Mauricio Tenorio

Párrafos de la ciudad

J’ai vu dans les villes
Des damnés serviles

Marguerite Yourcenar, Le visionnaire

 

I

 

Uno. Llueve sobre el asfalto de una tarde de julio. No hay verde y campo en el domingo de este valle. Deambulo entre las líneas que son uniones de las masas pesadas de concreto; los pies palpan las rugosidades e imperfecciones de un suelo rajado por las venas de árboles: piso los respiraderos de un mundo que abajo muere. Debajo está el valle sin bordes, el que tuvo a la ciudad domada, acorralada por el campo. Hasta aquí, no más ciudad, no más campo.

Arriba veo mojarse a un mundo entero que no remata y vuelve a reiniciar cada esquina. Mis pisadas repasan los pasos del nadie en particular que, en historia, es la procesión de todos los que fueron. Aquí van mis pies al compás acelerado de pares y pares de piernas, extremidades de un solo semblante: el de esta ciudad mojada en julio.

Dos. Llueve y no escaparemos al ataque. Húmedos, todos los rostros somos iguales. No hay en realidad presencia individual, porque no hay posibilidad de ser alguien. Estamos todos, pero aquí no caben nombres. Ni el de los que huyen y me rebasan heridos por la lluvia, ni el de las parejas que roban a la lluvia el claro contorno de sus cuerpos. Ni el de las interminables calles y sus vueltas y regresos, ni el de los miles de escondrijos que uno cree inviolados y anónimos, ni el de las casas que dejan ver sus luces y sus gentes, ni el de los ojos vigilantes de los edificios que nos ven siempre por arriba del hombro. La ciudad es un vocablo tan terminante como el de "vida" o "muerte". Hoy en la ciudad nada puede tener nombre, a no ser "ciudad de México", "tarde", "domingo" o "julio".

Tres. El agua corre entre las coyunturas de lo que empapa. Se cuela entre las adherencias de los hombres y mujeres como entre las uniones de los tiempos. Hoy que veo llover la calle, en verdad se está mojando la villa de nativos y sus piedras aborígenes erguidas en arcos coloniales, los cuales a su vez sorben la humedad, ganando vida para su pasado y su presente. Los muros de hoy se humedecen, pero los de ayer reviven. Llueve en estas piedras y en este asfalto: se están mojando ciudades y hombres sobrepuestos. Llueve sobre la tarde de todos los julios, entre los viejos y nuevos veranos, pero tanta agua acontece únicamente este domingo.

Cuatro. ¿Quién puede mantenerle la vista a los sollozos de esta lluvia? Cabizbajos vemos el cielo caerse. Es seguro: nada quedará en pie; arrodillada quedará la ciudad ante la lluvia. Sin embargo, sobrevivimos y se nos da ver el asomo del sol sobre las crespas de la ciudad. Mis ojos, miopes por la historia vista y la leída, procuran observar cara a cara el desconsuelo, inasequible y risueño, del fin de la tormenta. Buscan cobrarle afecto a todo, hacerles ver a los reflejos de la luz, que somos, ellos y yo, apego. Esta camaradería es también tristeza. Angustia de quienes hemos hecho un mapa de la ciudad tan grande como todo lo que de ella conocemos; tan exacto como el cúmulo de datos proporcionados por las evocaciones insalvables que vienen a cuento en cada célula del tejido citadino. La ciudad petrifica la nostalgia. Veo la tarde y su lluvia, pero la veo también acontecer, morir y dejar en la intersección de estas dos calles, de este árbol, de esta alcantarilla y de esta luz, la huella imborrable de su paso. En esta esquina, ya siempre será domingo, lluvia y verano.

Cinco. Dicen, no obstante, que la ciudad tiene fin. Que después de todo es espacio y tiempo; tiene adentro y afuera, antes y después: suma presencias y no ignora las ausencias. Esta lluvia no sabrá de tu cabello corto, ni tus ojos vivos verán estos ríos fugaces correr y perderse tragados por las cloacas. Tus pies no marcarán el paso de este asfalto, y nunca sabrán nada de ti ni esta tarde, ni su julio. Tus rasgos se sobreponen a la cara de la urbe, pero ¿quién lo advierte? Nadie ni nada saben que no estás, que te extraño. Pero toda la ciudad mojada y atardecida –esta estridente tristeza de domingo– es una con el dolor de la falta. Para mí que esta tormenta no sabe por quién llueve más, si por este julio o por la ausencia. La ciudad es todo, y aun quien me hace falta, sin estar, es esta tarde y su melancolía.

 

II

 

Camino la urbe –liturgia moderna– e introduzco mi memoria en intrincados tejidos de reminiscencias. Mis propios tiempos y episodios se mezclan con los de la ciudad que me abarca. Una esquina franqueada por una casa porfiriana, un parque fingido entre dos edificios, es en realidad el recuerdo de las tardes de sábado y domingo, la adolescencia, el amigo y su tumba prematura, forzada por la ciudad que en un enojo derribó todo. Esto es mi recuerdo. Pero las grandes casonas de la colonia Roma, los paseos de fines de siglo, las mutaciones impuestas por un terremoto, no son lembranzas mías sino de esta ciudad. Esa casa, el portón y los altos techos, es la cima que asoma de una ciudad sumergida. El parque creado por la caída de un edificio, es la parte que quedará debajo de la ciudad que hoy o mañana sorprenderé encaramándose sobre mi propio mapa.

Cuando aquí circulo pierdo la noción de dirección y destino. La ciudad es un cúmulo de inconscientes conjeturas. Asumimos que numerosas casualidades cumplen sus funciones mientras caminamos, como la ciudad misma da por hecho que nosotros cumplimos una función y que nos dirigimos hacia algún lado. Tanto damos por hecho, que no reparo en el acto mismo de estar caminando; muy bien podrían mis pasos no apurarse en dirección alguna, sino sólo inaugurar aquís y allás por sentir el permutar de panoramas. Con todo, llego a un puerto final porque como todo y todos aquí he de cumplir cierta faena. Hoy he regresado a Tlatelolco. En un convento del siglo XVIII me siento a la ironía de leer los papeles que escribieron hombres de principio de la era Remington, para ser leídos en la bóveda de este convento de frailes que creyeron en la utopía de una iglesia indiana. Frailes que desapilaron las piedras de los indios para apilarlas en la forma del pesado edificio que hoy me contiene. No sorprende que afuera haya muestras de viejos y nuevos apilos. Pero ¿qué parte de este entretejido de tiempos y destinos es la que yo leo? Los cronistas oficiales han hecho de ésta "la plaza de las tres culturas". Cómoda manera de darse un lugar privilegiado en estas tramas: la cuarta, la final, la buena cultura. Sólo esta tierra sabe cuántas ciudades encima. El convento está inerte, como si toda una ciudad colonial fuera su cimiento. No sé calcular cuántas ciudades caben bajo mi pie en Tlatelolco, pero sé que la mía, la que me inventó el paisaje formado en la caminata hasta este punto, la de la vida hasta aquí, es sólo otra villa sobre la que otro pie ya se posa, como leyendo el acto mismo en que yo reviso estos papeles.

El lenguaje a veces nos confina. Si quisiera transcribir los sonidos que aquí atrapo, no habría nomenclatura suficiente, ni gramática posible, para poner en papel cada uno de ellos y su ocurrencia simultánea. Hay ruidos tan obvios como el de los motores, que las historietas de infancia nos acostumbraron a imaginar con sonoras y adheridas erres. Están también las voces y los gritos combinados de hombres, autos, perros y camiones. Las voces en cascada no tienen sentido más que cuando, como en un delirio febril, abstraemos del universo de los ruidos dos o tres voces. Lo que más impresiona es que esta ciudad canta: a cada santiamén le pone música. Las calles, las esquinas, las casas, los autos, los hombres y mujeres se cargan de su especial resonancia. Oigo las estrofas de viejas, muy viejas, y de nuevas tonadas, y es imposible no saberlas. Reparo en los versos que van hilando las canciones, y cuesta creer que todos sufrimos del mismo éxtasis de amor y desamor. Me convierto en el actor de los papeles que me asignan las estrofa; voy hipnotizado por la ciudad y convencido de lo cabal de mi súplica ("¡Ay!, Fefita, por Dios, no me hagas sufrir"), de que en verdad yo soy ese "estúpido engreído", de que "cuando el amor llega así de esta manera, uno no se da ni cuenta"; con toda honestidad pregunto: "¿de qué manera te olvido?, ¿de qué manera yo entierro?" Para cuando me retraigo de la ciudad, los oídos retumban y la memoria instintivamente repite las tonadas y las reagrupa en sus alrededores citadinos.

La he visto despertar, y parece que regresa al principio virgen, puro; la vi nacer. Asistir a un amanecer callejero de domingo es simular el mito de origen que es siempre final; ver a la ciudad vacía, abandonada como quizá nació, o como acaso terminará. La mañana fresca da la oportunidad de empezar de cero. Las puertas de los bares están de par en par ventilando el encierro de la noche. Hay un sentimiento de frescura y arrepentimiento. Las calles, si no solas por completo, tan sólo están habitadas por las escobas que las barren, y uno que otro que duerme el no dormir. Los reflejos del sol son inenarrables: la neblina está hecha de frescura (¿de dónde viene?, ¿cómo logra volver cada mañana?) y de humo de días que no quisieron irse. Un parque que atravieso nunca ha sido más verde, y me parece leyenda que en unas horas este jardín será un bosque de comida y gente. ¡Cómo duelen las ausencias en estos puntos! ¡Si estuvieras aquí! Verías al hombre ganarse el pan desde temprano, armando tenderetes, el arrastrarse de los carros cargados de toda suerte de alimentos. Verías al día nacer y a la ciudad volver, confiarías de nuevo en el principio, que yo creo en tu regreso.

 

III

 

Uno. Una esquina: una mujer yace, descalza, pies tan sucios de suelo, como el suelo ha quedado manchado por la carne suelta de sus pies. Su cabello es morada de la fauna más variada. Duerme pasivamente y su sueño es como inexistencia para las miradas y las pisadas transeúntes que la rozan. Si fuera del aire el rincón que la mujer ocupa, sería más real. La ciudad tiene maneras de acabar con sus miserias: no las mata, las hace competir con el viento por la invisibilidad.

Dos. Si bien el progreso vuelve todo obsoleto, también convierte en milagros lo que siempre fueron sonsonetes diarios. Transforma en postal lo que no fuera objeto de comentario: hoy yo vi los volcanes... lo juro.

Tres. La ciudad de México es ya catástrofe ecológica impresionante. Si no hubiera sido la región transparente más expuesta a ser el negocio de pocos; si hubiéramos podido balancear las acciones de los residentes de los palacios de la ciudad, ¿hubiera sido lo mismo? La polis griega hizo ciudadanos a los residentes. La ciudad de México hizo de sus ciudadanos, y muy a fuerza, habitantes. De la polis griega era todo, nadie era entendible fuera de ella. La ciudad de México ha sido la urbe más grande con el menor número de ciudadanos (cero). Como en las novelas francesas del terror revolucionario, el rostro de la ciudad es el del condenado que mira hacia arriba sabiendo que la cuchilla esta al caer. Ya es tarde.

 

Cuatro. Honores.

 

Brujo: ignoro si las cápsulas de piel de víbora sean la solución, pero ¿cómo se enteró el merolico de detrás de Catedral que al levantarse a uno le sabe la boca a centavo?

A la salida del estadio, en el barato trolebús repleto de fanáticos que pagamos paupérrima suma por subir, uno no espera toparse con tales muestras puristas de la diferencia de clase: "¡Pinches pobres los de a pie!" gritan a través de las ventanillas

En el paletero, ¡dónde viene uno a encontrar la quintaesencia del despiadado espíritu empresarial!: "¡Cargalés, calor, cargalés!"

En la ciudad, donde todo tiene función, pululan los amos de sus oficios. Entre ellos, los perros de taquería: ejemplo de pericia en su arte. Con cautela y sagacidad, pasan inadvertidos, esquivan las miradas, las piernas y patadas, evitan pedir, esperan, husmean, huyen, regresan, corren, pelean y sin embargo comen.

De todos los olores y paisajes culinarios que a diario nos otorga la ciudad, tres son patrimonio universal: los chiles, la carne y las tortillas que exhiben los improvisados comales albañiles de la ciudad siempre "en obras"; el olor a sopa de letras, jitomate, cilantro y arroz que los barrios y colonias populares despiden a eso de las dos; y la frescura primitiva de olores y colores de pepino, jícama y limones. A estos tres, "descúbrete mexicano".

No se equivocan las autoridades: en México es de puros revoltosos aquello del ozono. De estar tan mal la cosa, ya habría remontado el vuelo en sus alturas, que para eso es ángel el de la independencia.

Seis. La ciudad y sus intrincados ires y venires es cosa de jóvenes. Si otra cosa no disponen, en cuarenta años esta ciudad será un criminal asilo donde moriremos la primera generación crecida en el ozono. No deja de ser romántico: por fin contaremos con cierta épica compartida, con algún sentido de camaradería... "para morir iguales"

Por ratos, tienta la huida, pero siempre te extraño. Si nos es forzado amarnos y odiarnos, ciudad mía, ten piedad de nosotros.

 

 

 

Mauricio Tenorio, "Párrafos de la ciudad", Fractal n° 9, abril-junio, 1998, año 3, volumen III, pp. 157-164.