Ilán Semo

¿El Estado-mosaico?

 

I

Hobbes pensó que el Estado moderno acabaría por convertirse en una "criatura sin alma": una institución "fuera del control de la razón y la sociedad". La advertencia cayó en el vacío durante más de ciento cincuenta años. Desde fines del siglo XVIII, el anarquismo se inspiró en esta admonición y la transformó en una visión de la sociedad y en un programa político. Por esto hay quienes piensan, con razón, que el liberalismo y el anarquismo comparten, en sus orígenes, la misma tradición filosófica. En el siglo XIX, sólo Kierkegaard y Burckhardt, un historiador de la cultura y un (¿el?) filósofo de la contingencia, defienden este escepticismo. Son dos voces en el desierto. Para ambos el propósito de fundar el Estado sobre principios racionales –un programa que apasionó a Montaigne y a la Aufklärung alemana por igual– no representa más que otra prueba de la inocencia de la Ilustración. Entre sus discípulos, Nietzsche fue el único que supo –¿o que pudo?– escucharlos. ¿Por qué? Cabría suponer que su oposición a homologar el Estado con la historia de la razón –el "programa de Hegel", según la definición que aparece en su ensayo sobre El Estado griego– no sólo fue filosófica y moral sino (sobre todo) política: El Estado –dice en el mismo texto–: esa carroza fúnebre de la civilización. Burckhardt, Kierkegaard y Nietszche en el jardín de Epicuro: la crítica a los espejismos de la modernidad se revela, desde sus orígenes, como una crítica a los espejismos del Estado.

En el siglo XX, los rostros del Leviatán son innumerables.* El estallido de la I Guerra Mundial en 1914 inauguró el más terrible de todos. La "movilización total" de las sociedades europeas para apoyar a sus ejércitos en los frentes de guerra se tradujo en un fenómeno inédito en la historia de la política; Max Weber lo llamó el Estado total. Una auténtica industria del control y de la muerte que usurpó las principales funciones civiles y políticas de la sociedad (más tarde incluso sus funciones económicas en la Unión Soviética). La "criatura sin alma" (que había previsto Hobbes) devino una criatura desalmada. Quienes creyeron, como Weber, que el totaler Staat era una solución pasajera a las vicisitudes de la guerra (que sorprendió a Europa y al mundo por su carácter masivo e industrial), tuvieron que desdecirse en los meses siguientes a su terminación.** El súbito ascenso de Hitler y Mussolini en Alemania e Italia, y de Stalin en la Unión Soviética, lanzó a Occidente y Oriente por la senda de las utopías totalitarias. Cada una de ellas fue distinta. Se enfrentaron entre sí a muerte. Pero tuvieron algo en común: la política del exterminio. El fascismo se propuso exterminar pueblos enteros; el stalinismo, clases sociales enteras.

El Estado moderno tiene ante sí sólo tres formas elementales de legitimación: el derecho, el cálculo o la épica. Ninguna de ellas aparece de manera aislada; se requieren mutuamente. No hay Estado contemporáneo que pueda prescindir de la ley, ni de las promesas del cálculo (léase: el plan, los balances, la eficiencia, etc.), ni de un gran relato épico, casi siempre de orden nacional. Sin embargo, el proceso de legitimación tiene invariablemente un "centro": una forma domina a las demás y define las modalidades del régimen. El principio de legitimidad del fascismo y el stalinismo no fue evidentemente el orden del derecho, aunque ambos se rigieron por leyes propias. Tampoco fue el cálculo (el fascismo nunca puso su "eficiencia" a discusión), aunque recurrieron al espectáculo de los "números" (empleo, vivienda, salud, etc.) para obtener consenso. En rigor, el sostén principal de su andamiaje político fue de orden mítico e ideológico: una épica utópica que justificó la abolición de la distancia que separaba al Estado (liberal) de la sociedad.

En el mundo de las potencias industriales, Inglaterra y Estados Unidos fueron la excepción; una excepción asombrosa, cabría agregar. Los historiadores todavía deben explicar por qué la tradición liberal no sucumbió aquí frente a las tentaciones del milenarismo de Estado. Acaso una respuesta se halla en el origen de sus respectivas culturas políticas. Desde el siglo XVIII, la homologación entre el régimen de derecho y la épica nacional es el "centro" de la legitimidad del régimen británico. La experiencia norteamericana agregó a este hecho un principio antimonárquico de igualdad: la democracia ciudadana. En contraste, no es casual que los tres arquetipos del fascismo se hayan desarrollado en países con una larga y fallida tradición absolutista: Italia, Alemania y Japón.

La debacle de 1929 trajo consigo no sólo una crisis económica y social en América Latina, sino una decepción política y moral de enormes proporciones. En los años treinta, sólo se escuchan llamados a abandonar (o divorciarse de) la herencia que cifró los imaginarios políticos fundamentales de América Latina desde el siglo XIX: la herencia liberal. Fueron llamados disímbolos y contrastantes: Perón en Argentina, Vargas en Brasil y Cárdenas en México. Sin embargo, tuvieron una excentricidad en común: quisieron, por un lado, deshacerse del liberalismo y, por el otro, distanciarse del "comunismo de Estado". Ninguno de estos divorcios volvió en principio los ojos hacia la democracia. (La lectura que hicieron de la experiencia de Roosevelt, por ejemplo, sólo retomó los pactos corporativos del New Deal, no la democracia parlamentaria.) Pero, a diferencia del fenómeno europeo, no fueron Estados totalitarios, sino autoritarios. El resultado, intrigante de cierta manera y terrible de otra, fue una amalgama cuyos símiles en la época son visibles: el Estado corporativo. La perdurabilidad del corporativismo latinoamericano –acaso su característica más asombrosa– prueba que la ineficacia social y económica de un régimen no lo condena necesariamente a cambiar. Hasta la fecha no hay teoría de la política moderna que resista este hecho. Hoy, por ejemplo, la endeble democracia mexicana tiene acaso todos los ingredientes para acabar en una democracia corporativa.

El fin de la II Guerra Mundial produjo un ambiente político de renovación. La mayoría de los países de Europa Occidental volvieron a la senda del antiguo programa del Estado de bienestar. Digo antiguo porque es una noción que data de los años veinte. Se halla in nuce en la República de Weimar, en los primeros gobiernos socialdemócratas de Austria y en las obras de Srafa y Gramsci. Su despliegue en la década de los cincuenta es obra no de una cabeza ni de un partido, sino de un régimen que conjugó la economía de mercado con la distribución de la riqueza. La metáfora que ha empleado la socialdemocracia alemana para definir la naturaleza de la economía de bienestar habla por sí sola: soziale Marktwirtschaft –economía social de mercado–. Es una metáfora que tuvo –y tiene– un significado doble: la regulación del mercado por el conflicto social y el control del Estado por los contrapesos democráticos.

¿Qué sucedió a fines de los años setenta? Se habla con frecuencia de una (¿la?) crisis del Estado de bienestar. Una crisis esencialmente "económica", cuyo origen debe buscarse en el déficit público provocado por el "gasto" de las instituciones encargadas del bienestar y por la "ineficiencia" de las empresas estatales. A veinte años de distancia, este argumento parece más una justificación del revival liberal que una explicación de los dilemas de la economía de los países centrales después del boom de los cincuenta y los sesenta. (Véase: Héctor Guillén, "20 de diciembre", Fractal, num.4, primavera de 1997.) Sin embargo, hay que reconocer que fue una justificación arrolladora: no hubo Estado que lograra escapar a la persecución de los mercados financieros internacionales ni evadir el dictado de su propio empequeñecimiento. El efecto inmediato de esta transformación fue la pérdida de "soberanía" del Estado/los Estados frente al poder que había sido su principal fuente de legitimidad desde el siglo XIX: las élites nacionales. El correlato entre el poder (económico) del Estado –obligado a buscar un sitio en los nuevos mercados financieros internacionales– y el de las élites nacionales se desquició por completo. Siguieron pérdidas de "soberanía" frente a otras esferas elocuentes: la moneda (la mayor parte de los negocios contemporáneos se efectúan en papeles metanacionales), la producción (producir significa hoy esencialmente maquilar), los impuestos (no existe gobierno que sea capaz de controlar la evasión en los circuitos financieros), el comercio (los acuerdos como el TLC son la norma), la comunicación, las emigraciones de trabajadores, el lenguaje y la educación (la ¿inútil? proscripción del español en California) y, sobre todo, la ley, donde la metafísica de los "derechos humanos" ha desbordado a las constituciones nacionales. Perder "soberanía" significa, por supuesto, algo más que perder hegemonía. En rigor, significa "perder el piso" y la capacidad de acción, quedar gravitando sin fuerzas propiamente institucionales para actuar. Lo que hoy se observa como un proceso de desinstitucionalización del Estado no es más que el contraste entre la reiteración comprensible –aunque cada vez menos justificable– de demandas tradicionales y un Estado materialmente incapaz de satisfacerlas.

¿Una transformación radical de las relaciones entre el mundo concentrado de la política (el "Estado") y la sociedad? Al menos, una transformación que ha subvertido la ecuación que sirvió para cifrar la identidad –o la intelegibilidad, das Übersehebare de Husserl– de toda comunidad política desde fines del siglo XVIII: la homologación entre el Estado y la nación. La noción "crisis del Estado de bienestar" es pobre y ambigua. Sus usos y abusos han sido sólo de orden ideológico. Además, la "crisis" afectó por igual al populismo en América Latina y al "socialismo real" de Europa del Este; sistemas que no procuraron precisamente sociedades de bienestar. Al primero lo arrancó del poder, y al segundo del mapa. Se trata acaso de un problema que atañe a la construcción profunda de la sociedad y que podría definirse como la pérdida de centralidad del Estado-nación. O dicho en otras palabras: el Estado y la nación han dejado de pertenecer a la misma ecuación. Visto desde una perspectiva contingente, incluso pragmática, la naturaleza de este divorcio puede ser formulada de la siguiente manera: ¿qué hacer frente a la desinstitucionalización del Estado cuando el referente que le ha dado centralidad a lo largo de dos siglos –la nación– atraviesa por un proceso de modificaciones que tienden hacia su disgregación? Chiapas es, en cierta manera, una expresión pardigmática de este "problema", al igual que hace poco lo fue la pequeña Lituania frente al gigante de Moscú. La comparación parece excesiva. La rebelión indígena es un movimiento de autonomía política y cultural, Lituania en cambio optó por la separación. Sin embargo, ambos movimientos afectaron irreversiblemente el tejido que sostenía la centralidad de enormes Estados burocráticos.

II

Una conclusión elemental sobre las contingencias que definen al Estado contemporáneo debería comenzar por constatar que sus cuerpos e instituciones principales son demasiado pesados e inerciales para hacer frente a los problemas de la vida cotidiana y, a la vez, demasiado débiles y vulnerables para navegar con éxito en las difíciles aguas de la "globalización" (léase: la pérdida generalizada de soberanía.) El desgarramiento de la legitimidad del Estado producido por el choque entre las fuerzas que lo debilitan desde "afuera" y las que lo dispersan desde "adentro" se ha vuelto una de las expresiones consignables de su pérdida de centralidad. Es un fenómeno que no ha hecho distinciones ideológicas ni geográficas. Se observa por igual en el separatismo de Quebec y en los desequilibrios de la antigua federación italiana, en la desintegración de los países de Europa del Este o en el asedio de las autonomías de Cataluña y el País Vasco. Obvio: un movimiento de autonomía nacional o cultural no es equiparable a la radicalidad de uno separatista. La pretensión de cohabitar (y con ello modificar) un país es incompatible con la obsesión de desprenderse de él. Tal vez es la diferencia que separa a Cataluña del País Vasco y a Bielorrusia de Chechenia.

Los dilemas que paralizan actualmente al Estado en México no son, al respecto, ninguna excepción. Las iniciativas de autonomía para los pueblos indígenas (tres son las principales: los acuerdos de San Andrés Larráinzar, la propuesta de ley formulada por la Presidencia y la reforma municipal del PAN), la reconstrucción de múltiples poderes regionales, el surgimiento de dos territorios "híbridos" en las fronteras norte y sur son fenómenos paralelos al despliegue del TLC, la apertura financiera, la legitimación de la emigración (la doble nacionalidad, por ejemplo) y la trasnacionalización de la comunicación. La transformación de la geografía profunda del andamiaje político e institucional apenas se ha iniciado.

Visto desde la perspectiva del Estado-nación que empieza a surgir hacia fines del siglo XVIII, ¿qué es lo que está cambiando en realidad? La historia elemental de México es la historia de un Estado empeñado en la construcción de una nación. Fue una empresa realizada desde "arriba" y dedicada a homologar el complejo rompecabezas de reinos, fueros y pueblos que componían el complejo mapa social y cultural de Nueva España. La guerra de Independencia cifró el paradigma central que haría de este movimiento una historia errática y a tientas: no una monarquía ni una república, sino un protoestado de caudillos. Las primeras cruzadas por la nación se dedican a la invención de un Estado: la imposición de un lenguaje nacional sobre lenguajes particulares; la unificación de la burocracia y de sus procedimientos rituales y textuales; el desmantelamiento de identidades culturales; la demarcación de la propiedad privada; la militarización federal, la educación federal y, sobre todo, la recaudación impositiva federal; desfiles, festejos y rituales públicos que codifican la escenografía de la patria; invención de tradiciones; una narrativa nacional y sus Academias de la Lengua; una y otra constitución que intentan ganar hegemonía en la disputa por un derecho nacional. La nación exige una gran relato a la manera de una mentalidad y un andamiaje institucional. La muerte abandona la privacía religiosa y se vuelve una "ofrenda por la patria". También los modernos sacrifican vidas a sus dioses.

¿Qué significa ser mexicano en 1842 en el sur de Zacatecas? ¿O no serlo del todo en Mérida o en Texas en el mismo año? No lo sabemos aún. La historiografía mexicana ha sido una disciplina secuestrada por el fetichismo de las instituciones, que ha hecho a un lado la política concebida como una experiencia contingente. Sí sabemos en cambio que la fabricación de la nación a lo largo del siglo XIX fue un proceso dedicado a la destrucción sistemática de las diferencias que distinguían a las microsociedades –o macrosociedades como en el caso de la cultura nahua– del antiguo régimen. Su propósito fundamental fue la constitución de la figura moderna que anula todas las diferencias: el ciudadano/la ciudadanía. En ello el Estado mexicano no se distingue de otros Estados.

La guerra civil norteamericana fue una cruzada para imponer el régimen ciudadano al conjunto de la Unión. La Kulturkampf de Bismarck en Alemania persiguió el mismo objetivo. Ambas tuvieron un éxito cruel y definitivo. En México, en cambio, el proceso de destrucción/homologación del mosaico de culturas y sociedades heredadas por el antiguo régimen acabó siendo inconcluso, parcial y, en cierta manera, fallido. La resistencia de la Gemeinschaft –la comunidad– fue tan o más poderosa que las tentaciones de la Gesselschaft –la sociedad–. Las rebeliones regionales y/o indígenas que distinguen a la geografía política de todo el siglo XIX pueden ser interpretadas, sin temor a equivocarse, como una historia de la resistencia de la comunidad/las comunidades frente al innegable ímpetu homologador del Estado "nacional". El resultado final fue un régimen híbrido: una "sociedad" compuesta no de ciudadanos, sino esencialmente de comunidades, pueblos y estamentos: una sociedad-mosaico. Claudio Lomnitz ha ofrecido una rigurosa imagen de la complejidad de este mosaico en su libro Salidas del laberinto.

En 1900, como muestran investigaciones recientes, no más del 14% de los mexicanos hablaban algún tipo de español; sólo 8% lo leían y no más de 3% lo escribían. ¿Qué significado puede tener la expresión "cultura nacional" ahí donde el "lenguaje nacional" no era más que otro lenguaje? Si el lenguaje es la "casa" que habitamos (Heiddegger), y "miramos" a través de las palabras (Husserl), ¿qué "casas" habitaban 84% de los mexicanos, a través de qué palabras "miraban"? Norbert Elias define a la "cultura" como la forma en que una comunidad "percibe al mundo". Durante el porfiriato, México debe haber sido un condominio político, social e, incluso, económico de culturas (informalmente) diferenciadas. La noción de condominio es pobre y esquemática. Pero no parece haber una mejor. Lo único que quiere decir es que una comunidad chontal de Tabasco tenía muy poco que ver, no con un habitante de la Ciudad de México –es obvio–, sino con uno de Villahermosa. O bien que el modus vivendi y el modus operandi de los hacendados de Sonora pertenecían a una manera de "percibir el mundo" simplemente irreductible con la que tenían los hacendados de Nayarit o de Jalisco. En el "condominio" mexicano, la vida cambia incluso de valle a valle, de serranía a serranía.

III

La Revolución Mexicana fue la "puesta en escena" más contundente de las realidades del mosaico "nacional". No se equivocan los historiadores que han mostrado que la revolución fue, en rigor, una multitud de revoluciones a la vez. El zapatismo, más que un movimiento "político", fue una empresa que perseguía la reconstrucción de una comunidad económica, cultural e institucional frente al entorno "nacional". La misma dinámica caracterizó a los movimientos sociales de Chiapas, Tabasco y Yucatán. Hoy sabemos, por las obras de Friedrich Katz y Jane Dale Lloyd, que el villismo respondía también a comunidades con percepciones de un orden autoconstituitivo. Otra manera de enfrentarse a la "nación". Tomochic no era una excepción en el norte. Carranza y Madero en Coahuila y Calles y Obregón en Sonora parecen tener una perspectiva más "nacional". Pero no hay que olvidar que encabezan movimientos políticos y sociales que responden en primera instancia a identidades regionales, y cuyo "espíritu nacional" era una vindicación rigurosamente imaginaria. La revolución fue un estallido de la sociedad-mosaico del siglo XIX: una afán, no de construir un Estado nacional como lo repite la ideología oficial, sino de imponer las realidades del mosaico en la esfera de la política. Éste fue probablemente uno de sus mayores fracasos.

La construcción del nuevo régimen a partir de los años veinte retoma la misma tarea que el Estado liberal: homologar las diferencias, edificar una "nación", dotar de centralidad a la razón de un Estado que desconoce el principio de la diversidad. El callismo primero, y el cardenismo después, fueron visiblemente más exitosos que los liberales. También fueron más visionarios. Los pueblos indígenas merecieron un sitio en la historia, en los murales, entre los "sectores" del andamiaje corporativo y entre las secretarías, pero nunca en el presupuesto ni en las estructuras efectivas de representación. A cambio, el nuevo Estado federal fue abrumadoramente más centralista y centralizador que el del siglo XIX. La clave del nuevo equilibrio, cuya estabilidad se prolongó hasta los ochenta, residió en hacer llegar el Estado tentacular al interior de la comunidad. Fue una expansión fundada no en el reconocimiento de las diferencias, sino en su congelamiento. La enorme economía de Estado que produjo el sistema político mexicano se reveló como uno de los factores decisivos de este congelamiento.

IV

Al desmantelar la economía de Estado sin ofrecer nuevas opciones económicas y políticas, el salinismo echó por la borda el fundamento de la estabilidad del sistema político: el congelamiento de la sociedad-mosaico. Una breve retrospectiva de las transformaciones políticas que ha sufrido el país desde los años ochenta, mostraría que las fábricas del cambio se hallan en la reanimación de los poderes regionales. La crisis de Chiapas se ha vuelto paradigmática porque plantea de manera abierta lo que pasa, de una u otra manera, por las cabezas de quienes dominan las instituciones decisivas (y en su mayoría informales) del poder "nacional": las comunidades locales, los poderes singulares.

La transformación del viejo Estado corporativo en un Estado gerencial no hizo más que acelerar el descongelamiento de los poderes que buscan otro sentido de afirmación frente a lo "nacional". La nueva sociedad-mosaico, que va desde las pretensiones autonómicas de los indígenas hasta las pretensiones de soberanía de los gobernadores, choca con un Estado secuestrado por la lógica de preservar su centralidad, cuando ya no cuenta con las instituciones ni con los "tentáculos" que le permitían el consenso de la homologación. La desinstitucionalización del Estado es el resultado de una parálisis frente al proceso de la pérdida de su centralidad.

El tema del Estado ha sido siempre el de su encuentro o desencuentro con la sociedad. El decaimiento del viejo orden autoritario ha traído consigo la reanimación de poderes desagregados que pretenden mucho más que una representación parlamentaria. El Estado gerencial, es decir, un régimen fundado en la idea de que la representación de intereses sucede esencialmente en el "mercado", no responde en México a la geografía real de la multiplicación de identidades. Pero, ¿cuál sería su fisonomía si acudiese efectivamente al encuentro de esta pluralidad?

¿El Estado-mosaico?

Notas


*También se puede afirmar que en el siglo XIX las formas del Estado fueron "innumerables". No nos hemos detenido suficientemente a reflexionar sobre la pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos del Estado liberal en el siglo pasado? ¿Francia y su República salpicada de reminiscencias aristocráticas? ¿Napoleón III y el bonapartismo? ¿El Kulturstaat de Bismarck? ¿El compromiso histórico entre la monarquía y la Great society en Inglaterra? Un compromiso que, a excepción de Francia y Suiza, se repite a lo largo y ancho de Europa. ¿La democracia presidencial norteamericana? ¿Los regímenes caudillescos de América Latina? ¿El parlamentarismo japonés? La longevidad de los regímenes de Inglaterra y Estados Unidos, cuyo estabilidad alcanza ya más de un siglo y medio, nos ha hecho pensar que representan los arquetipos paradigmáticos de la tradición liberal. Es un atributo exagerado. En rigor, se trata de dos grandes excepciones.


**En 1916 Weber escribe: "El Estado de guerra, total, es un compromiso pasajero que resultó de la guerra, y terminará cuando acabe la guerra." En 1919, a propósito de una reflexión sobre la Revolución Rusa, había cambiado de opinión: "Cuando se unen las fuerzas de la economía y la política bajo un solo himno de destrucción, ya sea religioso o milenarista secular, el peligro es el Estado total; es decir, la burocratización absoluta de las instituciones públicas y las empresas económicas." (Gesammelte Werke, respectivamente T.3, p.161 y T.5, p.322, Thübingen, 1961.)

ilansemo@hotmail.com

 

 

Ilán Semo, "¿El Estado-mosaico?", Fractal n° 8, enero-marzo, 1998, año 2, volumen III, pp. 163-175.