Esther Seligson

Un navio cargado de ...

 

Everywhere being nowhere

Who can prove

One place more than another?

Seamus Heaney. The birthplace.

 

Durante mi convalecencia en A., alquilé un departamento frente al mar donde se localiza la Marina, un amplio fondeadero rectangular para lanchas de motor, veleros particulares de diferentes tamaños y usos, un transbordador para pasear turistas durante los meses de verano y una embarcación especial que fungía como cabaret o salón de fiestas familiares según la hora del día y únicamente en la estación veraniega.

El edificio donde me alojé consiste en una serie de terrazas escalonadas a lo largo de cinco pisos, cada uno con ocho departamentos de dos o tres habitaciones, una de las cuales se asoma invariablemente a la terraza que mira hacía la Marina y, más allá, al horizonte por donde se extienden infinitas las aguas del Mediterráneo.

Estas terrazas tienen la particularidad de estar descubiertas y limitadas entre sí por barandales con barrotes de metal no demasiado cercanos unos de otros de modo que pueda contemplarse el paisaje. Las terrazas colindan, así, obscenamente, digamos, y sin ninguna privacía de manera que durante los calores se tiene la impresión de estar detrás de un escenario presenciando lo que ocurre en los camerinos. Mi departamento -en realidad son suites semiamuebladas que se alquilan por mes- resultó estar en el último piso, tiene dos habitaciones exteriores y se encuentra en el mero centro del edificio y de la dichosa Marina. Yo llegué a finales del invierno y me fascinó el espectáculo, aún silencioso, de las embarcaciones teñidas con los brillos del atardecer reflejándose en el oleaje rumoroso y variopinto, enigmático.

Y, sí, me inflamó el soplo de la tarde, olor a verde que humedece los pulmones y ensancha el plexo alegremente. Las nubes chupando golosas los últimos destellos dorados. Antes de llegar al mar, yo venía de otros oleajes. Fui tenedor de libros, un contable que amaba su trabajo y por ello era eficaz, preciso, leal, pero al que nunca se le ocurrió aplicarle a la vida, fuera de la empresa, el criterio de que dos más dos suman indefectiblemente cuatro. Hijo único y mimado, estudié por no permanecer ocioso y trabajé para pagar mi gusto por la aventura inesperada, inédita, el amor fugaz, el placer sin compromiso. Nada del otro mundo, en realidad, mucha fantasía sin duda, esa fisura irremediable entre la realidad y lo imaginario que dejan demasiados libros leídos desde temprana edad y unos padres seductores y liberales. Traté de no convertir lo extraordinario en una simple frivolidad. Hoy sé, sin embargo, que viví ahogado en la intrascendencia. Mujeres no faltaron, tampoco sobraron -no voy a jactarme de haber sido un Casanova-, pero no había lugar para casamiento, o no era mi destino, y así se me fue yendo el tiempo tan sin saber cómo ni cuándo hasta que fui a convalecer a A. después de una cirugía a corazón abierto y descubrir que, de hecho, he vivido únicamente en el limbo, ajeno a mi vulnerabilidad, a mi precaria condición de animal contradictorio oscilando siempre entre la cobardía, el miedo, la mentira a medias y un anhelo, más bien oscuro en general, de fraternidad y de justicia. Pero siempre supe desentenderme de las cosas que de verdad me inquietaron, y si uno mismo no se siente real es imposible otorgarle realidad a los otros seres alrededor, a las cosas, al mundo.

En A. todo forma parte de una vasta armonía espacial -cósmica me atrevería a decir sin exagerar-, empezando por mí mismo, de pie en el cuadrángulo correspondiente del ultimo piso de una serie horizontal compacta de cuarenta cuadrángulos cuyas sombras se intercambian y descomponen indistintamente con las variaciones de la luz. Yo no miraba ni como un fotógrafo ni como un pintor. No me interesaba apresar o retener la imagen. No busqué traducirla a palabras o a música y hasta la noche de la tormenta no me pasó por la cabeza que estuviera yo inmerso en el mundo de mis propios deseos, temores y expectativas anulados, y que me estaba permitiendo transgredir a mis sesenta y dos años. Digamos que mi participación dentro de ese espectáculo que me incluía era desinteresada, en principio, un juego. Pero todo juego tiene sus reglas y sus riesgos, y su aparente inocencia termina por implicar una lucha a muerte, o con la muerte, por la sobrevivencia, y mis acrobacias visuales le obligaron a mi conciencia a ejecutar un salto mortal sin red.

Las presencias de los otros nos habitan. Así, "yo" se conjuga de hecho, lo sepamos o no, en plural amén de estar a merced de la ciclicidad, al igual que la luna sobre las mareas. En ningún momento se me ocurrió pensar convertirme en un voyerista pues estábamos ocupando, a fin de cuentas, el mismo universo, igual como en el teatro se miran desde arriba los palcos, la luneta, y todo entra naturalmente en el campo de la visión. Así ocurrió con Tañi, por ejemplo, dos pisos más abajo en la terraza a mi izquierda. No creo que ni llegara a los cinco años, ya una diosa en ciernes, Madre Tierra que por el mero hecho de iniciar el ritual de su danza convertía a esa terraza en un Templo. Una pequeña luna extraviada, ambivalente, luminosa y oscura, libertina. Su cuerpo acusaba ya líneas bien formadas, los brazos y las piernas largos en relación con el torso, una abundante cabellera de rizos negros, salvajes. Le llenaban una bañera inflable con agua y pasaba el rato dentro jugando con una regaderita de aluminio. Aliosha, en cambio, era flacucho, alto, rubio pajizo, siete años quizá. Lo descubrí una mañana en que le oí a ella gritar su nombre. Era mi vecinito dos terrazas a la izquierda de la que prolongaba mi dormitorio. Ahí sólo había visto a una mujer embarazada tendiendo a todas horas ropa a secar.

Tañi lo llama a grititos cortos, golpeando la letra "a" del inicio y la "a" del final del nombre con cadencia de tambor -AlioshA AlioshA AlioshA- que empieza quedito y sube hasta volverse un susurro más fuerte que el ruido del mar, del viento, como si tejiera una apretada escala -alioshaalioshaaliosha- que sube y sube hasta el balcón del niño quien, atraído por ese zumbar de mil abejas alrededor de un panal, finalmente asoma su delgada figura rubia y, después de un corto silencio -la niña lo ve pero no interrumpe su conjuro-, grita alborozado "TañiTañiTañi" con su vocecita de flauta. Sólo entonces ella se detiene y empieza a dar saltos alrededor de la bañera, con jubilosos gruñidos: se diría un rito de agradecimiento. Al cabo de unos minutos se deshace de sus diminutos calzones y, desnuda, se ofrece a él, al espacio que los separa. Aliosha no siempre se desnuda pues la madre lo vigila desde dentro. La niña es más libre. Todo en ella es bronco, indomable, a empezar por su espesa melena azabache. Ningún soplo se interpone entre ellos, ninguna veladura: transparentes, materia inmaterial, se tocan, se penetran, se enlazan. Alguna vez, taciturno, pensativo, sin premeditación, con sólo la sabiduría del instinto a flor de piel, apoyado el pie en el barandal, el niño acaricia su sexo con la mano, embebido, transformado en lo que contempla mientras Tañi, sola en sí misma y consigo misma, ahora en la bañera, se echa encima chorros de agua con la regaderita de aluminio, entregada a él, entregándole su poder, ambos brazos en alto, la boca entreabierta, eterno gesto tatuado que concita, que instiga. Dicen que Betsabé le estaba destinada desde la Creación al rey David, pero que él perdió paciencia cuando la vio desde la terraza del Palacio, bañándose en la azotea de su casa. Más tarde, ningún camino pudo acercarlos tanto como ese instante, pensé absorto en esa prodigiosa capacidad de afirmación de la vida, en el ofrecimiento incondicional de lo más obvio, la inseparatibilidad del deseo y el objeto de ese deseo, su desnudez, lo más próximo posible que se conoce del propio ser en tanto existencia palpable y concreta: el cuerpo y su deseabilidad como única esencia, inocencia anterior al Conocimiento, flama que busca separase del fuego y volar con ímpetu de flecha.

Sin embargo, igual asistí, testigo involuntario -aunque ya no tan desprevenido e ingenuo-, a la perversión de esa desnudez. En el tercer piso, dos terrazas a la derecha de mi sala comedor, una de esas madrugadas sofocantes y enneblinadas de pleno agosto me despertó un extraño quejido sordo y un "noquieronoquiero" escapándose más amortiguado aún. Al personaje de ese departamento, tal vez treinta años muy aventajados, aspecto goriloide acentuado por el cráneo pelón, lentes oscuros, lo veía yo en la alberca del edificio acosando sin éxito a Sonia la salvavidas, una mujer cercana a los cincuenta, atlética y siempre enfundada en su traje gris de gimnasia, parca, amable e indiferente. Sentado en una silla de respaldo recto, tenía sobre las rodillas abrazado de espaldas a un chico no mayor de diez años preso contra el barandal, cada muñeca amarrada a un barrote distinto, y cubierta la boca por un pañuelo. Nada de los desbordamientos de la pasión, al contrario. Sobre ellos, sombras estratificadas, caía una luz mitigada, rala, de reflejos adormecidos. ¿Por qué no tosí al menos para disipar esa oscuridad estancada, esa bruma palpitante de equívocos? Quizá sentí que ya era demasiado tarde. Quizás en realidad le tuve miedo a las represalias del gorila.

-Aquí todo se vale, me dijo Iván, el clásico hippie desgreñado que se me emparejó una tarde mientras caminaba yo, según se me hizo costumbre, por la extensa playa lejos de la zona turística y de la Marina.

-Vivo en el mismo edificio que tú. No estás tan viejo como para andar tan solitario, comentó ofreciéndome su bacha.

-Insisto, aquí se permite de todo, y Marcia es la sacerdotisa que cada año oficia las ceremonias de la liberación. No se trata de una cita pues hay quienes ni se enteran, otros no regresan al verano siguiente, y algunos prefieren olvidarse. ¿No la conoces? Es la brasileña. Esta noche organiza una feijoada. Paso por ti. Sin formalidades...

Marcia, la leona albina y su Atlántida de bacantes resurgida de las honduras del mar. Pesaba por lo menos ciento veinte kilos, alta, deslumbrante, "esthéticiènne" subrayó en francés abrazándome con una calidez turbadora. Su lema era transitar "livre, leve e solta" por el mundo con sus hijos gemelos adolescentes, su maletín negro atiborrado de amuletos, innumerables tijeras, pinzas, limas, tenazas, rasuradoras, esmaltes para uñas, maquillajes, tintes de cabello, sus mazos de Tarot y un ajadísimo libro sobre las enseñanzas de Gurdjiev. Me impresionaron sus manos: parecían de aire, y las yemas de los dedos desprendían sutiles corrientes como soplos que salieran de las fosas nasales. Difícil describir el color de sus ojos entre verde esmeralda y violeta. El flechazo fue inmediato, e inmediata la renuncia. Marcia estaba ese verano bajo los hechizos de un turco salido de las mil y una noches, que no hablaba ninguno de los idiomas que circulaban entre el grupo salvo repetir las frases que ella le dirigía en portugués. Por curioso que parezca me sentí relajado, sin decepción o amargura, lleno de algo así como burbujas de placer, chispitas ígneas de placer. Su departamento, un espacio achorizado que desembocaba en el salón y la terraza, estaba repleto a reventar de gente cuyo rostro no recuerdo, salvo el de Ivonne, que no era inquilina en el edificio, y a quien volví a encontrar cada que Marcia invitaba a sus feijoadas en las que la mayoría, por cierto, no daba más que ron, cacahuates enchilados, nachos y zamba a todo volumen. Puedo afirmar que Ivonne me adoptó como a un hermano recuperado. Cinco años mayor que yo, tenía desde tiempos inmemoriales (la expresión fue suya) una gran cabaña roja de dos pisos adornada con ramajes de palma trenzada en la antigua zona turística de la playa. Ella vivía en la planta alta, y en la baja tenía un restaurante atendido por ella misma y a donde íbamos a parar después de las falsas feijoadas, o incluso cuando se servían de verdad, para conversar interminablemente o a mimetizarnos con las introspecciones marinas cada quien sumido en sus propios pensamientos.

El lugar de Ivonne era famoso por la larga palapa provista de hamacas de colores ya desteñidos y suficiente amplitud como para dar cabida a dos o tres cuerpos. Después de la medianoche, la bulimia del sexo y su anorexia de intimidad invadían ese espacio de oscuridades atenuadas y lo transformaban en un mundo subterráneo de sombras moviéndose en una irrealidad con el mar como telón de fondo mal parchado al que se le ven las costuras y los agujeros entre los trozos de tela de por sí ajados. Hubo noches en que lloré de tristeza de no supe por qué sorbiendo un dolor ajeno, vasto, inmisericorde, pegajoso como el sudor sucio de arena y sal. Otras, era una rabia ciega por lo que tal vez mi puritanismo macilento consideró un desperdicio de vida (sic). Otras, la sensación de no pertenecerme, habitado por desconocidos repercutiendo su "yo" dentro del mío -Ivonne en su tumbona flotaba en los paraísos de la mariguana, "con ella me basta y sobra", y se excluía de mis infiernos- sin escrúpulo alguno, me transformaba en un lugar de paso, espectador del tránsito de los condóminos. Mario, agente de policía disfrazado de incógnito con sus trajes blancos ceñidísimos y su pedante puddle Sedita. Dudu, mi vecino de piso, a la derecha, veinteañero con no sé qué alto grado en el ejército del aire -según me platicó su madre que venía a lavarle la ropa y a barrerle el pisito después de las quincenales visitas con sus azafatas, cuatro o cinco, que deambulaban desnudas y sigilosas por la terraza de mi sala-comedor a medias de la madrugada. Max, gay maduro del departamento abajo del mío, sus soldaditos en asueto, y la malla de carrizo con que se pasó el verano entero cubriendo los barrotes del barandal para que no se le escaparan sus gatitos maullones. Inga, solterona exhibicionista del tercer piso, o quizá simple nudista, pelirroja, bronceándose a punto de pimiento rojo -To find delight in the sight of the body me dijo, provocó la expulsión del Eden, it was very aesthetic, a pleasure for the eye-. Sí, apetencia de desnudez, la sacralidad impregnando a la materia, confluyendo en ella, en el futón de Eric, mi vecino inmediato a la izquierda, fornicador promiscuo (infiel, debería yo precisar, a menos que su hermosa apsara de planta, esbelta morena especialista en la flor de loto tanto para el amor como para la meditación matutina, estuviera al corriente de esos devaneos cuando se ausentaba), donde los cuerpos se imbricaban en un regocijo de metamorfosis a lo Escher vislumbradas entre los follajes de las macetas que acomodé para privatizar algo las terrazas contiguas, fragmentos de imágenes captadas desde mi punto de observación semiclandestino, con enorme deleite estético, en efecto, en especial ante Deana la morena yoguista.

No todo, desde luego, era tan espectacular. También había familias: padre y madre con hijos incontrolables, escandalosos, abuelos, parientes. Carnívoros, todos, asando al carbón cualquier género de gorduras. Músicas a todo volumen en el radio, la televisión, los dvd, estridencias, rugidos de motores, estrépitos sin localización precisa, golpeteos obsesivos, ladridos sin fin, correteaderas y niños. Muchos niños, demasiados para mi gusto y paciencia, carriolas de bebé, autos de plástico, bicicletas, patines, nintendos, pelotas, bañeras inflables, raquetas de pingpong, llantas salvavidas, diávolos, juguetes mecánicos, sombrillas, ese bullicio infernal de las playas veraniegas y su saldo cotidiano de basuras y desperdicios. Un indispensable ejercicio de humildad, pues la vida no es sólo el trinar de los pájaros y de las olas en el silencio del amanecer, sino también los pequeños y grandes rebullires de la cotidianeidad humana, por desagradables o triviales que puedan resultarle a uno. A final de cuentas existen muchas realidades subyacentes, subordinadas unas a las otras, al igual que nuestras personalidades imbricadas, tantas como máscaras van sobreponiendo cada par de ojos que nos juzga e interpreta con su mirada. Y en ese verano de mi convalecencia cada día era una amalgama de ruidos y silencios, deleite y disgusto, fosforescencias y opacidades, confrontación y desmemoria. Hasta la noche de la tormenta que me obligó a huir -al alba, a escondidas, después de empacar al aventón y a las carreras- como si yo hubiese asesinado al chiquillo.

Los olores de la noche son las grosuras del día, sin su cáscara, la luz que espesa sombras diminutas de a poco a poquito y les va aglutinando su esencia para desplegarla al caer la tarde. Así la sombra de los frutos en los árboles, de las mieles en las flores, de la sal en el mar, de las algas en la arena, las pieles bronceadas, las risas, los llantos infantiles. Parpadeo de sombras la luz diurna desgasta a la muerte, la agota a fuerza de chispas inmortales, de retazos de realidad deslumbrante. Dice un pensador renacentista que "la capacidad receptiva propia a cada criatura, su analogía constitutiva, es la que determina la medida del don que recibe". Durante el día, bajo la sombrilla, acomodado en la terraza de la sala comedor, leía hasta casi apagar el alboroto de la Marina, no siempre absorto a tal grado, es verdad, o de plano me dejaba transformar en el recipiente de ese derramamiento puntillista casi feliz. Sin embargo, fueron los ocasos cobrizos espejeando entre las aguas azul cobalto con sus destellos de zinc lo que colmó y resarció mi alegría de vivir. Y las sombras. El lenguaje de las sombras crepusculares y nocturnas. Ese universo chorreante de nimbos difusos, esquivos, ambiguos, elásticos matices como delgados filamentos de tiniebla difuminados en las penumbras, en los rincones umbríos. Parcelas de materia evanescente semitraslúcida, el insomnio les dibujaba a veces rostro, cuerpo, una espesura de silencio que rozaba mi piel, de por sí electrizada, con diferentes grados de opacidad según el viento agitara o no las cortinas -centellantes de luna a veces- en lentas oscilaciones fluidas. Fulgores fugaces, alguna madrugada creí sentir los dedos aterciopelados de una de las walkirias de Dudu (de sus nombres sólo retuve el de Flora, pero no recuerdo a cuál de los cuatro o cinco semblantes seductores corresponde) tocar mis labios entreabiertos, rozar mi pecho como rompiendo una transparencia interna que se resistiera a soltar su claridad. Más inquietantes aún son las sombras en noches de calma chicha -rarísimas, por cierto-, porque vendrán a anunciar el desencadenamiento de la tormenta. Y así sucedió.

Aquella tarde, sobre el mar, en el horizonte estriado por los surcos bermejos del crepúsculo, el cielo parecía herido a tajos profundos cuyo borde ni se alargaba ni se encogía entre los breves destellos mate de las olas inmóviles. Me extrañó el mutismo de grillos y gaviotas. En el gran tablero reticular de apartamentos y en el alumbrado público se cortó la electricidad. En la Marina cesó la música. Los veleros empezaron a chasquear. El viento ronco, tenaz como un galopar desbridado, arrastraba consigo ráfagas de arena. Comenzó a llover a cántaros. La gente se escabullía en desorden. Los faros de los automóviles apenas si atravesaban el cenagoso espesor del agua. Como en las mejores novelas de horror y con la inesperada y súbita precisión con que se desata en una película, se soltó la tormenta -típica, supe después, de estas zonas del Mediterráneo- con todo el aparato requerido: rayos, truenos, granizo. Lo peculiar, al parecer, fue que no cesó con idéntico ímpetu sino que, aunque menguó su fuerza, duró la madrugada entera hasta que la luz intentó surgir de las ruinas nocturnas y su furia hacia las silenciosas calinas de la aurora.

Yo yacía arrebujado en mi estupor preparándome para otra sesión de insomnio con sobrada causa, así que no me dí cuenta de cuándo entré en ese espacio de realidades concomitantes que llamamos sueño o borrachera o viaje, esa característica simultaneidad de escenas donde nada carece de sentido en la realidad de lo que vas viviendo: sabes que estas ahí y en otras partes, que eres tú y cada personaje que se encuentra ahí, y que el limite de la vida no es la muerte sino la infinitud intrínseca a la vida misma. Apreté el timbre del departamento de Marcia. Las botellas de vino que llevaba conmigo me fueron arrebatadas no bien Iván abrió la puerta y me ví dentro del gimnasio con sus grandes ventanales asomados al mar. Como un viajero perdido en el camino por desconocimiento de las señales me interné dubitativo entre el gentío en busca de alguien conocido. Tenía la impresión de estar ebrio -a pesar de mi necesaria abstinencia-, eufórico, con un voluptuoso calorcillo recorriéndome por dentro. Dudu, cuya cabellera amedusada le caía en el mismo desorden ficticio y teñido que a la madre, estaba sentado en el suelo, desnudo, en un semicírculo de arena con sus azafatas uniformadas alrededor, tocando instrumentos musicales que me parecieron arcaicos. El turco, cuyo aspecto de sátiro se había acentuado grotescamente, masajeaba con afán las nalgas de Ivonne que tenia la cara enterrada entre las piernas del agente. "Cuídate del fuego porque tú eres la oblación", me dijo gesticulando burlón. Los gemelos, que se abrazaban y acariciaban en un furioso delirio, descendieron de la litera y se acercaron a su madre reclinada en un ancho futón, desnuda, como una gigantesca gata recién parida con los senos cargados y goteantes. Marcia me llamó -Venha, venha Joel, coitadinho-, mientras uno de los gemelos me ofrecía su falo. Un instante después, mis labios prendidos al desmesurado pezón, lo sentí penetrarme. Detrás de las cortinas semitransparentes Tañí me hacia señas desde la terraza. Al incorpórame y acercarme tuve la impresión de que agitaba múltiples brazos, que la piel se le había oscurecido y que danzaba sobre el lomo lustroso de un animal marino. También ella llamaba, "Joel, venha coitado, venha", mientras que una de sus manos inferiores abría los labios escarlata de su protuberante vulva infantil. Fue entonces cuando escuché el grito que en un principio confundí con el mío, sorprendido por la inusitada erección de mi verga y el generoso espasmo de placer que me sacudía con una desconocida violencia, inverosímil resquebrajadura vertiginosa de recónditos ocultamientos.

Al asomarme a la terraza descubrí, en el último piso, dentro de un cenagoso espesor de manchas turbias, el cuerpo despatarrado bocabajo de uno de los chiquillos del goriloide que ya me miraba amenazador...

Esther Seligson, “Un navío cargado de...”, Fractal nº 48, enero-marzo, 2008, año XII, volumen XIII, pp. 77-88.