Emilio de Ipola
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Vestigios de dios en la carne

 

 

Nací primogénito de una familia porteña imperfectamente católica: mi padre era ateo convicto e (in)confeso, aunque respetaba y recomendaba a la Iglesia como garante de higiene moral pública y privada. Fiel a una pauta ideológica generalizada, su escepticismo religioso no le impedía considerar a la Iglesia como una institución socialmente indispensable para el sano desarrollo de una comunidad. Mi madre, a la inversa, aunque fiel creyente, detestaba a los curas, la confesión, los sacramentos y hasta el “olor a chivo” (sic) que emanaba de los asistentes a la misa dominical. Misa que por entonces –fines de los 40– oficiaba, en la redonda de Belgrano, Monseñor Virgilio Filippo. Este cura debía su mala reputación en muchas familias belgranenses al cotidiano maltrato que infligía a sus fieles, en especial a los niños que preparaban el catecismo, a sus posturas y actitudes fascistas, a su activa militancia peronista –exhibida en la prensa, la radio y el púlpito– para una feligresía como la del barrio de Belgrano, mayoritariamente opositora, y al hecho de haber aceptado ser electo diputado nacional por la Capital, violando así la opinión generalizada, aún entre los peronistas, de que un sacerdote no puede ni debe ejercer cargos políticos. Mucha gente lo detestaba; todos le temían.

La celebración de la misa dominical era en su caso un modelo de actuación. Recuerdo que ejecutaba con estudiada majestad cada uno de los gestos de la liturgia, recuerdo su pulso firme y su mirada severa al administrar las hostias y, sobre todo, la voz intimidatoria de sus sermones, verdaderas “filípicas” –valga la expresión–, en los que, autoelevado a inquisidor de barrio, evacuaba sus muchos odios concretos (contra los comunistas, los anarquistas, los judíos, las ropas ligeras, los masones y hasta el maquillaje de las mujeres) y sus pocos y abstractos amores, siempre hábilmente traducidos y elevados a normas imperativas: la asistencia diaria a misa, la costumbre de encender velas a la Virgen y a los santos, la castidad. En una palabra: las tristes opciones de cura necio y presuntuoso que eran y habían sido siempre las suyas1.

Muchos años después, una mañana de mediados de 1964, lo vi pasar envejecido, casi senil, físicamente deteriorado, caminando lentamente por la calle Obligado; me acerqué y noté que había conservado ese semblante torvo de chacal, siempre predispuesto a augurar a los demás el flamígero infierno que llevaba dentro. Sabía que había pasado un tiempito en prisión en 1955, cuando Perón entró en conflicto con la Iglesia, pero, por supuesto, no me preocupé en absoluto por ello. Sólo evoqué el dicho popular: “Quien quiera ser bataclana…”. Y me consta que Filippo aspiraba a ser obispo. Nunca logró, según mis conocimientos, la púrpura que anhelaba. Verlo entonces, llevando mal una ancianidad casi agónica y sin embargo pertinaz en su intolerancia cerril, no me produjo sentimientos ambiguos ni encontrados, sino –como una suerte de conclusión simple de un complejo silogismo afectivo– la más perfecta indiferencia. Muchos años después supe que había muerto en 1969.

¿Por qué lo evoco? Simplemente porque ese lóbrego cura pronazi con el cual, gracias a ..., nunca cambié palabra, fue el causante indirecto de que mi fácil y alegre relación infantil con Dios entrara súbitamente en un cono de sombra y poblara de angustia mi repentina e inesperada abundancia de insomnios. Hoy en día, edificado por el psicoanálisis, opino que Filippo (¿Edipo? ¿Filípola?) sólo fue un factor involuntario de la secreta y afligente neurosis infantil que padecí meses después, pero creo también que el hecho de que tal factor haya sido precisamente ese cura crapuloso no fue casual. Yo era un creyente auténtico. Aunque renuente en lo que hacía a observar las diarias liturgias a las que la Iglesia me exhortaba, tomaba sin embargo la precaución de respetar algunas de ellas: la oración de tanto en tanto, el ruego, alguna de las variadas formas contantes y sonantes de expresar cristiana gratitud. Por lo demás, estaba menos seguro de mis virtudes de feligrés que del hecho de que, dada mi conducta y mi proyecto de vida, la morada final que me estaba reservada no podía en ningún caso ser otra que el Paraíso.

A los nueve años, junto con mi hermano menor2, recién iniciado en el ejercicio de la lectura, seguimos el curso de catecismo con vistas al ocho de diciembre, fecha en que recibiríamos la primera comunión. Don Virgilio dirigía todo y había organizado, como era costumbre, una primera confesión de “precalentamiento”, previa a la confesión –digamos– fetén.

La confesión era un sacramento que causaba especial temor a niñas y niños. Narcisista y cruel como de costumbre, pero con sentido práctico, Filippo logró la asistencia de dos o tres curas anexos, para acelerar el trámite. Todos eran, en actitud y convicciones, muy parecidos a él. A mi me tocó uno con falso aire somnoliento y cara sarmientina. Por razones que ignoro, esa confesión iniciática obligaba al pecador a arrodillarse frente al cura, cara a cara, sin la protectora ventanita lateral del confesionario. A una vaga señal del confesor, enumeré una lista previamente memorizada de travesuras que supuse con razón fácilmente perdonables, no sin insertar al pasar algún verdadero pecado (venial, como haber dicho malas palabras, o bien mortal, como haber faltado a misa). No recordaba entonces haber cometido ningún robo, pero por si acaso dije “he robado”. Esta declaración pareció despertar al confesor de su sueño dogmático. Me preguntó “¿Qué ha robado?”. No teniendo nada previsto para esa pregunta respondí: “…y, no sé, a veces, un pedazo de dulce”. Era estúpido e inverosímil, pero ahí quedó la cosa.

Pocos días después le tocó el turno a la confesión formal (más breve, por razones obvias), y al día siguiente la ingestión –sin masticar– de la hostia, los abundantes besos de la parentela y, por la tarde, la anhelada fiesta. Pasaron dos meses. A fines de enero la parroquia nos convocó para una segunda comunión, tentándonos con la promesa de que al término de la ceremonia habría regalos. Obedecí a la convocatoria, me confesé y comulgué. Me sentía un buen cristiano.

Así, transcurrió casi un año. “Religión” era materia obligatoria en las escuelas, salvo para los prácticantes de otras confesiones -invariablemente motejados de “rusos” por sus compañeros- y para los escasísimos ateos declarados, quienes solían suscitar en todos, docentes y alumnos, una perplejidad ligeramente inquieta.

El maestro de cuarto grado –del que, distraído por naturaleza, nunca sospeché que era increyente– se encargaba de la hora de religión con notorio desgano y una pizca de sorna: narraba y enumeraba los milagros y calculaba su frecuencia, notoriamente descendente, de siglo a siglo. Se parecía un poco a los maestros librepensadores de las viejas películas de Marcel Pagnol, aunque jamás llegó a decir, como el preceptor de “La mujer del panadero”, que no era culpa suya si Juana de Arco tenía el defecto de ser combustible. Pero también se interesaba en pecados, culpas y castigos: sobre todo, en la (des)-proporción entre las faltas cometidas y penas recibidas. Pero yo, a diferencia del maestro, tomaba ese punto muy en serio. Así me enteré de que mentir en confesión, y luego comulgar, era una falta mucho más grave que un pecado: era un sacrilegio hecho y derecho que exigía complejos trámites para evitar la excomunión a quien lo cometiera .

A raíz de las observaciones del maestro, volvió súbitamente a mi memoria aquella primera confesión de entrenamiento. Recordé en particular que yo no había robado jamás un pedazo de dulce a nadie y sí en cambio, dos años antes, un billete de un peso que encontré en el armario del dormitorio de mis padres. Mucho dinero, según mis criterios. Había mentido en confesión y había comulgado. Existía por tanto la posibilidad, a la que al comienzo me negaba a conceder crédito, de que yo fuera un sacrílego.

Durante unos días, el recuerdo me produjo una preocupación vaga, pero persistente. Para librarme de lo que por entonces no era más que un malestar indefinido, consulté en la biblioteca de un pariente santurrón libros y folletos sobre cuestiones religiosas. Esas lecturas confirmaron y agravaron mis temores. Mi conducta era un ejemplo casi paradigmático de sacrilegio. Para peor, aunque precisos e inequívocos en la caracterización de esa injuria a la curia y a Dios, los capítulos dedicados a los sacrilegios eran parcos y confusos en lo referente a qué caminos debía seguir el sacrílego arrepentido para expiar la falta cometida. Como consecuencia de ello, mi malestar se convirtió en angustia; mi insomnio, en desvelo. Por cierto, nadie supo de esos padecimientos. Estaba convencido de que mis padres no me entenderían y mis amigos se burlarían de mi aflicción. Pasé casi un año reflexionando y padeciendo solitariamente mis angustias.

Al cabo de ese tiempo, concluí que quizás aquello que había dado lugar a mi sacrilegio podía abrirme un camino para anularlo: la confesión. Inesperadamente, en un día cualquiera, un día por completo laico y poco receptivo a las ceremonias, decidí de buenas a primeras confesarme. Fui a la rotonda de Belgrano y esperé mi turno. Me tocó un cura con acento extranjero –italiano quizás– al cual, luego de haberle declarado faltas menores, le expuse con rapidez y precisión, como quien recita una lección de memoria, el episodio sacrílego. Ante mi asombro, el sacerdote, con notoria indiferencia y casi maquinalmente, se limitó a repetir su pregunta ritual “¿otro pecado?”. Respondí que eso era todo, fui absuelto a cambio de una penitencia moderada -cuatro o cinco oraciones- que cumplí con mucho cuidado y salí de la iglesia, muy aliviado, por fin redimido, pero también ligeramente decepcionado. ¿Así que efectivamente eso era todo?

Sin embargo, a pesar de mi decepción, me cuidé de no caer en la trampa de desperdiciar lo adquirido, inventando alguna complicación imaginaria. Di por concluido el asunto. Todavía no era capaz de percatarme de que toda práctica religiosa regular supone roles a cumplir y que éstos permiten y hasta requieren estrategias. Yo siempre las había aplicado sin preguntarme sobre su legitimidad (por ejemplo, la táctica de comenzar la confesión relatando faltas nimias, como si yo las considerara auténticos pecados, para impresionar al cura sobre la amplitud de mi concepción de lo pecaminoso). Sin embargo, no advertía que esas pequeñas trampas estaban hechas de la misma estofa que mi presunto sacrilegio: la mentira o, peor aún, la mentira dúplice, falsamente autoacusatoria. Sin duda, la diferencia residía para mí en el hecho de que robar era, indiscutiblemente, un auténtico pecado. No se podía tomar a la ligera: se trataba dde algo serio. Pero precisamente lo que sustentaba mi sorprendido pero no menos sensible alivio eran también algo serio, a saber: la sincera y completa confesión de mi falta y la inobjetable absolución del sacerdote. El hecho es que pronto cesaron los sufrimientos y los insomnios. Había vuelto, nuevamente impoluto, al rebaño católico.

Pero todo lo ocurrido, y sobre todo la demasiado fácil absolución, dejaron huellas. Seguí considerándome católico –eso era por el momento intocable– pero ya no comulgué nunca más. No me abstuve de hacerlo en virtud de una decisión deliberada: simplemente, adquirí poco a poco la costumbre de ignorar esas obligaciones. Dejé también de ir a misa y sólo pisé la parroquia con motivo de algún acontecimiento familiar festivo o penoso. Me fui alejando de la institución eclesiástica e incumplí sistemáticamente, sin el menor sentimiento de culpa, lo que para ella eran las observancias básicas de un digno hijo de la grey católica. Digamos que, sobre esa cuestión, adopté el punto de vista de mi madre y descarté el de mi padre. Rica materia de reflexión para el psicoanalista que yo no era.

Dos años después ingresé al colegio secundario. Los síntomas de la adolescencia -una adolescencia intensa pero, al menos en comparación con otros, tardía- repercutieron sobre lo que creía o creía creer. También tuvo su papel en este aspecto el que se despertaran en mí inquietudes culturales o, más específicamente, filosóficas. Leía mucho, de manera desordenada, reflexionaba sobre esas lecturas y debatía mis puntos de vista con un grupo de condiscípulos amigos, en los que descubrí las mismas inquietudes –aunque casi nunca las mismas opiniones– que habían nacido en mí. Como es natural, un tema recurrente era la existencia o inexistencia de Dios, y, más específicamente, el creer o no creer en Él. En un círculo conformado por alrededor de diez jóvenes, el bando de los creyentes era abrumadoramente minoritario: lo constituíamos Pedro Pasturenzi, con quien me une medio siglo de amistad (obstaculizada, pero no abolida, por exilios y destinos dispares) y yo.

Y aquí, como era de esperar, ocurrió lo que luego pude comprobar a menudo respecto del funcionamiento, la transformación y, en general, respecto de los mecanismos de operación de las creencias. De su lógica, en apariencia tan poco lógica. Una tarde de de mediados de 1956 -estábamos comenzando ya a despedirnos del colegio secundario-, Pedro me comunicó ciertas convicciones (negativas) a que se había plegado recientemente: “Estuve pensando –me dijo–…Mirá, ya no creo que Cristo sea Hijo de Dios”. Más allá del contenido lato de esta declaración, no me fue difícil aprehender lo que Pedro, conscientemente o no, apuntaba a decirme. Prueba de ello es que, luego de pensar un momento, respondí: “Dios sólo existe para quienes creen en él”, omitiendo distraídamente incluirme entre los creyentes -aunque también excluirme de ellos. En ese diálogo a la vez tan personal y trascendente para ambos, y que vierto basado exclusivamente en mi memoria, no consentimos la intromisión de ningún argumento de carácter teológico o filosófico; sólo intercambiamos frases sueltas que, notoriamente, nos acercaban poco a poco a la conclusión inevitable: habíamos perdido la fe.3

Opino ahora que nuestra deserción del catolicismo poco tenía que ver con el abandono de la creencia en Dios (abandono que, sospecho, la había precedido inconscientemente). Sucedía en realidad que, para entonces, nuestra declarada religiosidad se había convertido en un obstáculo menos filosófico que social: teníamos una relación estrecha, intelectual pero también afectiva, con un conjunto de compañeros, y luego también de compañeras, a quienes considerábamos nuestros mejores amigos. Eran nuestro grupo de referencia, pero no todavía, como hubiéramos querido, también de pertenencia. Nuestra adhesión a lo que algunos de ellos consideraban una pura y simple superstición, una burda impostura prefabricada a la que, decían, nos empeñábamos en aferrarnos por mera terquedad o quizá por coquetería, colocaba entre unos y otros una valla que nos excluía del grupo pero que nosotros podíamos derribar con un voluntario (y muy ligero) empellón. Tarde o temprano lo haríamos. Y así fue.

He escrito en otro lado que las conversiones religiosas e ideológicas sólo en casos excepcionales son el resultado de un proceso de razonamiento lógico, filosófico o teológico. Esto se advierte claramente examinando las grandes mutaciones ideológico-políticas colectivas que tuvieron lugar en distintas etapas del pasado histórico. El tránsito del paganismo romano al cristianismo en el curso del siglo iv; el de cristianismo popular al racionaismo de la Ilustración en el siglo xvii; y, mucho más cerca de nosotros, la ola antimarxista que sacudió a Europa occidental a fines de los 70 del siglo xx, ola que se expandió con insólita amplitud y rapidez, reduciendo a nada, de la noche a la mañana, la hasta entonces generalizada hegemonía intelectual y política del marxismo en las izquierdas de Occidente; el auge del liberalismo en los años 80; los impensados y abruptos cambios ideológico-políticos que provocaron el desplazamiento del voto comunista en Francia y la adhesión en masa a Le Pen durante los 90: éstos y muchos otros ejemplos de brusca y masiva reconversión ideológica o confesional evocan menos la idea de largos procesos de reflexión racional que la imagen de los vastos movimientos tectónicos y los desplazamientos de masas acuáticas4 que dieron lugar al relieve actual de la corteza terrestre.5

Dicho esto, lo que hemos señalado con respecto a las reconversiones religiosas y políticas masivas no es menos válido para la frugal sociedad que nuestra cofradía intelectual y filosófica conformaba. Como hemos escrito en otro lugar, a propósito de la comunidad carcelaria, en dicha cofradía coexistían pacíficamente lo que llamábamos entonces la “lógica objetiva de las ideas” (la ideo-lógica) con lo que llamábamos la “lógica de la pertenencia”, pero –como también lo indicamos– en caso de conflicto entre ambas, era siempre la segunda la que tenía prioridad.6 Y el episodio que relaté párrafos más arriba lo confirmó con creces.

Así pues, dejé, a todos efectos públicos, de incluirme y –lo que era para mí esencial entonces– de ser incluido entre los creyentes.

De hecho, aquí concluyó la parte más dramática y ostensible de la historia. Pero, siguiendo con las analogías geológicas, esa parte no era en definitiva sino la punta de un profundo iceberg que supo sobrevivir a las mutaciones de superficie. Yo había intentado, y creí haber logrado, deshacerme de Dios. Pero, como comprendí mucho tiempo después, no estaba en los planes de Dios deshacerse de mí y permitir despreocupada y condescendientemente que yo lo mandara a paseo. Por un buen tiempo, adoptó un austero perfil bajo y –digamos– me dejó en paz. Pasados unos pocos años, comenzó a emerger a la superficie de manera intermitente y a la vez fugitiva. Pero esas primeras manifestaciones (quizá no tan primeras) eran siempre tan fugaces y discretas que sólo me percaté de ellas mucho más tarde, retrospectivamente, gracias a un paciente proceso de introspección a que me sometí voluntariamente y no sin un secreto placer.

Para hacer ello posible, fue necesaria una larga serie de experiencias, de lecturas y de reflexiones. Es harto posible que ni las experiencias, ni los libros leídos ni el hábito de pensar me hayan hecho más sabio. Pero es seguro que me hicieron más advertido y más desconfiado. En suma: menos ingenuo, en particular, respecto de mí mismo, de mis conductas, mis opciones, mis creencias, mis actitudes, mis gestos. Ese estar alerta, esa desconfianza fueron precisamente lo que me permitieron descubrir algunos signos inequívocos de que Dios no me había obedecido y seguía rondándome, manteniendo siempre un respetuoso recato, pero operando con segura constancia.

No tardé en descubrir de dónde provenían esos signos. Provenían –¿cómo no me había dado cuenta antes?– de ciertas zonas y ciertas reacciones de mi cuerpo. A veces, con una pizca de malhumor, conjeturo que Dios, con reprobable astucia, había previsto y preparado ese descubrimiento. Así por ejemplo, cuando deseaba que algo ocurriera (o no ocurriera), en un momento dado, mis brazos y mis manos iniciaban un movimiento simétrico (aunque siempre inconcluso) de aproximación que no era otro que el gesto inicial –fácilmente identificable– de la plegaria. Lo comenzaba y lo interrumpía sin advertirlo del todo, pero el impulso inicial era más auténtico que su inconclusión, producto de una brizna de decisión voluntaria. En otras ocasiones, la esperanza o el miedo hacían latir con más violencia mi corazón, pero, sobre todo, mi rostro se dirigía hacia la altura y algo quería liberarse en mi garganta: un ruego, un desesperado clamor al habitante del Cielo.

También más de una vez, luego de haber perpetrado una acción de la que no podía sentirme orgulloso, algo molesto y persistente trabajaba a la vez mi cerebro y mi estómago: un malestar muy parecido a la culpa y al arrepentimiento: el deseo cobarde de que el tiempo retrocediera y me permitiera corregir mi mala conducta pasada. Cuando, bajo la dictadura de Videla y cía., me invitaron cumpulsivamente a pasar un temporada en la cárcel, fantaseaba a menudo, muy sospechosamente, con la idea de transformarme en Superman. Otros habían forjado, según comprobé, la misma fantasía, pero nunca de manera tan detallada, obsesiva y cuidadosamente en que yo lo hacía. Algunos de mis compañeros de prisión recordaban haber soñado o deseado transformarse en un ser superdotado en fuerza, velocidad e inteligencia sólo para escapar, según decían con humor, a la única Ley susceptible de justificar que estuvieran presos, a saber, la Ley de Gravedad, y sortear con éxito las tableteantes ráfagas de ametralladora que los urgentes vigilantes no hesitarían en dispararnos. Yo no: me figuraba que me era dado ser Superman por un tiempo limitado. Digamos, un día. Y confeccionaba cuidadosamente la lista de las acciones que debía llevar a cabo en el tiempo que me había sido concedido –lista ordenada según mi ranking personal de prioridades políticas, sociales, económicas, etc. ¿Pero quién podía otorgarme ese don, sino el Supremo Arquitecto, el “Vertebrado Gaseoso” 7, el Único capaz de acordarme un poder inmenso aunque sometido a limitaciones que lo tornaban verosímil, razonable y, sobre todo, capaz de poner a prueba mi responsabilidad? No ya simplemente un Dios indefinido, sino más bien el Dios racional de Tomás de Aquino, el Dios intelectual de la cristiandad tardía. Sin duda, no era ésta una señal que provenía de mi cuerpo. Pero en ella el cuerpo se tornaba depositario de una potencia tan inconcebible, de una destreza física y de una figura estética tan perfectas –así como de un sentido de la justicia tan elevado– que ocupaba, como cuerpo deseado, la totalidad de la escena de mis fantasmas. Y bien sabía yo que sólo la mano milagrosa del Todopoderoso podía otorgarme ese poder.

Así quedaron, en apariencia, las cosas: ya pasada cierta edad –dice Borges– las ocasiones de asombro languidecen. Yo agregaría, en la misma línea de pensamiento: cuando sobreviene una de esas ocasiones, el asombro mismo evita las tonalidades fuertes. Que atrincherado en mi carne, el Dios que había tratado de expulsar de mí permaneciera a escondidas, no era un sacrilegio ni, mucho menos, algo que podía quitarme el sueño. Era, a lo sumo, el tema posible de una charla salpimentada de benévolos chistes con algún amigo dispuesto a oírme. Pero la sorprendente historia me reservaba un último y también inesperado capítulo. Su narración será, como suele decir Portantiero, le mot de la fin de este texto.

El tiempo siguió pasando y así fue que un día me encontré transponiendo el umbral de los 60. Para entonces mi vida se había vuelto por demás sedentaria y mi actividad física, mis gestos y movimientos corporales habían, lógicamente, disminuido en cantidad y complejidad. No era refractario al trabajo, pero sí, y culpablemente, a los esforzados placeres de las largas caminatas y de los deportes (nada extenuantes, por supuesto). Lo curioso es que mi Dios, lejos de intentar ganar terreno o de llevar las cosas a un nivel más elevado, prefirió adoptar Él también un ritmo parsimonioso y circunspecto. Sus “visitas” se hicieron cada vez más espaciadas y menos ostentosas. Aprovechó mi quietud para apoltronarse en una sospechosa pereza.

Ese ilógico borramiento casi llegó a preocuparme: conjeturé entonces, más en serio que en broma, que la idea de un dios perezoso carecía de sentido y era por tanto inaceptable: en consecuencia, algo misterioso debía estar ocurriéndole a mi Dios. Eludiendo pormenores, diré que todo me fue llevando a la inevitable concusión de que mi Dios, quizá también fatigado de su larga marcha, consistente primero en poner a prueba, cuando niño, mi espíritu, de soportar luego mi prevista declaración de apostasía en la adolescencia, y de terminar refugiándose por largos años en mi carne, se había cansado de mí y de sí mismo. En cierto modo, se había convertido en un Dios ateo. No excluyo que estuviera algo deprimido, pero ¿cómo saberlo?.

Fantasear alrededor de un inviable Dios perezoso, cansado, deprimido; proponer al lector la hipótesis de un Dios ateo. Evidentemente, no puedo estar hablando en serio. Algo me ha impulsado a tomar la mínima distancia intelectual que reclama una mirada irónica. La única mirada de que, según todo lo indica, soy ahora capaz. Por todo eso, hoy creo que, ya definitivamente, no creo en Dios. Creo…