Ana Jaramillo

El reciclaje

 

 

Los manglares siempre me gustaron. Llenos de vida, de renacuajos, de almejas en gajos que crecen y se reproducen en ramas podridas como racimos. Cangrejos, camarones de río, acamayas, tortugas, iguanas, lagartijas, y si quisiera nombrar todas las criaturas juguetonas del manglar tendrían que derrumbar el Amazonas y producir papel con la pulpa de sus árboles para copiar los nombres.
Aquel atardecer sonó un pájaro, aquel nos avisa a los cuerdos que ya es hora de partir, que no vale la pena nombrar las cosas porque otros se encargarán de hacerlo.
Tomé mi kayak, mi remo favorito, que es el preferido porque mi hija Teresa, cuando tenía diez años talló en él un corazón grande y uno pequeño. Al regalármelo me pidió recordar que nunca me olvidaría. Cuando me hizo la inscripción ya presentíamos que nuestras vidas estarían llenas de símbolos, de señales, de recuerdos.

Ella quería curarme de mi mal, que en verdad no es ninguno, no es más que aquello que los Mayas llaman “escándalo en la cabeza”. Jamás me curé, pero me preocupé por hacerla independiente. Le confesé todos mis secretos; le indiqué el camino hacia la velocidad del rayo. Traje desde muy lejos a la tía Celia y al abuelo Zeferino para que le transmitieran sus sabios conocimientos. Como es muy lista aprendió pronto que la tierra da y quita y que dios nunca está para reclamarle nada.


Viajó a Ensenada al concluir sus estudios. Miles de animales marinos esperaban por ella. Sería una bióloga marina. Desplegaría sus oficios de sanadora de ballenas, de vaquitas, de delfines, de peces velas; nadaría confiada entre las aguamalas, los caballitos, los cangrejos grises; sería compañera de los manatís, de los leones marinos. En fin, un buen número de tortugas que sin su empuje pronto estarían en proceso de extinción, ya podrían contar con una tritona que estaría luchando en su defensa.


Aquella mañana era la indicada, recibí la señal, Teresa llamó como lo hacen las sirenas: Encontré su perra muerta en la puerta de mi alcoba. Comprendí que todo era un círculo infinito de degradación y regeneración, seres que se extinguen para darle vida a otros. Su conexión con este lado de la tierra debía terminar. Era el momento de entregarnos al festín del reciclaje.


Cargué la perra a rastras hasta la playa. La arrojé en el rincón favorito de mi hija. Desde allí parecía contemplarse el cruce del cielo con el agua en una calma chicha. El mar y las aves hicieron el resto. Por mi parte, ya estaba preparada. La señal no podía ser más clara.


Nuestro manglar favorito es muy estrecho y lleno de zancudos, a nadie le gusta porque no se puede pescar. Las lanchas no caben, pero con el kayak serpenteamos perfectamente. A Teresa le encanta llevar una vasija con una base de cristal de aumento que simula un visor, así puede observar lo que acontece en el fondo del estero. A mí me gusta contemplar las orillas: los pájaros, los racimos de almejas, las ranas saltarinas, los cangrejos, las quietas iguanas, las garzas durmiendo en una pata, los cambios de corrientes y de olores, los caprichos de la luz sobre las hojas y el agua. El silencio del kayak desplazándose al ritmo de la corriente nos permitía disfrutar de los animales sin que nos acecharan, sin que su pequeño corazón latiera aceleradamente temiendo nuestra depredación. La armonía era perfecta, entonces uno hasta llegaba a pensar si no había alguien organizando algo en algún lado.


Me gusta recolectar lianas del mangle, las selecciono según su flexibilidad, color y consistencia. Extraño árbol que crece de arriba para abajo. Primero bota una especie de piña alargada como fruto verde, que se expande en forma de rama buscando el agua y luego se afianza en el lodo. Así se convierte en un nuevo árbol, nacido del cielo hacia la tierra, del aire hacia el agua, contradiciendo todo lo que tiene de sagrado la creación.
Unas lianas delgadas, secas y flexibles fueron suficientes para atarlas a mis muñecas y tobillos, medían alrededor de metro y medio. Aseguré unos nudos marinos para que la corriente vespertina no los fuera a zafar. Al final de cada liana amarré unas anclas pequeñas, pero efectivas para mis propósitos. Como un capricho cargué con el mejor visor que tengo. Hoy necesitaba que aguantara la presión sobre mi cara, que me permitiera husmear en el fondo del manglar, deseaba ver el mundo a través de los ojos de Teresa. Antes de salir de la casa tomé la foto de mi tritona y por el respaldo la llené de besos con la boca pintada de rojo. Ella entendería.


Las anclas medían en total unos treinta centímetros, eran viejos fierros de una tienda del muelle que usaban los pescadores para inmovilizar las redes. Tomé mi cuerpo como si fuera una vieja canoa y después de atar cada una de mis extremidades con las lianas rematadas por las anclas –quería quedar bien encallada para que nada me moviera de lugar– decidí esperar a que terminara la tarde. Me desnudéy ubiqué el kayak en esa curva que Tere y yo tantas veces vimos cómo al sol se lo tragaban las hojas de mangle. Me lancé completamente recta al agua. Las lianas se enredaron con las raíces de todas las plantas que ahí cohabitan tan contentas. Las anclas encallaron. El visor me permitió ver con claridad. Los últimos rayos de luz se filtraron a través de algunas ramas no tan espesas. Los animales primero huyeron asustados por el impacto de la caída, pero al observar la quietud de la carga se acercaron curiosos. Me fui quedando sin aire. Pequeñas burbujas se escapaban por la nariz y la boca. No intenté zafarme.


Tere, me encontrarás en todo lo que toques, en todo lo que pruebes, en todo lo que mires. Seré tuya como cuando eras pequeña y te arrullaba en mis brazos y te mordía los dedos gorditos de los pies. Por cierto, un cangrejo ya se atrevió a mordisquear el mío y le gustó, pero yo ya no siento nada porque el aire se me acaba. La sonrisa de Teresa va borrándose de este cerebro al que ya no le llega oxígeno.


Un brazo quedó libre, es tarde, fingiré que sigue enganchado, es demasiado tarde, el visor se nubla, el agua está serena, el último rayo de sol se apaga.


Ana Jaramillo, “El reciclaje”, Fractal nº 45/46, abril-septiembre, 2007, año XII, volumen XII, pp. 209-212.