Antonio García de León

Los bordes críticos del sistema

 

 

Crisis de los vínculos clientelares

La integración a la economía global que ha sido aplicada en el México de los últimos tres lustros, fuertemente inducida por los requerimientos del mercado mundial, fue acompañada de un tímido proyecto democratizador, y en ello ha radicado su fragilidad. La rebelión de Chiapas sería así una de las más espectaculares respuestas al desajuste que se generó entre la aplicación de una reforma económica compulsiva y la escasa capacidad del régimen para reformarse a sí mismo. Estaría además formando parte de varias expresiones sociales que han surgido desde 1985 en las filas de una emergente sociedad civil que se ha ido colocando como un referente importante en la resistencia social ante el antiguo orden. Desde esta óptica se diría que la rebelión zapatista fue una respuesta al tipo de modernización impulsado por el gobierno federal, a las reformas económicas emprendidas desde 1982, y que en Chiapas, como en algunos territorios marginales, tuvieron un fuerte impacto desagregador que se tradujo en respuestas violentas.

Esta crisis se fue desplegando sobre la debilidad del Estado, sobre la pérdida de legitimidad del sistema que lo sustenta y lo reproduce, haciendo que los conflictos sociales y políticos se desbordaran de los cauces institucionales y de los anteriores mecanismos de mediación y regulación. Ante este debilitamiento, la sociedad civil empezó a asumir progresivamente la defensa directa de sus intereses sin

esperar ni acatar la mediación legítima del Estado. Éste, por su parte, fue incapaz de mantener el monopolio de la fuerza, en la medida en que fue permitiendo su desagregación, y hoy asiste como un actor más en la fragmentación del poder, en la privatización de la violencia. En estas circunstancias, habría que decir que mientras la violencia se privatiza, el crimen organizado se "estatiza", favoreciendo la profundización de varios tipos de ingobernabilidad, tanto en las ciudades como en el campo y, con ello, la generalización de la incertidumbre. Así, el Estado se ve sometido a una sobrecarga de deslegitimación que lo convierte progresivamente en incompetente y en generador de nuevos problemas, a los que, siendo su creador, él mismo ha de poner remedio...

Al imponerse esta reforma inducida, y al ser fuertemente centrada en los aspectos económicos, se cerraban de hecho (como en las anteriores reformas autoritarias, la de los Borbones y la del porfiriato) las vías a una participación política más variada y tolerante, a los mecanismos de consulta o referéndum que deberían acompañar a procesos como éste, incluso para hacerlos menos traumáticos, o más aceptables y consensados. Para impulsar estos cambios, los gobiernos de De la Madrid y Salinas recurrieron más bien a las formas corporativas que sus administraciones heredaban, pero que, por otro lado, intentaban modificar controladamente. Pero el mismo proceso seguía dejando espacios vacíos, que iban socavando las bases anteriores y siendo llenados en todo el país por una gama enorme de respuestas locales: desde organizaciones civiles de toda clase, proyectos económicos, agrupaciones autogestivas, etcétera, hasta formas diversas de desobediencia social y de resistencia armada (sobre todo rural), dependiendo todo esto del grado de control y represión, del estado de salud de los cacicazgos locales, de las variantes de la intolerancia política (que se expresaban también en la persecución sistemática de la oposición cardenista desde 1988), de la militarización de la vida pública, y de varios factores que tienen que ver con un cambio profundo de las actitudes políticas en varias capas de la sociedad mexicana desde varios años atrás.

Asimismo, ante la desagregación del Estado central, los cacicazgos regionales se atrincheraban, parapetándose retadoramente y preparándose para la eventual reconquista del centro... Pero esta crisis no significa ni con mucho un derrumbe total del sistema, sino sólo un conjunto de coyunturas aceleradas históricamente, en las que se dibujan hacia el futuro múltiples caminos probables que no necesariamente desembocan en la debacle generalizada.

Se asistía también, –en paralelo al despliegue del modelo económico–, a una paulatina disolución del partido único, que sería una de las condiciones impuestas desde fuera para impulsar una reforma controlada (una de las cláusulas del Tratado de Libre Comercio incluía la "democratización"...). Así, al socavarse –por la presiones sociales hacia los cambios democráticos– muchas de las bases de sustentación del sistema, se debilitaban también las ligas que sostenían el equilibrio de las anteriores tensiones, entrándose en una fase inédita de disolución acelerada de los mecanismos de legitimación. El proyecto modernizador quedó además paradójicamente anclado en el pasado cuando se percató del dinamismo de las respuestas sociales que escapaban a su control y trató de neutralizarlas recurriendo a las formas anteriores de clientelismo del viejo sistema de partido de Estado, que fueron muy efectivas en su tiempo, pero que ahora carecían ya de la elasticidad que tuvieron en sus orígenes. Se vivía la gran paradoja de una reforma conducente a un nuevo modelo de acumulación, que por un lado intentó afirmarse en contra de toda interferencia "artificial" de lo político y estructurarse exclusivamente en función del supuesto mecanismo autorregulador del mercado, y, por el otro, tener que enfrentarse a compensar los efectos perversos producidos por el mercado mismo, cayendo entonces en un prolongado círculo vicioso que terminó por desgastar los mecanismos de legitimación que lo sustentaban en su etapa anterior.

El proyecto de "comités de solidaridad" del salinato, por ejemplo, era de hecho un intento serio de construir nuevas estructuras corporativas controladas que, incluso dotadas de un dinamismo renovado, en un momento dado se pudieran enfrentar a los viejos corporativismos que se oponían –por otras razones y desde dentro– a la transformación del régimen y la economía. Pero todo esto se impulsaba a costa de un elemento básico de sustentación del régimen, es decir, del gasto social que consolidó a los gobiernos posrevolucionarios entre las clases subalternas, y que ya no tenía cabida en el nuevo proyecto económico. Al mismo tiempo, se establecían alianzas con el capital financiero y con los empresarios afines al proyecto para rematar los bienes del Estado, las empresas y los servicios anteriormente estatales. El cambio se daba a secas, sin contar con la amplísima política de alianzas de sectores que había caracterizado al antiguo régimen y que había garantizado hasta entonces su continuidad: alianzas "lubricantes" que atravesaban todas las clases sociales y que giraban alrededor del poder central. Estos vínculos clientelares semidestruidos han sido sustituidos por los llamados "pactos" o "acuerdos", es decir, cascarones vacíos –de supuestas organizaciones obreras, campesinas y empresariales– carentes de consenso y legitimidad.

En este encadenamiento, la rebelión de Chiapas surge en 1994 como la expresión última de una serie de conflictos que se maduraron localmente, en uno de los bordes más críticos del sistema, por lo menos durante veinte años. En ella desembocaron varios procesos de resistencia local al autoritarismo, al caciquismo y a la sangrienta represión ejercida por el Estado contra el movimiento indígena y campesino de la región. La sublevación aparece así como el último recurso –el de las armas–, ante la imposibilidad de abrir otras vías a la participación política: de allí que el conflicto generado sea más de naturaleza política y social, incluso ciudadana, que estrictamente militar. Esta guerra silenciada, que pocas veces trascendió a los medios, y que se inició desde mediados de los setenta –en un contexto regional bastante representativo de la crisis del sistema–, constituye el marco sobre el que se tejió una profunda rebelión de las comunidades, la más importante ocurrida en México desde el fin de la revolución de 1910-1920.

Y es que durante las dos décadas que precedieron a la irrupción pública del EZLN, las condiciones locales se habían ido estrechando, mientras que las políticas federales iban cerrando, a través del paquete de reformas, las posibilidades de obtener tierras, créditos o reconocimiento a la existencia de organizaciones sociales y campesinas de oposición. El deterioro del pacto federal en Chiapas y el endurecimiento –propiciado desde el centro– de los gobiernos caciquiles de la región contribuyeron también a limitar las vías pacíficas de expresión de un complejo movimiento que desembocó en un amplio proceso de desobediencia civil, que desde 1994 ha ido mucho más allá del puro recurso a las armas. Esta desobediencia se ha manifestado en el terreno de la posesión de la tierra –agudizada por la contrarreforma del 27 en 1992–, las demandas sociales y la búsqueda de canales de expresión política por la vía de las elecciones o el control de territorios y municipios: en sí expresa una transformación de las mentalidades y las actitudes de los campesinos indígenas ante un sistema de opresión en crisis.

Los límites de la legitimidad

En el contexto de las paradojas que acompañaron a esta situación, la rebelión vino a ser un inesperado catalizador, un elemento de desbordamiento y recuperación de la dimensión social y utópica de una izquierda hasta entonces colocada a la defensiva del "fin de la historia", resignada ya a una derrota sin retorno. Así, Chiapas irrumpe como un estallido local que rápidamente se inscribió en la crisis nacional, potenciándola y dándole otro contenido. Esta recuperación de lo histórico, de la capacidad inesperada de incidir políticamente en su curso, esta irrupción de un piso hasta entonces aparentemente sepultado, logró rápidamente insertarse en la vida política y en el imaginario social, pues recreaba no solamente una necesidad de la izquierda de colocarse a la ofensiva, sino también se nutría de parte de la legitimidad anterior abandonada por el "nuevo Estado", de mucho de los orígenes "populistas" del anterior sistema, al mismo tiempo que señalaba el talón de Aquiles de un régimen que había perdido las elecciones de 1988, que se había impuesto con una especie de "golpe de Estado técnico" ("la caída del sistema", "el fraude patriótico"...), y que mantenía como una afrenta la ausencia de cauces democráticos a nivel nacional. La rebelión relativizaba la omnipotencia del poder, los límites de su legitimidad, y apelaba al bien público con referentes paradójicamente sencillos, expresados con palabras simples que han cobrado una nueva semántica: libertad, justicia, dignidad...

El impacto internacional se logró en la coincidencia del estallido con la puesta en vigor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, lo cual creaba una crisis similar a la que se desarrolló antes en los países del Este: en el sentido de la imposibilidad de postergar la transición democrática en un mundo crecientemente globalizado e interconectado por el mercado mundial, en el contexto también de amplios sectores de los países centrales capitalistas cada vez más excluidos del nuevo modelo de acumulación. Y si bien esta crisis periódica era bien administrada sin que hubiera un déficit preocupante en los procesos de legitimación, el estallido planteaba nuevos retos y situaciones que eran inéditas. La aguda amnesia alimentada por los medios masivos de comunicación, permitía no aprender de las frustraciones acumuladas y permanecer hasta entonces en el círculo vicioso de la crítica al Estado en nombre del mercado y al mercado en nombre del Estado. Este permanente "enjaulamiento" que permitía el control de toda situación inesperada, fue roto por los sucesos de 1994.

Es en ese sentido en el que la rebelión del EZLN logró reorientar sus objetivos en los escasos doce días que duró la guerra abierta, desarrollando con mucha sensibilidad una imagen discursiva democratizadora que rebasaba todas las expectativas de una izquierda radical huérfana de ideología, en cuyo corazón anidó el movimiento zapatista, tanto a nivel nacional como internacional. La rebelión colmaba el vaso de un proceso de deslegitimación que había empezado con una década de ventaja, lo hacía más evidente de lo que nadie hubiera imaginado, en un efecto de resonancia que sorprendió a todos, incluyendo al grupo rebelde. En los orígenes de todo esto está por supuesto la calidad y lo inusual del mismo discurso que los zapatistas lograron articular a través de los medios nacionales e internacionales, aprovechando los recursos mediáticos de la misma globalización, así como las debilidades del sistema y el anquilosamiento natural, el envejecimiento del propio discurso oficial.

Y al estar latentes varias deudas inexcusables del Estado con la sociedad –los impresionantes niveles de marginación económica de amplios sectores de la población y el crecimiento de la demanda democrática–, el EZLN aprovechó el momento para hacerlos suyos semánticamente, a través de una guerra virtual mucho más eficaz que la armada, aun cuando, al paso de los meses, le fue muy difícil mantenerse en el centro de ese nuevo remolino, en especial en un año marcado por las elecciones y los acontecimientos que se precipitaron a raíz de la rebelión: entre ellos el asesinato del candidato oficial como producto de las pugnas internas de la misma fortaleza del Estado, pugnas que reflejaban el desajuste creado allí por los nuevos retos del sistema. Sin embargo, en el transcurso de los meses se dejó ver la falta de preparación del movimiento para asumir este impacto. En el costado de las expectativas creadas, no había (ni hay) la organización ni los cuadros necesarios para un nuevo proyecto civil factible, o que pudiera materializar políticamente los espacios conquistados. Fue así como los rebeldes se vieron rebasados por la misma naturaleza de las vagas esperanzas puestas en ellos: sin duda se requería un proyecto organizado mucho más amplio y con estructuras duraderas. De hecho, bajo el temor de la "guerra" y una recuperación relativa anterior al levantamiento, el propio Salinas pudo, a pesar de todo, recomponer su imagen, remontar el asesinato de Colosio, y colocar a su nuevo elegido, Zedillo, en la presidencia sin necesidad de recurrir de nuevo al fraude electoral abierto. Esta recuperación marca un relativo retorno al control de mucho de lo que se había salido de cauce, dándole al sistema la capacidad de administrar de otra manera el círculo vicioso. El fracaso de la Convención Nacional Democrática como proyecto unitario de la izquierda civil, partidaria y armada, se ubica en este contexto. Desde mediados de 1994 se desarrolla un diferendo entre los rebeldes y el gobierno federal, que la presidencia de Zedillo retomará en la ofensiva policiaco-militar de febrero de 1995, lo que orillará de nuevo a una negociación iniciada en San Miguel y continuada en San Andrés, amparada en una ley que marca también el inicio de la independización del poder legislativo.

Pero a lo largo de un proceso de negociaciones que por el orden de la temática fijada estuvo fuertemente centrado en los derechos de los pueblos indios, gran parte de este potencial nacional de la revuelta se fue sectorializando, colocando al EZLN como más específicamente centrado en el "problema indígena", como una fuerza impulsora de las autonomías de los pueblos indios, más acá de lo que eso significa para la democracia nacional. Un gran logro del sistema hasta antes de la masacre de Acteal había sido el arrinconar a los rebeldes en esta franja de demandas, minimizando al máximo la onda expansiva que sobre la política nacional había tenido la rebelión. Al confinarla a "Chiapas" como problema único y reducirla al puro debate sobre la autonomía como algo marginal (tal y como es concebido desde un poder homogeneizador), el sistema había logrado uno de sus objetivos iniciales: expulsar a los rebeldes de la discusión sobre la reforma del Estado y los temas nacionales. A pesar del éxito de convocatoria del EZLN al Foro Nacional sobre la Democracia (julio-agosto de 1996), sólo los acontecimientos de diciembre de 1997, la gravedad de una masacre punitiva claramente propiciada desde el gobierno –y que desajustó su estrategia–, lograron que el levantamiento volviera a romper este cerco estrechado.

La otra democracia

Posiblemente –y otra vez más allá de la pura dinámica local–, una de las contribuciones más importantes de la rebelión al proceso democratizador, a la transición, ha sido la insistente demostración de que la democracia se construye y que no existe en estado puro en ninguna parte. Esto, de principio, ha constituido un tema discursivo de mucha efectividad y gran impacto sobre otros movimientos, pero ha sido difícil de llevar a cabo en la misma zona de influencia del EZLN –o en la relación de éste con la sociedad civil local y nacional–, pues no cabe duda que éste arrastra también varias herencias autoritarias producto de la forma como se desarrolló en un caldo social tan complejo como el de los Altos y el de la Selva, o derivadas de una estructura militar difícil de hacer compatible con formas de democracia directa, o de representación pacífica en las comunidades. En todo caso, hasta que el EZLN se integre a la vida pacífica no será posible medir la mayor o menor correspondencia entre el enunciado discursivo y la práctica real.

En el terreno local, el desencuentro de la rebelión con los procesos electorales legalmente reconocidos ha sido más que evidente, pues su dinámica, y la desobediencia civil que la acompaña, no coinciden las más de las veces con una democratización creciente, pero lenta, de la participación electoral aceptada por el sistema, y en donde la misma gente impulsa participar para escapar de la violencia. Esto se relaciona directamente con el hecho de que en Chiapas las reformas electorales y los impactos de la democratización no han logrado generalizarse con el ritmo con que lo han hecho en otras regiones del país. De allí que la importancia de la lucha electoral, y de la participación ciudadana del 6 de julio de 1997, no haya sido sopesada en toda su dimensión por una rebelión que mira al país desde una de sus regiones o que le sigue apostando a la construcción de vías alternativas, en mayor o menor medida legítimas, pero enfrentadas abiertamente a los poderes legales. Asimismo, la paramilitarización del partido oficial se yergue como un valladar para impedir la extensión de la desobediencia más allá de lo permitido por la estrategia del gobierno federal.

Otra contribución no menos importante de la rebelión de Chiapas, y que toca muy claramente la fibra "antipolítica" o apartidista de la sociedad civil movilizada, es la concepción misma que los zapatistas han hecho pública acerca de la naturaleza del poder (como una relación social en permanente construcción, más que como un objeto "a tomar"), y el enunciado programático de no pretender la "toma del poder": mientras que éste puede ser sometido a vigilancia, consenso, o sustituírsele si no se aplica la máxima del "mandar obedeciendo". Hay que reconocer también que esta posición es mucho más declarativa que real, y que incluso ha logrado conformar toda una mitología, pero la forma como se ha planteado ha creado un efecto fermentador dentro y fuera de Chiapas, impulsando interpretaciones e imaginarios diversos, que corresponden, por otra parte, a lo que ha sido una demanda más amplia de la ciudadanización de los movimientos sociales y los procesos políticos: dándole forma simbólica a esta ocupación paulatina que las organizaciones y la sociedad han venido haciendo de muchos espacios antes monopolizados por un Estado omnipresente.

Paradójicamente, en esta contribución se halla al mismo tiempo una de las más grandes limitaciones del movimiento. De hecho, la imposibilidad actual de que el EZLN se convierta en una fuerza civil y pacífica no sólo ha dependido de los impedimentos del gobierno para establecer diálogos, cumplir acuerdos y permitir la legalización de los rebeldes, o de los periódicos cercos militares sobre las posiciones zapatistas: ha sido también un desencuentro entre una organización armada, con mandos jerárquicos y operando fundamentalmente en un entorno localizado, para aterrizar "afuera", en un medio en donde sus iniciativas son seguidas acríticamente y no llegan a insertarse en la dinámica real del movimiento social y político más amplio. Núcleos aislados, "químicamente puros" y en donde predomina la actitud sectaria de la izquierda del pasado, han sido el peor obstáculo para la conversión del EZLN en algo diferente a ser solamente un grupo armado cobijado en una base social regional. Núcleos aislados que son rebasados por una movilización civil que se inspira en otros referentes.

En Chiapas mismo se vivió un estancamiento de la insurgencia política desde principios del 95, cerrando de hecho cualquier salida electoral creíble, permitiendo con esto que el gobierno federal administrara la política estatal directamente y sin mediaciones: la misma ofensiva militar de febrero de ese año marcaba la pauta de una nueva obstaculización de la vía pacífica. De 1994 a 1998, se han sucedido en Chiapas cuatro "gobernadores" designados por el Ejecutivo federal, escogidos dentro de los grupos más anodinos del partido oficial. La indefensión económica del estado, su cada vez mayor dependencia con respecto al subsidio federal, ha permitido esta situación que viola abiertamente el pacto federal, naturalizando relaciones de excepción que contribuyen a la creciente falta de legitimidad de los gobiernos locales, todos nombrados desde el centro. El papel conferido a estas administraciones dentro de la "guerra de baja intensidad" –en una estrategia en realidad controlada por el Ejército– ha contribuido a debilitar más la gobernabilidad del estado: la corrupción, la formación de grupos paramilitares, la nula profesionalización de las policías, el clima de represión y hostigamiento, su dependencia del poder militar, etcétera, caracterizan desde 1994 a todos los "gobiernos" estatales, los que invariablemente comienzan su ciclo apelando a la concordia y la tolerancia y terminan en una acorralada asociación delictuosa.

En el contexto local llama la atención que tanto los rebeldes como el gobierno federal han prestado muy poca atención a este flanco que debilita la legitimidad, a esta coladera regional por donde se escapan muchas de las posibilidades de solución del conflicto. Y si bien la mesa de negociaciones de San Andrés ha sido importante, no significa ni con mucho la posibilidad de resolver los problemas de toda la entidad. La democracia en Chiapas, tan atrasada en relación con la ya de por sí lenta apertura nacional, está peligrosamente dejada al margen.

Además, durante el impasse creado desde 1996 por la suspensión del diálogo, aparecen en esta trama desgastada la mayoría de los grupos paramilitares, mientras que las organizaciones sociales y campesinas se parapetan como grupos de autodefensa. En junio de ese año hace su aparición pública otro grupo armado, el EPR, que en su versión local contribuye a diversificar aún más la ya de por sí compleja amalgama de diferendos que crecen alrededor del "conflicto principal". Esta dinámica empieza también a revertir mucho de los equilibrios, de las simetrías originales del conflicto, planteando nuevos retos y nuevos actores a la salida negociada. El EZLN, por su parte, responde a la situación fortaleciendo el poder alterno de los "municipios autónomos" bajo su control, no sin dejar muchas veces de enfrentarse con otras organizaciones sociales que ocupan los mismos territorios. Es así como en el seno de algunas de ellas surgen los paramilitares, quienes justifican su existencia en función de la expansión arbitraria de los nuevos entornos municipales implantados por los rebeldes.

Es esta dinámica de guerra de posiciones –a la que se apela desde múltiples referentes justificatorios– la que termina por fragmentar las relaciones sociales y la convivencia pacífica dentro de las comunidades indígenas en los Altos, la selva, la zona Norte... Gran parte de la violencia empieza a caer entonces sobre los sectores intermedios, o sobre quienes no deciden aún participar en los enfrentamientos de un lado o del otro. El "huevo de la serpiente" arrastra entonces a los que no han tomado del todo partido en los conflictos localizados: como sería el caso de Las Abejas, una organización pacífica no zapatista que es la que sufre en Chenalhó el peso de la masacre de Acteal, llevada a cabo por paramilitares del PRI. Llevando más allá la alegoría de la película de Bergman, la lógica de la guerra se abate sobre los más desprotegidos: los desarmados, los que no se han ubicado claramente de un lado o del otro, los niños y las mujeres. Una desestructuración de los referentes comunitarios que cabe perfectamente dentro de la lógica de la baja intensidad aprendida por los cuadros militares en Guatemala o Fort Bragg, pero que está seriamente favorecida por toda la lógica de los enfrentamientos y las intolerancias de parte y parte. Para fines de 1997, las condiciones están maduras para que se implante esta nueva escalada, y solamente la magnitud de la tragedia podrá abrir de nuevo otros cauces para una salida negociada.

El efecto irreversible

Pero más allá de todos estos ires y venires, la dimensión ética del zapatismo es ya indudable, y de hecho constituye lo mejor de su capital potencial, de su thesaurus discursivo, de su capacidad variable de impactar hacia afuera. Esta dimensión es en gran medida heredera de la forma como se construyó el movimiento en sus ámbitos originales de implantación, en especial en la zona de colonización de la selva, en donde muchos de estos referentes se articularon con fragmentos de una ideología de izquierda, aportes del cristianismo de base y elementos construidos de manera diversa por el mismo movimiento encuadrado en una transformación social más amplia generada por la colonización: en un territorio nuevo, con bagajes históricos diversos, pero con dinámicas convergentes de todos los grupos étnicos que en ella participaron. Es producto también de la capacidad de adaptación del movimiento a las circunstancias cambiantes del entorno político después de 1994.

Ante la crisis irremediable del viejo sistema y de sus principales protagonistas, la dimensión moral del proceso, el haber hecho pública la existencia de un México empobrecido hasta el envilecimiento, tiene aquí un fuerte impacto sobre lo político: este factor es uno de los elementos más poderosos fuera de Chiapas, fuera del original caldo de cultivo rural que dio origen a la revuelta. Allí, por primera vez, amplias franjas de clase media urbana se percataron de la existencia de los "pobres en rebeldía", y se han movilizado en varias ocasiones para impedir su aniquilamiento: una simpatía que sin embargo no ha logrado concretarse en lo político y en estructuras organizativas de mayor perdurabilidad. Los sectores que acompañan al movimiento desde el 12 de enero de 1994 van y vienen, crecen y se disuelven como oleajes cíclicos, dependiendo del curso de las coyunturas. Y si bien comparten esta apropiación de los terrenos que van más allá de la militancia partidaria, o que involucran imaginarios más intangibles, son estos mismos sectores los que se movilizarán hacia la oposición de izquierda en los momentos electorales, logrando muchas veces por esta vía modificar a su favor la correlación de fuerzas: tal y como sucedió en la ciudad de México en julio de 1997.

Y si el sistema hoy le apuesta al desgaste de esta inesperada pero fluctuante movilización, actitud refrendada por la falta de cumplimiento a los acuerdos de San Andrés –o de la forma como el diálogo se empantanó y llegó por vías tortuosas hasta la masacre de Acteal– del lado de los rebeldes y de su franja social de apoyo, se apuesta también a una declinación más o menos rápida del sistema, el que no ha logrado aún restablecer los mecanismos de legitimación anteriores al "conflicto", y que aparece como un orden debilitado y errático, que recae permanentemente y que requiere de constantes reacomodos. Todo esto ha permitido la polarización del conflicto hacia límites muy cercanos a un reinicio de las hostilidades.

Pero, como decíamos al principio, el problema de fondo no está solamente en Chiapas, parece remitirse en última instancia a la prolongación de la crisis de legitimidad, lo cual afecta la forma del sistema de dominación en su conjunto, el orden interno del Estado y la anterior preeminencia absoluta del Ejecutivo: de hecho, la misma militarización a nivel nacional ha colocado al Ejército como una fuerza autónoma, con gran capacidad de presión y condicionamiento sobre el resto del aparato estatal, y esto no ocurriría en otro contexto. La Ley de Concordia, consensada por el legislativo para resolver el conflicto –un estado legal de excepción que permitiera asumir rápidamente un acuerdo entre las partes en conflicto–, ha desgastado nacionalmente los mecanismos de legitimación desde que el gobierno decidió prolongar el cumplimiento de los primeros acuerdos. La estrategia de contrainsurgencia que llenó la ausencia de negociaciones, y que parecía haber aislado militarmente a los rebeldes de sus propias bases de apoyo, que parecía funcionar sin mayores contratiempos, se ha revertido por los acontecimientos de Acteal. Es decir, ante una situación de debilidad del sistema, cualquier medida impacta y se inscribe como parte de la crisis global, aun cuando el objetivo pretendido sea el fortalecimiento del orden anterior.

Y aunque el derrumbe del sistema está virtualmente descartado, la situación es de todas maneras inédita y marca una serie de nuevos referentes que tienen que ser tomados en cuenta si se quiere ahondar en una explicación más clara de lo que está ocurriendo. En esta carrera hacia el futuro, el régimen pretende relegitimarse por la vía de la credibilidad de las elecciones (aunque al hacerlo pierde terreno como tal), fortalecerse con los candados puestos a las reformas y perpetuarse bajo nuevas condiciones, pero no puede evitar la rapidez con la que se disuelve su principal sostén: el partido oficial, las formas de dominación clientelar y las alianzas que lo hicieron posible. Alimenta además la posibilidad de una recuperación económica que restituya la imagen perdida en enero y diciembre de 1994 –que demuestre la efectividad del proyecto económico y la preeminencia del mercado–, y pretende con ello que el clima social generado por el estallido se vaya diluyendo lentamente, hasta permitirle remontar la crisis sin necesidad de una transición real. La recuperación del mercado podría terminar de una vez por todas con las interferencias sorpresivas de lo político.

La masacre de Acteal, como culminación de un proceso peligroso de paramilitarización y creación inducida de nuevos actores, que parecía ser controlado por una política de contrainsurgencia claramente programada, se salió de cauce, marcó un nuevo escalamiento de la guerra y volvió a colocar a los rebeldes en el primer plano nacional e internacional: ocurrió justo en el momento, un día antes, de una comparecencia en donde el presidente Zedillo pretendía anunciar con bombo y platillo los innegables avances económicos de 1997. Tuvo en ese sentido un efecto similar al de la rebelión de 1994 sobre el Tratado de Libre Comercio, y contribuyó a debilitar aún más la figura del Presidente y de su partido, implicado a nivel local con la formación de bandas de sicarios y paramilitares. La magnitud y condiciones de este nuevo crimen de Estado, indigno e injustificado –que arrastró en su onda expansiva al gobierno estatal y a sus sistemas delictivos de "procuración de justicia" y "seguridad pública"–, pesa ahora mucho más sobre la imagen nacional e internacional del gobierno mexicano que los acontecimientos de 1994, y se ha revertido en contra de quienes lo prohijaron y lo hicieron posible.

Y más allá de las resistencias desde el poder a una profunda reforma, el clima de cambio social está por todas partes, empujando fuertemente hacia la transición y usando en su provecho los mismos elementos de relegitimación del sistema. Significa que en las condiciones actuales de la crisis política, nada garantiza su reversibilidad, más bien parecería que todos los factores contribuyen al cambio, aun los que son echados a andar con el fin de detenerlo. La transición ha arrancado incontenible, dado que la situación anterior a 1994 es imposible de restablecer, ante la incapacidad del sistema de frenarla en sus efectos y de que las fuerzas que la impulsan apenas logren ponerse por encima del torrente. Como todo cambio de trascendencia, tiene como característica el avanzar en un camino sin retorno pero del que no se conoce el destino. Su desenlace depende mucho de los acontecimientos del futuro inmediato y sus límites se mueven constantemente en virtud del clima de incertidumbre que un proceso de esa magnitud provoca.

El origen y la suerte del zapatismo está así profundamente relacionado con la crisis de fin de siglo del sistema político mexicano, estableciéndose entre la crisis general y la rebelión una compleja relación interactiva, en donde cualquier decisión en uno u otro campo afectan a la totalidad del problema. El derrotero de la transición pasa en cierta manera por Chiapas, y la suerte del movimiento que cobija la rebelión depende en gran medida del resultado de este cambio impostergable y necesario.

 

griego@servidor.unam.mx

 

 

Antonio Garcìa de Leòn, "Los bordes críticos del sistema", Fractal n° 8, enero-marzo, 1998, año 2, volumen III, pp. 47-64.