica, nos enfrentamos con la decisión de si permitir que se patrimonialicen, mercantilicen y se trasladen a dominio privado las eficacias naturales susceptibles de producir valor en el mercado. La aplicación irreflexiva de los sistemas de patentes tecnológicas a innovaciones y argucias moleculares, además de fundamentalmente injusta (ya que permite el expolio de bienes naturales comunes) nos sitúa frente a riesgos enormes.
El que la actividad económica de sobrevivencia de nuestra especie sobre el planeta haya implicado (como ocurre de modos diversos con todas las especies por la gramática misma de la selección natural) una trasformación de la dotación biológica y la configuración genética de un número creciente de especies de todo tipo, no es razón para negar que lo biológico empieza por ser un dado “natural” sin diseñador ni dueño. La capacidad que adquirimos de desparramar nuestro “fenotipo extendido” en todas las direcciones y dimensiones de la biosfera hasta casi no dejar escondrijo sin “perturbar”, y por lo tanto de difuminar ese adjetivo “natural” que hemos entrecomillado, no nos hace amos y señores de los efectos que inducimos, y mucho menos de las causas previamente existentes que movilizamos. Con la domesticación de otras especies y la civilización de los entornos ampliamos nuestra adecuación y eficacia biológica, sin duda, y preñamos de cultura casi todo el planeta. El éxito nos obnubiló y dejamos de reconocer que lo único que hemos hecho es distinguir y redirigir capacidades y recursos previamente puestos ahí por la historia contingente del planeta, de la que emergimos. Todas las argucias biotecnológicas, desde la domesticación del maíz hasta las manipulaciones recientes de su dna, son pequeños ajustes (con consecuencias a veces dramáticas, eso sí) sobre un complejo edificio de dependencias causales previas. Y es preciso insistir aquí que estas acciones no tienen por qué ser descritas dicotómica y dialécticamente de modo que ubiquemos nuestro cultural hacer frente a y no inmerso en lo natural. La patrimonialización de los “recursos” naturales a veces empieza por su sesgada separación tajante, analítica y conceptual que deriva en reificaciones útiles. Llamar como hace Venter “artificial” a la célula que rearmó a partir de elementos naturales es sesgar “ontológicamente” el territorio descriptivo con fines de lucro.
Ésta es la estrategia general que están siguiendo los empresarios y sus aliados científicos para el caso de los recursos y bienes bio–técnicos que los desarrollos recientes están posibilitando. Justificar que las pequeñas modificaciones e intervenciones bio–técnicas que se realizan en las estructuras biológicas producidas naturalmente justifican el otorgamiento de patentes y de derechos exclusivos de explotación. Se trata en pocas letras de un expolio de un bien común, de un biocomún.
Independientemente de que el paradigma añejo que funde la innovación con la apropiación y la explotación exclusiva (por el sistema de patentes) está en crisis, el interés aquí está en la construcción de un discurso justificador que quiere hacer ver como novedoso lo antiguo y re–describir a los seres vivos y sus partes como entes tecnológicos sujetos de apropiación intelectual y material. Apoyándose en la acendrada dicotomía naturaleza/artificio, lo que se intenta es ahondar el hiato entre lo natural preexistente y prístino (románticamente visto como impoluto) y lo artificial, intervenido, productivo y mercadeable. La descripción alternativa, más aceptable a mi manera de ver, es aquella que niega que en el siglo xxi haya tal posibilidad de distinguir entre lo que la naturaleza arrojó al planeta sin intervención (cultural) humana y lo que los seres humanos hemos afectado hondamente con nuestra actividad durante milenios. La biosfera, para repetirlo, es un producto tanto cultural como natural. Como lo son los ecosistemas (las selvas, los mares, los ríos, las islas, las ciudades), los paisajes, y una gran porción de los seres vivientes, mucho más allá de los directamente domesticados. Las redes complejas de los efectos de nuestra expansiva actividad de ocupación y uso de este planeta lo han penetrado casi todo. Y como especie somos la principal responsable de las trayectorias que todos esos sistemas han adoptado. La colonización parasitaria del planeta ha tenido como uno de sus motivos la pulsión sicológica y económica de la propiedad, sobre todo la privada. La idea de poseer tierras, hombres, animales, plantas, bienes raíces, inmuebles, talleres, fábricas, compañías y sus productos se ha ido extendiendo viralmente. El afán capitalista de poseerlo todo de modo privativo nos ha volcado a adueñarnos privadamente de las células (desde Pasteur), de las moléculas (mucho antes de Watson y Crick), de los códigos genéticos, como antes lo hicimos de las imágenes y los diseños, y de los entornos de comunicación, y de las tonadas pegajosas, y de las frases ocurrentes, y de todo lo demás. De seguir así no pararemos hasta que cada ente ontológicamente posible y discriminable tenga una etiqueta y un registro de propiedad privada legalmente vigilado. Cada molécula en el aire. Cada átomo en un cuerpo. La fórmula de permitir la apropiación y el control del usufructo de lo que otrora fueron procomunes con el argumento de que el mercado liberal bien regulado trae mayor riqueza y justicia, e incentiva la invención sin pérdida para el colectivo, ha perdido su engañosa simplicidad y se ha vuelto insostenible. La tan traída fábula llamada “tragedia de los comunes” (que como se ha dicho ya mucho, se origina en el acto mismo de patrimonializar lo común) ha sido ampliamente superada por la mucho más trágica y nada fabulosa tragedia de los empleados codiciosos.
No ceder inopinadamente los derechos de propiedad de los múltiples recursos y bienes que están siendo asediados por el hipercapitalismo de estos tiempos ha devenido un imperativo político y ético. Sin tenerlo aún del todo claro, sabemos que esos bienes y recursos procomunes no sólo nos permiten aspirar al bienestar colectivo hoy en día sino que serán cada vez más esenciales en la construcción de un futuro humano para nuestra especie.
Con todo lo estigmatizada que ha llegado a estar en Occidente por su asociación con las derechas trasnochadas y el fascismo, la idea de comunalidad en la propiedad, y sobre todo en la responsabilidad, parece a cada vez más gente un faro de orientación insustituible en estos momentos de desbocamiento y confusión. Ante la traición antihumanista (disimulada de progreso) de los empleados que quieren ser dueños, de los Craig Venter´s de esta generación de científicos mercaderes, es imperativo repasar con atención las razones por las que no debemos permitir que nadie se apropie de lo viviente.


El expolio del procomún

Los bienes comunes suelen estar mal definidos y mal defendidos en las sociedades contemporáneas, globalizadas y corporativizadas. Todo lo contrario de los bienes privados y su inserción en la lógica económica del mercado, la capitalización que suelen estar siempre afiladamente definidos y pertrechados de leyes y recursos políticos que saben enfilarse e incidir en la misma dirección para alcanzar sus metas. Los bienes públicos en manos de los Estados–nación han, por otro lado, perdido su otrora granítica consistencia legal y se ha generado un vacío que el capital privado ha tendido a ocupar. Los Estados y las organizaciones políticas internacionales han cedido terrenos inmensos a la creciente tendencia hacia la patrimonialización y privatización de todo bien terrenal, espacial biológico, tecnológico y cultural, y han permitido la tremenda acometida sobre los bienes y recursos de todos (o de colectivos y grupos históricamente constituidos) por las tenazas legales y políticas de la avaricia privatizadora.
Ante la propiedad privada, los bienes comunes pueden distinguirse bajo tres categorías legales: res communis, res nullis y res publicae: La propiedad común, la propiedad de ninguno (o no apropiable) y la propiedad pública. Esta última típicamente es aquello común que las leyes ponen bajo custodia del Estado. La res nullis (que cada día se desvanece más y más) es aquello que no es de nadie, como el material del aire (que no el sitio que ocupa), u otrora el agua, los páramos desiertos o el fondo de los mares: aquello sobre lo que no tiene sentido reclamar propiedad. La res communis o propiedad común es una categoría más elusiva y difícil. Puede ceñirse adecuadamente en contextos particulares y en situaciones históricas concretas (los viejos procomunes de las aldeas, u hoy —según la legislación internacional— el espacio exterior) pero carece de definición y foco generales, y suele ser desechada por políticos y juristas como noción útil para atribuir derechos y responsabilidades. La vaga y manipulable (por apropiable y privatizable) idea de patrimonio de la humanidad ha sido promovida cada vez más como una alternativa para regimentar la gestión de algunos recursos y bienes comunes, culturales, medioambientales, y recientemente tecnocientíficos (como el genoma humano). El hecho es que existe en nuestros días una confusión grave en torno a la existencia y gestión de los bienes comunes, que por principio no deberían ser controlados por los sectores privados. Confusión que es continuamente alentada por quienes no entienden otra manera de gestionar riqueza y bienestar que la acumulación asimétrica.
Hay en marcha muchas batallas por los defensores de lo común. Aquellos bienes ligados a los ámbitos medioambientales como el aire, el agua, los bosques, los fondos marinos, los hielos de la Antártida, etcétera, otrora consensuadamente comunes y no apropiables se encuentran hoy en litigio. Aspectos y formas cada vez más sofisticados y recónditos de lo biológico (de aquello que distingue a la materia organizada en seres vivos) son asediados por compañías en busca de patentes bio–capitalistas (llámense ogms, elementos genómicos, tejidos cultivados, etcétera). El cuerpo mismo de la mujer y el hombre, sus fragmentos orgánicos y sus moléculas, caen progresivamente en esa esfera de apropiación y comercio. Algo parecido ocurre con el entorno citadino. El Estado se ha retirado progresivamente de la prestación de servicios comunes que son ya casi todos privados. El hogar, la calle, las plazas, los mercados van perdiendo porosidad y libertad de tránsito y fronteras vigilantes, excluyentes tienden a levantarse de modo cada vez más estrecho. Barreras y cámaras se enfrentan a la natural tendencia de la gente a ocupar los espacios abiertos. La organización de circuitos y regímenes de conducta canalizados que pasan por espacios ceñidos y controlados, y crucialmente privatizados, toca el comercio y sus detritos, el entretenimiento, el deporte, y cada vez más la gestión cultural, y la de la memoria arqueológica e histórica. En el nuevo entorno tecnológico abierto por la computación y la articulación de la red se ha venido dando también una confrontación similar. La dinámica y creatividad, la sinergia que la apertura y la comunalidad que los intercambios en intervenciones en la red mundializada tuvieron en sus primeros y ahora míticos años muy pronto debieron enfrentar la resaca fortísima de la comercialización y privatización de los códigos, del software y de las estructuras sociales que conforman la red.
La economía toda de la civilización occidental, y por lo tanto las fuerzas históricas más potentes que la han moldeado, han girado en torno a los modos antagónicos de la apropiación y gestión de los bienes. No se trata en este espacio de ahondar en las razones económicas, sociales, sicológicas ni políticas detrás de cada tipo de régimen de propiedad, sino de reconstruir con lo que sabemos y pensamos hoy en día un sentido distinto, revigorizado de lo común y lo comunal. Se trata de preguntarse por el sentido vigorizante de definir una polaridad nueva en los debates sobre propiedad en torno a dicha comunalidad reordenada, refigurada.
Las confrontaciones históricas de años recientes que en vaivén delimitaron los espacios públicos–estatales de los privados han carecido de una adecuada concepción de lo común, y de herramientas teóricas, políticas y legales para delimitarlo y defenderlo. Pero es indudable que existe una axiología comunal alternativa que registra la urgencia y centralidad de detener la avalancha privatizadora y redefinir los espacios en los que se gestionan los recursos y bienes del planeta, de los cuerpos y de las sociedades. En torno a todos los ámbitos que arriba mencionamos (vida, cuerpo, medioambiente, ciudad, ciberespacio) se han venido conformando movimientos de resistencia y de defensa de los intereses comunes (o comunales) anti–patrimonialistas y antiprivatizadores. Movimientos plenos de pensamiento y prácticas que pueden serle útiles como espejo y ejemplo a todos. Se puede defender la noción de que en todos ellos de lo que se trata es de caracterizar y defender bienes comunes que colectivamente pueden denotarse con la vieja noción de procomún. Todos ellos merecen ser tratados como vinculados y regidos por una economía y una política alternativa que los gestione para el colectivo y los defienda de los asedios de lo privado y de lo estatal. Definir los perfiles teóricos, prácticos, políticos y legales del procomún es una tarea prometedora y urgente. Es necesario para ello poner en contacto y conciliar el pensamiento y la actividad de los múltiples esfuerzos relativamente aislados que se han venido dando en cada región problemática.
Dos tipos básicos de bienes o recursos suelen entrar en la demarcación entre lo privado, lo público y lo procomún: los bienes materiales y los intelectuales. En general los primeros (objetos, bienes raíces, sustancias, ondas electromagnéticas, seres vivos, medios de producción, productos) presentan una fenomenología relativamente clara, y su carácter puede dirimirse con las coordenadas históricamente delineadas de dominio y propiedad. Por estrambótico que nos suene a algunos, ser dueño de los minerales de la Luna es un estado perfectamente concebible (y codiciable) para algunos. No se diga, del agua de la Antártida o de la madera del Amazonas. La lucha por mantener en (o regresar a) lo procomún este tipo de bienes se centra entonces en la existencia y eficacia de derechos legales (“reales”) que recaigan en los colectivos pertinentes al caso, desde todos los seres humanos hasta las comunidades locales. La tarea converge entonces en la construcción de medios políticos capaces de generar una legitimidad comunal y de articular una legalidad en torno a ella. Se debe partir de una eficaz instauración pública (legal) del sujeto colectivo y de una real posibilidad de control de la gestión comunal del procomún.
Los bienes intelectuales presentan problemáticas complejas en su definición y demarcación. Al ser “intangibles” y basarse en el control de obras, ideas, escritos, imágenes, saber hacer, saber producir, y demás efectos de la inventiva humana sobre los que se proyecta la libido propietaria, acumuladora y mercantil, representan una heterogénea malla de reclamos económicos y pasmos ontológicos que arrodilla al análisis filosófico. Poder adueñarse de cierta secuencia de notas musicales y no de otra, de cierto rosario de palabras (para todo idioma al que sean traducibles) y no de otro, de cierta receta para cocinar calamares y no de otra, es un caprichoso e inestable poder. Los derechos de autor, las patentes, las marcas registradas, los derechos de diseño industrial son unas cuantas de las encarnaciones de la peculiar pulsión por el control de los efectos de una función natural, el pensamiento creativo (artístico, teórico, práctico). Dominar anti–solidariamente el destino de lo bello y de lo útil que el ingenio humano consigue y usufructuar con exclusividad de él no es, claramente, requisito para evitar que otros (piratas) lo hagan, sino en todo caso una invitación a ello. La existencia de largas tradiciones legales que conceden e intentan garantizar estos derechos intelectuales (por buenas y malas razones) nos obliga sin embargo a enfrentar el marasmo conceptual (ontológico y legal) que este tipo de propiedad ha producido. Distinguir entre el derecho de un ingenioso inventor por adueñarse de un sistema “nuevo” de abrocharse los zapatos y el de un vivales que quiere patentar un sistema tradicional como el de las agujetas parece simple y no lo es. Como tampoco lo es distinguir entre una simple modificación superficial, y accesible, que mejora el rendimiento de un sistema tecnológico antiguo, libre de patente, y una modificación original (genial), inaccesible a la mayoría, que revoluciona dicho sistema.
Inevitablemente la demarcación más o menos pulcra de lo que significa el carácter privado, público o común (abierto, libre) de los bienes intelectuales es utópica. Qué resulta protegido y qué no como propiedad exclusiva (privada o pública o común, pero apropiable) es fundamentalmente arbitrario en estos terrenos dado que la definición misma de los bienes en cuestión lo es. Pero debemos por motivos éticos y pragmáticos entrar al escurridizo juego. Los “derechos intelectuales” más desprotegidos son los procomunes que hasta hace poco dábamos por sentados. Tanto los tradicionales, ligados a las culturas de cada región y pueblo, como los novedosos ligados a la inventiva común en el uso de las nuevas tecnología. Debemos definirlos con mayor claridad, así sea en contra–distinción de los singulares derechos intelectuales privados legítimos. En este caso la construcción de medios políticos capaces de generar una legitimidad comunal y de articular una legalidad en torno a ella se vuelve crucial. La instauración pública (legal) del sujeto colectivo y de una real posibilidad de control de la gestión comunal del procomún intelectual, es la única vía frente a la apropiación ilegítima y autoritaria de las corporaciones y sus aliados, acostumbrados a usar la indefinición misma de lo apropiable y lo no apropiable para enredarnos legalmente bajo su poder y obligarnos a pagar por lo que han decretado suyo.
La tecnología en general, y la biotecnología en particular, han arrojado al mundo una pléyade de objetos, estructuras y dispositivos que no caben cabalmente en ninguna de las dos categorías de bienes arriba mencionadas. Ni bienes materiales puros, ni argucias intelectuales nítidas, los artefactos (o artificios) que encarnan ideas parecen oscilar decantándose en una u otra cara de la dicotomía. Los focos son mercancías. El foco es un invento que se materializó en un prototipo y funcionó. Los focos funcionan porque el foco funcionó. La invención del foco es mucho más que la idea, o el diseño del foco: es la construcción del éxito del prototipo con las manos en la materia y la movilización de conocimientos previos tácitos y explícitos, técnicos y teóricos. La ley de patentes sólo protege al que hizo converger en un sitio y momento esa multiplicidad, y consiguió componer el prototipo. No hay reconocimiento en términos propietarios de esa multiplicidad humana, técnica y cultural que soportó, posibilitó el invento. La apropiación intelectual del foco usurpa del entorno y luego, en vez de compartir la ganancia, le cobra derechos. No importan aquí las razones económicas y sicoanalíticas de la necesidad (necedad) de patentar. Importa el acto de ocultamiento y mala descripción que encarna el hecho. En toda patente hay un procomún saqueado.
Las industrias química y farmacológica capitalistas dependen de adueñarse de moléculas útiles. De los procesos para su producción que hicieron patentables. Para conseguirlo saquean los procomunes de las ciencias químicas y el de los conocimientos tradicionales entre otros. Es particularmente dramático el robar de la química común (publicada y compartida por cientos de generaciones de investigadores) para la química privada. De ahí que no sea exagerado afirmar que hay en la acción de los sabios (empleados) que patentan para sí, o para la empresa privada, una traición a su gremio y a los demás. Concentrar lo patentable en las argucias técnicas monopolizables y controlables es parte esencial de su éxito. Controlar férreamente las causas pequeñas, producto de intervenciones menores en sistemas complejos incontrolables, es una táctica que ha resultado muy eficaz en esta tarea. Algo muy parecido está ocurriendo con la creciente privatización de los seres vivos, sus partes y sus funciones, sobre todo a partir de la biotecnología genómica. Es ahí donde en años recientes han ido produciéndose las traiciones de los empleados de bata blanca, que abandonan en masa los laboratorios y planteles abiertos de las universidades y de los institutos públicos para acomodarse en las nóminas de avariciosas empresas biotecnológicas que cotizan en bolsa a partir de procomunes expoliados. Pero si hay un territorio donde debería sernos claro, clarísimo, que se trata de un procomún, éste es el de las eficacias que traen consigo las funciones biológicas intervenidas por la bio–técnica. Sean éstas útiles para la agricultura, o la medicina, o la bioenergética, o la cosmética o para lo que sea, estas eficacias no son, no debieran ser apropiables. Digamos por qué.

Antimetafísica del procomún

Un procomún no es una esencia ni romántica ni típica. No hay un conjunto singular de características que algo deba poseer para ser, o aspirar a que sea, un procomún. Un procomún puede tener orígenes ontológicos, heterogéneos y múltiples instanciaciones. Un procomún lo es en función de su enhebramiento en la historia y las decisiones de una colectividad y su forma de vida. Se trata en todo caso de una fuente de diferencias efectivas en el mundo que pueda ubicarse con respecto a una comunidad específica como un bien o un recurso capaz de afectar de modo constante, sistemático el bienestar de los integrantes de esa comunidad. Un procomún suele caber bajo el sustantivo de recurso o de bien. Recurso material, recurso intelectual, espiritual, o simbólico. Definir simplemente el procomún como partiendo de un bien, de un recurso, de un valor sujeto de una economía de apropiación o intercambio es sesgar las cosas de inicio. La comprensión del procomún partirá de describirlo como un todo orgánico, arrojado contingentemente a la existencia por la actividad y la voluntad de un colectivo coordinado por sus vínculos identitarios, sus intereses e imaginarios comunes. Históricamente casual y causal, un procomún se establece y estabiliza en sitios y momentos específicos, es construido bajo condiciones singulares, y es capaz de evolucionar. Un todo en el que la colectividad o grupo, las normas de la participación en éste y de la distribución de los beneficios y responsabilidades son parte inseparable de lo que es el procomún. La escisión fácil entre recurso, por un lado, dueño(s) por otro, y forma de administrarlo y usufructuarlo por otro, altera de entrada la naturaleza misma de lo que queremos entender por procomún. De ahí que partir de ideas soberanistas, patrimonialistas, mercantilistas de entrada es no entender el camino hacia la procomunalidad. Es quizá un error de inicio identificar procomunalidad con propiedad compartida. Ya que eso invita a la idea de que ésta puede ser dividida. Los procomunes emblemáticos (el aire, los genes) lo son dada su esencial indivisibilidad.
Un procomún existe ahí donde un colectivo legítimamente empoderado gestiona colectivamente, democráticamente, comunalmente una fuente de efectos beneficiosos potenciales o actuales, bajo el criterio de extender de manera justa los efectos benéficos a todos. En ocasiones esto es producto de una decisión históricamente situada, en otras de una tradición. En ocasiones existen alternativas también razonables para la gestión de esos recursos (pueden privatizarse) en otras no existen tales alternativas. Así por ejemplo los bienes inmuebles pueden con justicia ser privados mientras que los caminos o los ríos no.
Un procomún debe constituir un sistema robusto de acción e interacción, de don y recepción, de sujetos y objetos, capaz de comportarse de modo sistémico y holista, de poseer relativa autonomía respecto de otros sistemas de acción e intercambio de beneficios. Debe ser parte de la cohesión social del colectivo que lo encarna y mueve. Y que le da organicidad. “Concurrimos como seres y grupos diversos a la gestión de esos ámbitos comunes” escribe Gustavo Esteva, “El ámbito mismo es lo que tenemos es común”. Un procomún no es un bien ontológicamente desnudo, piensa Esteva, “se trata de una relación social que no existe… sin un sujeto social específico”.
Los bienes y recursos minerales, biológicos, energéticos, culturales, etcétera, no son en sí comunes, ni privados, ni estatales. Es en la acción cultural y económica humana que se configuran, adquieren rasgos distintos en cada manera de integrarlos al cuerpo social. Como varios han analizado con mucho cuidado, las características ontológicas (su ser material, intelectual o híbrido) determinan en alta medida los modos en que se establece y gestiona la comunalidad. También afecta enormemente la estructura del colectivo, su integración histórica y sus tradiciones de gestión comunal. El establecimiento de un procomún es contingente respecto a trayectorias históricas y decisiones colectivas atrincheradas que configuran tradiciones y articulan la legitimidad y la legalidad de su gestión. Nada obliga a la estasis conservadora. Por el contrario, una apertura a la innovación y perfeccionamiento de la comunalidad que incremente los efectos deseables (de justicia y sustentabilidad) es a menudo indispensable para su permanencia.
El maíz silvestre, como planta, como especie vegetal, como efecto de un desarrollo histórico “ciego” y para–humano no es propiedad, ni es procomún. Pero en cuanto se integra al cuerpo social de las prácticas de producción y consumo humanas, recolectoras o agrícolas, se convierte en otro tipo de objeto, y su circulación fusiona lo aventado por la historia ciega con lo incorporado por la actividad inundada de sentido de las prácticas culturales. Y es ahí donde deviene procomún o mercancía. El sistema de gestión varía ampliamente. La protección de algunos aspectos de la economía del maíz como un procomún es una demanda legítima de los colectivos agrícolas que hacen su vida en torno a él. Transformar biotecnológicamente la planta de maíz, introduciendo en alguna elementos genéticos exógenos con fines de transformar las prácticas agrícolas y los productos, es una decisión delicada que no tienen por qué monopolizar unos cuantos empleados técnicos y científicos insertados en consorcios capitalistas. Ni siquiera los organismos nacionales e internacionales de gestión de las políticas agrícolas poseen la legitimidad para decidir. La configuración biológica de la planta de maíz, y sus muchas variantes traídas a la existencia por tecnologías diversas, es en principio un recurso común. Las nuevas tecnologías aspiran a autonomizar y privatizar cepas intervenidas de maíz. ¿Podrían asumir los tecnólogos otra estrategia? Me parece que sí. Una clara conciencia de la existencia históricamente desarrollada de procomún centrado en el maíz podría ayudar a perfilar otras trayectorias para la intervención biotecnológica. Incluida claro la de la no intervención. El procomún del maíz ya tiene estructura y es necesario reconocerla y legitimarla antes de que se le acabe de destruir.

Genoma y procomún

La actividad procomunal necesita de un orden comunitario y de un orden material (y simbólico) eficaz que permita la cogestión de los beneficios y satisfactores. La atribución de procomunalidad a un sistema cuya ontología no permite esa organicidad es problemática. Si hoy podemos plantearnos la pregunta sobre construir un procomún con el genoma humano, o mercantilizarlo en átomos moleculares patentados por compañías o estados, es porque este concepto, y el conjunto de prácticas de intervención biotecnológicas que moviliza, han convertido a la idea abstracta del genoma en una red reificada de causas y efectos en los que los cuerpos individuales, actuales y futuros de los seres humanos están inmersos. Existen cadenas de acciones posibles que pueden no sólo modificar dramáticamente los futuros cuerpos sino convertirlos en rehenes vitalmente dependientes de sistemas de comercialización de la intervención biomédica en los cuerpos en cuestión. Mantener que ese espacio merece reconfigurarse como un procomún es afirmar las capacidades tecnocientíficas (no negarlas) y decidir, que el colectivo relevante decida, introducir cotas y estructuras de gestión que bloqueen la patente y la privatización de lo que se re–valoró, se re–conoció y se re–ontologizó como un procomún.
El genoma es una construcción biotecnológica. Depende de una especulación teórica enraizada en el mundo por miles de tendones de tecnología altamente estructurada que, entre otras cosas, lleva a la obtención de datos de secuencias de elementos genéticos, a la interpretación y manipulación bioinformática y material de los mismos, y a la intervención posterior en organismos similares con el fin de alterarlos en su estructura o su función. La noción de genoma no es (sólo) abstracta. Tiene asociada una serie de tecnologías de intervención en los ciclos causales de los organismos, incluidos el de los seres humanos.
Las capacidades químicas y biológicas asociadas a la noción de genoma son, ya lo dijimos, un resultado histórico y mutable, y no un a priori esencial que acarrea un plan maestro. Las series de seres vivos que pueblan este planeta son el resultado de la combinación iterada indefinidamente de éxito reproductivo y eficacia funcional (transmisión hereditaria y adaptación) que arroja al mundo linajes que se nos presentan como pseudo–tipos, las especies biológicas. Las especies, entre otras características, poseen un “tipo” de genoma sobre el que se apoya en parte su unidad estructural e histórica (filial) que es simplemente un arreglo común de su dna (en todas sus imbricadas complejidades). Este genoma común les permite la permanencia reproductiva y fundamenta algo que podríamos llamar la solidaridad entre sus ejemplares que va de la bioquímica hasta la conducta y más allá. Las nociones de identidad, igualdad, semejanza, variedad, diferencia, entran en un vértigo resbaladizo cuando la indagación científica intenta estabilizar referentes de singularidad genética de especies, razas o individuos. En el ámbito de la identidad casi literal de los clones hasta la identidad construida (estructural y estadística) de los individuos de la misma especie (y las múltiples posibilidades de encontrar diferencia ahí) hay una escalera aceitada, con parches y huecos. Y si la cruzamos con la otra dimensión que nos da la dicotomía naturaleza / artificio aterrizamos en una verdadera maraña digna de un posmoderno parque de diversiones. Las consecuencias de las confusiones y desorientaciones que todos padecemos ahí están, sin embargo, lejos de ser inocuas pueden llegar a lo criminal.
La historia común de los linajes de la vida hace posible establecer vínculos (o inferencias) entre individuos y entre poblaciones definidas de modos varios. La vieja y arraigada idea de que existe en los linajes un patrimonio hereditario que se traslada inter–generacionalmente a través de la reproducción biológica y que se metaforiza con la sangre, se ha reciclado en nuestros tiempos en clave genómica. El genoma humano como un patrimonio de la humanidad (unesco dixit) es una barroca construcción tecno–política con la que debemos lidiar. Patrimonializar un objeto tal (rimemos: fantasmal) teórico–técnico–político sería un gesto sumamente caricaturesco si no tuviera tantas riesgosas ramificaciones potenciales. Hacer que la idea de posesión se asocie a la de genoma humano no es inocente. Sólo en la medida en que los biólogos como empleados ambiciosos han promovido la percepción de que hay ingentes ganancias monetarias asociadas al conocimiento tecno–científico articulado en las ciencias genómicas, se entiende que se robustezca la objetivación y patrimonialización de un constructo como el genoma. Un elemental análisis conceptual nos revela que no hay un objeto simple en el mundo al que podemos referirnos como el genoma humano. En todo caso se trata de un sistema tecno–científico (socio–material) dirigido a destacar y controlar ciertas eficacias de porciones muy específicas de nuestras moléculas de dna.
Lo que ocurre es que retóricamente se reifica la noción de genoma como un objeto, una molécula, un código, y se esconde que se trata de un complejo sistema de representación e intervención. Las peculiaridades de la molécula de dna y sus filos causales sobre los que es posible intervenir, la han vuelto un nodo privilegiado de comprensión e intervención, crucial en estos tiempos para la retórica de los biólogos y para sus aspiraciones de control. Algunas de nuestras más notables interacciones teóricas y tecnológicas con los organismos vivos pasan por ella. Muchas otras no pasan por ahí pero hoy día reciben menos publicidad.
La variabilidad de las secuencias de dna ha creado la noción de su singularidad, de que todos los niveles ontológicos anidados de la taxonomía se reflejan en peculiaridades genómicas de cada nivel; desde reinos hasta individuos. La última ilusión de eso es la idea de que éstas constituyen los códigos de barras naturales para las especies y para los individuos.
La idea esencialista de que podemos hacer una operación metonímica en la que un individuo es su dna, en la que una familia tiene su patrimonio hereditario materializado en su dna, lo mismo que una raza o una nación, se ve reforzada por la distribución histórica y geográfica de variantes genómicas. Las muestras extraídas de individuos pertenecientes a linajes o poblaciones son traducidas a lenguaje máquina que puede procesarse en ámbitos teóricos abstrusos de la genética poblacional. Estas muestras sublimadas a bytes son articuladas con las historias familiares y con las historias clínicas para que, a través de artificios e inferencias a menudo bio–informáticas, adquieran un potencial valor histórico y médico. La ciencia crece y gana con todo esto: se posibilita el poner a prueba hipótesis inaccesibles por otras rutas, se pueden crear dispositivos biotecnológicos. Se puede también ir hacia el grial para los traidores: patentar productos. El ethos empresarial (secretista, patento–fílico) que suplanta en esa trayectoria al científico (idealistamente visto como abierto y cooperativo) trae sin embargo muchas distorsiones. No es aquí el sitio para ahondar en la instrumentalización de los individuos y las poblaciones humanas a los que se muestrea para “capturar” la diversidad y la estructura poblacional genómica necesaria para la eficacia de los proyectos científicos y médicos. Deben señalarse sin embargo los contrasentidos éticos en los que se cae. Uno de ellos es no incorporar como actores interesados y dignos en los ciclos de construcción de las representaciones de la individualidad y de la identidad de individuos y grupos. Las potenciales afectaciones a sus narrativas identitarias y a su valoración o desvalorización (discriminación) económica y cultural, tendrían que ser continuamente consideradas. Las posibilidades identitarias de diversidad y libertad que abren la globalización y la eliminación de fronteras modernas entre naciones y entre cultura y naturaleza no deben fundarse, como tantas veces, llámense pacientes con ciertos estados clínicos o grupos étnicos, con trayectorias genético–poblacionales peculiares.
Los científicos tienen claro que la “riqueza” de la información genómica, su valor agregado comercial, está en la diversidad, y en la capacidad de conocer y manipular grandes cantidades de datos para “minar” aquellos potencialmente útiles, y generar intervenciones tecnológicas que sean capaces de agregar valor y de ser apropiables, regulables por los “inventores” de ese acceso al flujo causal. La diversidad está en todas partes. La capacidad de minarla, de explotarla no. Si llegáramos a seguir a la unesco en su afán de hacer del genoma humano un “patrimonio de la humanidad” de libre acceso, debemos también hacer sus “riquezas” de conocimiento y de aplicaciones médicas y farmacéuticas un procomún. Desarrollar una visión integral crítica de cómo gestionar la propiedad biotecnológica donde lo nacional, lo local, lo étnico, etc., se inserten justamente.

Gestionar los biocomunes

Los procomunes apuntalados en la materia viviente son especiales en cuanto a que los empleados de la tecnociencia se han vuelto indispensables para su gestión. Pero ellos no tienen por qué ser actores con privilegios en su constitución y gestión. No tienen por qué instituirse en los dueños de las biotecnologías o aliarse con capitalistas para serlo. Y su afán de serlo constituye, lo repito, una traición.
La defensa de la comunalidad de lo viviente ante su mercantilización pasa por una correcta comprensión del origen de las eficacias biológicas y de nuestra relación de dependencia orgánica frente a ellas. Somos seres construidos por los ciclos biológicos de los cuales forman parte nuestros cuerpos. Al mismo tiempo esos ciclos (que llevan por así decirlo sus flujos de causas probabilísticas internas, unas de las cuales están ligadas al dna) están inmersos en una economía radiante que se imbrica en nuestros entornos inmediatos (ciudades, paisajes, ecosistemas) y mediatos (continentes, mares, atmósfera). El pedestal de vida biosférica que nos soporta, a nosotros y a todos los seres vivos, no puede ser nuestro en un sentido patrimonial. Somos seres arrojados al mundo por cadenas de eficacias que no podemos ni dominar ni enseñorear, ni práctica ni éticamente. Si hemos conseguido mejorar nuestra calidad de vida domesticando plantas y animales, y domesticándonos nosotros mismos, no es porque seamos dueños del planeta sino porque contamos con pequeñas argucias para hacerlo. Pero hoy ya estamos en posición de ver que la ilusión capitalista de patrimonializarlo todo tiene límites severos, y que de seguir en ese carril cortaremos de tajo la rama sobre la que estamos sentados. Por más que nuestra libido propietaria nos lo presente como deseable, la verdad es que lo viviente no es apropiable, no es patentable ni mercatilizable ni facturable. Si hemos de interactuar de modo ventajista (para mejorar nuestras vidas) con sus cadenas de causas y eficacias el único orden aplicable para esa empresa es el de un procomún biológico, o biocomún. En la medida en que se ciña sobre ese espacio nuestra atención crítica y nuestra participación interesada en su gestión estaremos generando, y normando, el procomún de lo viviente.



Carlos López Beltrán, “De procomunes a biocomunes: ante la traición de los empleados”, Fractal nº 57, abril-junio, 2010, año XV, volumen XV, pp. 77-100.