SARA SUTTON

DEL IDEAL UTÓPICO A
LO REAL DEL SUFRIMIENTO

 

 

En los gritos reprimidos de nuestras
palabras de carne, se da la miseria
humana en toda su verdad

-Edmond Jabès

 

 

 

El ideal utópico

¿En qué se distinguen Alphaville, Un mundo feliz, La revolución de la granja, El planeta de los simios, Metrópoli y Matrix, de La Utopía de Moro, la República de Platón, La imaginaria cuidad del sol de Campanella o la Nueva Atlántida de Bacon?Las diferencias son evidentes a primera vista, sin embargo, si afinamos la mirada, podríamos encontrar inquietantes similitudes.

Es curioso que, en términos etimológicos, la idea de “distopía” no se distinga claramente de la palabra “utopía”. Aunque el prefijo “dis” significa difícilmente, malamente, desgraciadamente, también denota una negación o una falta, como por ejemplo, la palabra “desgraciado” apunta a un sujeto “sin gracia” o “no agraciado”). De la misma manera, el prefijo “ou” de “utopía” indica una negación (utopía: no-lugar; lugar que no existe). Su clara diferencia entonces – incluso su oposición – proviene, más bien, del campo de lo político. Las distopías vendrían a ser una especie de “utopía perversa donde la realidad transcurre en términos opuestos a los de una sociedad ideal”. Sin embargo, para sostener esta oposición entre utopía y distopía, sería necesario tener en claro la distinción universal y objetiva entre el Bien y el Mal, asunto delicado, pues esta frontera aparentemente objetiva sólo puede ser pensada desde un posicionamiento subjetivo, resultado – como advertiría Nietzsche – de una lucha de poder. Ya Maud Mannoni, inspirada en el marqués de Sade, señalaba que “no hay más moral que un perverso”. Es decir, los ideales en los que se sustenta toda institución moral hace de sus dictados un principio rector y universal que niega la singularidad y la subversión que ésta representa frente a todo intento de generalización. La moral y sus pretensiones de universalización niegan el conflicto inherente a cualquier relación social: la sociedad surge de una relación de tensión entre ésta y los sujetos que la conforman, así como entre los grupos culturales y las clases sociales. La sociedad es heterogénea y conflictiva, y cualquier intento de homogenización o de eliminación del conflicto es peligroso, pues implica necesariamente la sofocación de la disidencia en nombre de la “voluntad general” o el “bien común” que no es más que la cosmovisión y los intereses de unos cuantos revestidos de universalidad. Desde una mirada psicoanalítica podríamos decir que toda moral que pretenda trazar la frontera entre el bien y el mal en términos absolutos niega la escisión propia del sujeto, el conflicto psíquico que lo funda y ese malestar en la cultura que, como nos advierte Freud, aunque se encarna de manera particular en cada sociedad, revela un malestar estructural en donde cualquier intento de erradicación termina por adoptar uno de los distintos rostros del terror de Estado o el totalitarismo. En el fondo de todo ideal hay una forma de negación del conflicto, de la falla y el equívoco intrínseco a toda sociedad y al sujeto mismo.

Las utopías – como las ideadas por Tomás Moro o Platón – constituyen sociedades ideales que pretenden prever todo acontecimiento que se desvíe del proyecto de dicha sociedad, con el fin de neutralizar cualquier efecto no deseado. Como muestra, un botón: el varón Rafael Hitlodeo ensalza la organización de Utopía que, a sus ojos, constituye “el mejor estado de la República”, dejando en claro que la impecable división del trabajo en este estado no tiene lugar en detrimento de los placeres, los cuales consideran fundamentales para la vida de los hombres, y asevera: los Utópicos “están muy lejos de considerar prohibido cualquier placer del que no se derive algún mal”. Y continúa más adelante: “no existe en parte alguna ocasión para la ociosidad, ni pretexto para la holganza, ni tabernas, ni cervecerías, ni lupanares, ni focos de corrupción, ni escondites, ni reuniones secretas, pues el hecho de estar cada uno bajo la mirada de los demás oblígales sin excusa a un diario trabajo o a un honesto reposo”. “Consideran locura grande practicar virtudes ásperas y difíciles, renunciar a las dulzuras de la vida y sufrir voluntariamente dolores que no han de producir fruto alguno”. Esta concepción idealista que intenta describir una sociedad perfecta, libre de explotación, conflicto y sufrimiento, niega lo abyecto del mundo, la angustia inherente a la fundación del sujeto, lo inquietante del deseo y la violencia del sexo.

En contraste, clama Georges Bataille lastimosamente: “A muchos el universo les parece honrado; las gentes honestas tienen los ojos castrados. Por eso temen la obscenidad. No sienten ninguna angustia cuando oyen el grito del gallo ni cuando se pasean bajo un cielo estrellado. Cuando se entregan ‘a los placeres de la carne’, lo hacen a condición de que sean insípidos”. Los ideales y las utopías bien modeladas, asépticas, insensibles al hedor de las secreciones humanas; aquéllas que sueñan con un mundo libre del Mal, del “genio maligno” y de “la parte maldita”, son también las guardianas que vigilan celosamente que no ocurra ninguna desviación que haga peligrar el orden, ningún acontecimiento no previsible; sin embargo, todo acontecimiento es, por excelencia, impredecible. La utopía y sus ideales de perfección pretenden impedir que advenga lo imposible, puesto que lo imposible – como advierte Derrida – sólo puede venir del otro, del extranjero, de lo extraño que violenta mis convicciones y hace cimbrar mi refugio, cuestiona mis arraigados valores y el contenido de mis esperanzas. El otro mora fuera de mi morada pero irremediablemente me afecta e inquieta. Me inquieta su cercanía y extrañeza: su irrecusable presencia que me interpela y la imposibilidad de aprehenderlo. La tragedia y ventura del sujeto heterónomo radica en ser por y para el otro. Ese otro que me hace ser y que le da sentido a mi existencia es, a la vez, por siempre extraño y extranjero. El otro no sólo tiene que ver con lo otro en mí - es decir, con la alteridad de ese cuerpo que reconozco como mío, con aquello que deseo y que desborda el “yo quiero” – sino que ese otro es también lo que no soy yo, lo absolutamente otro, alteridad radical que no puedo reducir a mi comprensión, pues sobrepasa toda expectativa, toda previsión y toda proyección. Eso otro trasciende los confines de mi cosmovisión, pues toda idea que provenga de mí, por más imaginativa e ingeniosa que pueda ser, se encuentra definida por mis horizontes de sentido y, por lo tanto, se ubica dentro de los límites de lo posible (aunque sean los límites de mi imaginación). El otro, entonces, es lo incontenible por un Yo: el Otro – como nos enseña Emmanuel Levinas – aparece así como la alteridad absoluta frente al Mismo.

Si asumimos entonces la imposibilidad de comprender al otro, nos vemos obligados a reconocer que su inenglobable alteridad hace fracasar todo intento de sistematización o proyección y, por ende, toda cosmovisión y todo ideal utópico aparecerán como una ineluctable reducción e incluso negación de la otredad. Desde esta perspectiva, parece entonces que la distancia entre utopía y distopía se acorta considerablemente hasta producirse un roce entre ambas, provocando un escalofrío: de llevarse a cabo cualquiera de estas utopías, si tuviésemos la posibilidad de hacerlas realidad, ¿no sería – a modo del monstruo de Frankenstein – la encarnación de lo ominoso? La omnipotencia de los pensamientos, la arrogancia del saber que cree poder idear una sociedad perfecta guiada por la Verdad, ¿no es el preludio del terror que termina por erradicar toda alteridad y construir ilusoriamente un sujeto integrado, autónomo, libre de conflicto y dueño de su voluntad que no sólo puede afirmar sin vacilar “yo soy”, sino que además cree que podría actuar haciendo como si de sus motivos pudiera derivarse una ley universal? Podemos decir entonces que todo ideal, sordo a la falla, al tropiezo y a lo imprevisto que arriba más allá de todos mis horizontes, en suma, todo ideal sordo a la alteridad del otro, del extranjero y el extraño, engendra realidades totalitarias. El horror de las distopías muchas veces son procreadas por los más nobles ideales y las más grandes de las utopías. Nos dice Lacan con punzante ironía: “Todo poder tiene por fin hacer el bien y ese poder no tiene fin”. “La más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto”.

El Apocalipsis de la Biblia y el fin de la Historia – predicado por Fukuyama e inspirado en Hegel – se encuentran mucho más cerca de lo que los idealistas bienintencionados están dispuestos a aceptar. El cielo y el infierno, separados por el vasto mundo terrenal, por su costado rozan sus espaldas. La genialidad de Karl Marx y el acontecimiento de su pensamiento no radican en la modelación de una sociedad perfecta e igualitaria, libre de explotación y de lucha de clases – cosa que, además, nunca hizo – sino en la fina crítica que realizó en torno al capitalismo. El marxismo es un acontecimiento no tanto por sustituir el sistema capitalista y el Estado burgués por un ideal cuidadosamente diseñado de la sociedad comunista, sino por su fuerza crítica que transgrede los horizontes mismos de las sociedades occidentales de su tiempo. Marx logra mostrar las fisuras de un sistema que se creía perfecto o perfectible, evidencia las frías cadenas de un ideal de libertad y muestra la explotación alienante como el reverso de la fraternidad. La riqueza de su pensamiento se sostiene, desde esta perspectiva, justamente en su capacidad de sensibilización frente a la falla de cualquier sistema, al mostrar que todo sistema cerrado sobre sí mismo es autodestructivo, como las autocontradicciones del capitalismo que lo llevarían a su propia destrucción. Y con respecto a esto último, no necesitamos mucha fuerza de convencimiento, basta asomarnos por la ventana y presenciar una más de las crisis cíclicas de este sistema económico que, poco a poco y en ocasiones, cual devastador huracán, ahonda la brecha entre ricos y pobres, ensanchando los horizontes de miseria hasta perspectivas inimaginables.

Quien se ha detenido a leer a Marx, no podría decir que el crítico del capitalismo sea también un mistagogo. Marx definitivamente no lo era; sin embargo, los que en su nombre se empecinaron en hacer realidad sus ideales, dando forma y contenido a aquello que el filósofo alemán del siglo XIX dejó abierto, encarnaron muerte y represión.

Lo real del sufrimiento

Como mencionamos anteriormente, junto con Levinas, la otredad no sólo tiene que ver con lo otro en mí, sino con aquello que yo no soy, con ese otro inenglobable que no comprendo pero que aun así me afecta. Sin embargo, es el otro también, desde una perspectiva psicoanalítica, quien conforma y nombra al sujeto. Es decir, el yo del sujeto se forma a partir de la imagen del otro: lo que me permite decir “ese soy yo” es, en realidad, la imagen del otro con la que me identifico. Por tal, la aparente contradicción inconciliable que aparece al decir “yo soy otro” cobra sentido.
Dicho lo anterior, habría que distinguir entre la radical alteridad del otro que me es, por antonomasia, inaprensible y la imagen del otro que no sólo puedo aprehender sino que, además, es la que me permitirá construir mi propia imagen, a expensas de la alteridad inasible que me habita. Detengámonos ahora un momento a pensar cómo es esa alteridad que habita al sujeto mismo y que desborda toda imagen posible. Esa “tierra extranjera interior”, como diría Freud, también se encuentra enhebrada con otras subjetividades. Propiamente hablando, el sujeto es un entramado de lazos sociales que se encuentran en permanente tensión y conflicto, pero en ese entramado de lazos hay siempre algo que escapa a toda imagen y a todo símbolo, que proviene del cuerpo y tiene que ver con aquello que Jacques Lacan, inspirado en Freud, nombra lo real.
Más acá de ese otro que tiene y dona un nombre al sujeto, y más acá de su aprehensible imagen, el término “real” no es entendido como sinónimo de “realidad”. Mientras la realidad tiene que ver con el mundo en que vivimos, inseparable de las cosmovisiones que lo modelan, lo real tiene que ver con aquello que es, por excelencia, incognoscible y, por tal, imposible de simbolizar, refractario a todo discurso y siempre más acá de toda imagen. Nos dice Lacan a la letra: “Lo verdadero es un decir conforme a la realidad. La realidad es en este caso lo que funciona, funciona verdaderamente. Pero lo que funciona verdaderamente no tiene nada que ver con lo que designo lo real”. Lo real está relacionado con el cuerpo libre de cualquier imagen o nombre que lo signifique. Lo real es lo imposible; lo ominoso de la muerte y de la negra noche, el misterio del sexo y esa “opacidad del cuerpo abierto”, el cuerpo y sus agujeros. Lo real tiene que ver con el cuerpo, pero no con el organismo biológico de la ciencia, ni con la imagen del otro que lo integra en una identidad que puede decir “yo”, más bien, alude a un cuerpo desmembrado, anterior a la apropiación que le permite al yo decir “este es mi cuerpo”. El cuerpo, entonces, sin la imagen del otro en quien se reconoce, carente de la urdimbre ideal e imaginaria que le otorga una apariencia de unidad, se encuentra desamparado y embebido por la angustia de apercibirse como puros fragmentos que no encuentran dueño. Angustia encarnada en la respiración que no se reconoce en ningún nombre. Arritmia. Ojos desorbitados con la mirada perdida: puros ojos. La angustia puede ser mentada – según Lacan – mediante esta imagen: “la imposible visión que te amenaza, de tus propios ojos por el suelo”. No debiera ser casualidad que los ojos extirpados de sus órbitas que tanto obsesionaron a Georges Bataille, se relacionen con los testículos desnudos del toro. Los ojos arrancados del cuerpo que ya no miran sino que son mirados en su horror desnudo, producen esa angustia que no es angustia de nada – como creería Heidegger, junto con otros existencialistas – sino que es angustia de algo, pero no de algo pleno de sentido; es más bien angustia de lo real. Esos huevos crudos y despellejados del primer toro ultimado que Simona, en la Historia del ojo de Bataille,se introduce en la vulva mientras mira gozando cómo, de una cornada, el toro atraviesa el ojo derecho del aclamado matador, aluden a lo ominoso y descarnado del sexo que roza con la muerte; a la voluptuosidad desbordada, sorda a toda mesura, puro gasto insensible a cualquier intercambio económico. Resto.

Esos miembros fragmentados que no encuentran nombre que los una pero que aún así pulsan, esa angustia primordial frente a la fragmentación sin pivote, sin quicio, aparece de forma ominosa también en la pintura de Jerónimo Bosch: una mano que no continúa en brazo alguno, atravesada por un cuchillo y coronada por la perdición del juego representada por un dado; piernas que se prolongan en la cabeza de una rata; una cabeza bullendo en un sartén que lleva por oreja una mano y por cuello una rodilla abanderada por un pie descalzo. Cuerpos mutilados y fragmentados que aparecen en el “Infierno” del Jardín de las Delicias por haber pecado, por haber extraviado el dictado de la Moral, mandato que opera como unidad del yo, urdiendo los retazos de ese cuerpo desquiciado.
El ser humano no nace sujeto sino que deviene sujeto. En un primer momento, este ser es poco más que un revoltijo de carne, miembros desarticulados y órganos que pulsan, a merced de aquél que lo cuida y lo nombra. Será el otro quien, a modo de espejo, le regrese al niño la imagen ortopédica que integrará su cuerpo en principio desvalido y sin timón, para eventualmente poder decir esa verdad siempre a medias: “ese es mi cuerpo y este soy yo”. ¿Y qué ocurre cuando ese cuerpo interroga a ese otro que, a través de sus ideales y sueños más recónditos, le ha donado un nombre y le ha permitido a su vez decir “yo”? ¿Qué pasa cuando el cuerpo desconoce la voz de ese mandato que lo ha integrado en una unidad tejiendo sus miembros con las virtudes del deber ser? En ese momento, aparece el horror de un cuerpo fragmentado. Es en este sentido que afirmamos anteriormente que la moral es la mayor de las perversiones al pretender taponear esos huecos que producen angustia y al negar obstinadamente esa desintegración con discursos coherentes que superan toda contradicción y conflicto. La conciencia moral, encarnada en las figuras paternas y transmitidas al hijo, le regresa una imagen completa de sí mismo, exenta de toda escisión y conflicto, de todo agujero, de toda falta. Falta entendida ontológicamente como ausencia y, moralmente, como desvío o falla. La moral es la mayor de las perversiones, ya que, al dictarle al sujeto lo que debe de ser y hacer, se erige como la Verdad exenta de equívoco e imperfección, y niega la subjetividad y el mundo pulsional, rehuyendo al conflicto que funda al sujeto para refugiarse en un discurso pleno de sentido y significación. La moral, por tanto, desconoce lo real y el irreductible hiato que atraviesa al sujeto y que lo diferencia del otro; desconoce a su vez esa relación de tensión entre el deseo del sujeto y las exigencias culturales.

Esta negación de la irreductible singularidad del otro – de la diferencia indisoluble en la homogeneidad de las normas – sustentada en las instituciones morales que colman de sentido al mundo, no logra, sin embargo, hacer desaparecer aquellas voces que se empeña en ignorar. Estos “gritos reprimidos de nuestras palabras de carne” se cuelan por cualquier pequeña grieta para hacerse escuchar: el terrorismo, la delincuencia “desorganizada”, los jóvenes sumidos en las drogas y el alcohol parecen surgir de un no-poder-decir, a modo de grito desgarrado frente a la “omnipresencia” de un discurso occidental que se asume como universal, sostenido en la violencia cruel que conjuga violencia y poder y se arropa con los más glamorosos ideales cosmopolitas y liberales. Sin embargo, apostar por el terrorismo, el crimen y la drogadicción es apostar por la muerte. Entonces, ¿cómo hablar desde otro lugar y escapar a las redes del sistema?, ¿cómo quebrar sus pilares y agujerear sus murallas? La respuesta no es del todo fácil; sin embargo, escuchando aquello que viene de lo real, que no encuentra cause más que en el síntoma o en el pasaje al acto y que escapa a todo intento de explicación o comprensión, podría abrir una nueva vía. Habría que forzar al lenguaje para hacerlo decir de otro modo lo indecible; apostar por un decir que emerja del cuerpo, desde ese silencio que paradójicamente se empeña en hablar: el síntoma da cuenta precisamente de ese sufrimiento y conflicto psíquico que no se puede reprimir del todo – la represión siempre fracasa – pues, a pesar de intentar ser acallado en nombre de la buena educación o de los más sublimes de los valores, termina provocando un escándalo mudo: como recién mencionamos, el síntoma es un grito desgarrado por no poder decir.

La fisura de los ideales y la simbolización del sufrimiento

Pierre Bourdieu, diferenciando a la contracultura de la mera oposición, reivindica el papel revolucionario de la primera al destacar que ésta no adopta un discurso en contra de la cultura oficial, sino que, más bien, tiene que ver con todo lo que se encuentra en sus bordes. Las instituciones intentan acallar todo grito de protesta, toda desviación y todo aquello que no se ajusta a la norma; sin embargo, como diría Freud, todo lo que se reprime no desaparece sino que, por el contrario, regresa cada vez con más fuerza. Los grupos contraculturales no sólo se rebelan frente a las toscas represiones, sino que también, develan las formas suaves de dominación mucho más sutiles de apreciar, pues se esconden tras el buen decir de la moral, la salud y el bien social, es decir, tras los grandes ideales. Al evidenciar estas formas suaves de dominación, cobra sentido aquello que ya advertía Benjamin desde los años cuarenta: “todo documento de cultura es a su vez un documento de barbarie”: estos honrados documentos se sostienen sobre la sofocación de las voces de los vencidos, desde la masacre de la diferencia y el conflicto inherente a ella. Estas formas suaves de dominación no precisan de ostentosas armas, más bien, toman cuerpo en las ideologías de los expertos, en los usos políticos de la ciencia, en la nueva moral terapéutica y en los discursos bienintencionados de las grandes utopías.

No obstante, no se trata de reivindicar el realismo político que se ajusta cómodamente al discurso neoliberal y tecnócrata, sino de vaciar a las utopías de su contenido moral y sus esperanzas integradoras, con el fin de regresarle a la utopía su fuerza mesiánica en sentido benjaminiano o derridiano: se trata de comprometernos con ese no-lugar que necesariamente viene del otro y su sufrimiento, de un pasado que insiste espectralmente en el presente, conminando a la sociedad actual a voltear a mirar sus ruinas y reconocerlas, única forma de abrirle paso al por-venir y no al mero futuro entendido tramposamente en términos de “progreso”. Tiene que ver con la promesa de ese tiempo que puede arribar en cualquier instante pero que nunca deja de advenir. Este no-lugar que viene del otro, que desquicia nuestro tiempo y pone en crisis todo discurso institucionalizado o sistematizado es el arribo de lo imposible en términos de lo impensable. Como decíamos en un inicio, constituye aquello que está más allá de mis horizontes de sentido.

Para dar lugar a este no-lugar que sólo puede venir del otro o, en otras palabras, para saludar a aquello que Derrida llama un acontecimiento, es necesario “resistir a las palabras”, a los discursos institucionalizados, con el fin de poder decir no lo que se quiere decir, sino aquello que está más allá de la voluntad y de toda intencionalidad. Se trata de escuchar el decir que se encuentra más allá de la palabra de entrada, de esa palabra ya institucionalizada que estigmatiza y coagula la identidad de los excluidos, y que estos últimos adoptan y repiten de manera autómata para denunciar su sufrimiento, sin comprometer las estructuras del sistema que los ha excluido ni su posicionamiento subjetivo. Para ir más allá –o más acá – de la palabra de entrada es imprescindible darle lugar a ese silencioso malestar que tiene que ver justamente con lo real del sufrimiento allende todo estereotipo de la miseria. Como lúcidamente dice Paul Assoun, se trata de “relacionar la exclusión con lo real, frente al imaginario de los discursos”. Pero para que esto sea posible, es necesario devolverle la palabra al sujeto, al sujeto de la exclusión – a la radical alteridad del otro – para que logre decir su verdad, siempre inacabada, frente a los discursos “bien intencionados” de los expertos que exaltan nobles ideales desde el inicio inalcanzables. Se trata de “re-habilitar” al sujeto desde su singularidad irremplazable; singularidad que pone en crisis al saber generalizador e institucional y que lo “habilita” para poder decir y decirse desde ese lugar. En términos levinasianos, se trata de devolverle la palabra a la palabra y reconocer que el sujeto no sólo es hablado por el lenguaje y actuado por la historia, sino que el sujeto es también aquel que habla para juzgar la historia y subvertir el lenguaje mismo. Ya decía Edmond Jabès que “la singularidad es subversiva”.

La exclusión devela una fractura en lo social y un fracaso de la ley que los discursos de la ortopedia social intentan ocultar. Es necesario entonces que los excluidos se desidentifiquen con el perjuicio “para encarar mejor lo real de la exclusión” y lograr, desde allí – desde el decir imposible de lo real – tejer un sentido singular, más acá de los grandes ideales paralizantes por ser desde el inicio inalcanzables. Solamente desde la singularidad se puede investir a la vida de un sentido. No se trata de juzgar los lazos que entretejen al sujeto, pues no existe un sentido de vida a priori, ni sentido social para la muerte, el amor y la vida; éste sólo puede donarse desde la singularidad, pues nadie puede tejer para el cuerpo de otro un sentido más que a costa de su alienación. No es lo mismo decir que el otro teje el sentido del cuerpo de un sujeto, que el sujeto teje un sentido con y desde el otro, dando cuenta que ese otro siempre se encuentra, al igual que el sujeto, agujereado.

Como podemos ver, no se trata de construir ideales bien moldeados que contrarresten las amenazantes distopías de la realidad; más bien, tiene que ver con develar, desde los lindes del orden, aquello que los discursos institucionalizados se empecinan en acallar, no para destruir toda institución, sino para ponerla en cuestión dando cuenta del conflicto inherente que la funda y del sufrimiento subjetivo que lo encarna. Y, desde allí, asumir ese agujero en el saber sobre lo humano y lo social que imposibilitará siempre – venturosamente – construir una verdad universal e inapelable sobre el camino que habría que seguir para acercarnos cada vez más a esa sociedad ideal de la bienaventuranza. Este compromiso con la falta en el saber, con un saber siempre incompleto y siempre en crisis, nos obliga a asumir en todo momento, junto con Derrida, el justo desajuste de la justicia. Nadie puede encarnar la verdad de la justicia y juzgar inapelablemente en nombre de ella, de lo contrario, la justicia se transforma en la injusticia más cruel y peligrosa… como las grandes utopías que han guiado el andar de los grandes dictadores y genocidas.

Lo real, aquello que tiene que ver con lo inasible del cuerpo, lo indomable del sexo y la muerte que insiste en cada momento; el sufrimiento encarnado y mudo, lo imposible que quiebra toda significación plena y la irreductible alteridad tanto del cuerpo propio como la del otro inasimilable a mi subjetividad, hace fracasar todo ideal y todo intento por construir “un mundo feliz”. La imprevisibilidad del otro y su inaprensible extrañeza siempre escapan a toda institucionalización, espetándole en la cara a la “buena sociedad” que la violencia, a pesar de que intente negarla, es inherente a su estructura, por lo que la peor de las violencias consiste justamente en negar la violencia misma de la diferencia. Esta violencia genera inevitablemente angustia y conflicto; sin embargo, es también precursora del deseo y del erotismo que abren al sujeto a la vida y a la responsabilidad, rompiendo el silencio aturdidor de la miseria humana que se revela en esos “gritos reprimidos de nuestras palabras de carne”.

 

Bibliografía y Notas

http://es.wikipedia.org/wiki/Distopía

Maud Mannoni, “La institución estallada”, La educación imposible, México, Siglo XXI, 1990, p. 90.

Es importante aclarar que aquí distinguimos entre moral y ética. Desde esta perspectiva -inspirada en Emmanuel Levinas- la ética, a diferencia de la moral, no descansa en presupuestos valorativos, sino en un posicionamiento subjetivo que reconoce la responsabilidad como el estatuto del sujeto. Sin embargo, hay que aclarar que esta responsabilidad no reivindica la autonomía del individuo, más bien, reconoce una ética heterónoma en donde el sujeto es afectado por el otro y, aun así, es responsable para con él.

Tomás Moro, Utopía, México, FCE, 1991, p. 90. (El subrayado es mío).

Las dos últimas citas, Ibid., pp. 91 y 99, respectivamente.

Bataille, Historia del ojo, México, Ediciones Coyoacán, 2000, p. 76.

Cf. Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, Salamanca, Sígueme, 2002.

Jacques Lacan, “La dirección de la cura y los principios de su poder”, Escritos 2, Siglo XXI,p. 595, p. 620.

Ibid., p. 599

Jacques Lacan, Seminario 23: El sinthome, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 129.

Margo Glanz, “Mirando por el ojo de Bataille”, en George Bataille, ob. cit., p. 7.

Adpotamos aquí el concepto de imaginario en términos de imagen.

Jacques Lacan, Seminario 10: La angustia, Buenos Aires, Paidós, 2006,p. 176.

Cabe aquí una aclaración en relación con la propuesta freudiana: la conciencia moral abstracta y el superyó no son lo mismo. Es fundamental enfatizar esta distinción, con fines de entender la génesis del superyó y “desnaturalizar” la conciencia moral: esta última, a diferencia de la vida sexual, no es algo que esté en el sujeto desde el comienzo. Es decir, el niño pequeño es amoral. Como nos dice Freud, “el papel que luego adoptará el superyó es desempeñado primero por un poder externo, la autoridad parental”. Frente a la angustia de perder el amor de los padres, el niño renuncia a sus pulsiones. Es así como esta angustia, en un principio realista, se muda posteriormente en angustia moral. Al internalizarse la instancia parental por vía de identificación, surge lo que conocemos como el superyó. Será desde entonces esa instancia la que vigile y castigue al yo, exactamente como anteriormente lo hicieron los padres. Freud, 31° conferencia. La descomposición de la personalidad psíquica, Tomo XXII, Buenos Aires, Amorrortu, 1996, pp. 57-58. Esta distinción entre conciencia moral y superyó es crucial, pues a través de ella, Freud da cuenta del carácter estructural del superyó. Más adelante, en esta misma conferencia, Freud atestará: “Espero ya tengan la impresión de que nuestra postulación del superyó describe real y efectivamente una constelación estructural, y no se limita a personificar una abstracción como la de la conciencia moral”. Ibid., p. 60 (el subrayado es mío).Para una descripción más rica y detallada sobre la formación del superyó, el sentimiento de culpa y su relación con la pulsión de muerte, cf. Freud, El malestar en la cultura, Tomo XXI, Buenos Aires, Amorrortu, 1996, pp. 119-129.

Según la teoría psicoanalítica, lo que se transmite en la filiación es el superyó de los padres. El superyó con el que se identifica el niño no cumple sólo con una función alienante y castigadora, ya que la identificación con las imagos paternales son imprescindibles para la constitución del sujeto y son el crisol necesario para las identificaciones secundarias que tendrán lugar en el mundo de la cultura; sin embargo, es también el superyó quien se encargará de martirizar y castigar al sujeto por no cumplir con el ideal y, por ende, es también el que le impedirá quizás evolucionar en su propio nombre.

Cf., Hannah Arendt, ¿Qué es la política? Barcelona, Piados, 1997.

Pierre Bourdieu, “El arte de resistir a las palabras”, Cuestiones de Sociología, Madrid, Istmo, 2003, pp. 10-19.

Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, México, Contrahistorias, 2005, p.22.

Cf. Pierre Bourdieu, op. cit.

El perjuicio y el ideal. Hacia una clínica social del trauma, Buenos Aires, Nueva Visión, 2001. p. 41.

Recurrimos al término “rehabilitar” deslindándonos del discurso alienante de la rehabilitación. Aquí, más bien, nos referimos, junto con Assoun, a la idea de habilitar al sujeto para decir su palabra, es decir, devolverle la palabra que sólo él puede sostener y, por tanto, responsabilizarse frente a ella.

Edmond Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2002, p. 18.

Cf. Jacques Derrida, “Violencia y metafísica”, en La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989, pp. 156-158.