Jacques Ranciére

El viraje ético de la estética y la política

 



Agradezco en primer lugar a la Universidad ARCIS, a las escuelas de Filosofía y de Sociología, y al Magíster en Sociología. Agradezco muy particularmente a María Emilia Tijoux que trabajo mucho para llevar a cabo esta manifestación, a Alejandra Castillo, a Sergio Rojas y a Iván Trujillo. También agradezco a la Embajada de Francia y el Instituto Chileno-Frances por este apoyo, y a las traductoras que hacen un gran trabajo. Les agradezco, por supuesto, a todos ustedes por su presencia.


Primero debo precisar el sentido de mi titulo. Ética es efectivamente una palabra que se presta a equívocos. A menudo se piensa a la ética Como una instancia general de normatividad, a la luz de la cual se juzgaría la validez de prácticas y de discursos de diferentes esferas de acción. En este sentido, el viraje ético significaría que la política o el actualmente están cada vez más sometidos a una investigación moral sobre la validez de sus principios y las consecuencias de sus prácticas.


Pero no creo que esto sea a lo que asistimos actualmente. Es muy cierto que la ética hoy día se invoca un poco para todo. Pero este reino de la ética no es el de un juicio moral sobre las operaciones del arte o las acciones de la política. A la inversa, significa la constitución de una esfera indistinta, en donde se disuelve la especificidad de las prácticas políticas o artísticas, pero también lo que constituía el corazón mismo de la vieja moral: a saber, la distinción entre el hecho y el derecho, entre el ser y el deber ser. La ética es la disolución de la norma en el hecho, la identificación tendencial de todas las formas de discursos y de prácticas bajo el mismo punto de vista indistinto. Hay que recordar que, antes de significar norma o moralidad, la palabra ethos significa dos cosas: significa la estadía y significa la manera de ser, el modo de vida que corresponde a esta estadía. La ética es entonces el pensamiento que establece la identidad entre un entorno, una manera de ser y un principio de acción. Y es esta identidad lo que caracteriza la inflación ética de hoy. Ella opera, en efecto, la conjunción singular entre dos fenómenos: por un lado, la instancia del juicio que aprecia y que elige se encuentra rebajada ante el poderío de la ley que se impone. Pero, por el otro, la radicalidad de esta ley se refiere a la simple obligación de un estado de cosas. La indistinción creciente del hecho y de la ley da lugar, entonces, a una dramaturgia inédita del mal y de la reparación infinita.


Para ilustrar lo que quiero decir con esto, partiré de dos filmes recientes, ambos consagrados a los avatares de la justicia en el seno de una comunidad local: el primero de estos filmes es Dogville de Lars Von Trier. El filme nos cuenta la historia de Grace, una extranjera que para hacerse aceptar por los habitantes del pequeño pueblo, se pone a su servicio, al precio de sufrir primero la explotación y luego la persecución. Esta historia nos permite medir una separación entre dos edades, en efecto, transpone de hecho una celebre fábula teatral, la de Santa Juana de los Mataderos de Bertold Brecht, que buscaba hacer reinar la moral cristiana en la jungla capitalista. Pero la fábula de Brecht se situaba en un universo donde todas las nociones se dividían en dos. La moral cristiana se revelaba ineficaz para luchar contra la violencia del orden económico. Ella debía transformarse en una moral militante, que tomaba por criterio las necesidades de la lucha. El derecho de los oprimidos se oponía así al derecho que protegía la opresión y esta oposición de dos violencias también era la de dos morales y de dos derechos.


Esta división entre la violencia de la moral y la del derecho tiene un nombre. Se llama propiamente política. La política no es como se dice generalmente lo opuesto a la moral. Es más bien su división. Así, Santa Juana de los Mataderos era una fábula de la política, que mostraba la imposibilidad de la mediación entre dos derechos y dos violencias. En cambio, el mal reencontrado por Grace en Dogville, sólo conduce a una causa que esta en el mal mismo. Grace ya no es el alma buena mistificada. Ella es solamente la extranjera, la excluida que desea hacerse admitir en la comunidad que la sojuzga antes de rechazarla. La desilusión y la pasión de Grace ya no dependen de ningún sistema de dominación por comprender y destruir. Dependen de un mal que es causa y efecto de su propia reproducción. Por eso, la única justicia que conviene, y que finalmente llega, es la limpieza radical que se ejerce contra la comunidad por el Padre de Grace, que no es otro que el rey de los Truhanes. En tiempos de Brecht se decía: solo la violencia ayuda allí donde reina la violencia. Hoy día diríamos: solo el mal retribuye el mal, tal seria la fórmula transformada, propia a los tiempos consensuales y humanitarios. Traduzcamos esto en el Léxico de George W. Bush: sólo la justicia infinita es apropiada a la lucha contra el eje del mal.


Es cierto que el término de justicia infinita ha hecho rechinar algunos dientes. Se ha dicho que era una mala elección. Pero pienso que ha sido muy buena. Es sin duda por la misma razón que la moral de Dogville provocó escándalo. Se le reprochó al filme su falta de humanismo. Este defecto de humanismo, sin duda reside en la idea misma de una justicia hecha a la injusticia. En este sentido, una ficción humanista sería una ficción que suprime esta justicia, borrando la oposición misma de lo justo y lo injusto. Esto es claramente lo que propone otro filme, Mystic River de Clint Eastwood(1). En este filme, el crimen de Jimmy, que ejecuta a su antiguo camarada Dave porque lo cree culpable del asesinato de su hija, queda impune. Queda como un secreto guardado en común por el culpable y por su compadre, el policía Sean. ¿Por que esto? Porque la culpabilidad conjunta de Jimmy y de Sean, excede lo que un tribunal puede juzgar. Fueron ellos cuando eran niños, quienes condujeron al pequeño Dave a sus arriesgados juegos callejeros. Fue por su causa que Dave fue detenido por unos falsos policías que lo violaron. Como consecuencia de ese trauma, Dave se convirtió en un adulto problemático, y sus comportamientos aberrantes lo designaron como culpable ideal para el asesinato de la joven.


Dogville transformaba una fábula teatral y política de los años treinta. Mystic River por su parte, transforma una fábula cinematográfica y moral de los años cuarenta: el escenario del falso culpable, ilustrado sobre todo en el cine por Hitchcock y por Fritz Lang. En ese escenario, la verdad enfrentaba la justicia falible de los tribunales y terminaba por vencer, al riesgo de reencontrar a veces otra forma de fatalidad. Pero hoy día el mal, a veces con sus inocentes y sus culpables, se ha convertido en trauma. Pero el trauma no conoce ni inocentes ni culpables. Es un estado de indistinción entre culpabilidad e inocencia. Es en el seno de esta violencia traumática que Jimmy mata a Dave, quien a su vez es víctima de un trauma consecutivo a su violación, cuyos autores sin duda, eran probablemente víctimas de otro trauma. En Lang o en Hitchcock, hace cincuenta años, el violento o el enfermo se salvaban por la reactivación de un secreto de infancia olvidado. Más, ese traumatismo de infancia llegó a ser el traumatismo del nacimiento, la simple desgracia que afecta a todo ser humano por ser un animal nacido demasiado pronto. Esta desgracia a la que nadie escapa, revoca la idea de una justicia hecha a la injusticia. Ella no suprime el castigo, pero suprime su justicia. Ella trae consigo los imperativos de la protección del cuerpo social, que siempre comportan más de un desplazamiento. La justicia infinita toma entonces la figura "humanista" de la violencia necesaria para mantener el orden de la comunidad, exorcizando el trauma.


En materia política, el trauma se llama claramente terror. Terror es una de las palabras maestras de nuestro tiempo. Es ciertamente la que designa una realidad de crimen y de horror que no podemos ignorar. Pero también es un termino de indistinción. Terror, designa los atentados del 11 de septiembre o del 11 de marzo del año 2004 en Madrid y la estrategia en la que se inscriben. Pero cada vez con más frecuencia, esa palabra también designa el choque que los acontecimientos produjeron en los espíritus, el temor a que tales acontecimientos se reproduzcan, el temor de violencias aún más impensables, la situación marcada por esas aprehensiones, la gestión de esta situación por los aparatos de Estado, etc. Hablar de guerra contra el terror es establecer una sola y misma cadena, desde los atentados hasta la angustia íntima que puede habitar en cada uno de nosotros. Lo que responde entonces al fenómeno del terror, es bien una justicia infinita, que ataca a todo lo que suscita o que podría suscitar el terror. Una justicia que no se detendrá jamás o que se detendrá cuando haya cesado el terror, que por definición no se detiene jamás en los seres sometidos al traumatismo del nacimiento. Al mismo tiempo, esta justicia infinita es una justicia que se ubica por encima de toda regla de derecho.


Estas dos historias del cine reseñan bastante bien el cambio de coordenadas que trato de resumir con la idea del viraje ético. El aspecto esencial de este proceso no es el retorno a las normas de la moral. Es, por el contrario, la supresión de la división que la palabra misma de moral implicaba. La moral implicaba la separación de la ley y del hecho. Implicaba, al mismo tiempo, la división de morales y derechos, es decir, la división entre las maneras de oponer el derecho al hecho. La supresión de esta división tiene un nombre: se llama consenso.


Consenso es una de las palabras claves de nuestro tiempo. Pero tendemos a minimizar su sentido. Algunos lo colocan en el acuerdo global de los partidos de gobierno y de oposición respecto a los grander intereses nacionales. Otros ven en él, más ampliamente un estilo nuevo de gobierno, dándole preferencia a la discusión y a la negociación para resolver el conflicto. Pero el consenso significa mucho más: significa un modo de estructuración simbólica de la comunidad, que evacua el corazón mismo de la comunidad política, es decir, el disenso. En efecto, la comunidad política, en sentido propio, es una comunidad estructuralmente dividida, no solamente dividida en grupos de interés o de opiniones, sino respecto a si misma: un pueblo político no es nunca la misma cosa que la suma de una población. Siempre es una forma de simbolización suplementaria respecto a toda cuenta de la población. Y esta forma de simbolización es siempre una forma litigiosa. La forma clásica del conflicto político opone varios pueblos en uno solo: hay un pueblo inscrito en las formas existentes del derecho y de la constitución, hay otro que esté encarnado en el Estado, y hay el que el derecho ignora aún y al que el Estado no reconoce el derecho. El consenso es la reducción de esos pueblos a uno solo, idéntico a la cuenta de la población y de sus partes.


Colocando el pueblo en la población, el consenso trae consigo también el derecho al hecho. Su trabajo es tapar todos los intervalos entre derecho y hecho, por los cuales el derecho y el pueblo se dividen. La comunidad política es, así, tendencialmente transformada en comunidad ética, es decir, en comunidad de un solo pueblo, donde todo el mundo supuestamente cuenta. Esta cuenta choca solamente con un resto problemático, al que denomina excluido. Pero hay dos maneras de plantear la exclusión misma. En la comunidad política, el excluido es un actor conflictivo, que se hace incluir como sujeto suplementario, portador de un derecho no reconocido o testigo de la injusticia del derecho existente. En cambio, en la comunidad ética, este suplemento ya no tiene lugar de ser, porque todo el mundo esta incluido. El excluido, entonces, no tiene estatuto. Por un lado, es simplemente el enfermo, el retardado, a quien la comunidad debe tender una mano que lo socorre. Por otro lado, se convierte en el otro radical, aquel que nada separa de la comunidad, salvo el simple hecho de ser extranjero en ella, y que por tanto la amenaza al mismo tiempo en cada uno de nosotros. La comunidad nacional despolitizada se constituye, entonces, como la pequeña sociedad de Dogville, en la duplicidad entre el servicio social de proximidad y el rechazo absoluto del otro.


A esta nueva figura de la comunidad nacional corresponde un nuevo paisaje internacional. La ética forma de lo humanitario y luego bajo la justicia infinita ejercida contra el eje del mal. Lo ha instaurado a través de un mismo proceso de indistinción creciente, de hecho y de derecho. En el escenario internacional, este proceso se traduce por el desvanecimiento tendencial de los derechos humanos. Sin embargo, este desvanecimiento ha operado por un desvío, por la constitución de un derecho que va más allá de todo derecho, el derecho absoluto de la victima. Esto implica un vuelco significativo de lo que es, de cierto modo, el fundamento de los derechos humanos. Estos han sufrido en veinte años, una transformación significativa. Víctimas durante mucho tiempo de la sospecha marxista, rejuvenecieron en los años ochenta del siglo pasado con los movimientos disidentes de la Europa del Este. Y la caída del sistema soviético durante los años `90, pareció abrir la vía de un mundo donde los consensos nacionales se prolongarían en un orden internacional fundado en esos derechos. Esta visión optimista fue rápidamente desmentida por la explosión de nuevos conflictos étnicos o de nuevas guerras de religión. Los Derechos Humanos habían sido el arma de los disidentes del Este, cuando oponían otro pueblo a aquel que el Estado pretendía encarnar. Estos derechos se convierten ahora en los derechos de las poblaciones víctimas de las nuevas guerras étnicas, de individuos expulsados de sus casas destruidas, de mujeres violadas o de hombres masacrados. Se convierten en los derechos específicos de todos aquellos que están incapacitados de ejercer sus derechos. En consecuencia, o bien estos derechos ya no son nada, o bien, se convierten en derechos absolutos; derechos absolutos de los sin derecho que exigen una respuesta, ella misma absoluta, por encima de cualquier norma jurídica formal.


Pero, por supuesto, éste derecho absoluto del sin derecho, solo puede ser ejercido por un otro. Es a esta transferencia a la que primero se llamó derecho de injerencia y luego guerra humanitaria. Solo, posteriormente, en un segundo momento, la guerra humanitaria se convirtió en la justicia infinita ejercida contra un enemigo invisible y omnipresente que vendría a amenazar al defensor del derecho de las víctimas en su propio territorio. El derecho absoluto se identifica, entonces, con la simple exigencia de seguridad de una comunidad de hecho. La guerra humanitaria deviene así la guerra sin fin contra el terror: una guerra que no es una, porque no es mas que un dispositivo de protección infinita, el mismo parte integrante del trauma elevado a rango de fenómeno de civilización.


Lo que se opone al mal del terror es, o bien, un mal menor, la simple conversación de lo que hay, o bien, una salvación que vendría de la radicalización misma de la catástrofe.


Este vuelco del pensamiento se instaló en el corazón del pensamiento filosófico en sus dos formas mayores: ya sea la afirmación de un derecho del Otro, fundamento que funda filosóficamente los ejércitos de intervención, o bien, la afirmación de un estado de excepción que hace inoperantes a la política y al derecho, dejando solo la esperanza de una salvación mesiánica surgida del fondo de la desesperanza. La primera posición ha sido bien resumida por Jean-Francois Lyotard, en un texto que justamente se citula The Other's Rigths(2). Este texto, escrito en 1993, respondía a una pregunta planteada por Amnistía Internacional: ¿Qué ocurre con los derechos humanos en el contexto de la intervención humanitaria? En su respuesta Lyotard le daba a los "derechos del otro", una significación que aclara bien lo que quiere decir el viraje ético. Los derechos del hombre, explicaba, no pueden ser los derechos del hombre en tanto hombre, los derechos del hombre desnudo. Era ya el argumento de Burke, de Marx o de Hannah Arendt. Ellos habían explicado que el hombre desnudo, el hombre apolítico es un hombre sin derecho. El hombre debe ser algo más que un hombre para tener derechos. Históricamente, este otro que el hombre, se llamo ciudadano. Y la dualidad del hombre y del ciudadano alimentó dos cosas. Por una parte, la crítica de la duplicidad de esos derechos, y la acción política que, por otra parte, instalo dichos disensos en la separación misma del hombre y del ciudadano. Pero en el tiempo del consenso y de la acción llamada humanitaria, esto otro más que el hombre sufrió una mutación radical. Ya no es más el ciudadano que se agrega al hombre, es el inhumano que lo separa de él mismo. En efecto, en esas violaciones de los derechos del hombre que se acusa de inhumanas, Lyotard, ve la consecuencia del desconocimiento de un otro "inhumano", de un inhumano de alguna manera constitutivo, podríamos decir. Este "inhumano" es la parte de nosotros que no controlamos, indefensión de la infancia, ley del inconciente, relación de obediencia hacia un Otro absoluto. Lo Inhumano es esta radical dependencia del humano, frente a un absolutamente otro que él no puede manejar. El "derecho del otro", es entonces el derecho de testimoniar de esta sumisión a la ley del otro. Segtin Lyotard, la violación de este derecho comienza con la voluntad de manejar lo inmanejable. Esta voluntad habría sido el sueño de las Luces y de la Revolución, y el genocidio nazi la habría cumplido exterminando al pueblo cuya vocación es dar testimonio de la necesaria dependencia frente a la ley del Otro. Esta voluntad se mantendría todavía hoy bajo las formas suaves de la sociedad de la comunicación y de la transparencia generalizadas.


De éste modo, dos rasgos caracterizan el viraje ético. Primero, es una reversión del curso del tempo: el tiempo volcado hacia el fin a realizar —progreso o emancipación—, es reemplazado por el tiempo tornado hacia la catástrofe que esta detrás de nosotros. Pero, también, el viraje ético es una nivelación de las formas mismas de la catástrofe que se invoca. La exterminación de los Judíos de Europa aparece entonces, como la forma manifiesta de una situación que caracteriza muy bien lo ordinario de nuestra existencia democrática y liberal. Es lo que resume la fórmula de Giorgio Agamben: el campo es de nomos de la modernidad, es decir, su lugar y su regla(3). A diferencia de Leotard, Agamben no funda ningún derecho del Otro. Denuncia la generalización del estado de excepción y apela a una salvación mesiánica venida del fondo de la catástrofe. Par tanto su análisis resume bastante bien lo que yo denomino viraje ético. En efecto, el Estado de excepción es un estado que indiferencia verdugos y víctimas, tal como hace equivalente lo extremo del crimen del Estado nazi y lo ordinario de la vida de nuestras sociedades. El verdadero horror de los Campos, dice Agamben, todavía más que la cámara de gas, es el partido de fútbol que oponía en las horas vacías a los SS y los judíos de los sonderkommandos(4). Y este partido se reinicia cada vez que nosotros prendemos la televisión para ver un partido de fútbol. Todas las diferencias se borran así en la ley de una situación global. Esta aparece entonces como el cumplimiento de un destino ontológico que no deja ningún lugar al diseño político y solo espera como salvación una improbable revolución ontológica.


Esta desaparición tendencial de las diferencias de la política y del derecho en la indistinción ética, define también, un cierto presente del y de la reflexión estética. Lo mismo que la política se borra con el par del consenso y de la justicia infinita, el y la reflexión estética tienden a redistribuirse en una visión que consagra al al servicio del lazo social y otra que lo consagra al testimonio interminable de la catástrofe.


Los dispositivos por los cuales él , hace algunas décadas, quería atestiguar de la contradicción de un mundo marcado por la opresión, tienden hoy día a testimoniar en su lugar de una común ética. Comparamos por ejemplo dos obras que a treinta años de distancia explotan la misma idea. En el tiempo de la guerra de Vietnam. Chris Burden había creado lo que llamaba su "Otro memorial", memorial dedicado a los muertos del otro lado, es decir, a los miles de víctimas vietnamitas sin nombre y sin monumento. Sobre las placas de bronco de su monumento, les había dado nombres a esos anónimos: nombres de consonancia vietnamita, de otros anónimos que había recopilado al azar en las guías de teléfonos. Pero, treinta años después Christian Boltanski presentaba una instalación titulada: Les Abonnés du telephone, un dispositivo constituido por dos grandes estantes que contenían guías del mundo entero y por dos largas mesas, donde los visitantes podían sentarse para consultar a su gusto, una u otra de esas guías. La instalación de hoy día reposa, entonces, en la misma idea formal que el contra-monumento de ayer. Pero su sentido ha cambiado completamente. Ayer, se trataba de devolverle un nombre a quienes la fuerza de un Estado había privado de su nombre y de su vida. Hoy día los anónimos son, simplemente, como lo dice el artista, “especímenes de humanidad", con los cuales nos encontramos vinculados en una gran comunidad. De una manera significativa, esta instalación estaba incluida en una exposición que fue presentada en el año 2000 en Paris con el titulo: Voilà. Le monde dans la tete(5). Dicha exposición, buscaba reunir testimonios de un siglo de historia común. Así, saliendo de la sala de Boltanski, el visitante encontraba una instalación Sonora de On Kawara, que le hacia escuchar la enumeración de algunos de los últimos cuarenta mil años. Más lejos, Flans Peter Feldmann, le presentaba las fotografías de cien personas, de uno a cien años. Más allá, un escaparate de fotografías de Fischli y Weiss, le hacía ver un Monde visible, similar a las fotos de vacaciones de nuestros álbumes de familia, etc., etc.


Todas esas instalaciones jugaban entonces sobre lo que treinta años antes había sido el resorte de un crítico: la introducción sistemática de objetos y de imágenes del mundo profano en el templo del arte. Pero el sentido de esta mezcla, ha cambiado radicalmente. Antes, el encuentro de elementos heterogéneos buscaba resaltar las contradicciones de un mundo dominado por la explotación y quería cuestionar el lugar del y de sus instituciones en ese mundo conflictivo. Hoy día la unión de elementos heteróclitos se afirma como la cooperación positiva de un arte que archiva y testimonia de un mundo común. Esta unión se inscribe entonces en la perspectiva de un marcado por las categorías del consenso donde se trata de devolver el sentido perdido de un mundo común o reparar las fallas del lazo social. Puede que esta búsqueda se exprese directamente, por ejemplo, en el programa de lo que se denomina arte relacional, que quiere sobre todo crear situaciones de proximidad, propicias a la elaboración de nuevas formas de lazos sociales. Pero ella se hace sentir más considerablemente, en el cambio de sentido que afecta a los mismos procedimientos utiliza dos con distancia por los propios artistas. Así es como ya en los años sesenta, un cineasta como Godard recurría sistemáticamente al collage de elementos aparentemente sin relación. Pero lo hacía en forma de choque de elementos heterogéneos. Por ejemplo, el choque entre el mundo de la "gran cultura" y el mundo de la mercancía: en Le mepris era I´odysée filmada por Fritz Lang y el cinismo brutal del productor, en Pierrot le fou era 1´histoire de I´art de Elie Faure y la publicidad para las fundas Scandale, etc,. etc. Treinta años después, las Histories du cinema todavía se fundan en ese collage sistemático de elementos heterogéneos. Pero el procedimiento ha cambiado completamente de sentido, ya no es polémico sino fusional. Ahora, Godard mezcla las imágenes de los muertos filmados por Georges Stevens en Ravensbrück, con otros planos del mismo cineasta sacados del filme Une place au soleil, que nos muestra a una Elizabeth Taylor radiante y asocia esas imágenes con una Marie-Madeleine sacada de los frescos del Giotto.

Hace treinta años un mal montaje, habría denunciado el compromiso del gran europeo y la felicidad americana con la exterminación olvidada, un poco a la manera de los fotomontajes de Martha Rosier, que confrontaban las imágenes del consumo americano, con los horrores de la muerte en Vietnam. Pero en las Histories du cinema, Godard les otorga un sentido completamente distinto: para él, filmando los muertos de los campos, Stevens ha redimido al cine de su ausencia en los lugares de la exterminación. Él ha reconquistado y transmitido un poder redentor de la imagen instituyendo un mundo de co-presencia.


Es así que, por un lado, los dispositivos artísticos polémicos, tienden a desplazarse y devienen testimonios de la participación en una comunidad indistinta. Pero, por otro lado, la violencia polémica de ayer tiende a tornar una nueva figura. Ella se radicaliza en testimonios de lo irrepresentable y del mal, o de la catastrote infinita.


Lo irrepresentable es la categoría central del viraje ético en la estética, como el terror lo es en el plano político, porque el también es una categoría de indistinción entre el derecho y el hecho. En la idea de lo irrepresentable dos nociones están efectivamente confundidas: una imposibilidad y una prohibición. Declarar que un sujeto es irrepresentable para los medios del , es de hecho decir cosas muy diferentes. Puede querer decir que los medios específicos de un no son apropiados a esa singularidad. Era en el siglo XVIII, el gran argumento de Laocoon de Lessing: El sufrimiento de Laocoon de Virgilio, era irrepresentable, intraducible en esculturas, porque el realismo visual de la escultura le quitaba su dignidad al personaje y su idealidadal al arte. Dicho de otro modo, el extremo sufrimiento pertenecía a una realidad que estaba, por principio, excluida del arte de lo visible.


Manifiestamente no es eso lo que se quiere decir cuando se ataca, por ejemplo, la serie americana Holocausto en nombre de lo irrepresentable. Lo que se recusa, es el empleo mismo de cuerpos ficcionales que imitan a los verdugos y a las víctimas de los campos. Esta imposibilidad encubre de hecho una prohibición. Pero esta misma prohibición mezcla dos cosas: una proscripción que recae sobre el acontecimiento y una proscripción que recae sobre el arte. En efecto, por un lado se dice que lo que ha tenido lugar en los campos de exterminio prohíbe que se proponga una imitación para goce estético. Pero, por otro lado, se dice que el acontecimiento inaudito de la exterminación, apela a un arte nuevo, a un arte de lo irrepresentable. Y se establece entonces una línea recta desde el Carré noir de Malevitch, firmando la muerte de figuraci6n pictórica y el filme Shoah de Claude Lanzmann, tratando de lo irrepresentable de la exterminación.


Pero, ¿que es lo que entendemos realmente por "irrepresentable"? Shoah es un filme que presenta, como todos los otros filmes, personajes y situaciones. El filme comienza por mostrarnos un río que serpentea en las praderas, con una barca que se desplaza al ritmo de una canción nostálgica. El realizador introduce esta escena pastoral con una frase provocadora, que afirma el carácter ficcional del filme: "Esta historia, nos dice, comienza en nuestros días al borde del río Ner en Polonia". Entonces, lo irrepresentable alegado, no puede significar la imposibilidad de usar la ficción para dar cuenta de la exterminación. Esto nada tiene que ver con el argumento del Laocoon, que reposaba en la distancia entre presentación real y representación artística. Al contrario, es porque nada separa ya la representación ficcional de la presentación de lo real, que el problema se plantea. El problema no es saber si se puede o se debe o no representar, sino que se quiere representar y que modo de representación se elige para este fin. Pero el rasgo esencial del genocidio para Lanzmann, es la separación entre la racionalidad perfecta de su ejecución y una inadecuación de toda razón explicativa de esta programación. El genocidio es perfectamente racional en su ejecución, pero esta misma racionalidad no depende de ninguna coordinación racional suficiente. Es esta separación entre dos racionalidades la que hace inadecuada la ficción del tipo Holocausto. Ella nos muestra la transformación de personas ordinarias en monstruos y de ciudadanos respetados en desechos humanos. Tal lógica esta destinada a olvidar al mismo tiempo la singularidad de la racionalidad de la exterminación y la ausencia fundamental de razón. En cambio, otro tipo de ficción aparece perfectamente apropiada para este fin. para la "historia" que Lanzmann quiere contar: la ficción encuesta, donde un Clime como Citizen Kane es el prototipo: la forma de narración que se da en torno a un acontecimiento, o a un personaje incomprensible, y que se esfuerza por conocer su secreto, a riesgo de solo en contrar la vacuidad de la causa, o la ausencia de sentido del secreto.


Shoah no se opone a Holocausto como un arte de lo irrepresentable a un arte de la representación. La ruptura con la representación clásica, no es el advenimiento de un de lo irrepresentable. Por el contrario, es la supresión de cada frontera que se limita a los sujetos y los medios de la representación. Por eso, es posible mostrar la exterminación de los judíos sin deducirla de alguna motivación atribuible a personajes o a alguna lógica de situaciones. Se trata de representar el exterminio sin mostrar cámaras de gas, escenas de exterminio, verdugos, o víctimas. Esta sustracción no significa una imposibilidad de representar. Significa, por el contrario, una multiplicación de los medios de representación.


Entonces, para alegar un de lo irrepresentable hay que hacer venir aquello irrepresentable desde otra parte que desde el arte mismo. Hay que hacer coincidir lo prohibido y lo imposible, lo que supone un doble golpe de fuerza. Por un lado, hay que poner en el arte la prohibición religiosa. Hay que transformar la prohibición de representar al dios de los judíos, en imposibilidad de representar la exterminación. Por otro lado, hay que transformar el plus de representación en su contrario: un defecto o una imposibilidad de la representación. Ello supone una construcción del concepto de modernidad artística, que aloje lo prohibido en lo imposible, haciendo de todo el arte moderno un arte constitutivamente de dicado al testimonio de lo irrepresentable.


Hay un concepto que ha servido masivamente a esta operación: es el concepto de lo sublime. Este es, en efecto, en Kant, el concepto de una imposibilidad. La experiencia de lo sublime para él, es la experiencia de una desproporción, de una incapacidad de la imaginación para ponerse a la medida de un sensible de excepción -de una grandeza excepcional o de un poderío terrible. Esta desproporción propia a lo sublime se ofrece entonces como concepto de un arte de lo impresentable. El autor que ha desarrollado particularmente esta idea es una vez más Lyotard. En los textos que reunía bajo el título de L'inhumain,(6) define la tarea de las vanguardias artísticas en una sola exigencia: testimoniar que existe lo impresentable. Para él, dicha tarea se resume en el concepto de lo sublime que aparece así como el concepto mismo del arte moderno.


El problema, es que para ello debe invertir el sentido mismo del concepto de sublime. Debe identificar de partida, el juego de las operaciones del arte a una dramaturgia de la exigencia imposible. Pero esta dramaturgia supone que revirtamos la esencia misma del sublime kantiano. En efecto, en Kant la facultad sensible padecía los límites de su poder, su falla abría el campo a la ilimitación de la razón y marcaba al mismo tiempo el pasaje de la esfera estética a la esfera moral. Pero Lyorard hace de este pasaje fuera del pasaje del arte, la ley misma del arte. Pero lo hace al precio de invertir los roles. Ya no es más la facultad sensible que fracasa al obedecer las exigencias de la razón. Inversamente, es el espíritu que queda en problemas, obligado a obedecer la tarea imposible de aproximarse a la materia, de aprehender la singularidad sensible. Pero esta relación con la materialidad sensible se transforma inmediatamente en Lyotard en experiencia de una dependencia radical. Luego de haber hecho un inventario de las singularidades materiales a las que se enfrenta el arte Lyorard las lleva a todas a una sola y misma experiencia. Todas designan, nos dice, el acontecimiento de una pasión, de un padecer al que el espíritu no habría estado preparado y del cual sólo conserva el sentimiento de una deuda oscura. Todas atestan uniformemente la dependencia del espíritu que no se pone en movimiento sino por un choque sensible inmanejable.


Así, mientras que lo sublime en Kant introducía el espíritu en el plano estético a la ley moral de la autonomía, en Lyorard inversamente introduce la experiencia ética fundamental que es la experiencia de una dependencia. Esto es lo que significa la transformación "ética" del sublime kantiano: la transformación conjunta de la autonomía estética y de la autonomía moral en una sola y misma ley de heteronomía. La tarea de las vanguardias artísticas viene a ser la repetición del gesto que inscribe el choque, a la manera del rayo de color que atraviesa la tela de Barnert Newman, y entonces la tarea de la vanguardia es testimoniar de la deuda infinita del espíritu, frente a una ley que es tanto del orden del Dios de Moisés como de la ley del inconsciente. El hecho de la resistencia de la materia deviene la sumisión a la ley del otro, pero solo que esta ley del otro, es a su vez la sumisión a la condición del ser tornado demasiado rápido.


Esta visión de la tarea del moderno es extrema y paradojal, pero justamente esta división extrema nos obliga a poner nuevamente en cuestión los análisis dominantes de su evolución. Estos análisis dominantes oponen al paradigma modernismo de la autonomía del arte, un paradigma post-moderno, que habría borrado la frontera entre el gran arte y el popular, la obra única y la infinidad de sus reproducciones, la realidad y el simulacro, las formas del arte y las imágenes de la vida mercantil.

Pero, esta oposición simplista, creo, impide comprender las transformaciones del presente. Ella olvida que el modernismo mismo, no ha sido más que una larga contradicción entre dos políticas estéticas opuestas, pero opuestas a partir de un mismo centro común, que vincula la autonomía del arte con la anticipación de una comunidad por venir, ligando entonces esta autonomía a la promesa de su propia supresión.


Es preciso recordar, en efecto, que la estética como régimen nuevo de identificación del arte, nació en el tiempo de la Revolución francesa, y que su advenimiento significó en esa época, dos revoluciones de apariencia contradictoria, pero sin embargo solidarias. Por un lado, el momento estético significó la construcción de una esfera de experiencia específica propia al arte. Pero, por otro, lado significó la supresión de cualquier criterio que diferenciara los objetos del arte con los otros objetos del mundo. Al mismo tiempo significó simultáneamente la autonomía del mundo del arte y la visión de ese mundo como prefiguración de una otra autonomía, la de un mundo común liberado de la ley y de la opresión.


La estética de lo sublime de Lyotard, resume justamente este cambio total. Como Adorno, apela a la vanguardia para retrazar indefinidamente la separación entre las obras propias del arte y las mezclas impuras de la cultura y la comunicación. Empero, esta apelación ya no es para preservar una promesa de emancipación. Por el contrario, es para atestiguar indefinidamente de la alienación inmemorial que hace de toda promesa de emancipación, una mentira realizable tónicamente bajo la forma del crimen infinito y a ese crimen infinito, el arte imagina responder con una "resistencia" que no es sino el trabajo infinito del duelo.


La tensión histórica de dos figuras de la vanguardia tiende así a desvanecerse en ese par ético de un arte de la proximidad dedicado a la restauración del lazo social, y un arte testimonio dedicado a atestar la catástrofe irremediable que está en el origen mismo de ese lazo. Esta transformación reproduce exactamente aquella otra que ve desvanecerse la tensión política de derecho y de hecho, en el par del consenso y de la justicia infinita. Siguiendo esta transformación, estaríamos tentados en decir que el discurso ético contemporáneo no es más que el sitio de honor que se le da hoy a las nuevas formas de la dominación. Sin embargo, olvidaríamos con ello un punto esencial. Si la ética soft del consenso y del arte de la proximidad, es la acomodación de la radicalidad de ayer a las condiciones actuales, la ética hard del mal infinito y de un dedicado al duelo interminable, aparece como el estricto vuelco de esta radicalidad. Lo que permite este vuelco es la concepción del tiempo, que la radicalidad ética de hoy ha heredado de la radicalidad modernista de ayer, quiero decir, la idea de un tiempo cortado en dos por un acontecimiento radical.


Durante largo tiempo, este acontecimiento radical fue el de la revolución por venir. En el viraje ético, esta orientación del tiempo se ha revertido estrictamente: ella ordena la historia en un acontecimiento radical, que ya no la corta más por delante, sino por detrás de nosotros. Si el genocidio nazi se instaló en el centro del pensamiento filosófico, estético y político, cuarenta o cincuenta años después del descubrimiento de los campus, no es solamente en razón del silencio de la primera generación de sobrevivientes. El ha tomado este lugar, aproximadamente en 1989, es decir, en el momento de la caída de los últimos vestigios de esa revolución que hasta ahora había vinculado la radicalidad política y estética con un corte histórico del tiempo. Es decir que el genocidio tomó el lugar del corte del tiempo necesario a dicha radicalidad, incluso invirtiendo su sentido, transformándola en catástrofe va advenida y dónde solo un Dios podría salvarnos, según la nueva fórmula heideggeriana que tanto se repite hoy.


En conclusión, no quiero decir que la política y el arte estarían en la actualidad enteramente sometidos a esta visión que llamo ética. Lo que denomino viraje ético, justamente, no es una fatalidad histórica de la política y de la estética hoy. Pero lo que lo caracteriza, es su capacidad de recodificar y de invertir las Formas de pensamiento y las actitudes que apuntaban ayer a un cambio político o artístico radical. Lo que llamo viraje ético, no es el simple apaciguamiento de los disensos de la política y del en el orden consensual. Es más bien la forma extrema que coma la voluntad de absolutizar esos disensos. Así, el rigor modernista que quería purificar el potencial emancipador del arte, de todo compromiso con la vida estetizada, y el comercio cultural, deviene hoy día la reducción del arte testimonio ético sobre la catástrofe infinita. De este modo, la autonomía de la ley moral se convierte en la sumisión ética a la ley del Otro. Los derechos del hombre devienen privilegio del vengador. El purismo político deviene legitimación del orden consensual y la epopeya de un mundo cortado en dos, deviene la guerra contra el terror. El elemento central de este retorno es una cierta teología del tiempo, es la idea de la modernidad como de un tiempo que estuvo dedicado al cumplimiento de una necesidad interna, ayer gloriosa y hoy día desastrosa. Es la concepción de un tiempo cortado en dos por un acontecimiento fundador o un acontecimiento por venir.


Si queremos salir de la configuración ética de hoy, lo que precisamos es devolver a su diferencia las invenciones de la política y del arte, eso también quiere decir, justamente, recusar el fantasma de sus purezas, quiere decir devolver a esas invenciones de la política y del arte su carácter de cortes siempre ambiguos, precarios y litigiosos. Este trabajo supone en todo caso una condición esencial, que es sustraer las invenciones de la política y del a toda teología del tiempo, a todo pensamiento de trauma original o de salvación por venir.
Muchas gracias por su paciencia.

 

 

Notas

(1) En Chile este film fue estrenado bajo el título de Río místico (N. T.)
(2) Jean-Francois Lyotard, "Los derechos de los otros", Stephen Shute y Susan Hurley (eds.), De los derechos humanos. Las conferencias Oxford Amnesty de 1993, trad. Hernando Valencia, Madrid, Trotta, 1998, pp.137-145 (N. T.)
(3) Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, trad. Antonio Gimeno Cuspidera, Valencia, Pre-Textos, 1998. (N. T.)
(4) Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo, trad. Antonio Gimeno Cuspidera, Valencia, Pre-Textos, 2000, p.25 (N.T)
(5) He aquí, el mundo de cabeza (N. T.)
(6) Jean-Francois Lyotard, Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo, trad Horacio Pons, Buenos Aires, Manantial, 1998. (N. T.)

Bibliografía

Libros en francés

La haine de la démocratie, París, La Fabrique, 2005,
LÉspace des mots. De Mallarmé à Broodthaers, Paris, Musée des Beaux-Arts de Nantes, 2005,
Chroniques des temps consensuels, París, Gallimard, 2004,
Marcell Broodthaers (obra colectiva), Paris, Images en manoeuvre, 2004.
Malaise dans l'esthétique, París, Gallimard, 2004 (nueva edición, aumentada).
Le maïtre ignorant. Cinq lecons sur I'emancipation intelectualle, París, 10-18, 2004.
Le destint des images, París, La Fabrique, 2003.
Les scénes du peuple (Les Révoltes Logiques 1975-1985), París, Horlieu, 2003.
La fable cinématographique, París, Seul, 2001.
L'inconscient esthétique, París, Galilée, 2001.
La partage du sensible. Esthetiqué et politique, París, La Fabrique, 2000.
La chair des mots. Politiques de l'éscriture, París, Galilée, 1998.
La parole muette. Essai sur les contradictions de la littèrature, París, çhachette, 1998.
La nuit des prolètares, París, Hachette, 1997 (nueva edición).
Mallarmè. La politique de la sirène, París, Hachette, 1996.
Arret sur histoire ( con Jean-Louis Coolli), París, Éditions du Centre Georges Pompidou, 1996.
La mésentente. Politique et philosophie, París, Galilée, 1995.

 

 



Santiago de Chile, 11 de abril, 2005.