Ignacio Díaz de la Serna

El desorden de Dios

 

 

 

El dolor es el éxtasis. Comienzo con esta frase porque tengo derecho a pronunciarla.

A los diecisiete años perdí a mi padre. Fue la primera vez que estuve frente a un cadáver. Su agonía: demasiado larga, innecesaria, brutal. Fue obligado a soportar un suplicio para el cual no tenía la fortaleza suficiente. Gracias a la ciencia médica y a la estúpida obstinación de un doctor en salvar lo insalvable, su cuerpo fue martirizado, humillado, vejado, hasta la saciedad. La visión de ese cuerpo, repetida día tras día en el hospital, me persiguió durante muchos años. Su dolor no era el mío. Aún así, ante su imagen maltrecha y repulsiva, más que un estremecimiento, más que un llanto silencioso, muchas veces se apoderó de mí una especie de trance. No cabe duda: el dolor es el éxtasis. La última vez que lo vi, ya estaba limpio, sin el pulmón mecánico, sin los catéteres ni sondas que a lo largo de los meses lo habían mantenido "con vida". ¿Con vida? Hoy, la expresión me mata de risa.

Cinco años más tarde tuve la suerte de ver morir a mi madre. Su agonía fue menos aparatosa, menos prolongada, pero igualmente dolorosa. Dos o tres días antes de morirse, de pronto, de una manera inesperada, su mirada se transfiguró. Asistí a ese instante. Su mirada dejó de ser humana. Era una mirada animal; era el horror puro, un horror que en apariencia ya no se puede aguantar, que excede todo límite, y sin embargo lo sintió. Al cabo de esos dos o tres días, también fui testigo de ese momento milagroso en que mi madre jaló aire con mucha dificultad, luego lo echó casi con

un resoplido, para nunca más volver a respirar. Estaba muerta. Fue el éxtasis. Mirarla tendida en su cama. Mirar ese cuerpo abandonado, inerte, flácido. Ya no era mi madre. Resulta incomprensible que un acto tan escueto –respirar por última vez y dejar de respirar para siempre– nos aterrorice tanto a los vivos. Su simplicidad supera todo, cualquier idea, cualquier deseo, supera aun la necedad de aferrarse a seguir viviendo. El mejor legado que recibí de mi madre fue sin duda esa mirada inhumana, animal, que me fascinó. Ahí estaba condensada toda la angustia y todo el terror soportables; toda la verdad. Pero ¿la verdad de qué?

Con la muerte de mis padres finalizó mi propedéutico. Vendría mi turno. Diez años después, una mañana, sentado en el trabajo, vino un relámpago que casi me fulminó. Me quedé largo rato clavado en la silla. No entendí lo que había sentido, de dónde y por qué venía. Había llegado el tiempo de las preguntas sin respuestas. Pasado el relámpago, continué con mis haceres y mis ensueños habituales. Fue un aviso. Nacido bajo el signo de Cáncer, aquel relámpago había marcado el inicio de un cáncer. Sin saberlo entonces, comenzaba mi agonía. A las pocas semanas aquel dolor se fue haciendo más y más persistente. Duraba cada vez más y se ausentaba cada vez menos. Poco a poco me fue invadiendo, y en ese apoderarse de mí, crecía sin descanso en intensidad. Mi metamorfosis se realizaba en silencio. El cáncer es idéntico al proceso de ser poseído. No diré "por los demonios" porque no estamos en el siglo XVII. Algo, un algo implacable se apodera de quien lo padece, crece a expensas de lo que uno reconoce como su propio cuerpo, pero eso que cobra vida no es en realidad parte del cuerpo que uno es. Presencié atento, pues era visible, el crecimiento de un tumor en mí, esa parte de mi cuerpo que no era parte mía hasta que lo fue.

Pasé por las manos de varios médicos. Cada uno de ellos recorrió todos los diagnósticos posibles, menos uno. Me inflaron de antibióticos y de cuanta porquería se les ocurrió que fuera yo a comprar en la farmacia. El dolor espiritual es simplemente una patraña, una derivación tramposa del único dolor que existe: el dolor físico y la inimaginable exasperación que trae consigo. La experiencia del dolor acarrea ciertas vivencias prodigiosas. Cuando creía llegar al límite de lo que podía soportar, el dolor, ya continuo, en ningún momento desaparecía, aumentaba un poco más. De este círculo no había salida. Sucedió entonces el mayor de los prodigios. Ese dolor produjo la disgregación de mi persona. ¿Por cuánto tiempo? Ahí no había tiempo. Ya no había voluntad contra el dolor. No tenía esperanza alguna de que disminuyera. No era a mí a quien le dolía. Fuera de mí, regado en añicos, y fuera del tiempo, sin futuro ya que me trajera una promesa de alivio, era un solo instante dilatado, repitiéndose una y otra vez, y mi conciencia fija, absorta, en esa parte de mi cuerpo de la que emanaba una sensación tan poderosa que las otras partes ya no existían. Todo lo que me rodeaba enmudeció. La única presencia era esta vorágine que me devoraba. Permanecí en un sofá. La imagen que conservo de mí está relacionada con la mirada animal de mi madre. Me quedé ahí, hecho un ovillo, en la postura de un animal acorralado, jadeante, moribundo. No cabe duda: el dolor es el éxtasis.

Hay otras imágenes que me raptan cuando las evoco. No voy a escatimárselas. En la mesa de operaciones, anestesiado pero consciente, flotando gracias al cocktail llamado "valemadres" que me habían dado, le contaba un chiste de paletos en Madrid al cirujano mientras él se dedicaba a su negocio. De pronto, interrumpí el chiste para mirar extasiado un montón de gasas y esparadrapos que colgaban de la pared. Le pregunté que si esa sangre era mía. Me dijo que sí. Seguí mirando ese amasijo ensangrentado. Fuera de mí, flotando, el éxtasis.

Mi recuperación tuvo lugar en el Pasillo de la Muerte. Paseando de aquí para allá, porque a güevo debía de caminar, varias puertas tenían toda clase de advertencias. No tardé mucho en darme cuenta de lo que se trataba. Cuando las advertencias desaparecían, el enfermo de sida que ocupara la habitación había muerto. Estaba en el lugar correcto. La mayoría de los pacientes de aquel piso nos repartíamos la gloria de ser sidosos o cancerosos. Durante uno de esos paseos, sorprendí la conversación entre dos doctores. Hablaban del fiambre de la cama equis. Dio la casualidad de que el fiambre de la cama equis era yo. Se sintieron como cucarachas cuando me vieron. No me enojé porque tenían toda la razón. Así me sentía: un auténtico fiambre. En aquella sala de médicos había un pizarrón. En él estaba escrito mi nombre entre otros nombres selectos. Debajo aparecía detallada la ruta crítica de mi estado crítico. Verme allí me llenó de orgullo absolutamente infantil.

Todo lo anterior, propedéutico y tumor incluidos, se convirtió en un juego de niños. Apenas algo recuperado, me visitó un grupo de batas blancas. Desde que ingresé en el hospital, hice un trato explícito con cuanto doctor me revisó y habló conmigo. "Nada de rodeos". "Las cosas como son, y punto. Me las dicen, y listo". "Nada de mandarme recados con terceros". Cada vez que repetía esto, la verdad por dentro me orinaba del terror. Dicho y hecho. Así que después de entrar, el jefe bata blanca me soltó a bocajarro: "usted necesita quimioterapia". Días después pregunté al oncólogo cuáles podían ser los efectos colaterales. Inocente de mí. No eran colaterales, sino letales. Enlistó las secuelas que podían dejarme la bleomicina y el cisplatino. La lista, no exagero, fue tenebrosa. "O sea", le pregunté, "la quimioterapia, o me mata o me salva". Como respuesta recibí un sí lacónico. No era momento para sarcasmos. "¿Cuando comenzamos?" "Cuando consiga usted los medicamentos". Eché un volado, pedí sol y me salió sol.

Otra imagen que me arroba es el ritual sangriento con el que iniciaba cada sesión de la quimioterapia. Una aguja descomunal me penetraba por el cuello hasta la yugular, y por el interior de ese arpón, el médico deslizaba una sonda hasta el corazón. Por ahí entraban los venenos que me administraban durante cinco días. Era una fiesta de sangre derramada; era el horror puro, y era también el éxtasis. La quimioterapia fue el paroxismo. Pasar por ese ritual sangriento una vez, otra vez, otra vez y saber de antemano lo que me esperaba. En esos meses regresé con mayor intensidad a la condición de animal acorralado, jadeante, moribundo. Terminaba los venenos, diez días en casa para ponerme en forma –es un decir– y ¡venga, a conquistar el mundo!, volvía al trabajo, organizaba una exposición, me ocupaba de un ciclo de cine, grillaba con éste o con aquél, y al cabo de dos semanas, cerraba el escritorio, cerraba la puerta de la oficina, cerraba mi vida y el mundo se cerraba. Era hora de regresar a mi agonía. La repetición de este ritual ha sido, quizá, la experiencia más fascinante que he vivido. Condujo a su clímax la disgregación de mi persona. Estados que no intentaré describir porque son indescriptibles. Desdoblamientos, doblamientos, múltiples Ignacios que yacían o caminaban al lado de múltiples Ignacios. Vacíos, náuseas, vómitos, caídas arriba en un cielo negro que me trituraba y me engullía. Debo a Sealtiel haber encontrado el nombre preciso de esta vorágine: es el desorden de Dios, un desorden que nada ni nadie puede combatir. Incontables veces me fundí con el cuerpo de mi padre y con el cuerpo de mi madre. Yo era mi padre; yo era mi madre; fui la inhumanidad sobrecogedora de su mirada antes de morir. En esto, justo en esto, reside mi fascinación: haberme acercado a mi morir pero sin llegar a fallecer. Para no olvidarlo, para volver a vivirlo según mi capricho y mi antojo. Ha sido igualmente fascinante esa comunión entera con ellos, haber sido ellos más de una vez en el paroxismo del dolor, haberlos encontrado en esa condición sin tiempo, sin futuro, sin promesas, en la que reina una lógica que sobrepasa la razón y la humanidad. Otra vivencia de una comunión inigualable fue la impotencia de Aline por aliviar mi dolor durante aquellos días y aquellas noches, incrementado por ese dolor sin tregua que nos causaba su impotencia y mi impotencia.

Y luego, la Ciudad Doliente. Lasciate ogni speranza voi ch’entrate. Dejad toda esperanza, vosotros los que entráis. Este verso de Dante debería estar escrito en la entrada de la consulta de Oncología en Nutrición. Desde hace diez años, innumerables veces he vuelto al infierno. Jamás he permitido que Aline me acompañara; quien no esté condenado a ver lo que hay dentro, mejor. Además, existe un pacto tácito entre los habitantes de la Ciudad Doliente. No nos gustan los extraños. También nosotros tenemos nuestra vanidad, que es inversamente proporcional a la masacre que un día sufrió nuestra persona. Cada cual, en su asiento, se dedica a rumiar su memoria. Existe entre todos una profunda comunión. Nadie cruza palabra con nadie. Los otros son el espejo donde cada cual se abisma contemplándose. La suma de todos esos desastres vivientes es abrumadora. Es el éxtasis.

Y esto, ¿qué tiene que ver con Bataille? Todo. Bataille es el único escritor que nunca he necesitado entender. Cuando lo leo, me fundo con sus frases, me disgrego en ellas. Por ejemplo: "El dolor me ha formado el carácter"; otra, "Me duermo; después de una hora, despierto. La sangre, mientras dormía, ha chorreado de mi boca, ha inundado la almohada y las sábanas –entre los pliegues de las sábanas se esconden coágulos semisecos, o viscosos y negros. Permanezco aburrido, fatigado. Me imagino una hemorragia seguida quizá de la muerte. ¡Por qué no! No quiero morir, o pienso más bien: la muerte es sucia".

¿Qué me ha enseñado Bataille? Una sola cosa. La carcaja da como única respuesta que me coloca a la altura del desorden de Dios.

¿Qué vio mi madre poco antes de morir? Hace tiempo, mi hija Leonor resolvió este misterio. Habíamos visto juntos la película En busca del valle dorado, la historia de un brontosaurio bebé, un cuello largo cuya mamá había muerto tras luchar contra el Tiranosaurio Rex. En una ocasión posterior, sin venir a cuento, mientras íbamos en coche por Insurgentes, me preguntó desde sus cuatro años de edad si su otra abuela, mi madre, había muerto por haber luchado contra el Tiranosaurio Rex. Casi nos estrellamos. ¡Eureka! Eso fue lo que vio mi madre. La quijada desmesuradamente abierta del Tiranosaurio momentos antes de atacarla, despedazarla y devorarla. Ante el aliento nauseabundo que la envolvía, ella sólo pudo ofrecer la inhumanidad de su mirada. En cuanto a mí, ráfagas de ese tufo asqueroso me han acariciado. Hasta ahora, los dos hemos tenido nuestras escaramuzas. Ha sido mi suerte que finalizaran en empate. Sin embargo, cuando ocurra el combate final, no me engaño, ya sé quién ganara.

¿Por qué he contado todo esto? Porque al recordar ese desorden de Dios vuelvo a vivirlo, y el revivirlo me estremece al mismo tiempo que me mata de la risa. Porque quiero celebrar estos diez años en que aún no me ha llegado la hora de combatir a muerte contra el Tiranosaurio Rex.

idiazser@avantel.net

 

Ignacio Díaz de la Serna, "El desorden de Dios", Fractal n° 9, abril-junio, 1998, año 3, volumen III, pp. 11-18.