Luis Vergara Anderson

Dios hoy: una meditación

 

 

Agustiniana

¿Cómo escribir algo sobre ti? ¿Cómo decir algo sobre ti siendo que eres inefable? Recuerdo a este respecto la última sentencia del Tractatus, De lo que no es posible hablar hay que guardar silencio, y los primeros versos del Tao te king, El Tao que puede ser dicho no es el verdadero Tao. Nada, en efecto, puedo decir sobre ti. (Ni siquiera esto). No puedo hablar de ti, empero puedo hablarte a ti. Puedo también hablar de mí. Puedo decir, para comenzar, que creo en Jesús de Nazaret, aquel judío que te llamó Abba y que afirmó que tú y él eran uno. De hecho, creo en ti porque él, en quien creo, creyó en ti, anunció el advenimiento de tu reinado y me da la esperanza de también ser/llegar a ser tu Hijo. (He dicho “creo en...” y no “creo que...” para expresar que hablo de fe, de confianza, de opción existencial, y no de creencias. En todo caso, las creencias, los “creo que...” serán consecuencia de los “creo en...”).

¿Ser/llegar a ser tu Hijo? Lo creo con gran firmeza, pero de manera invencible (y probablemente insensata) requiero comprenderlo. Más. ¿cómo pretender satisfacer esta necesidad tan honda en mí? ¿Cómo pretender comprender lo incomprensible? De nueva cuenta, ¿cómo pretender hablar de lo inefable? Sé que sólo puedo llegar a comprender lo que no comprendo comprendiéndolo en términos de lo que sÍ comprendo. Me inspiraré en el proceder de las ciencias y recurriré a lo que con cierta propiedad llamaré un modelo. Formularé un modelo que será mi manera de decir “ser/llegar a ser tu Hijo es como ...” Soy consciente de que aún así subsistirá el problema. Subsistirá en el “es” de la expresión. Subsistirá en el empleo mismo del lenguaje. Subsistirá en el necio y por siempre imposible anhelo de decir-te.

¿Cómo formular– o, mucho mejor, esbozar– ese modelo? Contra toda la presión de la cultura contemporánea, asumo un punto fijo, un centro, un fondo último, que tengo por insuperable, aunque ciertamente interpretable críticamente (necesariamente desde mi situación histórica y social, dando así lugar al modelo, precisamente): mi fe cristiana. Es esta mi opción existencial más fundamental, asumida sin ninguna justificación trascendental posible, pero autovalidada en su inmanencia. (Claro está que esta opción fundamental puede ser explicada y entendida desde su trascendencia en términos de historia, biografía, psicología ...). El modelo consistirá en una interpretación crítica de mi fe cristiana conducida por los rendimientos generados por la disciplina histórica que toma por objeto la vida y muerte de Jesús de Nazaret, y por una hipótesis ineludible para mí, históricamente sustentable, a saber, que pese a la enorme variedad de lenguas y culturas involucradas, hay un núcleo común básico en las prácticas y en los dichos de incontables personas de incuestionable e incuestionada autoridad moral, de todos los tiempos y de todos los lugares, que han reportado haber vivido lo que en nuestro tiempo y cultura suele llamarse “experiencia mística” y que en distintos tiempos y lugares ha sido nombrado de maneras muy diversas, pero que n todos los casos es afirmado como el summum bonum.

No me detendré en describir el proceso cuyo resultado –siempre inestable, siempre, provisional, siempre incompleto, siempre bajo sospecha–es lo que ahora más interesa. Sólo comentaré que es un proceso semejante al de resolver un sistema de ecuaciones matemáticas: la solución –el modelo– ha de satisfacer, en primer lugar, las afirmaciones que dan expresión verbal a la fe cristiana, pero ajustándose a los datos históricos y a la hipótesis sobre las vivencias místicas. Un sistema de ecuaciones puede tener varias soluciones, una sola o ninguna (en cuyo caso se dice que es incompatible). Tú sabes como he sido atormentado por la tentación de no ser leal a alguna de las “ecuaciones” y por la de caer en la desesperación –en el horror– por no ver de momento como el “sistema” pudiera no ser incompatible. Sabes también que lo que ha ido emergiendo como el modelo parece siempre entrar en contradicción con mucho de lo que los mejores investigadores del Jesús histórico-autores infinitamente más formados y dedicados al asunto que yo, por supuesto-han concluido. Has sido testigo de cómo me he exigido tomar muy en serio esas conclusiones, de cómo he buscado entenderlas entendiendo los datos y los razonamientos a partir de los cuales se arriba a ellas, de cómo he trabajado por meterme por debajo de ellas –el el nivel en el que ubico la hipótesis sobre las vivencias místicas– y por subirme sobre ellas –en el plano de la fe– para poder iluminarlas, interpretarlas, con la luz que pueda aportar mi propio planteamiento metodológico. (Porque esos historiadores, precisamente por ser serios y profesionales, resuelven tan sólo una de las tres ecuaciones). Es así que esas conclusiones adquieren, por así decirlo, profundidad o espesor en una dimensión que puede considerarse como perpendicular u ortogonal al eje que va de los acontecimientos –dichos, obras– a esas interpretaciones de los mismos que son las conclusiones de los especialistas por vía de la metodología histórica, conclusiones que han de conformar un todo interpretativo consistente. Esta profundidad o espesura exige y permite una nueva interpretación, una reinterpretación en el sentido de interpretación de la interpretación, esto es, una interpretación de segundo orden. Y ésta es mi modelo (siempre en proceso de formulación, siempre inacabado, siempre bajo sospecha). Tú lo sabes todo y lo conoces mejor que yo mismo. (¡Cómo quisiera poder decir que tu Espíritu lo inspira! No me atrevo, por supuesto. Casi ni me atrevo a tener alguna esperanza de que así pudiera ser. Y, sin embargo, desde el fondo de mi corazón te imploro: no permitas que me equivoque demasiado). Procedo a exponerlo.

En el centro del modelo está Jesús de Nazaret (no podría ser de otro modo), un hombre como yo (pero no como yo), cuyo vivir era amarte y serte fiel, a ti, su Padre y, según su decir, también el nuestro. Al tener conocimiento de las actividades que Juan el Bautista llevaba a cabo cerca del Jordán se sintió llamado a acudir a su lado, a convertirse en su discípulo y en ser bautizado. Al ser bautizado todo su ser era oración y ésta era entrega pura a ti y–“al salir del agua”–le sobrevino –por la acción de tu Espíritu– la “experiencia” mística igualmente pura (la iluminación, experiencia advaita, satori o kensho): se “supo” (se “vivió”, se “experimentó”) uno contigo (y con todos y con todo); más tarde se referiría a esa “experiencia” como el Reino o el Reinado de Dios, cuyo anuncio o proclamación sería el contenido central de su predicación. (Otras veces, cuando oraba, sus discípulos fueron testigos de lo mismo, por ejemplo, en el episodio conocido como la transfiguración). Jesús –ya no discípulo de Juan– se internó en el desierto para sí mismo comenzó a predicar la buena noticia de la cercanía de tu Reinado. De esa “experiencia” iluminativa dio frecuente testimonio con los enunciados “Yo soy ...”, “El Padre y yo somos uno”, “Quien me ve a mí ve al Padre”, etcétera.

Pero, entonces ¿Jesús de Nazaret –tú Hijo único– un místico más al lado de otros innumerables, como el Buda, por ejemplo? Me responderé en tu presencia hablando un poco de mí en un principio. Yo no soy mi ego. Yo no soy yo. Yo no soy (anatman). Lo que es –que ha sido nombrado sí mismo– es Cristo (tu Hijo Único), la iluminación es la realización de la desidentificación con el yo, que no es, y la identificación con el sí-mismo, esto es con Cristo (que dice “Yo soy”); es la realización de la unidad (en el Espíritu) del sí-mismo contigo (“tat tvam asi”). Mi sí-mismo, el de Jesús de Nazaret y el de todos los demás son numéricamente uno y el mismo (si es que se puede hablar así). Todo yo (todo ego), todas conciencia, todo discurso son sólo expresiones de él; el sí-mismo subyace todo discurso, toda experiencia –por esto, lo sabías, entrecomillé antes “experiencia al hablar de experiencia mística– y no es decible, sino que es condición de posibilidad de todo decir. El sí-mismo es el Verbo encarnado, es Cristo. Todo y todos estamos llamados a la cristificación; este es en definitiva el sentido de la existencia.

¿Por qué me salva a mí la muerte de Jesús de Nazaret? Me salva porque es la consumación de su renuncia absoluta, de su entrega absoluta, cuyo “otro lado de la moneda” es su resurrección. La muerte de Jesús-de Jesús-Cristo-es mi propia muerte y, por ende, mi propia resurrección. En mi propia renuncia y entrega muero con y en Cristo y resucito con y en Él. La muerte y la resurrección de Cristo-Jesús son solidarias con la humanidad toda, con la historia toda, con la realidad toda. (Él el último de todos y de todo; él el perfecto bodhisattva). Es así como soy/llego a ser tu Hijo. La experiencia de Pablo en el camino a Damasco fue la “experiencia” mística de la incorporación final de todos y de todas las cosas en Cristo-Jesús. Expresión de esto son sus enunciados “incorporativos” y/o “pleromáticos”. (Encuentro, entonces, que la predicación de Jesús sobre el Reino y la de Pablo sobre Jesús son perfectamente congruentes).

Hasta aquí mi modelo, mi es como si ... Algo que puedo ofrecer en su defensa es el hecho de que, en adición a buscar responder a los retos que ya he expuesto (fe, historia, hipótesis sobre las vivencias místicas), parecería responder a otros dos: el del pluralismo religioso –el modelo podría cuando menos entrar en la esfera de lo discutible por parte de tradiciones religiosas no cristianas; podría ser objeto de reinterpretación en sus propios términos– y el de la posibilidad de vida consciente, subjetiva extraterrestre (tú eres Dios del universo, no sólo de la tierra, Cristo tiene un carácter cósmico, tanto en el sentido de la cristificación del cosmos en el tiempo, como de la validez cósmica de su mensaje y acción).

¡Haz, te ruego, que, pese a sus defectos, el haber expuesto este modelo–con todos sus defectos y errores–sea causa de bien y no de mal! Haz, te suplico, que el cristiano que esto lea no lo rechace de entrada en virtud de algo que sabe o que cree saber; haz que busque salvar la proposición de su pobre prójimo hasta donde le sea posible hacerlo. Haz, te imploro, que el no cristiano o el no creyente que lo lea no lo rechace sin más por provenir de un (mal) creyente cristiano. Dame, en fin, la mucha ayuda que requiero para purificar y corregir en lo que convenga mi pensar y, sobre todo, para ajustar mi conducta a mi pensar. Todo esto te lo pido en el nombre de Cristo-Jesús. Amen