José Luis Valdés

El ejército y la política:
la frontera movediza

La patria es un campamento
en el desierto.

 

Texto tibetano

 

 

Las teorías que explican la intervención de los militares en la política son múltiples y disímbolas. Algunas intentan encontrar una interpretación general que englobe los casos particulares; otras prefieren estudiar cada país por separado. En realidad, ningún "problema" socio-político puede ser descifrado por una teoría general. El militarismo en América Latina no es una excepción. El papel del ejército responde a realidades específicas de cada nación. Hay un rasgo en el que estas especificidades parecen coincidir: la participación de los militares en la vida pública de la mayor parte de los países de América Latina es una piedra de toque para desentrañar la naturaleza de sus cambios institucionales y, con ello, la fisonomía de sus transformaciones sociales y económicas.

 

Los militares y el "peligro político y social"

El Estado Militar en América Latina (Buenos Aires, 1984) de Alan Rouquié es el texto que aborda el problema de manera más ambiciosa. Al reflexionar sobre la intervención militar en la esfera política, dice Rouquié, hay que pensar en el tema del poder como el factor decisivo de la conducta del ejército. Para explicar cuándo, cómo y por qué llegan los militares al poder es preciso entender la naturaleza del Estado. La institución militar es una institución del Estado, y como tal acompaña mano a mano sus procesos de modernización. El ejército, cuyo desarrollo histórico es el mismo que el de cualquier otra institución del Estado, está comprometido en su defensa frente a los "problemas internos", es decir, frente al "peligro político y social". Por ejemplo, en Brasil, en 1964, la defensa del orden frente a ese "peligro" se tradujo en "la dominación del Estado por los militares", golpe cuyo objetivo fue preservar el statu quo que la élite en el poder no había logrado sostener. De hecho, si seguimos el argumento de Rouquié, las metas de los diversos Estados militares no consisten tan sólo en encontrar un orden político nuevo, sino en suprimir la organización política tal y como existía previamente.

En rigor, la interpretación de Rouquié tiene dos limitantes. Aunque es posible admitir que los militares se hallen efectivamente interesados en ejercer el poder político (como cualquier otro actor político dentro de una sociedad), este "interés" no es abstracto ni está aislado de los factores concretos que llevan a las fuerzas armadas a concebir esta posibilidad. ¿De qué poder se trata? ¿Para quién se ejerce? ¿Quién lo gesta? En cualquier caso, el poder tiene nombre e historia. En Perú, durante el golpe de 1968, los militares empezaron representando intereses oligárquicos y terminaron encabezando un proceso reformista, que abrió el sistema político a la participación de las organizaciones sociales de trabajadores.

En Chile, en 1973, el golpe derrocó al gobierno electo de Salvador Allende que representaba intereses populares. Este golpe, sin embargo, no hubiera sido posible sin el apoyo militante de la Democracia Cristiana (ligada en aquel tiempo a los industriales y grandes propietarios de tierra), que minó los esfuerzos de Allende para unificar a sus aliados y debilitó su posición en el conflicto político. El golpe de Chile fue posible no sólo debido a la decisión de los militares de tomar el poder en sus manos, sino al hecho de que la crisis del gobierno de Allende representaba algo más que una crisis provocada por los errores y contradicciones de la Unidad Popular. A saber, la resistencia de la clase dominante (fuera del control del Estado) a perder su hegemonía.

Si el argumento de los "peligros políticos y sociales internos" acaso alude a los golpes en Chile (1973), Brasil (1964) y Argentina (1976), no es suficiente para explicar el golpe en Perú (1968). A menos que se admita como un peligro social el "orden social injusto" –la razón dada por Velasco Alvarado para definir los objetivos del nuevo gobierno militar–, hay que aceptar que el argumento de Rouquié enfrenta aquí dificultades. La intervención militar no fue llevada a cabo en nombre de la defensa del statu quo, ni contra la amenaza comunista, sino para impulsar la "transformación –según el propio Velasco –de las estructuras sociales, económicas y culturales." La toma del Estado por los militares ocurre no como otro "golpe militar, sino como el comienzo de una revolución nacionalista" en la que la sociedad, junto con las fuerzas armadas, intentarían romper "el poder de una oligarquía egoísta y colonialista" y recuperar la "soberanía frente a la presión externa", en palabras del mismo Rouquié (El Estado Militar en América Latina, p. 347).

Sin embargo, sería injusto no valorar la explicación de Alan Rouquié sobre la relevancia de la institución militar como una institución de Estado. En la naturaleza y la conformación del Estado se hallan, en mi opinión, las características particulares y singulares de cada golpe militar.

Al parecer, la crisis del sistema político chileno se inicia mucho antes de la era de Salvador Allende. Probablemente se remonta a 1964, cuando el presidente Frei ofrece la "revolución en libertad" para obtener algunas ventajas políticas sobre la izquierda y fomentar el crecimiento de la economía. Frei multiplicó las "expectativas crecientes" de la gente y no respondió a sus necesidades. La inestabilidad social que trajo consigo este desbalance aparece como uno de los factores centrales que explican los cambios ocurridos en el Estado chileno, en cuya evolución el gobierno de Allende no es más que la última etapa (civil).

Si bien es legítimo hacer hincapié en que el ejército es una institución del Estado, en Chile y Perú, al menos, las fuerzas armadas mantienen cierta autonomía frente al "interés de Estado". En Chile, la dinámica de la Junta Militar muestra el grado de autonomía relativa que las fuerzas armadas tenían antes del golpe. En Perú, el ejército modifica su naturaleza al realizar un giro radical contra los intereses oligárquicos.

Los militares peruanos reflejan en gran medida la importancia que el "nuevo profesionalismo" –subrayado por Alfred Stepan en The Military in Politics (Nueva Jersey, 1971)– tiene en el involucramiento de la institución militar en la esfera política. ¿Representa este "nuevo profesionalismo" una evidencia efectiva para evaluar la autonomía relativa de las fuerzas armadas en tanto que institución estatal? O por el contrario: ¿vincula esta "profesionalización" al ejército con la sociedad y, por tanto, lo incorpora dentro del Estado como una institución a cargo de proteger sus intereses?

Los espectros de la clase media

En The Middle-Class Military Coup (Nueva York, 1976) José Nún sostiene que las intervenciones militares se inclinan a representar a la clase media y a compensar su incapacidad para gobernar como grupo hegemónico y alcanzar el desarrollo de sus países. Su análisis pone énfasis en la composición social de las fuerzas armadas. Para Nún dicha composición las predispone a defender el interés de los sectores de clase media. En otras palabras, ya que la mayoría de los oficiales del ejército son reclutados entre la clase media, los militares representan en última instancia sus intereses cuando se involucran en política.

Más allá de las críticas que esta teoría merece, sus conclusiones sugieren al menos un par de problemas dignos de mención. El primero se relaciona con la forma en que se concibe la clase media desde una perspectiva general, sobre todo en el contexto de América Latina. El segundo trata de su comportamiento en un golpe militar. Ambos dilemas se infieren de una dudosa concepción sobre las realidades políticas de una clase que en América Latina ha mostrado debilidades notorias para organizarse e identificarse coherentemente. ¿Es posible hablar, al menos en el caso de América Latina, sobre políticas de clase media, como sugiere Nún, y, por añadidura, sobre golpes militares de clase media? ¿Pueden representar los militares los intereses de una clase tan amorfa?

Resulta difícil encontrar evidencias históricas que apoyen esta teoría. Además, es imposible aceptar que la clase media determine las metas del ejército por el hecho de que la oficialía proviene, en su mayor parte, de sus filas. Más aún, ¿se puede afirmar, con Nún, que la "cohesión", la "solidez" y la "unidad" militar son resultado de la naturaleza de clase (media) del ejército (The Middle-Class Military Coup, p.54)? ¿No sería más adecuado pensar que estas características están ligadas al "carácter militar" del ejército, así como a la tendencia de éste a proteger su integridad a través de principios de ética y moral de la institución y, por ende, a proteger a la institución en sí misma, antes que a algún interés de clase en particular? Sea o no una característica general de los ejércitos en América Latina, es más relevante discutir si existen evidencias suficientes para hablar de golpes de clase media. Es indudable que en Perú el gobierno de Velasco Alvarado ejecutó medidas que afectaron intereses de los grandes propietarios de tierra y los medianos y grandes industriales. A saber: la reforma agraria, la nacionalización general de la banca, la apertura del sistema político a la izquierda y la creación de las "Comunas Industriales", en las que los empresarios se vieron obligados a compartir un porcentaje considerable de sus ganancias con los trabajadores.

Parece demasiado arriesgado agrupar bajo la misma categoría, como miembros de la clase media, a exportadores e importadores, pequeños industriales, profesionistas y empleados del gobierno (The Middle-Class Military Coup, p.56). ¿O acaso es igual el ingreso de un empleado federal o bancario en Brasil, Argentina o México que el del exportador o el importador medio, que en ocasiones llega a obtener ganancias más que substanciales? ¿No se está homologando a grupos demasiado diversos bajo la misma definición?

Chile en 1973 probó que el ejército interviene para proteger los intereses de la clase dominante, cuyos líderes ejercieron, en su mayoría, una fuerte presión para imponer el golpe militar. Esto se reflejó en la política emprendida por la Junta Militar de regresar las empresas nacionalizadas a manos privadas, siguiendo los lineamientos de la economía de mercado que en aquel entonces inauguró la Escuela de Chicago. Si bien los miembros (y partidos, por ejemplo la Democracia Cristiana) de los sectores medios fueron utilizados para comprometer la estabilidad del gobierno, resulta excesivo afirmar que el golpe militar buscaba representar o proteger los intereses de la clase media. Por el contrario, ésta fue afectada por la represión y la cancelación de las libertades políticas.

En Argentina, según Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero (Estudios sobre los orígenes del peronismo, México, 1974), el Estado se halla dominado desde los años treinta por "fuerzas oligárquicas conservadoras"; fuerzas que en sus orígenes representaban mayoritariamente los intereses de los grandes propietarios de tierra. Este dominio se mantuvo hasta el golpe de 1966 como resultado de diversas alianzas con los representantes principales del sector industrial, que se remontaban a los cuarenta.

Vistos desde esta perspectiva, y dada la ausencia de una definición precisa de la clase media en América Latina, ¿puede acaso la mayoría de los golpes militares ser caracterizada como de clase media? ¿Representan los militares los intereses de la clase media cuando el radicalismo golpista se moviliza casi siempre en función de intereses dominantes –léase: la seguridad nacional, la defensa del statu quo y la estabilidad capitalista–? Esta es una pregunta relevante en tanto que nos obliga a abordar la cuestión de la identificación de la clase media con los valores, las metas y expectativas de las élites. Los objetivos militares, ya sea de "clase media" o de "clase dominante", son los de la defensa del orden como una condición necesaria para proteger el interés dominante y, en consecuencia, la preservación de la institución militar.

Modernidad y militarización

En Political Order in Changing Societies (Virginia, 1968), Samuel Huntington explica las causas de las intervenciones militares como una parte inseparable de la modernización política en aquellos países periféricos que experimentan un alto grado de politización de sus sociedades. Para Huntington la intervención del ejército en política no se debe a motivos propiamente militares, sino políticos, y refleja no tanto las características sociales y organizativas de las fuerzas armadas, sino la estructura política e institucional del conjunto de la sociedad. Su análisis parte de la premisa de que el alto nivel de politización de la sociedad hace posible que el ejército, tanto como la iglesia, los estudiantes o cualquier otro grupo social, sean capaces de participar de manera decisiva en política. Vinculada al problema de la modernización, la politización es producto de la ausencia de instituciones efectivas capaces de mediar y moderar la acción política de los diversos grupos sociales. La debilidad del sistema institucional como un todo provoca que la autoridad y el gobierno sean fácilmente adquiridos y fácilmente perdidos.

En este contexto, las acciones de los militares tienden a abrir la puerta a la clase media y cerrarla a las clases bajas. De ahí que el papel del ejército consista en prepararse para intervenir, en caso de crisis, en la transición a lo que Samuel Huntington llama la "sociedad pretoriana", que puede adoptar tres formas: oligárquica, radical y el pretorianismo de masas. Cada una de estas formas responde así a una "ruptura a través del golpe" (break through coup), noción que describe la estrategia de la que se valen los militares para precipitar el proceso político, según movilicen, respectivamente, a la oligarquía, la clase media o las masas populares como la fuerza principal. Huntington, al igual que Nún, considera a la clase media como el sector social al que históricamente el ejército apoya cuando es incapaz de mantener el control mientras está en el poder. También resalta la importancia del proceso social en el que el ejército participa eventualmente.

Esta visión traza la importancia del sistema político como un todo y evalúa su función o disfunción de cara al cambio, analizando al ejército (entre otras fuerzas) como un actor socio-político. Sin embargo, no es posible explicar la "politización general" –como lo señala Rouquié– haciendo una "referencia tautológica" a la debilidad de las instituciones políticas. Huntington sugiere además que la intervención de los militares en política, acción de gran envergadura, no está necesariamente vinculada a un cierto interés de clase, sino a la "oportunidad del ejército de promoverse a sí mismo hacia posiciones de poder político" (Political Order in Changing Societies, p. 215). Este análisis sobre la naturaleza autónoma del golpe militar no acierta a explicar el grado y la proporción de representación que tal acción tiene en la eventualidad de un complot militar. Es cierto que, como subraya I. Roxborough en Theories of Underdevelopment (Londres, 1979), las "consideraciones puramente militares son también importantes", y que el ejército no es solamente una parte orgánica de los círculos gobernantes. Sin embargo, tal precisión no excluye la necesaria atención que se le debe conceder al grado de coherencia que ocurre en la relación entre el ejército y las élites dominantes. La "autonomía relativa" del ejército como una institución del Estado es una variable a considerar cuando se analiza la dinámica del golpe. No obstante cabría preguntarse: ¿procede el ejército aisladamente o cuenta con el apoyo final de los círculos dominantes y de la coalición de grupos de interés en cuya representación el golpe se lleva a cabo?

En Chile, Pinochet favoreció un proyecto económico que impulsó enérgicamente la economía de mercado, y cuya tendencia fue recuperar la hegemonía perdida frente a Salvador Allende en la arena política y económica. En Brasil es posible encontrar una pronunciada tendencia del régimen de Castello Branco a fomentar políticas económicas liberales: la economía de mercado, la ortodoxia fiscal y la inversión foránea. Huntington subestima la naturaleza social de los golpes militares. No otorga el énfasis justo a la relación que existe entre su desarrollo y el contexto histórico particular en el que suceden.

Otro tema de relevancia es el grado de violencia que alcanza el golpe y la duración del régimen militar. Huntington apunta que la violencia de los golpes militares es relativa en tanto que la acción del ejército busca solamente la "desmovilización de grupos de la política" (Political Order in Changing Societies, p. 218). Hay al menos dos casos en que la realidad objeta esta hipótesis: Chile en 1973 y Argentina en 1976. En ambos casos la violencia no sólo "desmovilizó" grupos políticos, sino que acabó por desaparecerlos (literalmente) del mapa político. Quizás Huntington supone que la "desmovilización de grupos de la política" significa (o puede significar) su exterminio. Aquí su explicación se vuelve, en todo caso, débil e insuficiente. También "la naturaleza transitoria" (Political Order in Changing Societies, p. 217) del golpe militar como meta inicial de las fuerzas armadas parece incorrecta en los casos de Brasil (1964), Argentina (1976) y Chile (1973). En Chile, por ejemplo, el régimen de Pinochet se prolongó hasta hace unos años en que Patricio Aylwin inauguró el regreso a la civilidad. Sin embargo, el militar golpista mantiene su influencia en la política y la sociedad chilenas.

Nuevo profesionalismo

Alfred Stepan expone en The Military in Politics (Nueva Jersey, 1971) una explicación más pertinente de los golpes al llamar la atención sobre la importancia que el "nuevo profesionalismo" tiene para la institución militar. Piensa, al igual que Huntington, que el grado de politización de la sociedad no siempre coincide con la fuerza de las instituciones militares. En tales sociedades los militares también se politizan y todos los grupos intentan cooptar al ejército para aumentar su poder político. Los componentes claves de este patrón de relaciones político-militares son los siguientes: 1) todos los actores políticos principales intentan cooptar al ejército; 2) el ejército es políticamente heterogéneo, pero busca mantener un grado de unidad institucional; 3) en un golpe los militares se convierten en los "moderadores" del proceso político; 4) los civiles otorgan su aprobación para la intervención militar; más aún, las élites, a fin de conservar el control, confieren al ejército margen de maniobra para actuar en su representación; 5) la intervención militar en el proceso político se considera legítima, pero no así el hecho de que las fuerzas armadas asuman la dirección por un largo tiempo.

Stepan agrega que existe una marcada propensión del ejército a intervenir cuando la cohesión civil es baja, y una propensión menor cuando la cohesión civil es alta. Los golpes militares tienden a ser exitosos cuando, antes del intento de golpe, la legitimidad del poder ejecutivo es baja y la otorgada a los militares por la fracción de la clase política en posición dominante es alta. De acuerdo a estas hipótesis, los golpes tienden a ser un fracaso cuando la legitimidad otorgada por el poder ejecutivo a las fuerzas armadas para que intervengan es baja.

Aunque la interpretación de Stepan tiene un marco de referencia lógico en relación a los hechos ocurridos en Brasil desde el golpe de 1964, habría que preguntarse qué es lo que quiere decir cuando habla de "cohesión civil". Al insistir en el término, ¿se refiere a un grado alto o bajo de tensión social? En cualquier caso y frente al golpe militar de 1964 en Brasil, que respondió en parte a una fuerte presión del movimiento social, su teoría coincide con la de Huntington sobre el "pretorianismo de masas". Sin embargo, el caso de Brasil se asocia difícilmente a los usos de la noción de cohesión civil, ya que ésta fue alta (del lado de los trabajadores industriales), y no obstante el golpe fue ejecutado.

Stepan tiene razón al subrayar los aspectos ideológicos del impulso intervencionista del ejército. Aunque habría que sopesar con precaución la idea del carácter independiente del golpe militar. Al hablar de "nuevo profesionalismo" es acertado afirmar que los muchos ejércitos en América Latina alcanzaron cierto grado de "politización" a través de los centros de entrenamiento para oficiales instalados durante los años cincuenta y sesenta. En estos centros la oficialía empezó a ocuparse de temas como la seguridad nacional y el desarrollo. ¿Facilita la profesionalización de los oficiales la intervención del ejército en política? ¿Tienen los ejércitos en América Latina una ética militar, intrínseca a su labor, que los lleva a actuar en defensa de su integridad? ¿Es esta una condición para que las fuerzas armadas sean susceptibles de intervenir en política y decidirse a ejercer el poder?

Hay evidencias para afirmar que la doctrina de seguridad nacional tiene arraigo en algunos países donde ha imperado la estabilidad política como Colombia, Venezuela e incluso México. ¿Por qué si el grado de politización entre los oficiales del ejército mexicano es notorio (desde 1976 México cuenta con un Colegio Militar en el que los miembros de su élite reciben un entrenamiento profesional completo) no han intervenido abiertamente en la esfera política? ¿Se debe acaso al bajo nivel técnico de los programas de sus centros de entrenamiento? ¿O quizás a que existen instituciones políticas fuertes (Huntington) para moderar (Stepan) las relaciones entre el Estado y la sociedad? Cabe una última pregunta: ¿no sería relevante considerar, además del factor de la politización, el interés de la élite dominante en hacer posible la intervención militar, así como el contexto político específico que permite un patrón determinado de militarización?

La sombra de Estados Unidos

Huntington y Rouquié dedican parte de sus estudios a explorar la influencia de Estados Unidos en los golpes militares. Ambos coinciden en que se trata de una influencia notoria aunque no decisiva. Rouquié critica la teoría instrumentalista, que encuentra en la dependencia de Estados Unidos la razón principal de los golpes en América Latina. Piensa que "sobrestima el éxito de la política ‘imperialista’ y, al mismo tiempo, niega las particularidades nacionales." (El Estado Militar en América Latina, p. 159)

Por otro lado, Huntington advierte que la asistencia militar de Estados Unidos no es la única ni la principal causa de las intervenciones militares. Incluso arriesga la hipótesis -en tanto que tiende a esquematizar- de que no existe necesariamente una correlación entre la ayuda militar estadounidense y la intervención militar en política. Para refutar este argumento, y hablando en términos tan amplios como los del mismo Huntington, cabría señalar los casos históricos de El Salvador, Nicaragua y Guatemala, en donde la generosa y comprobada asistencia militar de Estados Unidos ha sido determinante en el involucramiento militar en los procesos políticos de estos países. En el caso de Chile hay evidencias de la participación norteamericana en el derrocamiento del presidente Salvador Allende en 1973. Incluso antes, en el preámbulo de la toma de posesión de Allende, el general Schneider, un militar constitucionalista y jefe de las fuerzas armadas, cayó asesinado por la extrema derecha con el apoyo de la CIA. Aún cuando la propuesta de Huntington es sumamente general, hay que reconocer que sus hipótesis fueron elaboradas tiempo antes del golpe chileno.

Debemos coincidir con ambos autores en que la asistencia militar de Estados Unidos a los países latinoamericanos (que se origina hacia los años cuarenta) no es una causa decisiva de los golpes militares. Sin embargo, hasta ahora desconocemos en qué medida tal ayuda ha sido o no relevante en cada caso particular. La adivinación es difícil ya que tanto el proceso técnico y operacional del golpe militar como los actores que intervienen en el mismo se mantienen en secreto.

Hasta aquí hemos explorado las principales teorías sobre el tema. Aunque el amplio rango de interpretaciones teóricas y empíricas describen diferentes aspectos de un problema tan complejo y vasto como el de la intervención de los militares en política, es difícil encontrar una explicación que comprenda la totalidad del fenómeno. No quiero sugerir que deba existir una explicación de los golpes militares. Sin embargo, dichas teorías coinciden en una conclusión: la intervención militar busca poder y estabilidad. Los muchos porqués y cómos que se derivan de esta afirmación, seguirán siendo un misterio insondable y un motivo de debate.

La tesis de Rouquié parece ser la más consistente. Sus principales argumentos son los siguientes: 1) el golpe militar como tal no se lleva a efecto representando necesariamente los intereses de la élite dominantes, mientras que los regímenes militares sí los representan; 2) el intento de crear una nueva clase gobernante, una "nueva burguesía sólida y concentrada", es un designio original de los Estados militares, pero la tarea de crear una "burguesía de mármol" (burgeoisie du marbre) enfrenta la realidad de la "burguesía real"; 3) el propósito de crear un Estado nuevo y adelgazado no es tan fácil como se piensa, precisamente porque en el intento de crear un "empresariado de mármol", el régimen militar tiene que enfrentar la firme oposición de los "empresarios existentes": conflicto que provoca una escisión entre los empresarios reales y el Estado y que se resuelve por medio de la consolidación de su poder político y económico; y finalmente 4) el ejército ejecuta el proyecto de crear un orden político nuevo por medio del debilitamiento violento de las organizaciones populares y de la instalación de un nuevo sistema de relaciones entre el Estado y la sociedad.

México: ¿ fin de la excepción?

En las últimas seis décadas, México ha sido la excepción del golpismo latinoamericano. La configuración de un Estado basado en redes de poder corporativo sólidamente entrelazadas ha garantizado una relación estable entre el Estado y la sociedad, así como una fuerte tradición de control civil sobre el ejército. También es cierto que el ejército mexicano ha representado un eterno misterio para los especialistas del tema y, en forma más extensa, para la opinión pública. Esto explica, en parte, la ausencia de estudios sistemáticos sobre sus características y su grado de incidencia en la vida política del país.

Este misterio se debe, por un lado, a su "carácter profesional" y "apolítico" que ha conducido a la exclusión casi mítica de las fuerzas armadas del proceso político -una de las condiciones de Huntington- y, por el otro, a la decisión explícita de la institución militar de no permitir que trascienda la información indispensable sobre su organización interna y sobre su rol estatal. Por ello no se puede sino realizar aproximaciones sobre el tema y avanzar hipótesis aisladas que permitan sistematizar algunos aspectos de su funcionamiento.

El papel protagónico que el ejército puede desempeñar en las circunstancias actuales del país se encuentra en proporción directa al grado de desgaste que sufren las estructuras estatales, pilares tradicionales de la estabilidad política mexicana. Asimismo, este eventual involucramiento de los militares en política también es resultado de la descomposición reciente de amplios sectores sociales, así como del decaimiento de las formas tradicionales de representación política que habían prevalecido en México.

El riesgo de una militarización se debe también al surgimiento de vacíos sociales e institucionales en lugares que "ocupaban" aquellos "mediadores" o actores que hacían posible una cierta ingeniería del consenso. Los vacíos dejados por ineficiencia o por intransigencia se vuelven espacios idóneos para la rigidización de las relaciones sociales y políticas. A este fenómeno se agrega otro que señala Huntington:

 
 

Cuando una sociedad se mueve hacia una fase de participación masiva sin desarrollar instituciones políticas efectivas, el ejército se ve orillado a un esfuerzo conservador para proteger el sistema existente contra las incursiones de las clases bajas. Los militares se convierten en los guardianes de la clase media.

Este parece ser el caso del levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) el 1° de enero de 1994, cuyo efecto fue precisamente el de haber llevado a las fuerzas armadas mexicanas a mostrarse en forma más abierta y ciertamente protagónica en el proceso político. Por un lado, el ejército reclama la decisión del gobierno de Salinas, quien presumiblemente sabe de la existencia de la guerrilla en el sureste del país y no lo hace público por temor a entorpecer las negociaciones del TLC. Por el otro, las fuerzas armadas exigen cada vez más cuotas de poder a cambio del "trabajo sucio" que desempeñan en las operaciones contrainsurgentes. El ejército mexicano se convierte en un actor central de la estrategia de contención de esa y otras guerrillas, y muy probablemente en la definición de un plan global de estabilización que busca enfrentar las demandas sociales y, eventualmente, extender su presencia en diferentes frentes del Estado.

En México, el sistema institucional fue creado por el Estado posrevolucionario. Hoy, las instituciones que lo conforman enfrentan, por agotamiento, los riesgos de una crisis estatal de proporciones mayores. A la luz de la polémica idea de Alfred Stepan sobre el favorecimiento de la clase media a través de la intervención militar en política, cabría interpretar la tendencia de las fuerzas armadas a participar más activamente en los asuntos públicos como una estrategia para contrarrestar la participación política creciente de las clases populares.

Lo que se observa es una propensión de los militares a "abrir la puerta" a sectores de la clase política (sectores de clase media de acuerdo con Huntington) y "cerrarla" a las clases bajas, y así crear ciertas condiciones para el surgimiento de la "sociedad pretoriana." A saber, asegurar –con o sin golpe– la continuidad de los sectores oligárquicos en el poder y bloquear su acceso a las clases populares.

En los últimos ocho años, México ha vivido un proceso de transformación radical en su organización económica sin experimentar paralelamente cambios sustantivos en su estructura

Soldado | Arthur Tress

política. Este ajuste, que produjo una polarización de las relaciones sociales y políticas en el país, se debe en buena medida a la metamorfosis radical del sistema económico mundial en la última década. La contradicción entre la apertura económica y la rigidez en el sistema político engendró tensiones sociales de tal magnitd que han hecho necesario "prever" la existencia de "fugas" que pongan en peligro la estabilidad política. De ahí la relevancia del ejército para preservar el orden de inclusiones y exclusiones que domina al sistema.

El "ajuste" entre economía y política generó desequilibrios mayores a los que normalmente existen en una democracia liberal. En este sentido, si se quieren discernir los alcances del militarismo en la sociedad mexicana, hay que reflexionar sobre el potencial que el poder tiene hoy para atentar, precisamente haciendo uso del ejército, contra su capacidad de reconstituirse en tanto que entidad política. El decaimiento de las instituciones transcurre además en un contexto, como diría Norbert Lechner, de informalización de la política, cuya característica principal es la tendencia del propio poder a desprestigiar la política.

Dice Rosa Luxemburgo: "El único camino hacia el renacimiento pasa por la escuela de la vida pública más ilimitada y amplia. Es el terror lo que desmoraliza." La frase recuerda la tensión entre tiranía y civilización. De ahí la necesidad de discutir una vez más la democracia y el poder en un momento en que el poder se ha vuelto una obsesión dogmática de la economía; obsesión que ciertamente ha puesto en jaque a la vida pública. La desconfianza frente a la política no sólo es el resultado de su alejamiento de las aspiraciones de bienestar, sino de que el poder se ha vuelto una "verdad" de la economía más que de la política. En este secuestro no declarado, el discurso de la economía se ha encargado de manipular a la política para responsabilizarla –ahora sí– de arropar el lado oscuro del errático proyecto neoliberal; más aún cuando la crisis va aparejada con el fin de la Guerra Fría y el tránsito hacia un discurso unipolar que detenta el monopolio del reordenamiento global: el tránsito hacia un orden cuyo escenario más recurrente es un mundo tecnológicamente avanzado y políticamente confuso, que tiende hacia una normalidad globalizadora y atiende a la uniformación de discursos, foros y actores.

Y es esta uniformidad la eventual responsable del fin de la multiplicidad y quizás, habría que augurarlo, del fin de la pluralidad. Es una simple quimera pensar que –dada la evidencia empírica– el avance económico y el progreso político, tal y como los concibe el Estado liberal de nuestro tiempo, puedan resultar exitosos sin todos estos elementos.

Aquí encontramos a la vida pública y a la democracia expuestas a una condición de fragilidad y desacreditación que están muy lejos de la idea clásica de John Stuart. Mill:

 
 

La democracia racional [no] consiste en que el pueblo mismo gobierne, sino que tenga seguridad en el buen gobierno. Esta seguridad no la puede obtener por otros medios más que reteniendo en sus propias manos el control último. Si el pueblo renuncia a esto se rinde ante la tiranía. Una clase gobernante que no es responsable de sus actos frente al pueblo seguramente sacrificará al pueblo a cambio de la búsqueda de inclinaciones propias.

Si se agrega el caos en la organización económica, observamos un escenario de endurecimiento estatal que contradice abiertamente la ficción economicista de modernización impuesta desde la tecnocracia, hoy en control de los designios del Estado. Aunado al desprestigio gubernamental, el orden institucional ha sido expuesto a una perestroika sin glasnost (apertura sin transparencia), cuyos resultados se resumen en un desequilibrio estructural de enormes consecuencias. Una clase gobernante que "no ha sido responsable de sus actos frente al pueblo" y que se halla en visible decadencia ha multiplicado este desequilibrio.

Desde el fin del salinismo y el inicio del gobierno de Ernesto Zedillo, el corolario ha sido la ineficiencia administrativa y la inoperancia para hacer frente tanto a la crisis política como a la económica. A este hecho ha seguido una irremediable dependencia gubernamental (cuando no subordinación) de las fuerzas armadas en los últimos dos años y, por ende, un intervencionismo militar creciente. El desprestigio gubernamental, la crisis económica, la descomposición social y la fragilidad democrática sobre los que se funda el actual modelo de modernización han hecho más vulnerable el delicado equilibrio político y social.

La presencia militar en la vida civil no sólo ha ido en aumento, sino que se ha convertido en un reclamo de la sociedad que demanda autoridad –¿o autoritarismo?– para hacer frente al "caos". Un reclamo que fue preponderante en las transiciones no hacia la democracia, sino hacia el autoritarismo que vivieron los países de América Latina en los años sesenta y setenta. ¿Será México una excepción de nueva cuenta?

jlvaldes@servidor.unam.mx

José Luis Valdés, "El ejército y la política: la frontera movediza", Fractal n° 8, enero-marzo, 1998, año 2, volumen III, pp. 141-160.