ODETTE MARÍA ROJAS SOSA

UNA CIERTA SEPULTURA

 

 

 

 

I

Cuando llegué, la pintura estaba fresca y apenas se distinguía un intento de “P”. Seguramente el pintor frustrado me vio a lo lejos y se fue. Pero ya había dejado su marca en el área circundante. “Pati y Carlos”, en grandes letras metálicas, en dos capillas abandonadas, y de nuevo en la barda del cementerio. Peculiar –por no decir fúnebre– manera de demostrar afecto. Me imaginé a aquel par de enamorados paseando entre tumbas, demasiado concentrados el uno en el otro como para reparar en los atractivos que ofrecía aquel escenario, por demás distinto de cualquier convencional parque.

A los ocho días volví. Debido a lo reciente del fallecimiento, algún tipo de recelo moral me impulsaba a visitar la capilla familiar cada semana, aunque fuera unos minutos. Parecía que la tumba limpia, las flores frescas y las plantas sin hierbajos habían ahuyentado al artista de la lata que ya no daba señales de actividad.

Cuando salí del panteón, no sé por qué en mi mente los plácidos novios se transformaron en amantes suicidas. Habrían planeado quitarse la vida pero él (¿o ella?) había sobrevivido y ahora se dedicaba a hacerle patente su amor mediante pintas cercanas al lugar en donde ambos debieron reposar eternamente.

Con mórbida curiosidad, en mi siguiente visita me dediqué a merodear tratando de localizar a Carlos. Los dos que encontré eran longevos patriarcas, veneradísimos por su progenie, a juzgar por las inscripciones. Desechado él, busqué a Patricia. De entrada, me topé con una Mariana que sonreía seductora en una fotografía descolorida. La siguieron una Elena y dos “mamá querida”. A punto de emprender la retirada, creí reconocerla. Veinte años de muerta. Una inscripción que alguna vez fue dorada rezaba: “Patricia Esparza Ortiz. 1974-1987. Te rec…d..re…s iemp..e”. Coronaba la tumba un ángel que a lo largo de mi recorrido encontré varias veces, quizá por influjo de alguna, ya superada, moda funeraria. Túnica ligera, figura grácil, aunque con ciertas voluptuosidades, y en este caso, un ala rota. Todos tenían en común la actitud de proteger a aquellos sepulcros de quién sabe qué peligros.

Nada de aquel cuadro daba motivo de sospecha, salvo una flor en vías de marchitarse. Quizá por el temor de ser encontrada y calificada de entrometida, caminé deprisa al oír ruido cerca, hasta llegar al lugar en donde tendría que haber estado, la capilla familiar. Mientras rezaba, miré de reojo la tumba de Patricia que, a pesar de las lápidas y las cruces que nos separaban, resultaba bastante visible. Lo suficiente como para que yo pudiera ver las dos franjas amarillas en la manga izquierda del suéter verde y después, una figura completa. Era Carlos. Supuse.

 

 

II

En las tardes nos vamos al panteón a pasar el rato. (En el parque siempre nos andamos peleando con otros y de todos modos no nos dejan estar.) Nos gusta llegar hasta la barda porque ahí no hay quien cuide y se puede uno echar carreritas en las bicis. El otro día yo les iba sacando ventaja a todos, ni siquiera los alcanzaba a ver. Como había llovido toda la semana estaba bien lodoso, se me atascó una llanta y me caí. Me fui a sentar a una tumba que estaba medio lejos para sobarme el pie y ahí me quedé un rato.

Ya había pasado antes por esa parte del panteón, pero la verdad nunca me habían interesado los muertitos. Hasta ese día que, como me tardé en caminar sin cojear, me puse a leer mientras lo que decían las lápidas y las capillas. Estaba viendo una que decía “Patricia Espar…” cuando sentí una mano en el hombro y una voz que me decía: “Vengo por ti… para jalarte las patas por sentarte en mi tumba”. Pinche Lalo me dio un susto de muerte. Y no porque me espanten los difuntos, que yo ni creo en eso de las ánimas en pena ni nada, sino que juré que era el vigilante que siempre me pone mala cara cuando me ve entrar con la bicicleta.

Al otro día fui yo solo, nomás por curiosidad, después de todo no tenía nada mejor que hacer. Terminé de leer lo que había interrumpido el día anterior: “Patricia Esparza Ortiz. 1974-1987”. A lo mejor la recordaban siempre, pero no se veía que la visitaran mucho. Tenía 13 años, como yo. Híjole, yo todavía no nacía y ella ya se había muerto. ¿Qué le habría pasado? ¿La atropellaron, le salió un tumor en la cabeza, tenía una enfermedad misteriosa? ¿Alcanzó a tener novio? No, pues igual no, todavía estaba chica. También volví al otro día, a la salida de la escuela, y le llevé una flor. Como que sentí feo que la gente que pasaba por ahí viera su florero siempre vacío. Nomás me quedé un ratito y volteaba para todos lados. Ya me imaginaba si me llegaban a ver mis cuates: “Patricia y Carlos/ son novios/ se besan/ se toman de la mano”.

A los dos días regresé. Estaba seguro de que las latas iban a estar donde las había visto la última vez y dicho y hecho, aunque ya nada más le quedaba pintura a una. Supongo que eran de los de la prepa de al lado. Con que no fueran a llegar y me encontraran con su lata en la mano. Primero solté un chisguete así nomás para probar. Ya iba a poner “Patricia y Carlos”, pero como que se me hizo muy serio, mejor “Pati y Carlos”. Lo escribí primero en una barda, pero me salió un poco torcido, es que de por sí tiene muchos chipotes esa pared. Así que probé suerte en dos tumbas abandonadas. Y como la tercera es la vencida, estaba seguro de que ya me iba a salir derecho, cuando oi un coche que llegaba y me fui.

Yo creo que ya no voy a pintar nada. Qué tal que me ve un vigilante y me lleva a la delegación. Hasta mi mamá pensaría que me lo tengo bien merecido por andar perturbando a los muertos. Se me hace que mejor ya no vuelvo. Bueno, igual una última vez, aunque sea para decirle adiós.

 

 

III

Quizá no fuera Carlos. A lo mejor ésa ni siquiera era su Patricia. De todos modos, fueran ellos o simplemente un merodeador y una cierta sepultura sin mayor gracia, no sé por qué sentí que en aquel lugar yo salía sobrando. Me fui, dejándolos rodeados de muerte, silencio y ángeles guardianes.

Odette María Rojas Sosa, “Una cierta sepultura”, Fractal nº 49, abril-junio, 2008, año XIII, volumen XIII, pp. 160-163.