JOSEBA BUJ CORRALES

La escritura radical

Comienzo este escrito con una digresión. Hecho poco serio, poco sujeto a los cánones académicos. La rigidez de estos cánones, sin embargo, no es algo que persiga con ahínco, con talante obsesivo alguno; por aquello de las relaciones entre academia e institución, relaciones que a Bolaño le espeluznarían (como comprobaremos a lo largo de este trabajo). Creo que no buscar su consecución −el logro de un encorsetado producto erudito− es tender un cabo a la preceptiva escritural asentada por Bolaño. Es más, creo que optar por la digresión es homenajear a Bolaño, interpretarlo echando mano de su arma príncipe y por otra parte una manera de acuñar un marco teórico que dé lumbre, desde un viso novedoso, al revulsivo que supone el proceso escritural del chileno, a la textura de su poética revolucionaria.
Vamos, pues, con la digresión en liza. Tiene que ver con la forma en que Bolaño llegó a mi vida. Llevaba poco tiempo en México (palabra que, veremos, no es sólo un topónimo en el caso de Bolaño). Había arribado por un intercambio académico, con veinte años a cuestas, resignado a concluir la carrera de abogado, con la secreta intención de convertirme en escritor (por el tono que está tomando esto habría que encabezarlo con aquello de Joseba Buj, calle Pachuca, colonia Condesa, México D.F., abril de 2010). Obtenido el título que me acreditaba como picapleitos, resolví permanecer en tierra mexicana. Por una mujer a la que quise, a la que después perdí (suena lírico pero en secreto, en el apunte parentético, digresivamente, he de deciros que partimos peras con violencia, o sea que acabamos como el rosario de la aurora).
Pienso que había otros motivos para que yo permaneciese en México. De verdad lo creo, o cuando menos ahora. A veces caminamos la senda de un bosque sin concebir la densidad del forraje, la bruna fronda que circunda la vereda; espesura que posibilita la claridad del camino, que la constituye. Conjeturo que mi experiencia como pasante en el jurídico de un banco (en España) e, inferido de ésta, una expectativa de vida encajonada, develada por los dictados herméticos del compromiso con un crédito hipotecario −junto a una esposa de cabellos oxigenados y unos niños repollos− no era muy de mi agrado (y no lo digo con desdén porque la realidad descrita sólo pinta una versión optimista de lo que cabía esperarse de la sociedad española: el paro, una adolescencia prolongada en plena madurez, mantenida, humillante, descorazonadora, frustrada).
En México, como pájaros agoreros, vinieron los problemas de residencia (cuánto me evocaría en Belano, después), los problemas de equivalencias de estudios y, por último, los problemas económicos. Pasé a residir en un cuartucho. En una zona −utilicemos un eufemismo− conflictiva. Situación muy bohemia vista desde el presente, pero cuyos apremios maslowianos se las ingeniaban para que no agarrase una pluma. La caridad de un amigo acudió a rescatarme. Me incorporé a su empresa, limpiando alfombras. Mi amigo era gallego y su empresa operaba, básicamente, en el seno de esta comunidad. Las señoras, descubriendo en mí a un joven peninsular, formado, blanquito, se mostraban especialmente amables. En más de una ocasión salí de la faena con la panza repleta, atiborrado de manjares. ¿Hubiera sucedido de ser yo un indio patarrajada? (la pregunta es, por descontado, retórica). Inopinadamente, se me reveló el racismo. Años más tarde, lo encontraría en el país que había dejado atrás (en mis regresos vacacionales), a consecuencia de las oleadas migratorias; país que yo había idealizado, por la interiorización de las componendas de una transición hecha a marchas forzadas, transición que el sistema educativo derivado de ella nos inculcó (a mí y a mi generación) como la quintaesencia democrática y tolerante. Siempre podemos ser peores de lo que habíamos imaginado.
Luego de este trance proletario, las cosas se enderezaron. Me ofrecieron trabajo en el jurídico de una constructora de propietarios judíos. Era como si mi antigua vida me hubiese perseguido desde el otro lado del charco y comenzase a levantar su cerco de nueva cuenta. Enseguida, empero, a mi existencia encorbatada, se le empezaron a presentar bifurcaciones.
A la hija del dueño, que estaba al frente del jurídico, se le antojó involucrarse en política, en un partido de izquierda. Yo estaba en su equipo. Se me confirieron las tareas de la prensa y de la información. Cada mañana redactaba mis notas, mis recensiones. Basándose en estas síntesis informativas, la niña acaudalada arengaba a la masa paupérrima, la azuzaba, la alebrestaba. Entre el coro bullicioso, cavilé sobre el papel que yo, en cuanto intelectual (o pseudo-intelectual, porque había más ganas que nada), jugaba en la articulación de aquella pantomima (a aquella grandilocuencia discursiva, de chancla rabiosa, la respaldaba toda la ilicitud en que incurre sistemáticamente el negocio de la construcción en el D.F.). A raíz de estas cábalas, colegí que en México el poder y la intelectualidad se entreveraban en un mismo proyecto (opino que en esta inferencia desempeñó un papel crucial la lectura paralela de Bolaño que, como explicaré ulteriormente, estaba realizando) del que dimanaba una organicidad que cerraba filas en torno de una simbología ideologizada, imaginaria (simbología a la que subyacía un propósito nítido: la perpetuación de ciertas élites en el poder).
Fue en esta tesitura bolañesca (por lo menos en cuanto a las deducciones que antes señalaba, deducciones que se trenzan, repito, con la propia lectura de Bolaño) que Bolaño −pleonásmicamente− apareció en escena. En mi periplo por los fajos de periódicos, no evitaba el hojeo de los suplementos culturales. Allí descubrí a varias plumas de América Latina. A una educación sentimental circunscrita al Boom y sus epigonías, no podían dejar de sorprenderle. Bolaño (un Bolaño residente en España que conllevaba ya para entonces, como un púgil mantenido a razonable distancia, una amenaza enclenque a la prensa cautiva de la univocidad cultural mexicana), Piglia, Aira, Vallejo. Del colombiano, su prosa pícara y afilada; y en lo que a los argentinos se refiere, de Aira, el dislate conclusivo de sus textos (en premeditada confrontación con la redondez del Boom), de Piglia una erudición libresca no borgeana (o al menos una erudición que entabla un reñido debate con el escritor de El Aleph). Pero Bolaño fue otro cantar y Los detectives salvajes también. Bolaño eran los mediodías de evasión (por entre el fárrago de fideicomisos, compraventas, trámites administrativos…) en los parques tramontando páginas, páginas y más páginas, adoptando una postura digresiva, en esos ratos de asueto, respecto a mi existencia encorbatada. Bolaño era hacer mía una actitud bolañesca, ingiriendo café desenfrenado, inhalando cigarro tras cigarro; Bolaño era no llevarse nada a la boca, alimentarse únicamente de lecturas (estas poses las hube de abandonar por la buena, cuando me enteré de que el chileno había muerto joven, digo, porque no quería correr con idéntica suerte; yo siempre he tendido al reacomodo−como constataremos más tarde−, a no abundar en mis digresiones; a Bolaño le sobró valentía yo siempre he carecido de ella).
La novela desplegaba (a esta altura del texto parece extinguirse mi digresión personal, pero volveremos a ella), de todos es sabido, una estructura innovadora. El diario de García Madero abocetando las vicisitudes del grupo de amigos/bohemios/clochards/trotamundos de Belano y Lima, su fijación mórbida en un disparatado movimiento literario posrevolucionario, fijación que cuaja en la figura de Cesárea Tinajero, en la pesquisa del paradero de ésta, en el emprendimiento de un viaje tras su rastro. La luenga digresión intermedia, cúmulo de testimonios hilvanado vagamente con el diario de García Madero, que se ramifica, distiende metonímicamente, emprende divagaciones y retornos desde un centro narrativo en el cual persiste la impresión de que el relato nuclear está amputado, mutilado, desprovisto de algún dato: el hueco de la historia de Tinajero, historia cuyo desenlace no nos es proporcionado. La ausencia de este referente informativo se podría interpretar de dos modos. Uno, como una solución pragmática para urdir una trama, un suspenso (no se puede refutar esta solución, o sea que es factible una lectura en este sentido, aunque no la pondero como la estrategia principal que teje Bolaño). El otro, una táctica de quiebre narrativo, de desviación cuasi gratuita para las teleologías acostumbradas, radical porque rompe la secuencia enunciativa del narrador al uso (uno se puede prendar de los avatares amorosos de Lima en Israel, o de las aventuras de equivalente jaez de Belano en la vendimia francesa). Lo cierto es que termina por importarnos un bledo lo que haya acontecido con Tinajero. Y cuando en la última parte de la novela uno lo sabe (el retorno a la perorata de García Madero), subsume que la historia de Tinajero funciona exclusivamente como un disparador digresivo de los testimonios, en cuyo florecimiento arbóreo descansa el verdadero peso de la propuesta narrativa de Bolaño.
¿A qué se debía esta manera de escribir? Intentaré aclararlo más adelante (o brindar una posible aclaración formulada desde mi perspectiva). La innovación narrativa de la novela compete, por otro lado, también al tema escogido como motor de los personajes. El movimiento literario de Tinajero, la búsqueda de ésta, el prurito de esclarecer su misterio bifurcado y radical, misterio que se desvía de la línea que México o el sistema estatal mexicano maquinado desde las postrimerías de la Revolución- ha establecido como la correcta para su literatura, su cultura, su intelectualidad. Otro asunto de relevancia es el de la extranjería de Belano, la óptica singular que aporta. Son temas, estos dos últimos (el de la intelectualidad mexicana y el de la extranjería de Belano), cuyo trato engarza con un ahondamiento en la obra de Bolaño que tendría lugar posteriormente, en unas circunstancias muy disímiles a las de mi proximidad primera al escritor chileno.
Me gustaría referir con anterioridad que en esta época de lecturas clandestinas, de prístinas aproximaciones a Bolaño, di con otro libro, Soldados de Salamina, capital en mi comprensión del proyecto literario del chileno. Bolaño es un carácter del libro. En los vericuetos de la trama, que no hay por qué traer a colación, el angelino espeta un par de juicios que concibo como fundamentales en la génesis de su propuesta como escritor/narrador. Los cito:
Para escribir novelas no hace falta imaginación –dijo Bolaño–. Sólo memoria. Las novelas se escriben combinando recuerdos (…)

Mientras comíamos Bolaño me habló de la época en que había vivido en Gerona; minuciosamente me contó una interminable noche de febrero en un hospital de la ciudad, el Josep Trueta. Aquella mañana le habían diagnosticado una pancreatitis y, cuando el médico apareció por fin en su habitación y él pudo preguntarle, sabiendo cuál era la respuesta, si se iba a morir, el médico le acarició un brazo y le dijo que no con la voz con que se dicen siempre las mentiras. Antes de dormirse esa noche, Bolaño sintió una tristeza infinita, no porque supiera que iba a morir, sino por todos los libros que había proyectado escribir y nunca escribiría, por todos sus amigos muertos, por todos los jóvenes latinoamericanos de su generación –soldados muertos en guerras de antemano perdidas– a los que siempre ha soñado resucitar en sus novelas y que ya permanecerían muertos para siempre, igual que él, como si no hubieran existido nunca y luego se durmió y durante toda la noche soñó que estaba en un ring peleando con un luchador de sumo, un oriental gigantesco y sonriente contra el que nada podía y contra el que sin embargo siguió peleando toda la noche hasta que despertó y supo sin que nadie se lo dijera, con una alegría sobrehumana que no había vuelto a experimentar nunca, que no iba a morir.

Tal vez, asistamos a la revelación de un gran intérprete de Bolaño. Quizás, el chileno, ciertamente, le dijo esto a Cercas (me inclino a pensar esto último).
Cuando años más tarde mi amigo de Valdivia, Sebastián Figueroa, −joven experto, mucho más experto que uno, en Bolaño− me pedía este artículo yo, sumido en una coyuntura visceralmente distinta a la de mis jóvenes escarceos con el universo bolañesco que luego retrataré, no remembraba dónde había leído estas declaraciones. Me sorprendí, al conseguir acordarme, de que no aparecieran en ningún libro de Bolaño, de que el chileno se manifestara así, regalándonos claves básicas para su lectura, desde las letras de otro escritor; lo cual constituye una digresión en sí, un guiño a su propio "canon" escritural, una autoexégesis de su obra, la dotación de un "sentido" digresivo (con todo lo oximorónica que nos pueda parecer la utilización de este epíteto) a la misma. Hallo dos cuestiones centrales. Su modo de trabajar es un modo memorístico (opuesto a una idea de imaginación muy poco "académica" −que refuerza a su vez los postulados bolañescos, por aquello del magro academicismo−, una imaginación de raigambre romántica que confía en el éxito de la generación espontánea, de la ciencia infusa y no una imaginación concebida como tropología o como impronta imaginaria que libera líneas de fuga afectivas). Su escritura es un panegírico del margen, de aquellos que son silenciados por las directrices de la institución y de la Historia. Lo anterior depara una propuesta literaria que se vincula de forma especial con el afuera y, por ende, con la asunción de un posicionamiento radical que contrapone memoria con Historia. Para profundizar en este aserto no nos bastan, sin embargo, las pistas que sorpresiva, digresivamente consigna la obra de Cercas. Habrá que acudir a la obra colofón de Bolaño 2666 que, opino, no es sólo una obra más, sino un cierre abierto (no sólo por quedar inconclusa), un epítome de su literatura entera que se expande subdividiéndose en los inextricables ramajes de un arbusto digresivo. En ella, quizá por ser su estertor final (huracanado y elongadísimo estertor final), Bolaño corona y despeña su antisistémico sistema.
A 2666, arribé casi un lustro y medio después de mi experiencia con Los detectives... y con Soldados... La vida se había desenvuelto en su enredado juego de raras simetrías, de innúmeras mudanzas. Habían pasado los tiempos de coqueteo con la política de izquierda, de colaboración con algunas instancias gubernamentales, de las rupturas sentimentales escandalosas (en este lapso Bolaño continuó como una presencia habitual: El gaucho insufrible, Putas asesinas, Amberes, etc). Todo al garete, de nuevo. Volvía a empezar. No era ni abogado, ni político. Me apostaba en una bohardilla. Acechaba, otra vez, el viejo deseo de ser escritor. Me matriculé en el posgrado en letras de la Universidad Iberoamericana. En ella, se me presentó−por azar, más que por talento− la factibilidad de un reacomodo novel. Me incorporé al área académica. Acaso, mi mayor pecado, lo que ha estragado sucesivamente mi vocación haya sido una debilidad consistente en un inmediato asentimiento a las ofertas de la institucionalidad, una fácil claudicación ante los gozosos embates de la seguridad estabilizadora. Acaso, el muchacho que huía a los parques, Los detectives... en ristre, escapando de su tediosa existencia de oficina sea el mismo burócrata que ahora huye a la biblioteca pergeñando textos que, contaminados de literatura (de minúsculas vaguedades literarias), atentan contra el concepto de academia. Es igual. Y es igual porque este reacomodo no es sino una insignificante cobardía parangonado con el Bolaño friegaplatos, con el guarda de camping, con el propietario de un kioskucho de revistas extraviado en el intrincado de callejas barcelonés que escribía, escribía y escribía contra todo, contra todos, contra sí mismo, con el cuerpo molido por el cansancio, por la enfermedad.
En la uia, un profesor talentoso, Joserra Ruisánchez, instrumentó un seminario en el que leímos meticulosamente el mamotreto de 2666; este seminario se vio de seguida enriquecido por las intervenciones de Seba Figueroa, entonces condiscípulo mío (después me pediría este artículo, como anotaba), coterráneo de Bolaño y minucioso analista de éste. Me asombré, sobre todo, ante una declaración que profiere Amalfitano, en cierta manera, un trasunto literario de Bolaño:

La relación con el poder de los intelectuales mexicanos viene de lejos. No digo que todos sean así. Hay excepciones notables. Tampoco digo que los que se entregan lo hagan de mala fe. Ni siquiera que esa entrega sea una entrega en toda regla. Digamos que sólo es un empleo. Pero es un empleo con el Estado. En Europa los intelectuales trabajan en editoriales o en la prensa o los mantienen sus mujeres o sus padres tienen buena posición y les dan una mensualidad o son obreros y delincuentes y viven honestamente de sus trabajos.

Un intelectual puede trabajar en la universidad o, mejor, irse a trabajar a una universidad norteamericana, cuyos departamentos de literatura son tan malos como los de las universidades mexicanas, pero esto no los pone a salvo de recibir un llamada telefónica a altas horas de la noche y que alguien que habla en nombre del Estado le ofrezca un empleo mejor, un empleo mejor remunerado, algo que el intelectual cree que se merece, y los intelectuales siempre creen que se merecen algo más.

Esta aserción, enmadejada en el dédalo digresivo de la novela, establece, desde la obra final paradójicamente, una herramienta para interpretar el proceso escritural de Bolaño concebido como un todo. De conformidad con nuestros arquetipos de pensamiento tamizados por la teleología occidental, esto debía haberse sentado como precedente. A Bolaño ya hemos visto, le torturaron poco los caprichos de la tradición. Es decir, que poner en claro ciertas ideas desde el inicio hubiese sido fijar un sentido vertical y jerarquizado que se enfrentaría a su noción de escritura y de memoria.
Si empatamos esta aseveración a la biografía de Bolaño, nos percatamos de lo imprescindible que es de cara a una glosa de la propuesta literaria del angelino. La etapa formativa de Bolaño, en cuanto adulto y en cuanto intelectual, transcurre enMéxico. México, de esta guisa, no es únicamente un topónimo (retornamos a un tema viejo ya bosquejado en este ensayo). La relación de Bolaño con México −on la maquinaria urdida por el Estado mexicano, su sistema− corresponde a una opción de vida y de literatura que recorrerá su obra entera. México, en los días de Bolaño, poseía la imagen de un Estado acogedor e incluyente en medio del báratro represivo de América Latina. Pero esta imagen tenía un envés atrabiliario e impositivo. El sistema mexicano, el surgido acto seguido de la Revolución, auspicia una organicidad, una univocidad sin antecedentes. En el ámbito de la cultura, se percibe esta univocidad con la indiscutible incorporación de la intelectualidad a la erección de dicho sistema. Bolaño asistió a la preponderancia de los cenáculos estatalistas, guiados por sus sapientísimos, reconocidísimos y laureadísimos gurúes (empleo el plural eufemísticamente). Se propone, junto a Papasquiaro y otros amigos, nadar contracorriente. Por supuesto, fracasa (como en su momento fracasaron Cuesta o Revueltas).
La univocidad del sistema mexicano provoca en la cultura, empero, el brote de flujos marginales (el posicionamiento de Bolaño al lado de esta marginalidad comporta la asunción de un proyecto escritural radical). Esta marginalidad no se equipara al ejercicio opositor que eclosiona en la América Latina de las dictaduras militares; una marginalidad, esta última, que se sitúa más en la órbita schmittiana de la dinámica amigo/enemigo y que en virtud de su dimensión opositora adquiere un peso específico y amenazante dialécticamente hablando, conque no constituye, en rigor, un afuera. La marginalidad intelectual mexicana es la marginalidad del silencio. Algo que, desde la unidireccionalidad del sistema que fagocita e incorpora cualesquier tendencia que lo ponga en entredicho, no existe. Algo indiferente, no enemigo, no amigo, radicalmente marginal, valgan el énfasis y la redundancia, pues porfiar en este margen es propinar golpes al vacío, dar voz a lo indecible, abundar en lo ignorado, en lo acallado, en lo silente. Esta circunscripción al margen se magnifica, en la biografía de Bolaño, por su extranjería. Durante su etapa formativa en México, Bolaño (Belano en Los detectives…) es un extranjero. Ser extranjero intelectual en México es ser asimilado en calidad de colaborador a la red de su sistema cultural. Uno puede desarrollarse, crecer siendo artífice de dicha textura reticular, pero jamás asomarse al margen crítico. De rondarse esta peligrosa frontera, penderá sobre la cabeza del desdichado la espada de Damocles del 33 constitucional, de la expulsión. El paradigma de pensamiento de Bolaño, articulado en nívea reacción al mentado colaboracionismo, no sólo ronda sino que transgrede dicho espacio limítrofe. (Con lo anterior zanjo otros dos asuntos ya esbozados en el cuerpo de este opúsculo).
Leer a Bolaño como una textualidad horizontal que se abre al reconocimiento del otro, como un discurso maculado por el peso de una materialidad acontecimental que se manifiesta extramuros del sentido discursivo, o como una actualización afectiva que planta cara a una apropiación de los afectos incoada por un sistema que responde a intereses concretos, viene a ser lo mismo. Digamos que, en todos los supuestos, Bolaño propicia un abismarse al afuera (aunque este afuera sea inmanente y esté adentro, discusión que ahora no nos preocupa), una poética revolucionaria que mueve a sospechar de los grandes relatos instaurados por el canon tradicional (en contubernio con la institución), poética que irrumpe con virulencia en fundos intocables como el del concepto de literatura instituido, transfigurándolo irremediablemente.
La manera de escribir de Bolaño es, entonces, un entrelazamiento de flujos memorísticos que se plasman desafiando a la usucapio de la memoria que el Estado perpetra para hilar su Historia (o sea, la memoria oficial). En el plano formal, este desafío posee una traducción palpable: la digresión radical, que da una voz al afuera (acordémonos del luengo soliloquio de la muertas en 2666, soliloquio que nos aboca a preterir la trama, abrumándonos con el horror y, luego, con la monotonía en que acaba metamorfoseándose ese horror, donde la cotidianidad del crimen es iteradamente ninguneada por el panóptico mexicano). Y esta forma de escribir se deriva de un paradigma de pensamiento que, como argüíamos, resulta de un modo de relacionarse con el Estado mexicano y con los artificios intelectuales que componen la Historia de éste. De esta guisa, su Chile es un Chile contemplado desde el paradigma (o contraparadigma) mexicano (aún cuando Chile sea su terruño). El Chile de los paseos australes encaramado al camión de su padre, el de su chabacano conato de ser revolucionario, el de las dislocadas y absurdas genealogías de Juan Stein.
Hace medio lustro, Juan Villoro visitó la Ibero. Impartió una conferencia. En los entresijos de su locución, aludió a Bolaño. Él, en buenos términos con la cofradía de Herralde, lo frecuentó bastante en sus días finales. A Bolaño, contaba Villoro, se le reclamaba mucho, desde esta cofradía, que escribiese tanto hallándose en un estado de salud lamentable; se lo instaba a disfrutar con mayor plenitud sus instantes crepusculares. El chileno reponía que escribir era un modo de vivir, su modo de vivir (porque escribir era rememorar, transformar el pasado en presente).
Acaso Bolaño, visionario pero no mesiánico, supo intuir, mejor que nadie, que el lobo que nos ha de devorar ya ha desplegado sus fauces. Y lo que es peor, intuir que somos nonadas en el seno de una red imaginaria a la que únicamente le son relevantes sus grandes nombres, sus grandes pompas y sus grandilocuencias. Acaso Bolaño insufló en nosotros un ápice de esperanza, enseñándonos que nuestros recuerdos son acreedores a un valor que no debe ser obviado por instituciones interesadas en el manejo, la tergiversación y el escamoteo de las producciones mnémicas.



Joseba Buj Corrales, “La escritura radical”, Fractal nº 56, enero-marzo, 2010, año XIV, volumen XV, pp. 127-140.