Colm Tóibín

Baldwin y “la confusión americana”

 


I

En diciembre de 1962, el diario New York Times pidió a varios autores de los best sellers de ese año un artículo que describiera “aquello que creían que había en sus libros o en la atmósfera de los tiempos que los hacia tan populares”. Uno de los que respondieron, Vance Packard, sugirió que su libro, Los escaladores de pirámides, se había convertido en un best seller tal vez porque había "un creciente malestar entre los estadounidenses en torno a los términos de su existencia", pues le habían dicho que en ocasiones expresaba "sus aprehensiones". Patrick Dennis, cuyo texto Genio se convirtió igualmente en un best seller, escribió: “ni siquiera puedo imaginar qué es lo que provoca que mis libros se vendan y ningún otro autor reclame que sean una tontería o una mentira o ambas a la vez”.

 

Nada de esto desanimó a Allen Drury, cuyo libro Una sombra de diferencia también estaba en la lista: “yo creo – escribió – que aquellos lectores que gustan de lo que tengo que decir, lo disfrutan porque es honesto, está bien escrito y resulta pertinente con respecto al mundo en que vivimos”.

El otro país de James Baldwin también llegó a ser un best seller, y Baldwin utilizó la ocasión para situarse junto a dos de los santuarios de la estética estadounidense: “No intento compararme con una pareja de artistas que yo admiro sin reservas, Miles Davis y Ray Charles, pero quisiera pensar que algunas de las personas a las que les gustó mi libro respondieron de una manera similar a los momentos en que Miles y Ray tocan su música".

 

“Estos dos artistas entonan, de muchas y distintas maneras, un mismo tipo de blues universal… nos dicen algo de lo que es el gusto de estar vivos. No es la auto-compasión lo que se escucha en ellos, sino la compasión… yo creo que realmente, y de manera irremediable, me inspiro en los músicos de jazz y trato de escribir en la forma en que ellos se expresan… quisiera llegar a lo que Henry James llamó `la percepción en el tono de la pasión".

 

Para describir el estilo de su prosa y la estructura de sus novelas, Baldwin invocaba la melancólica belleza de Davis y Charles. Pero sólo en caso que alguien quisiera ubicarlo como un escritor intuitivo, que no planeaba sus textos y escribía de manera espontánea, como si fuese un escritor que nunca siguió tradición alguna, Baldwin recordaba que prefería sentirse un admirador de uno de los máximos sacerdotes del refinamiento estadounidense, Henry James, un autor conocido no por la pasión de sus escritos, cualquiera que fuera su tono, sino por el riguroso control de la imaginación.

 

Entre las preocupaciones de Baldwin se hallaba un interés casi jamesiano por el tema de la conciencia como algo que destellaba, y también como algo oculto y secreto, una obsesión por el lenguaje entendido tanto como máscara y como medio de revelación. Pero también mantenía una fascinación por la elocuencia misma, la frase que se eleva, el ritmo que empuja, el aura aguda y gloriosa de una oración. En Notas de un hijo nativo enumera los ingredientes de su estilo: "La Biblia del Rey James, la retórica de la iglesia del pueblo, el irónico y violento y perpetuamente subentendido lenguaje de los negros -y algo del amor de Dickens por la bravura".

 

El estilo no le llegó de manera simple; éste no puede ser definido con facilidad pues varió y cambió. Tuvo verdaderos momentos de bravura, como el pasaje en El Otro país en donde Rufus y Vivaldo llegan al bar de Benno en el pueblo:

 

El bar estaba terriblemente concurrido. Hombres notorios estaban allí, bebiendo tragos dobles de Bourbon o de Vodka en las rocas; allí había por igual muchachos del liceo, sus dedos húmedos resbalaban en las botellas de cerveza, hombres solos permanecían cerca de las puertas o en las esquinas, observando a las mujeres que se dejaban llevar por el alcohol. Los bachilleres, brillando en la ignorancia y locura con castidad, hacían terribles esfuerzos para atraer la atención de las féminas, pero teniendo sólo el éxito necesario para atraerse los unos a los otros. Algunos de los hombres compraban bebidas para alguna de ellas –quienes incesantes vagaban entre la rocola y la barra– y se veían entre sí, bajo una lluvia de sonrisas que cada uno lanzaba, con atemorizada precisión, entre ansia y desprecio –Parejas de blancos y negros estaban juntos allí–, más juntos en estos momentos que lo que querrían estar más tarde cuando llegaran a casa. Estas cuantiosas historias estaban camufladas con el caló, el cual, rondaba una y otra vez a través del bar; encerradas en un frío silencio, como aquel de los glaciales. Sólo la rocola hablaba, moldeando cada una de las noches, hasta el alba, breves y sintéticos lamentos de amor.

 

 

(The bar was terribly crowded. Advertising men were there, drinking double shots of bourbon or vodka, on the rocks; college boys, were there, their wet fingers slippery on the beer bottles; lone mean stood near the doors or in the corners watching the drifting women. The college boys gleaming with ignorance and mad with chastity, made terrified efforts to attract the feminine attention, but succeeded only in attracting each other. Some of the mean were buying drinks for some of the women- who wandered incessantly from the juke box to the bar - and they faced each other over smiles wich were pitched, with an eerie precision, between longing and contempt. Black-and-white couples were together here - closer together now than they would be later, when they got home. These several histories were camouflaged in the jargon which, wave upon wave, rolled trough the bar, were locked in a silence like the silence of glaciers. Only juke box spoke, grinding out each evening, all evening long, syncopated synthetic laments for love.)

 

 

Es fácil sentir en este pasaje el ritmo del jazz, pero también el de la prosa de un escritor de la generación joven: el Fitzgerald de El gran Gatsby, el Hemingway de Siempre sale el sol. Baldwin no tenía miedo a la repetición (some of the men were buying drinks for some of the women) o a la organización de patrones de latidos y sonidos (nótese el constante uso de were), o del uso de la puntuación con cuidado y control (nótese la coma antes de when they got home; nótese el punto y coma después de rolled through the bar) y entonces sorprendiendo a la casa con una frase o una observación totalmente sorprendente y llena de placer consigo misma (gleaming with ignorance and mad with chastity).

 

Mientras que Baldwin muestra en ciertos momentos que está en plena posesión de ese tono de bravura, también es capaz de escribir frases tranquilas, cargadas emocionalmente. De las sesenta y un palabras que abren el párrafo de Ve y díselo en la montaña, solamente una –la primera tiene cuando mucho tres sílabas, y existen cuarenta y dos palabras constituidas solamente por una sílaba:

 

Cada uno siempre ha dicho que John podría ser un predicador cuando creciera, tal como su padre. A menudo se ha dicho que John, sin haber pensado nunca acerca de eso, ha llegado a creer en sí mismo. No fue sino hasta la mañana de su cumpleaños número catorce en que realmente comenzó a pensarlo, y para entonces ya era demasiado tarde.

 

(Everyone had always said that John would be a preacher when he grew up, just like his father. It had been said so often that John, without ever thinking about it, had come to believe it himself. Not until the morning of his fourteenth birthday did he really begin to think about it, and by then it was already too late.)

Baldwin utilizó esta sencillez para iniciar varios de sus cuentos. La pila de rocascomienza: “Cruzando la calle desde su casa, en un lote vacío entre dos casas, estaba la pila de rocas”. “El outing” comienza: “Cada verano la iglesia ofrecía un outing”, “El blues de Sonny” comienza: “He leído de esto en el periódico, en el metro, cuando voy camino al trabajo”. El estilo es más cercano al de Hemingway que al jazz o a James; sugiere que Baldwin se sentía cómodo con la tradición que heredó de una generación de escritores que se encontraban en la cumbre de la fama, mientras que él daba sus primeros pasos en la escritura. Pero no quería decirlo en voz alta cuando enumeraba sus influencias. Los escritores jóvenes nunca deseaban dar demasiado crédito a los escritores que podrían haber sido sus padres. Preferían rendir homenaje a los abuelos o a los pintores, o a los músicos, o a los bailarines de ballet, o a los acróbatas. Esta era una manera de matar a tu padre, de pretender que no marcó ninguna diferencia en ti mientras observabas su vuelo como el de un halcón.

 

Entre la publicación de Ve y dilo en la montaña en 1945 y el volumen de relatos Yendo a conocer al hombre de 1965, Baldwin escribió un artículo para el New York Times en enero de 1962, el cual muestra abiertamente como mata a algunos de sus padres literarios. Escribe: “Desde la Segunda Guerra Mundial, algunos nombres en la literatura estadounidense más reciente -Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos, Faulkner– han adquirido tal peso y han llegado a ser tan sacrosantos, que son considerados como piedras filosofales para revelar la inexplicable, aunque lamentable, inadecuación de los jóvenes artistas literarios…Si uno de nosotros, los jóvenes, intenta crear una heroína inquieta, infeliz y voluntariosa, inmediatamente somos informados que Hemingway o Fitzgerald han hecho lo mismo aunque mejor- infinitamente mejor”.

 

Después de dejar en claro su inmenso respeto por estos escritores, Baldwin prosigue a derribarlos: “Es útil… recordar en el caso de Hemingway que su reputación comenzó a ser inatacable en el preciso momento en que su trabajo comenzó a declinar, el cual ya nunca se recuperó- desde el tiempo de Por quién doblan las campanas. La retrospectiva nos permite decir que este infantil, romántico e inflado libro marcó la abdicación de Hemingway frente a los esfuerzos de entender muchas de las caras del mal que se encuentran en el mundo. Es exactamente lo mismo que decir que de alguna manera renunció al esfuerzo de convertirse en un gran novelista”.

 

Después de demoler también a Faulkner ("esos obtusos e indefendibles trabajos como Intrusos en el polvo o Requiem por una monja") y ‘al último desarrollo’ de Dos Passos ("si es que se le puede llamar así") y a Fitzgerald ("no hay nada más que decir acerca de Fitzgerald"), Baldwin considera la situación de la literatura en Estados Unidos como un reino de la imaginación fallida. "Los ya mencionados gigantes tienen al menos algo en común: su simplicidad… Es la manera americana de ver el mundo como un lugar que debe ser corregido, y en el cual la inocencia se ha perdido inexplicablemente. Es este dolor acaso inexpresable el que da fuerza a algunos de los primeros relatos de Hemingway –incluyendo a “Los asesinos”– y a la maravillosa secuencia de pescadores en El sol siempre se levanta; y esta es también la razón por la cual las heroínas de Hemingway son vistas como asexuadas y artificiales”.

 

Baldwin, en su intento de establecer el contexto de su trabajo, ahora invocaba al espíritu de Henry James dando el inusual paso de aclamar a James como un novelista que trató la temática de la masculinidad fallida en Estados Unidos. Escribiendo sobre Los embajadores, Baldwin se pregunta: “¿Cuál es el dilema moral de Lambert Strether si no que, a la medianoche, descubre que de alguna manera su virilidad ha fallado: acaso la sensibilidad masculina, como dice James, también ha fallado en él?... El triunfo de Strether es que se siente capaz de entender esto, incluso hasta que se da cuenta que es demasiado tarde para actuar. Y es la percepción de James sobre esta peculiar imposibilidad, lo que lo convierte, hasta el día de hoy, en uno de nuestros más grandes novelistas. Porque la pregunta que descubrió poniéndola entre corchetes, por decirlo de alguna manera, tras las espaldas de sus heroínas, es la pregunta que nos atormenta hasta ahora. A saber: ¿cómo es que un estadounidense llega a ser un hombre? Que es exactamente lo mismo que preguntar: ¿cómo es que Estados Unidos llegó a ser una nación? En contraste con él, los gigantes que aparecieron en primer plano entre las dos guerras sólo lamentaron ésta necesidad”.

 

Baldwin entendió la singular importancia de la novela en Estados Unidos, porque figuró el problema que el país enfrentaba esencialmente como un problema interior, un veneno que comenzaba en el espíritu individual y sólo después encontraba su camino hacia la política. Sus escritos políticos permanecen tan crudos y vívidos como su ficción, porque creía que la reforma social pasaba por re-imaginar los reinos de lo privado. Por esto, para Baldwin, el examen del alma individual dramatizada a través de la ficción tenía tanto poder. Y sólo hacia el final, divisó el tema del amor, y no tuvo miedo de usar la palabra. En uno de sus artículos en el New York Times, escribió: “La soledad de aquellas ciudades descritas por Dos Passos es mucho mayor ahora de lo que nunca antes; estas ciudades son más peligrosas ahora de lo que fueron antes, y sus ciudadanos se sienten más desamados. Y al igual que aquellas panaceas y fórmulas que son espectacularmente falsas, Dos Passos también le falló a su país y al mundo. Y el problema es más profundo de lo que se quisiera pensar: el problema está en nosotros. Y nunca volveremos a mencionar esas ciudades, ni venceremos nuestra cruel e intolerable soledad humana, nunca fundaremos comunidades humanas– hasta que veamos de frente nuestras horribles fallas, en nuestra propia cara”.

 

Antes de comenzar a publicar ficción, Baldwin fue un crítico agudo, un escritor con un alto sentido estético, al grado de la magnificencia, un Edmund Wilson con un verdadero veneno en la pluma. En El nuevo líder de diciembre de 1947, por ejemplo, con tan solo veintitrés años, Baldwin confeccionó una triple refutación para dar un duro golpe al libro de Erskine Caldwell La mano de Dios: “Ciertamente no hay nada en el libro que no quisiera justificar la sospecha de la que el señor Caldwell estaba preocupado por deshacerse de los papeles que yacían en la casa, con la resurrección continua de los exhaustos personajes con los que forjó su reputación, y de paso haciendo un poco de dinero al cerrar el trato”. Meses antes, en ese mismo año, fustigó a Maxim Gorky: “Gorky, que no tenía el hábito de reconocer los matices intermedios, incluso cuando sospechaba su existencia, redactó, en La Madre, la composición del himno de una batalla rusa, cuya historia está fechada tan sumariamente que llegamos a ser tan incrédulos para acreditar todo eso a cualquier realidad”. Gorky, continúa Baldwin, “...fue el primer exponente, de la máxima: el arte es el arma de la clase trabajadora. También es, quizá, el mayor ejemplo de la invalidez de esa doctrina (Equivaldría a decir que el arte es el arma del ama de casa estadounidense.)"

 

En una reflexión joven y cautelosa, exquisita se podía decir, en agosto de 1948 Baldwin criticó a un popular escritor apreciado por su estilo, James M. Cain, autor de El cartero siempre toca dos veces. Baldwin examina el corpus del trabajo de Cain: “No sólo no tenía nada que decir”, escribió, “pero babeaba hasta para hablar, como él lo dijo… Escribe impasible, sin humor, con la certeza del hombre estadounidense que logra todo por sí mismo (selfmade man). Mucho se ha escrito con respecto a su staccato, 'pace', su suave estilo que recrea el lenguaje coloquial, su escritura como la conciencia del lado agrietado de la vida estadounidense. Nada de esto tiene sentido: el señor Caín escribe fantasías y fantasías de la peor clase, nauseabundas y sentimentales”.

 

En un ensayo publicado en Commentary en enero de 1949, Baldwin formuló el grito de guerra que tanto habría de intrigar e irritar a los blancos liberales y los reformistas en la década de los sesenta cuando empezaron a prestarle atención. El problema en Estados Unidos, creía, yacía en cada una de las almas americanas, tanto negras como blancas; y la población negra no pretendía la equidad con un mundo blanco que había fracasado en entenderse a si mismo y, más aún, a quienes había oprimido. “En un sentido muy real”, escribe en ese ensayo, “el problema negro se ha vuelto anacrónico; el único problema somos nosotros mismos, y lo que debemos buscar son nuestros corazones. No es una cuestión política ni popular, por decir algo, pero cuando un hombre negro encara a uno blanco se convierte en un ser desdeñoso y, a un mismo tiempo, resentido que se encuentra a sí mismo visto como un problema moral para la conciencia del hombre blanco”.

 

En marzo de 1950 Baldwin publicó un cuento breve en Commentary con el título “La muerte de un profeta”. Fue, según se puede constatar, su segunda pieza de ficción publicada. La primera –también aparecida en Commentary, en octubre de 1948– llevaba el título de “Condición previa”, y contenía una serie de elementos que, más tarde, serían integrados a Otro país. Baldwin incluyó “Condición previa” en Yendo a conocer al hombre, pero no volvió a publicar “La muerte del profeta”, y es fácil conjeturar por qué: anuncia, evidentemente, las semillas de Ve y dilo en la montaña, que es la historia de un muchacho de Harlem cuyo padre es un predicador.

 

Aún cuando, la historia del padre y el hijo contada en “La muerte del profeta” y Ve y dilo en la montaña era, en gran parte, su propia historia, narrada igualmente en algunos ensayos autobiográficos, Baldwin entendió que la tensión entre las generaciones de los hombres representaba una historia estadounidense quinta esencial. En 1967, en una nota en el New York Review of Books, escribía: “La relación padre-hijo es una de las más cruciales y peligrosas sobre la tierra, y pretender que pueda ser de otra manera la eleva realmente al grado de una herencia excesiva y peligrosa”. Estaba convencido que Estados Unidos había sido desfigurado por la vergüenza que muchos hombres sentían hacia sus padres, una idea que desarrolló en un ensayo en 1964: “Y aquello que ocurre a una persona, como quiera que sea y por muy extraño que se escuche, también le sucede a una nación… el inmigrante italiano llegado de Italia, por ejemplo, o el hijo de padres que nacieron en Sicilia, hace un gran esfuerzo para no hablar italiano porque está dejando la patria para convertirse en un estadounidense, y no puede soportar a sus padres porque son retrógradas. Esto podría ser visto como una situación trivial. Pero cuando un padre es menospreciado por su hijo se trata de alo de suma importancia, éste es uno de los hechos de la vida estadounidense, y es a lo que realmente nos referimos, una oblicua y terrible moda, cuando hablamos sobre la movilidad ascendente”.

 

La escritura en “La muerte del profeta” tiene un tono intenso, demasiado elaborado en ciertos momentos, al mismo tiempo que se proyecta con ahínco, con una ambición seria y una gran ternura. La historia es lo que el mismo Baldwin llamaba, en un artículo en El nuevo líder de septiembre de 1947, “un estudio sobre la impotencia humana”. Describe al personaje de Johnnie, cuyo padre está muriendo, y quien se ha convertido en un extraño ante los ojos de su moribundo progenitor, no “en una relación de opresión”, como Baldwin lo explica en otra pieza de Gorky en 1947, sino en relación al propio miedo y la inadecuación del personaje. Baldwin, incluso en sus principios, y a pesar de su profunda conciencia sobre la relación entre lo político y lo personal, estaba decidido a no confinar a sus personajes en una estrecha agenda política; buscaba asegurar que el comportamiento y las fallas de sus personajes pudieran ser vistos primero como algo particular y privado, y solamente entonces, como parte de un malestar general, derivado de la Caída del Hombre, hasta el grado de la creación de la esclavitud, y empáticamente no como un papel predeterminado en tanto que hombres negros oprimidos por leyes equívocas.

 

Baldwin se propuso crear y vivir como un estadounidense y como un hombre, y tuvo mucho que decir acerca de la situación de su nación y también de su masculinidad. (En abril de 1966 escribe: “Parte de la confusión estadounidense, si no es que la mayor, es un resultado directo del esfuerzo estadounidense para evadir tratos con negros vistos como seres humanos”.) Sin duda se apoyó en la persistencia de decir y mostrar que no pertenecía a ningún clan, nadie le imponía un límite, y cuando tuvo necesidad de marcarlo fue hábil al entrar en posesión de ello cuando le fue requerido. En cierta manera supo disfrazar la ambigüedad de su posición, y gracias a su destreza logró cubrir las huellas que lo podían desenmascarar.

 

Cuando abordó el tema del boxeo, por ejemplo, un asunto de interés para muchos de sus colegas heterosexuales durante los años sesenta, confesó que no sabía nada de boxeo. De hecho, usando toda la fuerza de su homosexualidad, escribió bellamente, con una intensidad casi erótica, sobre Floyd Patterson y la pelea que sostuvo con Sonny Liston en 1963, después de haber estudiado el estado de las almas de los dos peleadores y de los enredos de sus respectivas auras. De Patterson dijo: “Pienso que parte del resentimiento que despertó fue debido al hecho que aportaba lo que se esperaba –algo erróneo–, una simple actividad inserta en una impresionante complejidad. Este es su estilo personal, el cual sugiere fuertemente el más no-estadounidense de los atributos, como lo es la privacidad, la voluntad a la privacidad; y mi propia pregunta es si él continúa siendo inexorablemente tímido por el dolor –él aún vive con galantería, con sus cicatrices, aunque no todas le han lastimado-; y mientras él ha encontrado un camino para convertirse en un experto en este tema, no ha encontrado una manera en la que lo pudiese esconder: como, por ejemplo, el pensamiento, que milagrosamente otro hombre inteligente y tierno ha lo grado manejar y controlar totalmente, Miles Davis".

 

Sobre Liston escribió: “Me hace recordar lo grande, hombres negros que he conocido con quienes he adquirido la reputación de aprender para conciliar el hecho de que no son duros… De cualquier forma, me gustan, muchísimo. Él se sentó en una mesa, enfrente de mí, volteaba hacia ambos lados, bajaba la mirada, esperando acaso escuchar la música de una trompeta: para que Liston supiera, como si fuese el único sufrimiento inarticulado posible, tan inarticulado como lo es él. Pero permítaseme aclarar esto: Yo he dicho sufrimiento porque me parece que él ha sufrido bastante. Se nota en su cara, en el silencio de su cara y en los curiosos y distantes brillos de sus ojos- un destello de algunas señales, pues ha recibido pocas respuestas a las suyas… Yo me dije: No puedo hacerte una pregunta porque todo ha sido ya preguntado. Posiblemente yo sólo estoy aquí, en realidad, para decir que te deseo… Estoy orgulloso de haberlo dicho porque entonces miré al hombre, en realidad por primera vez, y él entonces habló conmigo durante un rato, muy breve".

 

Por aquellos años Baldwin hablaba y escribía como si fuese uno de los padres fundadores de la patria, una posición totalmente inadmisible en el país; una voz inautorizable con la que en ocasiones se presentaba. En 1969 en el New York Times escribió: “Me parece algo sospechosa la manera en la que nos referimos al concepto de raza, en ambos sentidos del absurdo límite racial. Los hombres blancos, cuando no han sucumbido totalmente a su pánico, se revuelcan en su culpa, y se llegan a llamar a si mismos usualmente “liberales”. Los negros, cuando no han llegado al fondo de sus amarguras, se revuelcan en su ira, y se autodenominan, por lo general, “militantes”. Ambos campos han tratado de evadir, no sin complejidad, la horrible realidad de nuestra situación en los niveles social y personal”. En el mismo año, en respuesta a una pregunta sobre la década de los cincuenta, “ésta hace especial hincapié en uno como escritor”, Baldwin adoptó uno de sus mejores tonos, amable y retador: “Pero finalmente para mí, la dificultad es permanecer en contacto con la vida privada. La vida privada, la mía y la de otros, es la subjetividad del autor- su llave y la nuestra para entrar a su acervo”. Henry James habría estado orgulloso de él.

 

(En Playboy, en 1964, Baldwin logró apropiarse de James de tal manera como si fuese un miembro de su tribu, como alguien que, a diferencia de la mayoría de los estadounidenses, no se pasó "la vida huyendo de la muerte". Ahí compara un pasaje de una carta que James escribió a un amigo que había perdido a su esposa- “La lástima nos viste y nos gasta aunque nosotros también nos vestimos con ella y la usamos, y es totalmente ciega. Y después, de esa manera, nos percibimos"– con estas líneas cantadas por Bessie Smith:

 

Buenos días blues.

Blues ¿Cómo te ha ido?

Me ha ido bien.

Buenos días

¿Cómo estás?

Una vez más James habría estado orgulloso de él; no obstante -cabría recordar- que durante su vida o en los años inmediatos a su muerte, él y sus seguidores nunca fueron realmente concientes de que lo que estaban tocando era un blues.)

También en 1959, en un artículo que lleva el título de “La cultura de masas y el arte creativo”, leído en un simposio, Baldwin concluye: “Nos encontramos aquí en la mitad de una inmensa metamorfosis, una metamorfosis que nos habrá de robar, y lo esperamos con devoción, los mitos y nos devuelva a cambio nuestra historia, la cual destruirá nuestros hábitos y nos regresará nuestras personalidades. La cultura de masas, entretanto, sólo puede reflejar nuestro caos; y es mejor recordar que acaso este caos contiene vida- y una gran energía transformadora”. Durante estos años, Baldwin rechazó el papel, el cual siempre le era ofrecido, como vocero de una minoría, de ser escuchado solamente cuando esa minoría se volvía peligrosa e ingobernable. Y con esto se movió cautelosamente hacia el centro del debate.

 

En la medida en que los sesenta transcurrían, la voz que Baldwin empleaba en su trabajo periodístico se fue volviendo menos ambigua, especialmente cuando se trataba de artículos redactados para la audiencia negra. Un discurso que dio ante el Comité de Estudiantes No-violentos en noviembre de 1963, después del asesinato de Kennedy, por ejemplo, comenzaba así: “Parte del precio que los estadounidenses deben pagar por la desilusión, parte de lo que nos hemos hecho a nosotros mismos, nos fue dado en Dallas, Texas. Esto ocurrió en una nación civilizada, el país que es el líder moral del mundo libre, cuando un loco le voló la tapa de los sesos al presidente. Ahora quisiera sugerir algo, y no quiero sonar rudo, pero todos nosotros sabemos que esto ha ocurrido desde hace muchas generaciones y no ha parado aún, que a muchos hombres negros les han sido también voladas las cabezas –y a nadie le importa. Porque, como dije antes, no le pasaba a una persona, le sucedía a un nigger".

 

Dos años más tarde, en un iracundo ensayo acerca de la historia de los negros, no veía posibilidades de cambio, ni siquiera pretextos para el cambio. “Entretanto, damas y caballeros, después de una breve interrupción –un tiempo fuera para volver a una charla sobre la anti-pobreza, un tiempo fuera para hacer huérfano a un niño vietnamita, y entonces afectuosamente dar un elevado sentido a nuestra labor inspirada por él, un tiempo fuera para dar una conferencia de prensa sobre la brutalidad policiaca, un tiempo fuera para comprar algunos Negroes, encarcelar a unos cuantos, enganchar como meseros de club a otros y matar a otros más-, después de esta pequeña interrupción, damas y caballeros, el show comienza de nuevo en la sala de conferencias. Y ustedes escucharán al mismo y envejecido piano tocando blues”.

 

De vez en cuando, parecía divertirse consigo mismo sermoneando a la población blanca; insistía que los blancos eran de hecho el grupo con más necesidad de libertad que tiranía. En 1961 escribe: “Hay aquí una gran población negra cautiva, de la que sabemos bastante; lo que no es del todo sabido es que también existe una gran población blanca cautiva. Nadie ha señalado con la suficiente fuerza que si yo no soy un ser humano en este lugar, ustedes tampoco lo serán. No pueden lincharme ni secuestrarme así nada mas en un ghetto sin convertirse en algo monstruoso". En Playboy, en enero de 1964, escribió: “Lo que más me preocupa es aquello que se han hecho los blancos estadounidenses a si mismos; lo que me han hecho a mi es irrelevante, porque no me pueden hacer más. Pero al hacerlo, han hecho algo contra ustedes mismos. Al evadir mi humanidad, han afectado en algo a su propia humanidad".

 

En un ensayo que llevaba el título de “El problema blanco”, también publicado en 1964, hace un recorrido breve de los íconos de los blancos en Estados Unidos, insistiendo en que las diferencias entre los negros y blancos eran muy semejantes a las diferencias entre lo ridículo y lo serio, entre la infancia y la madurez: “En este país, durante un largo y peligroso tiempo, han existido dos niveles de experiencia. El primero, para ejemplificarlo con crueldad, aunque no sin veracidad, se puede reducir a las imagenes de Doris Day y Gary Cooper: dos de las alocuciones a la inocencia más grotescas que jamás ha visto el mundo. Y la otra, subterránea, indispensable, y negada, se resume en el tono y en la cara de Ray Charles. Y, en esta país, nunca ha existido una confrontación genuina entre estos niveles de experiencia”.

 

En otro ensayo de noviembre de 1964, “El color y la civilización estadounidense”, se divierte aún más a expensas de la neurosis de sus hermanos y hermanas de piel blanca: “Los miedos y los deseos privados no admitidos por el hombre blanco - y aparentemente indecibles - se proyectan en el negro. La única manera en que el blanco se puede liberar del tiránico poder que ejerce el negro sobre él es que se convierta, en efecto, en un negro el mismo, en una parte de esa nación fantasmal y que sufre, y que ahora mira lleno de deseos desde las alturas de su solitario poder, y que armado con cheques de viajero espirituales, visita subrepticiamente después de la oscuridad…yo no puedo aceptar esa idea de que los cuatrocientos años de trabajo de los negros en Estados Unidos se traduzcan tan solo en su apego al nivel actual de la civilización estadounidense. Estoy muy lejos de estar convencido de que el haber sido liberado del brujo africano halla valido la pena si lo único que puedo esperar ahora es convertirme en un ser dependiente del psiquiatra estadounidense. Esta es una propuesta que yo rechazo”.

 

Cinco años más tarde, escribiendo en el New York Times, insiste una vez más que las ataduras de la población negra en Estados Unidos no podrían ser cambiadas por las leyes, sino por algo mucho más profundo y ambicioso en sus implicaciones -la transformación total de la población blanca, cuya degeneración moral y distancia de sí misma, él las veía como abyectas. "Voy a decir con toda franqueza", escribe, "que la mayor parte de la población blanca de éste país me impresiona, y me ha impresionado durante mucho tiempo, por encontrarse más allá de cualquier esperanza concebible de una rehabilitación moral. Ellos han sido blancos, si me lo permiten decirlo así, durante demasiado tiempo; han estado casados con la mentira de la supremacía blanca durante demasiado tiempo; el efecto en sus personalidades, en sus vidas, en su visión de la realidad ha sido tan devastador como la lava que memorablemente inmovilizó a los ciudadanos de Pompeya. Son incapaces de concebir que su versión de la realidad, que pretenden que yo acepte, es un insulto a mi historia y, al mismo tiempo, una parodia de la suya, y una intolerable violación a mi mismo".

 

En una conferencia dictada ante maestros de Harlem en octubre de 1963, decía: “Lo que se concibe como identidad en Estados Unidos es una serie de mitos acerca de nuestros heroicos ancestros. Siempre me impresiona, por ejemplo, que tanta gente crea que el país fue fundado por una banda de héroes que realmente querían ser libres. Esto no parece ser cierto. Lo que acaso sucedió es que algunos tuvieron que abandonar Europa porque no podían permanecer más tiempo ahí y debían buscar otro lado para poder desarrollarse. Eso fue todo. Tenían hambre, eran pobres, eran convictos. Aquellos que tenían éxito en Inglaterra, por ejemplo, no se subieron al Mayflower. Así es como fue fundado este país".

 

Hacía 1979, su versión de la historia estadounidense se hizo más alarmante. En un artículo para el períodico Los Angeles Times, escribía: “Hay que decir algo muy brutal: las intenciones de este melancólico país en cuanto se refieren a la población negra- y cualquiera que lo dude se lo puede preguntar a un indio- siempre han sido genocidas. Nos necesitaban como fuerza de trabajo y para los deportes. Y ahora no pueden deshacerse de nosotros. No nos pueden exiliar ni tampoco se nos puede integrar. La maquinaría de este país opera día a día, hora a hora, para mantener al negro en el lugar donde está.” En ese artículo Baldwin llamaba al movimiento por los derechos civiles "la última rebelión de esclavos". Cinco años después, en un artículo para Essences, continúa elaborando en torno al genocidio: “Estados Unidos se volvió una nación blanca -la gente que, según se dice, 'fundó' la nación se hizo blanca- por la necesidad de negar la presencia negra, y así justificar la subyugación de los negros. No hay comunidad que puede basarse en un principio como éste – o, en otras palabras, ninguna comunidad se puede establecer sobre una mentira tan genocida. Los hombres blancos –provenientes de Noruega, por ejemplo, donde eran noruegos– se convirtieron en blancos matando al ganado, envenenando los pozos, incendiando casas, masacrando a los indios nativos estadounidenses, violando a las mujeres negras”.

 

Leyendo sus discursos y sus artículos periodísticos, es fácil imaginar, veinte años despues de su muerte, cómo habría reaccionado ante los eventos de nuestros días. Difícilmente nada que haya sucedido desde 1987 lo hubiese sorprendido. En 1979 escribe: “Si no han podido lidiar con mi padre, ¿cómo van a lidiar con la gente en las calles de Teherán?”. Sería sencillo hoy colocar los nombres de Bagdad o Basra en esa frase. En 1964, escribía “La gente que no sabe quienes son en privado, aceptan, así como lo hemos aceptado durante quince años, el fantástico desastre que llamamos política estadounidense y que llamamos política estadounidense exterior, y la incoherencia de la primera es un reflejo exacto de la incoherencia de la segunda". Bastaría con cambiar las fechas hoy. No le habría sorprendido la manera en como se hizo el recuento de votos en Florida; no le hubiera extrañado Abu Ghraib; no lo habría sorprendido el desastre de Nueva Orleans. Siempre habría sabido qué decir. Más incierto es como habría respondido al 9/11, con excepción de que la aflicción que era capaz de mostrar habría sido solo equiparable a la tranquila y elocuente sabiduría que, durante la mayor parte del tiempo, fue su principal característica. Pero tampoco es difícil olvidar lo que le dijo a William Styron en 1960, cuando Styron y sus amigos le preguntaron qué es lo que podría pasar. "La cara de Jimmy se habría vuelto una máscara de certezas imperturbables", escribe. "Nene", habría dicho suavemente mirando con los ojos llenos de ira, "sí, nene, quiero decir quemar. Vamos a incendiar sus ciudades".

 

Baldwin previó el contexto de otro y reciente infierno estadounidense –el vasto y despiadado incremento de la población negra en las prisiones, especialmente de jóvenes negros– y dejó muy en claro su posición en un artículo en Playboy en 1964: “El fracaso en aceptar por nuestra parte la realidad del dolor, de la angustia, de la ambigüedad, de la muerte nos ha tornado en gente peculiar y monstruosa. Por un lado significa, y esto es muy serio, que la gente que no ha tenido esa experiencia no tiene compasión. La gente que no tuvo esa experiencia supone que si un hombre es un ratero, ese hombre lo es siempre; pero de hecho eso no es lo más importante de él. Lo más importante es que él es un hombre y, más allá que si es un ratero o un asesino, o es lo que sea, tú también podrías ser uno y lo sabrías; cualquiera que se ha atrevido a vivir realmente lo sabría".

 

Baldwin no entrevió todas las implicaciones de este problema, y en el mismo año escribió algo que en nuestros días parecería ingenuo; posiblemente la única observación ingenua que hizo alguna vez: "Existe un límite en el número de gente que cualquier gobierno puede enviar a prisión, y un límite rígido para volver practicable esa medida. Y quince años después en Los Angeles Times, terminaba uno de sus artículos con una nota de optimismo puro; pero los negros tienen la iniciativa. Cuando tratas de masacrar a un pueblo, creas a un pueblo que no tiene nada que perder, y si yo no tengo nada que perder, ¿qué puedes hacerme? En principio, sólo tenemos algo que perder- nuestros hijos. Y en realidad nunca los hemos perdido. Y no hay razón para que eso suceda ahora . Llevamos la mano. Y digo: paciencia y que las cartas sean barajeadas".

 

 

Las cartas fueron barajeadas, y la idea que existía un límite del número de personas que podían ser encarceladas por cualquier gobierno se convirtió en una broma o un comodín (Jocker); el juego incluía la posibilidad de “tres strikes y estás out ”, con toda la ignorancia y la crueldad que implicaba. A fines del año 2005, había cerca de 2.2 millones de presos federales, estatales o locales en las cárceles de Estados Unidos –aproximadamente el doble que en 1990– y 3,145 negros de cada 100,000 negros que vivían como prisioneros sentenciados en comparación con 471 blancos por cada 100,000 blancos. En 2006, siete millones de personas en Estados Unidos habían estado tras las rejas, en libertad condicional o en libertad bajo palabra. Estados Unidos tiene el cinco por ciento de la población mundial y el veinticinco por ciento de sus prisioneros – 737 de cada 100,000 a comparación con 149 en Inglaterra y Gales (los cuales tienen aproximadamente la misma tasa de criminalidad que Estados Unidos), 100 en Australia, 59 en Noruega, 37 en Japón, y 29 en Islandia e India. Un informe del Departamento de Justicia estima que 12 por ciento de los hombres de raza negra en sus primeros 20 y 30 años se encuentran presos actualmente en Estados Unidos en comparación en el 1.6 por ciento de los hombres de piel blanca que fluctúan en promedio entre esas edades.

 

En su discurso ante los maestros de Harlem en 1963, Baldwin entrevió el contexto de la criminalidad entre jóvenes negros. Habló acerca de la relación de cada muchacho de la calle con la ley. “Si realmente es astuto, realmente despiadado, realmente fuerte, –así como somos algunos–, se convierte en una suerte de criminal. Se convierte en una suerte de criminal porque este es la única manera en la cual puede sobrevivir. Harlem y cada ghetto en esta ciudad –cada ghetto en este país– está lleno de gente que vive fuera de la ley. Gente que jamás soñaría con pedir ayuda a un oficial de policía… Gente que ha dado la espalda para siempre a su país viven gracias a sus habilidades y realmente esperan el día en que la estructura entera se venga abajo”.

 

Es triste y a la vez extraño, leyendo su trabajo ahora, observar como en los veinte años después de la muerte de Baldwin han surgido nuevas estructuras de concreto por todo Estados Unidos con rígidas leyes a seguir, y en estos edificios han sido encarcelados una gran parte de la belleza sobre la que escribió y muchos de los sueños que tenían sus amigos. El legado de Baldwin consiste en ayudarnos a entender como es que sucedió lo que ni siquiera él hubiera podido imaginar.

 

Versión del inglés al español: Armando Cintra Benítez

 

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Colm Tóibín, "James Baldwin and 'the American confusion", en the Dublin Review, n.30, primavera 2008, pág. 87-102.