Luz Mary Giraldo

Utopías y distopías

Del boom al postboom



 

“Utopía significa no rendirse ante las cosas tal como son y luchar por cosas tal como debieran ser”, afirma taxativamente Claudio Magris (p. 12). Esta sentencia puede complementarse con las palabras de Günter Grass, cuando sobre el mismo tema reflexiona diciendo que durante siglos “la utopía estuvo al otro lado de este valle de lágrimas”, para luego emprender “la búsqueda del Paraíso en la Tierra”, e incluso “de varios paraísos, pues uno no bastaba para abarcar tantos sueños de justicia y de libertad, tanta fe imperturbable, amor al saber y ansia ciega de seguridad. Nunca teníamos suficiente” (p. 37-38). ¿Qué es lo que gira alrededor de este concepto, cómo se le define y a qué corresponde? La respuesta lleva a un ideal, a una aspiración a partir de algo inexistente, pues derivada del griego la palabra significa no lugar [ou= no, tópos=lugar].

A lo largo de la historia de la humanidad, ese no lugar o no ser o no estar como se desea, ha suscitado insaciables búsquedas que de una u otra manera se identifican, a tenor de la incompletud, con insatisfacción e irrealización, con el reconocido anhelo fáustico. Lo contrario, la distopía, se liga a la incapacidad de aspirar al cumplimiento de un sueño, al escepticismo frente a la posibilidad de construir algo mejor, a la afirmación de lo irrealizable para la felicidad. Es decir, es la negación de la utopía la que hace sentir que algo falta.
Si algo define e identifica a los autores que formaron parte del boom narrativo latinoamericano es su relación con la utopía: esa situación o lugar inexistente que redime al generar la ilusión de encontrar las llaves de la satisfacción. Lo que resulta contrario en quienes responden a las expectativas que reflejan el espíritu contemporáneo, representadas en nuevas narrativas y manifestaciones culturales cuya actitud ajena a las posibilidades de otras formas de vida o de pensamiento, a la fantasía de un lugar posible, o a la aspiración transformadora, parece no tener cabida en el presente. En la década de los 60, se reflejaba un ánimo y una actitud que apuntaban, entre otras, a la fe en la revolución cubana y en la escritura. La gran mayoría de los autores desearon equidad y libertad para los latinoamericanos y lo manifestaron en la búsqueda de la excelencia y originalidad literaria y el compromiso del intelectual, al perseguir, como lo dijera Cortázar, “una apuesta a lo imposible”, reconocida en los cambios no sólo desde el contenido revolucionario de unas ideologías, sino también desde la forma que, según sus palabras, sostienen una “estrecha correspondencia con la realidad total del hombre que […] tiene más cosas en el cielo y en la tierra de lo que imagina la filosofía” (Cortázar et al., p. 38-77).
Si ponemos en debate aquellas obras del boom que consideramos de larga duración o long-seller frente a las actuales, de breve duración, sujetas al vaivén de la moda y best-seller en la vida literaria de los últimos años, debemos aceptar que muchas cosas han cambiado, empezando por el sentido del gusto y la noción de literatura. El compromiso del escritor y del intelectual utopista ofrecía en sus novelas una visión profunda de su realidad nacional en franco diálogo con Latinoamérica y el mundo, y sin desconocer individuos e identidades, psicologías y conflictos sociales, amén de escrituras rigurosas, aspiraron reflexiva y críticamente a “desquiciar y reenquiciar al hombre en la verdad” (Verdugo, p. 180). Las inquietudes de entonces están muy lejanas de las publicaciones más recientes, marcadas por lo mediático, la velocidad y el escepticismo. En estas obras generalmente se asume la vida como un performance determinado o determinante de noticias o episodios truculentos nacionales o globales, tales como la brutalidad de la violencia, el frenesí erótico, el ritmo cotidiano, lo peligrosamente vivido, el énfasis en la biografía personal.
Hay mucha tela que cortar entre una obra de larga duración y la de impacto inmediato. Puede que alguna de estas últimas se abra camino para permanecer en la memoria y vaya más allá de las estrategias de una campaña publicitaria que pudo contribuir a su éxito, pero es evidente que muchos de estos autores o sus obras son rápidamente sustituidos por otros que estarían “a la orden del día”. ¿Culpa de la celeridad del tiempo histórico? ¿De la transitoriedad de temas y de gustos de quienes interesa satisfacer la industria editorial?
Es inevitable recordar que algunas novelas que antecedieron a muchos de los representantes del boom y que fueron asimiladas como tales (Hombres de maíz, El reino de este mundo y Pedro Páramo, por ejemplo), prepararon la llegada de Sobre héroes y tumbas, El astillero, Rayuela, La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz, El obsceno pájaro de la noche, Cien años de soledad o Paradiso, por citar unas pocas obras de largo aliento, que desde entonces han retado al lector y le han revelado una cllenguaje. La puesta en escena de un sueño confundido con el entramado de la realidad, matizaba el compromiso con la creación, la reflexión y la literatura, mediante esas obras cuyos planteamientos y sentido profundo no escatimaron el desafío crítico y experimental.
Hoy es frecuente oír decir que la más reciente narrativa latinoamericana “goza de buena salud”, cuando algunas de sus novelas son exitosas en divulgación o en ventas. En el caso particular de la literatura colombiana es un hecho. Es evidente que el afán de llamar la atención sobre las nuevas narrativas recae muchas veces en autores seleccionados por motivos extraliterarios: género (mujer u homosexual), juventud (menor de…), actitud insolente frente a la tradición y las figuras canónicas, determinada temática que orienta la escritura hacia aquello que el periodismo cultural (que hoy tanto pontifica) decide qué debe formar parte de lo que una masa quiere leer para verse reflejada y entretenerse sin sacudirse. En muchas ocasiones tienen prelación temáticas que con frecuencia han sido escandalosas y ampliamente difundidas en la prensa nacional o internacional, otras veces autores irreverentes o amigos de lo escatológico o lo estridente aseguran la publicidad sobre aquellos cuyas propuestas no sólo revelan rigor de escritura sino pensamiento y reflexión.
Entre los extremos del boom y el llamado postboom hay autores que en el caso de la narrativa, sin omitir responsabilidad y compromiso con su tiempo y la escritura, se han deslindando de sus inmediatos antecesores con ficciones que van más allá de una historia para contar, sostenida en la convicción de la creación como urgencia de reflexión sobre y desde las grietas y los vacíos de la realidad. Los estilos fragmentados dejan ver la proliferación de instantes y brevedades de la historia mezclados entre sí y la diversidad de identidades o identificaciones de un sujeto pulverizado, alusivos a la multiplicidad del universo actual, en el que tienen cabida pasado, presente y futuro, tradición y renovación. A esta vertiente corresponden autores que en nuestros países fueron precedidos por Macedonio Fernández, tales como Juan García Ponce, Fernando del Paso, Ricardo Piglia, Roberto Bolaño, Sergio Pitol, R. H. Moreno-Durán, Rodrigo Parra Sandoval, y en la línea de los europeos Claudio Magris, W. G. Sebald, Enrique Vila Matas, antecedidos por Robert Musil.
Con ellos se trata de escribir más que historias coherentes o burguesas, narraciones que incitan a la revisión crítica del mundo y sus individuos. Aprovechando muchas formas transgreden el género convencional y están a caballo entre la ficción y el ensayo, la historia y el documento, la autobiografía y el relato intimista, en fin, proponiendo el triunfo de la literatura que da forma a una nueva idea de existencia. Desde luego, esta narrativa no apela a un lector masivo, sino a aquel dispuesto a vivir el reto de lecturas problemáticas.
El caso de las llamadas narraciones “juveniles” difiere: más interesadas en mimetizar la realidad a través de sus historias, aprovechan aportes de narrativas como el periodismo, la cultura de la imagen, lo sucio y lo policial, las sociedades en decadencia, por ejemplo, ofreciendo relatos cercanos al diario vivir. En un afán de incentivar el reconocimiento de los cada vez más jóvenes narradores, se ha llegado a particulares experiencias ligadas a premios, ediciones o encuentros. Un hecho concreto es el siguiente: a fines de agosto del 2007, motivado por el reconocimiento de la UNESCO a Bogotá como Capital Mundial del Libro, la Secretaría Distrital de Cultura y Hay Festival de Inglaterra convocaron a un encuentro latinoamericano de escritores llamado Bogotá 39, en el que se propusieron, quizá caprichosamente, 39 autores menores de 39 años de diversos países. De alguna manera quedó implícito que con esta reunión se medía el estado actual de la narrativa latinoamericana en lengua española y portuguesa.(1) Valga subrayar que el paradigma ara conciencia de la responsabilidad del intelectual ante la historia, la sociedad, el pensamiento moderno y el se establecía con un corpus claramente joven de autores: entre los 25 y los 39 años, cuya presencia evidenció la ausencia de poetas, dramaturgos o ensayistas,(2) confirmando la hegemonía de un género aprovechado por unos cuantos para hacer, como hemos dicho, de su biografía o de las truculencias del presente materia literaria, es decir ajena a posturas críticas o meditativas frente a la realidad, la cultura o la escritura, como lo exigirían autores de distintas latitudes con inquietudes diferentes en el tiempo o en el espacio.
No puede desconocerse que el encuentro fue valioso: escritores con mayor o menor número de publicaciones o distinciones no solo tuvieron la oportunidad de conocerse entre sí y dejar de ser insulares, por lo menos por unos días, sino la de presentarse en diversos escenarios y ante distintos públicos. Las lecturas de sus textos y los debates en que participaron reflejaron intereses comunes o afinidades entre la mayoría, y unos pocos manifestaron claridad sobre cómo, por qué, para qué, escriben y qué o a quiénes reconocen de la tradición. Algunos vimos en esta convocatoria cierto deseo de semejanza con los encuentros de los autores que en la década de los sesenta suscitaran fiestas y congresos internacionales, inquietudes editoriales y académicas, traducciones y lecturas y críticas seriamente valorativas de sus novelas. En ellos era clara la conciencia de la historia social y política, la necesidad de replantear el problema de la identidad nacional y de la entendida “gran nación latinoamericana”, la voluntad de debatir el problema del sujeto, la capacidad de aceptar la pertenencia a unas tradiciones culturales y literarias, la convicción de desafiar al establecimiento con sus búsquedas políticas y vitales y los experimentos con nuevos lenguajes para construir ficciones desde realidades concernientes a todos.
De los muchos debates generados por los narradores del boom levantó ampolla la polémica entre Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Óscar Collazos, publicada con varias ediciones bajo el título: Literatura en la revolución y revolución en la literatura. En ella los autores reflexionaron sobre “la encrucijada del lenguaje”, la mistificación del intelectual y del creador, la literatura que no puede ser valorada únicamente por comparación con la realidad, al ser una “realidad autónoma, que existe por sí misma” (Vargas Llosa, p. 9), la importancia de un estilo que “es a la vez un imán y un espejo, [es ese] milagro verbal que ni siquiera el creador puede explicar, por el cual las frases, los períodos, los capítulos y al fin la obra entera actúan como catalizadores de profundas y múltiples potencias” (Cortázar, p. 49), y las relaciones de esa literatura entre productor y consumidor y “entre el escritor, perteneciente a la órbita capitalista, en vías de acercamiento a la única sociedad socialista de América Latina: Cuba” (Collazos, p. 24).

Si bien el apoyo de los medios y de las editoriales favoreció el reconocimiento y el consumo de unas ficciones, la obra y presencia de sus autores estimularon a lectores universitarios de distintos ámbitos y geografías en la divulgación de la llamada “nueva novela”. Como lo confirman innumerables libros y artículos, la literatura latinoamericana alcanzó verdaderamente “la mayoría de edad” y salió “de la comarca al mundo”, como lo planteara Mario Benedetti, destacando realidades y culturas nacionales que sostuvieron franco diálogo o controversia con diversos países. Eran épocas en las que los movimientos estudiantiles se hacían notar y las propuestas de estos autores se daban paralelamente con nuevas convocatorias, saliéndose del marco meramente latinoamericano para encontrarse, entre otras, con la llamada revolución de Mayo del 68 en París, la revolución hippie o la liberación femenina, por ejemplo, lo que definirá también el espíritu de quienes les siguieron, y lo que difiere mucho de los tiempos contemporáneos expuestos a la velocidad y el cambio que evitan el debate, la transmisión de pensamiento y el rigor estético.

Si bien se reconocen entre los antecedentes el llamado de atención sobre la narrativa latinoamericana a mediados del siglo XX a partir del premio favorecido por la revista Life en español y la Casa Reinhart y Farrar, otorgado inicialmente a Ciro Alegría y a Juan Carlos Onetti, realmente la visualización de los nuevos narradores se logró gracias a los encuentros propiciados por una destacada editora española y un notable escritor mexicano, quienes a partir del deseo de internacionalizar la novela latinoamericana aprovecharon, según algunos, el vacío literario en Europa y Norteamérica. Así convocaron escritores cuyas ficciones se ajustaban a nuevos requerimientos. A los congresos, encuentros y reuniones sociales fueron invitados algunos (se hablaba de que “cada uno tiene su propia lista”), y parte de los excluidos no sólo vivieron la injusticia poética, sino un silencioso, largo y solitario camino, contando algunos con fortuna de salvarse del olvido, especialmente en los espacios académicos o gracias a inquietos lectores. Es evidente que la socialización de la literatura y la publicidad lograron efectos que no siempre alcanzaban autores que también lo merecían. He ahí el resultado de la exclusión y los beneficios de la inclusión: si la una es dolorosa la otra es tan benéfica como peligrosa: no siempre están todos los que son ni están todos los que debieran. ¿No podría reclamarse el silencio de entonces a la obra de María Luisa Bombal, Juan José Arreola, Arturo Uslar Pietri, Manuel Mujica Laínez, Carlos Drogrett, Juan García Ponce, Héctor Rojas Herazo o Clarice Lispector, por citar sólo unos nombres?
José Donoso se refirió, con suma ironía, a los autores que fueron seleccionados para formar parte del boom, anunciando que sólo el tiempo se encargaría de ponerlos en su lugar. Y no se equivocó: unos siguen vigentes y se recuerda y se lee menos a otros. Y si unos pocos siguen empecinados en concepciones de entonces, otros cambiaron su ruta, pero las obras que los consagraron continúan destacadas entre las de aquel momento que partió la narrativa latinoamericana del siglo XX en antes y después, definiéndose entre el sincretismo identificado en el realismo mágico, mítico y maravilloso y la alternancia de otros realismos en los que con escrituras sobre microcosmos de la vida urbana, nacional o latinoamericana, con toda la complejidad psicológica, existencial, social o racial de sus personajes, concretaron las dinámicas del barroquismo literario conocido como neobarroco.
Volvamos a Günter Grass cuando afirma que “hay utopías pasadas y recuperadas, las ya alcanzadas, las perdidas y otras que aún no están en el programa” (p. 41). En el tránsito del siglo XX al XXI las expresiones culturales, sociales y artísticas revelan el resultado de cambios vertiginosos que, en el caso de la literatura, se presentan en la simultaneidad de diversas promociones, grupos o escritores aislados. El tiempo histórico no da tregua para confirmar el tipo de cambios sucedidos, tal como se concebía en épocas pasadas cuando en un lapso de veinte a veinticinco años se definían pautas generacionales. No en vano Guido Tamayo reconoce que hoy no importa la “pertenencia a una generación sino de manera tangencial” (p. 10), pues en el caso de los jóvenes invitados a Bogotá e incluidos en la antología mencionada “se legitiman como inagrupables” (p. 10). Desde hace un tiempo se registra que en periodos cada vez más breves se promueven nuevas voces y tendencias que rápidamente jalonan o se distancian de las anteriores, dándose en el mismo momento el caso de escritores muy jóvenes que ofrecen temáticas que no interesan a los que cercanamente los antecedieron, otros que conservan conocidos o tradicionales registros literarios, o escritores de mayor edad o trayectoria con visiones o expresiones renovadoras.

 



Esa diversidad se anunciaba al cerrarse la década de los 70, cuando algunos narradores buscaron expresar la crisis de la modernidad y de las utopías desde diferentes perspectivas y estéticas, reconociendo en la novela la necesidad de dar su adiós al boom que, como han dicho algunos críticos, había dado origen a los llamados “hijos de Cortázar”, “los hijos díscolos” de Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, José Lezama Lima o Alejo Carpentier. A algunos de ellos Ángel Rama los denominó “contestatarios del poder”, reconociendo tendencias como las del “reingreso en la historia” y “las vías realistas plurales”, y llamó la atención sobre “la extraordinaria fecundidad de la narrativa joven” en Colombia que descubría “el orbe urbano” y lo culto “irónico y crítico” (Rama, p. 461-462).(3) Desde entonces el balance se concreta en una literatura en la que prima el distanciamiento de lo rural y del realismo mágico, mítico y maravilloso, el alejamiento de todo arquetipo y la consolidación de visiones propias de la complejidad de la vida y el ser urbanos vistos más allá de lo social, psicológico, racial o cultural.
En el afán de ruptura o deslinde de las figuras y de los códigos patriarcales, algunos de la injustamente llamada “generación perdida” han buscado la construcción de mundos y seres de ficción a través de escrituras cuestionadoras y relativizadoras de la historia oficial de sus países, otros desde temáticas urbanas que conducen al repliegue en la creación, otros aprovechan testimonios y documentos que les permiten explorar en la crisis social y política del país, otros buscan materia para sus ficciones en los testimonios y la cultura popular, así como la superposición de textos e intertextos que ofrecen un diálogo transversal y profundo con la cultura.(4) Es ahí donde se entroncan una gama de posibilidades: la novela histórica que insiste en la relativización de los discursos del poder; la que le apuesta a la descentración del sujeto desde una escritura autoreflexiva que explore el por qué de la creación ante la pérdida de atributos del individuo contemporáneo; la que se nutre de la cultura popular urbana o de la tradición culta; la que explora en la intimidad y la interioridad, o la que se despliega desde lo testimonial. Una y otra intentan dar explicación o hacer señalamientos sobre las vicisitudes de la historia, el ser y el lenguaje. En esas vertientes es posible recordar nombres de latinoamericanos como los ya mencionados: Fernando del Paso, Juan García Ponce, Sergio Pitol y Roberto Bolaño, además de Mempo Giardinelli, Nélida Piñon, Napoleón Baccino Ponce de León, Luís Britto García, Cristina Peri Rossi o Diamela Elttit. Los que van sucediendo rápidamente desde la década de los 90 no expresan conflicto con autor o pasado ejemplar, manifiestan su cercanía con la crisis mundial y la globalización y responden a nuevos derroteros y formas de la sensibilidad.
Mirando la obra en marcha en Colombia, sería un sacrilegio desconocer a Gabriel García Márquez, reconocido en la época del boom a partir de la publicación de Cien años de soledad, novela que, no sólo marcó un hito en las letras nacionales sino también en las latinoamericanas y mundiales, tanto como para, a pesar de Harold Bloom, ser considerada entre las más importantes del siglo XX. Después de esta novela la crítica se ha volcado a toda su obra, destacando la gran metáfora de la soledad, el abandono y el desamparo presente en El coronel no tiene quien le escriba, que llega a sus máximas consecuencias en El otoño del Patriarca (1975), en la que se rinde homenaje al modernismo y desde la soledad del poder se insiste en la liberación de la anécdota para dar primacía a la palabra lírica que fluye desde la voz oral que se entrevera en lo colectivo e individual de la escritura. Con Álvaro Mutis, quien en más de una ocasión se refirió a la producción narrativa de los autores del boom más como fenómeno publicitario,(5) se sostiene con el Nobel como figura tutelar de la narrativa colombiana contemporánea. Muchos de sus lectores no vacilan en reverenciar sus escritos; en el caso de García Márquez, cierto pudor impide reconocer que algunas de sus últimas obras no alcanzan los niveles estéticos de otras y, en el de Mutis, más allá de su poesía se valoran y aceptan sin vacilación las reiteraciones sobre la desesperanza en las sagas de Maqroll. Algunos de sus coetáneos, como seguramente sucede con muchos autores de los países latinoamericanos, no han logrado o no lograron reconocimiento nacional y menos internacional, como ocurrió con Manuel Zapata Olivella, Héctor Rojas Herazo y guardadas las proporciones Manuel Mejía Vallejo, quienes mucho aportaron con su literatura, el primero desde la visión triétnica de nuestras culturas, el segundo, generador de muchos de los temas y tópicos del Nobel, desde la tensión entre los arquetipos y la crisis de la modernidad y el espíritu de la “solemne podredumbre” que también define la poética de Mutis, y el otro desde la insistencia en lo regional y lo oscilante entre la provincia y la urbe.(6)
Coexisten autores que deslindados del macondismo o del boom exploran en las ciudades, en la historia y sus procesos, en diversas formas de pensamiento y escritura, llegando a constituirse en “contestatarios del poder”, como lo sostuviera a mediados de los setenta el crítico uruguayo Ángel Rama. Críticos o irreverentes, en sus ficciones no siempre apelan a un lector corriente ni hacen concesiones: participan de la crisis de la modernidad y viven el desencanto de las utopías, lo que claramente se percibe en esas obras que indagantes reflejan nexos con la tradición, husmean en la llamada historia oficial, en los estatutos del poder, en los conflictos políticos, sociales o culturales y ponen en cuestión las estructuras dominantes, parodiándolas e ironizándolas al señalarlas, algunos haciendo uso de artificios y juegos narrativos y otros desde formas más convencionales. A muchos, como en términos generales, dijo alguna vez Antonio Skármeta, se les estrelló el mundo en sus propias narices y perplejos tuvieron que emprender otras búsquedas o preguntas.

En Colombia aún resuenan novelas y colecciones de cuentos que marcaron el deslinde y el paso a la ruptura, unas más irreverentes y experimentales que otras, y todas en mayor o menor medida indagantes y críticas, cuyos autores siguen en marcha: los relatos de Nicolás Suescún y Darío Ruiz Gómez que marcaron la narrativa urbana de la década del 70, Los cortejos del diablo (1970) y La tejedora de coronas (1982) de Germán Espinosa, los cuentos La otra gente (1973) y Bahía sonora (1974) precedidos de la novela El hostigante verano de los dioses (1963) de Fanny Buitrago, los primeros cuentos y las novelas Crónica de tiempo muerto (1974) y Memoria compartida (1978) de Óscar Collazos, Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975) de Alba Lucía Ángel, la trilogía Fémina Suite (1977-1983) de R. H. Moreno-Durán, ¡Que viva la música! (1977) de Andrés Caicedo, El álbum secreto del Sagrado Corazón (1978) de Rodrigo Parra Sandoval, Los parientes de Ester (1978) de Luís Fayad, Falleba (1979) de Fernando Cruz Kronfly, Cóndores no entierran todos los días (1979) de Gustavo Álvarez Gardeazábal, Prytaneum (1980) de Ricardo Cano Gaviria, los cuentos Algo tan feo en la vida de una señora bien (1980) y la novela En diciembre llegaban las brisas (1989) de Marvel Moreno, los cuentos Lo amador (1981) y la novela El patio de los vientos perdidos (1984) de Roberto Burgos Cantor, sin ignorar la obra de otros autores cuyas ficciones pusieron en crisis la cultura y las escrituras canónicas. El galardonado Mario Mendoza (1964) ha reconocido a muchos de estos narradores como antecesores de los más recientes autores colombianos.
Entre la utopía y la distopía, es evidente que a más de uno interesan menos las formas experimentales y acuden a relatos que reflejan la tensión y el estado alarmante del presente, formalizando las crisis desde un lenguaje que se expresa a golpes, como se percibe en las ficciones de tendencia autobiográfica de Fernando Vallejo, en las que todo queda sumergido en la miseria de un país hecho trizas. De la misma manera, autores que se acercan al periodismo investigativo, así como otros cercanos a la narrativa documentada y testimonial que Arturo Alape propusiera desde la década de los setenta, se aproximan a las ciencias sociales y políticas al sostener lo testimonial (Laura Restrepo, cuyos guiños a García Márquez, Mutis o Saramago y desde recursos estilísticos logran buenos resultados) o dar vida literaria a lo etnográfico (Alfredo Molano).(7) Algunos poetas derivan a la ficción narrativa (Darío Jaramillo Agudelo, Piedad Bonnett, Juan Manuel Roca, William Ospina) con lenguajes y relatos de la interioridad o con la palabra que ostenta imágenes, así como otros le apuntan a visiones desgarradas de nuestra historia para lograr exorcismos individuales y colectivos (Héctor Abad Faciolince), mientras desde el humor negro (Lina María Pérez) o desde lo existencial unos se regodean en la exploración de las relaciones humanas (Tomás González y Julio Paredes en el segundo), y otros exploran terrenos que atañen a la reflexión artística (Pablo Montoya) o a la exclusión (Fernando Toledo), sin ignorar la influencia de la técnica y de la imagen que con Jaime Alejandro Rodríguez, abre el camino del relato hipertextual.

Si el compromiso del intelectual con el pensamiento o las formas revolucionarias incide en las visiones del mundo de quienes creen en la función social, política, intelectual o artística de la literatura y su creador, la producción narrativa de quienes se han dado a conocer en años recientes se acerca a lo visual y al ritmo trepidante, correspondiendo a las delimitaciones que Italo Calvino identificara entre las propuestas del nuevo milenio (visibilidad, multiplicidad, velocidad, levedad y exactitud).
Con pocas excepciones, los menores de 39 y otros “mayorcitos” llamados hace varios años “hijos de los hippies” por Gonzalo Garcés –ganador del Premio Biblioteca Breve a comienzos del siglo XXI y uno de los invitados a Bogotá 39–, en general responden al espíritu del presente: renuncian a los grandes pensamientos y a las exploraciones estilísticas y, desde luego, a la conciencia histórica. Escépticos antes que desencantados y en una suerte de actitud narcisista o individualizada, unos apelan a temas rojos o amarillistas que oscilan entre la sexualidad exacerbada (más que erotismo) y la violencia (secuestros, asesinatos, masacres), mientras otros se amparan en su biografía (experiencias familiares, viajes, lecturas personales, conciertos, películas) y otros expresan lo inmediato, es decir lo más cercano a su entorno, mostrando que sólo cuentan con el presente, lo que contribuye al interés de la cultura masiva que las editoriales y los medios promueven. Juan Gabriel Vásquez y Enrique Serrano serían excepcionales en este marco, pues ligados a temas y preocupaciones más universales, se apoyan en la indagación y reflexión sobre hechos o seres históricos, en procura de escrituras mesuradas. En líneas cercanas pueden considerarse las ficciones de Juan Carlos Botero, en las que con precisión de estilo se detiene en temáticas de iniciación y aprendizaje. Casos como los de Jorge Franco, Octavio Escobar, Antonio Ungar, Ricardo Silva y Carolina Sanín merecen atención, pues cada uno a su medida, desde relatos que apelan a la multiplicidad y la velocidad, logra trasmitir el desasosiego o el escepticismo contemporáneo.(8)
Nuestra narrativa prolifera: abundan los nombres y mucho más las obras publicadas. Toda selección es problemática. Si los citáramos a todos caeríamos en la trampa de la inclusión sin criterio, y si sólo tuviéramos en cuenta a unos pocos, parecería que negáramos la existencia de otros. Lo claro es que más allá de Macondo o de Maqroll se han propiciado más narrativas que en los otros géneros, aún el que nos define como “tierra de poetas”. Todo autor quisiera ser best-seller, pero no a todos parece interesarles hoy escribir la obra literaria que transforme al lector y que permanezca, es decir, el long-seller. En la perversa ley del mercado es más importante lo mediático (conveniente para editores); esa es quizá la distorsión de la utopía hoy, situación problemática si define políticas culturales cuando no se cuestiona si todo lo que brilla es oro. El tiempo dirá la última palabra.

NOTAS

1 Para el encuentro se publicó una antología con cuentos de los 39 autores, juiciosamente prologada por Guido Tamayo, 39 Antología de cuento latinoamericano, Bogotá, Ediciones b, 2007.
2 Sobre esto llamó la atención el escritor Leonardo Valencia, representante de Ecuador radicado en Barcelona y autor de interesantes relatos entre ellos algunos hipertextuales, elogiado por la crítica española.
3 Entre los colombianos Rama destacó a Alberto Duque López, Germán Espinosa, Darío Ruiz Gómez, Óscar Collazos, Héctor Sánchez, Nicolás Suescún, Policarpo Varón, Plinio Apuleyo Mendoza, Andrés Caicedo, Luis Fayad y Rafael Humberto Moreno Durán.
4 Refiriéndose a Ricardo Piglia y su sabia organización de lecturas intertextuales de la cultura argentina, Rama habló de la vitalidad de esas “tendencias macroestructurales”, reflexión que yo extendería a la obra de los colombianos R. H. Moreno-Dirán y Rodrigo Parra Sandoval.
5 Lo que fue reconocido en su momento Emir Rodríguez Monegal, considerando trivial la aseveración, al destacar la existencia de “por lo menos tres o cuatro constelaciones de novelistas” que producen “obras de indiscutido interés”, ya que detrás de lo publicitario “hay una deslumbrante originalidad” (102) y “grandes novelas” en las que importa la creación (102-103).
6 Sobra decir que al menos alguna nota debió tener Elisa Mújica (salvada del olvido inicialmente por Montserrat Ordóñez a fines de la década de 1980), quien sin grandes pretensiones narrativas reflejó en sus ficciones el paso de la provincia a la ciudad y el de la mujer de la vida privada e íntima a la pública.
7 Lo que en narradores posteriores puede ser más escueto (Sergio Álvarez) o autobiográfico (Santiago Gamboa).
8 Sostengo que los tres últimos todavía necesitan de mucho más tiempo para ver más definido su mundo y su estética, en particular Sanín. Vale la pena reconocer los aportes de los jóvenes latinoamericanos que articulan escrituras reflexivas que superan el escepticismo: Jorge Volpi (México), Junot Díaz (República Dominicana), Leonardo Valencia (Ecuador) y su narrativa hipertextual, Karla Suárez (Cuba), Adriana Lisboa (Brasil).

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Óscar Collazos, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Literatura en la revolución y revolución en la literatura, México, Siglo xxi editores, 1970.
Günter Grass, Artículos y opiniones, “La carrera hacia la utopía”, trad. Joan Parra, Barcelona, Mondadori, 2003.
Claudio Magris, Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad. Barcelona, Anagrama, 2001.
Ángel Rama, La novela latinoamericana 1920-1980, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura/Procultura, 1982.
Emir Rodríguez Monegal, “Los nuevos novelistas”, La crítica de la novela iberoamericana contemporánea. Antología, México, unam, 1973, pp. 100-110.
Guido Tamayo, 39. Antología del cuento colombiano Bogotá, Ediciones b, 2007.
Iver H Verdugo, “Perspectivas de la actual novela hispanoamericana”, Ocampo, Aurora M. op. cit., pp. 164-181.

 

Luz Mary Giraldo, “Utopías y distopías”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 35-52.