Roger Bartra

Sangre y tinta del kitsch tropical

 

 

Violencia y melancolía en el México finisecular

México está viviendo una profunda inquietud finisecular, un malestar que me parece pertinente definir como un intento por escapar de su encierro en la jaula de la melancolía. La guerra de Chiapas y sus dramáticas secuelas han sacudido la jaula mexicana con una intensidad que no habíamos visto en el último cuarto de siglo. Hay muchas cosas sorprendentes en estos acontecimientos; pero quisiera detenerme en un aspecto que me parece revelador: ¿por qué tan sólo diez días de guerra cambiaron tan radicalmente los ritmos de la cultura política mexicana? ¿Qué fuerza poderosa logró que el gobierno se abriese a una transición democrática? ¿Qué logró convencer y cautivar a gran parte de la intelectualidad y de la sociedad civil? ¿Qué llenó de humores negros y de tensiones a la sociedad mexicana?

Para contestar estas preguntas, así sea someramente, me parece sugerente plantear el problema a la manera de un médico medieval. Si la cultura mexicana está afectada por una melancólica dolencia finisecular, podemos sospechar que esta curiosa enfermedad posrevolucionaria es una condición morbosa de una sciedad que añora la pérdida de su condición salvaje y primigenia, inmersa en la gris frialdad de las tareas cotidianas de construcción de una economía moderna que no acaba de consolidarse. Quiero preguntarme: ¿la melancolía mexicana es una enfermedad del corazón, o una perturbación del cerebro? ¿Es un malestar cultural, o un padecimiento político?; ¿hay un delirio moral, o se trata de una conmoción ideológica? Mi respuesta es que estamos ante un malestar del corazón cultural de la sociedad mexicana, que a su vez produce síndromes políticos finiseculares. Es decir, síntomas de una extinción crítica del sistema político autoritario. Si observamos las dimensiones ideológicas y políticas del problema, veremos que estos humores negros que surgen en el horizonte cultural se manifiestan, entre muchas maneras, como una crisis del nacionalismo, como una exigencia de democracia y como una búsqueda de nuevas formas de identidad.

México se acerca al final del siglo con un agudo malestar moral de los estratos más profundos de la cultura mexicana. Quiero decir que México se encuentra, junto con algunos países del llamado tercer mundo, ante un complejo y dramático problema de civilización, y no sólo ante un problema de desarrollo. La melancolía mexicana, además de ser un problema político, es también y sobre todo la manifestación de una aguda crisis cultural. La dolencia afecta más al corazón de las tinieblas que a la máquina cerebral, de manera que Joseph Conrad nos ilumina más que Keynes o Marx en esta coyuntura. El corazón de las tinieblas es una excelente metáfora para señalar ese nudo interior que en las sociedades latinoamericanas ata la soledad salvaje originaria con la ansiedad ocasionada por los males de la civilización y la modernidad. El corazón de las tinieblas explorado por Conrad es un símbolo de todos esos ingredientes no racionales que se arremolinan en torno de la constitución cultural de la civilización occidental. Yo uso la metáfora para referirme a ese conjunto de redes mediadoras imaginarias que aseguran la cohesión y la identidad de un sistema social; este nudo de redes está sufriendo de un malestar profundo. Esta situación crítica se ha visto exacerbada por la gran transición mundial –iniciada a finales de 1989– que está poniendo fin a la Guerra Fría y a la bipolaridad para conducirnos a un incierto y opaco siglo XXI.

Estas consideraciones arrojan luz sobre la sorprendente respuesta de la sociedad y del gobierno mexicanos ante los acontecimientos de Chiapas. La sublevación ocurre en 1994, en el corazón mismo de la melancólica selva lacandona y sus protagonistas son campesinos indígenas poseídos de un tenaz rencor por los agravios seculares que han sufrido. Durante la madrugada del 1° de enero varios miles de campesinos indígenas, agrupados en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), toman San Cristóbal, Las Margaritas, Altamirano y Ocosingo. Turistas, periodistas y transeúntes hablan con los alzados. Les toman fotos. El ejército no aparece en San Cristóbal. Los enfrentamientos son poco cruentos: en San Cristóbal se reporta sólo un herido; en Ocosingo, varios policías muertos y heridos. Los sublevados de Chiapas, ante el estupor de todos, se proponen avanzar hacia la ciudad de México para deponer al presidente de la República.

La sociedad mexicana sufre un súbito ataque al corazón de su oscuridad. Por ello, los indígenas sublevados se ganan rápidamente la simpatía de la intelectualidad independiente así como de grandes porciones de la opinión pública nacional e internacional. "Somos producto de 500 años de luchas" –dicen en su Declaración de la selva lacandona–. "Hoy decimos ¡basta!" Se acogen al artículo 39 de la Constitución que garantiza el derecho del pueblo a alterar o modificar la forma de su gobierno. Con base en ello emiten una "declaración de guerra" al ejército mexicano y piden a los otros poderes de la nación que restauren la legalidad y la estabilidad "deponiendo al dictador". Piden a los organismos internacionales y a la Cruz Roja que vigilen los combates. Se manifiestan sujetos a las "Leyes sobre la Guerra de la Convención de Ginebra" y, en consecuencia, declaran ser una "fuerza beligerante".

Desde San Cristóbal el subcomandante Marcos declara que el levantamiento es una respuesta a la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, que representa un "acta de defunción de las etnias indígenas de México". Y advierte: "Éste no es un ejército guerrillero clásico que roba, secuestra o da golpes espectaculares", "no es el golpe clásico de la guerrilla que pega y huye, sino que pega y avanza".

El gobierno, por su parte, balbucea y tartamudea. Acude a la explicación tradicional: "la región padece un grave rezago histórico que no se ha podido cancelar totalmente". Adopta una actitud de "prudencia". El 2 de enero, sorpresivamente, los rebeldes se retiran de San Cristóbal, pero atacan el cuartel militar adyacente. Ese mismo día, los obispos chiapanecos advierten que se trata de un fenómeno "inédito", y que es necesaria la negociación. Durante los días siguientes el ejército responde, se entablan combates y hay bombardeos en las cercanías de San Cristóbal. Los intelectuales independientes, el obispo de San Cristóbal, la oposición de izquierda y diversas organizaciones no gubernamentales piden amnistía y cese al fuego.

Después de diez días de guerra, el gobierno acepta estas ideas: se da cuenta de que, en rigor, se trata de una situación inédita, y que el movimiento, en lugar de retroceder, avanza. Después de explorar una respuesta represiva tradicional, el gobierno da un súbito viraje, decreta el cese al fuego y abre la puerta a las negociaciones. En ese momento, los médicos del sistema no comprenden la naturaleza del malestar ni se percatan a tiempo de este viraje. Atacan la enfermedad con remedios poco conciliadores. Octavio Paz denuncia la presencia de grupos infiltrados y afirma contundentemente que "la sublevación es irreal y está condenada a fracasar" y que el desenlace militar será rápido, pues el ejército ha de restablecer con prontitud el orden en Chiapas. "El movimiento –dijo Paz– carece de fundamentos ideológicos y, en materia militar, de pensamiento estratégico." Y agrega: "También es notable el arcaísmo de su ideología. Son ideas simplistas de gente que vive en una época distinta a la nuestra".(1) Es evidente el desprecio hacia las voces melancólicas que surgen del fondo de la selva primigenia; los indios deben servir para derramar tinta sobre la identidad del mexicano, pero también son seres arcaicos y peligrosos que pueden provocar un derramamiento de sangre. Poco después, otro médico moderno, funcionario "experto" en problemas agrarios e indígenas, expone los fundamentos ideológicos para una acción represiva: "no es un movimiento indígena –concluye Arturo Warman–, es un proyecto político-militar implantado entre los indios pero sin representarlos".(2) En este mismo tenor, se llega a afirmar que los problemas de Chiapas son una extensión y penetración de los conflictos centroamericanos en un México moderno y norteamericano.

Pero la sociedad civil mexicana, apoyada en gran medida por la opinión pública internacional, toma otro rumbo y obliga al gobierno a emprender un proceso de transición democrática. Así, el secretario de Gobernación es despedido, se decreta un alto al fuego, se propone la amnistía y se nombra un comisionado para la paz. Por su parte, el EZLN da a conocer las condiciones para iniciar el diálogo. Este comisionado para la paz inicia las tareas de pacificación declarando que se busca la tregua y no el exterminio. Una parte significativa de la sociedad mexicana duda que el nacionalismo revolucionario –la ideología oficial hegemónica durante decenios– sea todavía una de las bases del sistema mexicano. El problema estriba no solamente en que se resquebrajan los soportes ideológicos del partido oficial; ello, lejos de ser dañino, facilita la transición democrática. Otro problema mucho más espinoso estriba en la ruptura de las cadenas que ataban la existencia misma del Estado mexicano a la cultura política nacionalista que ahora está en crisis. Si, de alguna forma, una gran parte de la población llegó a estar convencida de que su mexicanidad se comprobaba y se correspondía con las peculiaridades del sistema de gobierno, entonces no debemos extrañarnos de que la crisis política signifique para muchos mexicanos que la realidad nacional está derrumbándose.

Las tensiones chiapanecas afectan las redes que definen la identidad nacional. Un grupo de campesinos indígenas surge súbitamente y pone en duda todo el sistema: llevan máscaras, carecen de nombres, no hablan bien el castellano pero saben dialogar, son flexibles e inteligentes pero están armados y parecen decididos a morir. Son una extraña mezcla detonante, un coctel que produce una explosión de kitsch tropical que pone en duda los presupuestos mismos de la modernidad. Son una expresión de nuestra posmodernidad; con su mezcla de cursilería revolucionaria e inteligencia crítica, de beatería populista y de creatividad política, han derrotado la retórica progubernamental de la intelectualidad oficial, como la del mismo Paz, quien se confesó, en un editorial en La Jornada ("Chiapas: ¿nudo ciego o tabla de salvación?", 23 de enero de 1994), verdaderamente conmovido por una carta del subcomandante Marcos –vocero carismático de los alzados– en la que rechazaba el perdón ofrecido por el gobierno. El levantamiento provocó efectos extraordinarios: abrió las puertas de la transición democrática, pero esta apertura convocó muy pronto las reacciones violentas de las fuerzas que, dentro del sistema, rechazan el cambio (el asesinato del candidato a la presidencia del PRI fue la más maligna de estas reacciones).

Las inmensas y sorprendentes consecuencias del levantamiento de Chiapas se explican en gran medida por el hecho de que estamos atravesando un periodo de malestar fundamentalmente cultural, aunque es cierto que estamos también ante una crisis de orden ideológico, una crisis del nacionalismo revolucionario. El nacionalismo es la transfiguración de las supuestas características de la identidad nacional al terreno de la ideología. El nacionalismo es una tendencia política que establece una relación estructural entre la naturaleza de la cultura y las peculiaridades del Estado. En México las expresiones oficiales del nacionalismo nos dicen: si eres mexicano debes votar por el PRI. Quienes no lo hacen traicionan su naturaleza profunda, o bien no son mexicanos. Pero resulta que en Chiapas, según las cifras oficiales, la inmensa mayoría de la población vota por el Partido Revolucionario Institucional. Así que la sublevación debía ser explicada por factores exógenos.

Esta explicación no resistió el embate de un levantamiento indígena que inesperadamente sacudía los cimientos de la identidad nacional. La cultura del mestizaje como solución mediadora de los conflictos se resquebraja. En México el mestizaje se nos presenta no sólo como la unión de razas y culturas, de indígenas y europeos, sino también como una mezcla entre el mundo rural y el mundo industrial, el desarrollo y el subdesarrollo. Ahora bien, no quiero abandonar este tema sin subrayar enérgicamente que, con todo lo que la podemos criticar, la socialización de la idea de mestizaje en México configura una situación enormemente más democrática y desarrollada que aquella que regula en Estados Unidos las diferencias étnicas y raciales. En una sociedad multicultural como la de Estados Unidos, la ausencia de toda noción de mestizaje es una consecuencia del extendido racismo y del exacerbado anglocentrismo que caracteriza a la cultura hegemónica.

La sublevación indígena en Chiapas toca las fibras más dolorosas afectadas por el profundo malestar de la cultura mexicana –para seguir usando la metáfora freudiana. Ha colocado a una gran masa de mexicanos ante la alternativa de abandonar el papel de bárbaros domesticados que se les había asignado. Lo más sorprendente es que este shock cultural es provocado por la inesperada intervención de esos mismos bárbaros domesticados –los indios mayas de Chiapas– que no estaban invitados al banquete de la modernidad norteamericana. Con su intervención abrupta hicieron evidente que la cultura de la dualidad está llegando a su fin: el teatro del revolucionario institucional o del mestizo semioriental está en franca quiebra. La cultura política mexicana está pasando por la experiencia traumática pero ineludible de internarse sin duplicidades en el mundo de la democracia occidental. En cierto modo podríamos decir que se trata de un fait accompli : la colonia, la independencia y la revolución han integrado al país a la cultura occidental. Pero esta integración desembocó en un nacionalismo revolucionario que, a pesar de sus propósitos de exaltación, condujo a la cultura mexicana hacia una aceptación implícita de su condición semioccidental, teñida de una mixtura y un desdoblamiento artificiosos. Lo que sangra por esta herida es el corazón de las tinieblas de la cultura mexicana: ese núcleo primigenio y mítico que está dejando de latir.

Los indios llegaron para dar una lección de modernidad (y aun de posmodernidad) a los engreídos tecnócratas que pilotean la nave del autoritarismo mexicano. Pusieron en duda la identidad nacional y la legitimidad del sistema político. Mostraron a la sociedad civil que el mito del ser del mexicano, que tanto ha contribuido a la legitimación del gobierno posrevolucionario, se estableció como una forma mítica poco coherente con el desarrollo del capitalismo occidental típico de este fin de siglo. En otras palabras: el mito era eficiente para legitimar el poder priísta, pero ineficiente para legitimar la racionalidad de la fábrica y del TLC. El mito está encerrado en la jaula de la melancolía, no en la jaula de hierro de la que habló Max Weber para referirse a la ausencia de magia en la sociedad moderna.(3)

Democracia, izquierda y zapatismo

La rebelión zapatista ha planteado una inquietante pregunta: ¿puede crecer hoy la democracia en los inmensos espacios habitados antaño por la izquierda socialista y comunista? ¿O acaso estos territorios han quedado estériles, a tal punto que no podemos prever en el corto o mediano plazo un desarrollo democrático? No me referiré más que tangencialmente al problema de la construcción de sistemas democráticos en los países antiguamente controlados por partidos comunistas. Sin olvidar este trasfondo global, quiero ofrecer aquí algunas reflexiones sobre los retos democráticos en México, donde la combinación insólita del estallido revolucionario neozapatista de 1994 con la persistencia del sistema de gobierno autoritario convierten a este país en un campo fértil para la reflexión.

La combinación es insólita pero reveladora. Nos muestra que la oposición entre democracia capitalista emergente y socialismo autoritario decadente no siempre es un modelo que corresponde a la realidad. En México los tradicionales administradores del capitalismo son cualquier cosa menos democráticos. Y las fuerzas de izquierda sufren de muchas dolencias y carencias, pero albergan una persistente vocación democrática.

Esta inversión de los cánones tradicionales –válidos para describir el abanico político en Rusia o en otros países ex socialistas– es una de las claves que nos permite comprender la gran vitalidad de la izquierda mexicana, a pesar de que vivimos una época aciaga para las corrientes socialistas. Creo que una inversión similar nos ayuda a entender el dinamismo que observamos en los movimientos de izquierda en Brasil o en Italia (en contraste con lo que ocurre, digamos, en Argentina o en España).

No podemos menos que asombrarnos y admirarnos de la extraordinaria tolerancia democrática de la izquierda organizada que en México ha pagado con cientos de asesinados su vocación opositora. Si el gobierno priísta no nos llevó al despeñadero de una amplia y violenta confrontación, ello se debe no a los tecnócratas del gobierno sino a los dirigentes de la izquierda (y en especial los del Partido de la Revolución Democrática, PRD), que supieron resistir la tentación autoritaria aun a riesgo de perder terreno electoral ante el hábil oportunismo del Partido Acción Nacional (PAN).

Cuando hablo de tentación autoritaria me refiero, en este caso, a la atracción por las formas revolucionarias y violentas de lucha contra el poder establecido. Aun aquellos que cayeron en la tentación –los integrantes del EZLN sorpresivamente demostraron que no albergaban un núcleo puro y duro, sino un sofisticado ramillete de opciones y una plasticidad creativa capaz de adaptarse rápidamente a la gran complejidad de la coyuntura política mexicana–. Por ello, paradójicamente, uno de los primeros efectos del levantamiento del 1° de enero de 1994 en Chiapas fue acaso el de inscribir con tinta indeleble el tema de la democracia en la agenda política.

No quiero hacer aquí la historia del lento y accidentado proceso de transición democrática. En cambio, me interesa señalar dos tendencias menos visibles que se aceleran en 1994. Me refiero al surgimiento de alternativas fundamentalistas y a lo que he llamado el síndrome de Jezabel.

A pesar del dinamismo evidente de la izquierda mexicana, la nueva situación y la coyuntura chiapaneca han estimulado también el surgimiento de tendencias fundamentalistas en quienes, ante el vértigo provocado por el abismo que dejó el derrumbe del socialismo en la URSS y en el centro de Europa, buscan en los viejos metadiscursos los salvavidas para no ahogarse en el diluvio posmoderno. Una de estas viejas ideas es la de autonomía, referida a la posibilidad de que comunidades o regiones con alta proporción de indígenas sean administradas mediante formas propias de gobierno, adaptadas a las singularidades étnicas de la población. Es evidente que esta noción, sacada por la izquierda del polvoriento arcón soviético (donde los diversos niveles de autonomía a nivel de comarca, región y república fueron uno de los mayores fiascos del régimen socialista), ha sido bien recibida por varios sectores del gobierno que comprenden que la política indigenista de orientación integracionista ha llegado a un callejón sin salida. La creación de comunidades autónomas de acuerdo con los llamados "usos y costumbres" es una solución patrimonialista –en el sentido que Weber le daba a la palabra– que garantiza el control del poder a un estamento específico de la población.

Hay que reconocer que no sólo en la antigua Unión Soviética se hicieron experimentos basados en una autonomía de corte patrimonial. Quiero recordar que en Estados Unidos, después del fracaso del reparto de parcelas en las reservaciones indias, en 1934 se aprobó una legislación que auspició en las reservaciones formas de autogobierno que combinaron mecanismos tradicionales con métodos legislativos modernos. En la misma época, en México el gobierno de Lázaro Cárdenas se enfiló hacia una política nacionalista e integracionista, y produjo una "solución" al problema indígena radicalmente diferente a la de Estados Unidos, orientada a la exaltación del mestizaje y de la unidad nacional.

Conocemos de sobra los defectos y las virtudes de este modelo. Pero al hacer esta comparación nos topamos con una extraña paradoja: la vía integracionista mexicana, a pesar de todo, es más afín a los requerimientos de la democracia representativa que la alternativa segregacionista norteamericana, la cual ha obstruido o paralizado muchos de los canales de expresión democrática mediante un sistema corrupto de protección y clientelismo. Este sistema se ha extendido a los vínculos del gobierno con toda clase de minorías étnicas, religiosas, raciales o sexuales, y es uno de los ingredientes más importantes de las formas posdemocráticas de legitimación política.

Me parece sintomático que en México se comiencen a establecer mecanismos posdemocráticos de legitimación, que intentan hacer a un lado a los partidos políticos, cuando ni siquiera se ha logrado que funcionen adecuadamente los procesos democráticos representativos modernos. Y es una paradoja trágica que ello ocurra bajo el auspicio de la izquierda y con su bendición entusiasta.

Los impulsos fundamentalistas han propiciado también la legitimación de las rígidas jerarquías de corte militar y eclesiástico; junto con ello, han retornado los valores dogmáticos propios de los espacios sagrados: en lugar de una secularización de la sociedad civil (y de la política) en muchos casos estamos presenciando su sacralización. No debemos cerrar los ojos ante la situación chiapaneca: allí se halla el foco expansivo de una revalorización de las instancias eclesiásticas y militares, tanto en sus expresiones rebeldes (el obispado de San Cristóbal y el EZLN) como en sus manifestaciones institucionales (la iglesia católica y el ejército federal). Habría que agregar la proliferación de organizaciones religiosas no católicas y la expansión de grupos paramilitares reaccionarios. En este proceso observamos una cierta complementariedad, no exenta de contradicciones, entre los espacios marginales y los oficiales.

Algo similar podemos observar en otro campo, el que se refiere a la expansión de la violencia y la guerra en los espacios políticos, y que produce lo que he llamado el síndrome de Jezabel, ese personaje femenino de la mitología bíblica. Desarrollé originalmente esta idea en polémica con Jean Baudrillard, en mi libro Las redes imaginarias del poder político. (Primera edición, Era, 1974; segunda edición corregida, Océano, 1996.) Este síndrome hace referencia a la elevación espectacular de los grupos marginales al escenario de un teatro guerrillero donde la acción revolucionaria es tan disparatada, tan exorbitada y tan fantasiosa que produce un efecto simbólico de gran envergadura. El gobierno responde también de manera espectacular con una estrategia de simulación, pero la acción es encubierta por velos extraños que sugieren la existencia secreta de un mundo críptico, exótico y misterioso. En Europa, tradicionalmente, este tipo de situaciones termina en la represión encarnizada de los llamados terroristas y provoca una cohesión social en torno del gobierno amenazado por los revolucionarios. En México este desenlace cruento ha sido evitado tanto por el gobierno como por los revolucionarios alzados en armas, en parte gracias a la influencia de una sociedad civil democrática. Así, el simulacro ha conducido a una situación novedosa donde la guerra del espectáculo se impone sobre la violencia real.

La compleja coyuntura está siendo aprovechada por el establishment político para implementar un nuevo modelo de hegemonía posdemocrática, que eventualmente podría permitir que el sistema sobreviva a los peligrosos vaivenes provocados por los flujos y reflujos electorales propios de la participación democrática. Pero no podemos negar que las tendencias que permiten esta situación han surgido, en gran medida, en los territorios de la izquierda poscomunista, metacomunista o paracomunista. De esta manera, se establece una peculiar vinculación entre las ruinas del socialismo y las nuevas necesidades del capitalismo. No deja de ser irónico el hecho de que el gobierno mexicano en crisis se preocupe por resguardar las ruinas de una izquierda que se derrumbó, y necesite –como las sociedades posmodernas– de parques jurásicos en donde hacer experimentos con especies ya desaparecidas o en proceso de extinción. Sin embargo, bajo ciertas condiciones, pueden ocurrir mutaciones que cambian el curso de las cosas: es precisamente lo que sucedió en Chiapas, donde el cruce genético de especies y subespecies en peligro de extinción (dinosaurios comunistas e indios) produjo el nacimiento de nuevas variedades (que incluso han sido visitadas por famosos especialistas en paleontología guerrillera).

Para la izquierda mexicana el problema no radica solamente en resistir la tentación autoritaria. Se halla hoy, más bien, ante la tentación fundamentalista. Pero el verdadero peligro no radica en que el fundamentalismo sea una vía de retorno a un mundo que ya se extinguió; no creo que hoy este peligro sea real, ni siquiera en los países donde se derrumbó el socialismo; la amenaza no se ubica solamente en el hecho de que las corrientes extremistas de la izquierda se ahoguen en la restauración del stalinismo y del dogma.

La mayor amenaza para la democracia proviene de la manera en que las agresivas tendencias fundamentalistas se eslabonan con nuevas formas de legitimación posdemocrática. Por decirlo así, lo peligroso es el coctel que mezcla al neoliberalismo con el poscomunismo, a la segregación con el populismo, o al patrimonialismo con la autonomía. Si a estas mezclas le agregamos una buena dosis de religión y de militarismo, se producen situaciones tan explosivas como las del Cercano Oriente, el norte de África o Bosnia.

Uno de los más graves problemas de la democracia moderna radica en que ahora debe funcionar sin el marco amenazador de las alternativas comunistas. Ya sea por los espectros de la guerra nuclear, de la subversión o de la inestabilidad provocada por los movimientos radicales y sus representantes parlamentarios, el hecho es que antes de 1989 la democracia aparecía como un territorio asediado. Ahora el asedio político ha terminado y, con ello, muchos de los procesos legitimadores que protegían a los gobiernos del llamado primer mundo se han agotado. La amenaza tercermundista puede compensar la pérdida, pero en una escala muy reducida. Queda la tentación de estimular y manipular fundamentalismos culturales, étnicos y religiosos, o incluso formas renovadas del espíritu revolucionario, para convertirlos en los estímulos políticos que parece requerir el mal funcionamiento de algunos sistemas democráticos, sea que las enfermedades se deban a la corrupción, al envenenamiento o al envejecimiento. Los sistemas democráticos, ante estas amenazas, inventan y construyen extrañas prótesis políticas para protegerse. Pero de poco nos va a servir una democracia que, como esos célebres personajes del cine y de la literatura de ciencia-ficción, sea sostenida por órganos cibernéticos, tenga que ser alimentada por aditivos artificiales, dependa de un pulmón mecánico y se halle rodeada de una franja de bárbaros cuya principal función parece ser la de estimular sus reflejos defensivos.

Como conclusión podría decir que, hoy, muchos comunistas y poscomunistas han aprendido a vivir en la democracia. Pero me temo que la democracia, para legitimarse, todavía no ha aprendido a vivir sin la amenaza del comunismo.

Violencias salvajes: usos, costumbres y sociedad civil

Una de las tendencias más inquietantes del pensamiento contemporáneo se expresa en una curiosa revalorización de las llamadas culturas primitivas, que son vistas como espacios en los que han crecido formas peculiares de violencia, hoy superadas en las sociedades modernas por formas civilizadas de ejercicio de una fuerza legítima. Estas tendencias pueden entenderse, a mi juicio, como una suerte de medievalización de las sociedades primigenias, primitivas o salvajes. Se trata de un traslado de rasgos medievales europeos al mundo de las sociedades primitivas premodernas. Un ejemplo sintomático lo podemos encontrar en un ensayo del filósofo francés Giles Lipovetsky, donde establece que en todas las sociedades salvajes la violencia no se explica por consideraciones ideológicas, económicas o utilitarias, sino que es regulada por un código basado en el honor y la venganza.(4) Resulta escalofriante la forma en que Lipovetsky mete en un solo saco a todas las sociedades que llama salvajes, denominación arcaica que la cultura francesa ha conservado para referirse a los pueblos no europeos llamados primitivos por la etnología moderna.(5) Lipovetsky rechaza la interesante sugerencia de René Girard, presentada en La violence et le sacré,(6) según la cual el sacrificio ritual sería una forma de interrumpir el círculo de venganzas con el fin de proteger a la comunidad. Para Lipovetsky la venganza y la violencia encaminadas a defender el honor son valores que la sociedad salvaje está obligada a defender, no a frenar. Me parece que estamos ante una visión de las sociedades primitivas que proviene más de una lectura de las novelas de caballerías o, incluso, del teatro barroco español, que de un conocimiento de las sociedades tildadas de salvajes. Sin embargo, la fuente principal de Lipovetsky es un conocido ensayo del antropólogo Pierre Clastres donde teoriza sus experiencias de investigación en el Chaco paraguayo.(7) Según Clastres las tribus indígenas de esta región se caracterizan por una pasión belicosa fundada en el deseo de prestigio y en el ansia de gloria. Nos describe un ethos cuyas normas esenciales radican en –tal vez conviene decirlo en francés– la gloire del guerrero, en la volonté de matar y en el mépris del peligro. La lógica de la gloria, la voluntad y el desprecio nada tiene que ver con intereses económicos o discursos ideológicos: es una lógica propia de las sociedades indivisas. Las interpretaciones de Clastres provienen, más que de su trabajo de campo, de las descripciones de cronistas y misioneros jesuitas del siglo XVIII y se inspiran, como él mismo admite, en las reflexiones de Georges Dumézil sobre la representación mítica del guerrero en la tradición indoeuropea.(8) La sangrienta guerra del Chaco que enfrentó a bolivianos y paraguayos en los años treinta apenas es mencionada de paso por Clastres, que se concentra obsesivamente en la idea de establecer una teoría general de la violencia salvaje y primitiva. No se detiene a pensar en la posibilidad de que la proverbial belicosidad de los indios del Chaco pudiese provenir en gran medida de la desintegración de las sociedades indígenas por efecto de la colonización y de confrontaciones históricas prehispánicas que pudieron haber provocado dramáticos desplazamientos de población. Es sabido que el contacto entre pueblos nómadas o seminómadas y grupos de colonizadores con fuerte vocación por establecer formas sedentarias de explotación estimula invariablemente la violencia y alimenta el mito del salvaje belicoso y sanguinario.

Podemos sospechar que las ideas de gloria y honor, como detonadores de la violencia, tienen una fuerte carga de eurocentrismo. Lo interesante de las interpretaciones de Clastres y Lipovetsky radica en que su etnocentrismo traslada elementos de la historia medieval y renacentista al mundo primitivo; pero traslada una imagen medieval despojada de las grandes instituciones feudales y eclesiásticas: la sociedad salvaje aparece como una proyección de la aldea medieval en la que los campesinos han adoptado los valores de los caballeros y los cortesanos, sin por ello abandonar su tradicional mundo holista, indiviso y homogéneo. Algunos de los cronistas de las expediciones de conquista en América así vieron a las sociedades indígenas.

Esta mitología de las violencias primigenias coexiste, como es sabido, con el mito del buen salvaje y con el sueño de una sociedad primitiva natural desprovista de los males que ha traído la civilización moderna. Por supuesto, esta condición es tan imaginaria como la del salvaje belicoso, y ha servido como medio para concentrar todas las culpas de la violencia en la cultura industrial urbana. Las sociedades no europeas, llamadas primitivas, albergan formas de violencia formal e informal muy extendidas y variadas; para nada conforman la imagen idílica de una dorada paz primigenia. (Véase al respecto el interesante libro de Lawrence H. Keeley: War Before Civilization. The myth of the Peaceful Savage, Oxford, 1996. Sobre imaginería del salvaje, véanse mis libros: El salvaje en el espejo y El salvaje artificial, México, 1992 y 1997.)

Desde luego, no me dispongo aquí a discutir cuál de los mitos se acerca más a la realidad. Lo que he querido subrayar es el hecho paradójico de que rasgos europeos medievalizantes han sido añadidos para acentuar o destacar el primitivismo. Esto es algo que ocurre con frecuencia en México, donde peculiaridades de raíz colonial se han usado para definir a los grupos étnicos de origen prehispánico. Al respecto, aquí sólo me referiré a los sistemas normativos que, expresados en ciertos usos y costumbres, regulan la violencia y los conflictos internos de los pueblos indígenas. La posible aprobación constitucional de estos sistemas normativos indígenas ha provocado una gran discusión, que tuvo su impulso sin duda en la violenta irrupción del EZLN en la vida política mexicana el 1° de enero de 1994.

No debe sorprendernos que la violencia misma haya provocado una gran polémica sobre las formas en que se puede ejercer con legitimidad la fuerza para resolver conflictos: ya se sabe que la violencia engendra más violencia, aunque en este caso la violencia engendrada ha sido más retórica que material. Lo importante, además, es que el gobierno, las fuerzas políticas y muchos intelectuales están contemplando firmemente la posibilidad de establecer, al lado de los mecanismos republicanos, nuevas formas de gobierno basadas en la autonomía de un llamado sistema indígena de normas, usos y costumbres que ejercería la violencia legal (simbólica o efectivamente) para resolver conflictos internos.

Ante esto, podemos considerar dos vertientes del problema. Primero indagar las características concretas del sistema normativo indígena. Después, en segundo lugar, será preciso examinar las consecuencias de la implantación de una pluralidad de mecanismos de representación y control políticos.

Al abordar el tema de los sistemas normativos étnicos quiero exponer la idea de que su carácter "indígena" es en muchos casos la transposición (real o imaginaria) de formas coloniales de dominación. Es decir que ciertos rasgos propios de la estructura colonial española han sido elevados a la categoría de elementos normativos indígenas (con peculiaridades étnicas prehispánicas). En muchos casos, estos rasgos supuestamente indígenas han sido exagerados enormemente o, incluso, han existido sólo en la mente de algunos funcionarios, políticos o intelectuales. Asistimos con frecuencia a la erección de versiones colonialoides de la realidad india, tan exóticas como el sanguinario guerrero ecuestre guaicurú o el valiente piel roja ululante de la mitología indigenista.(9)

Las formas de gobierno que los etnólogos han observado en diversos pueblos indígenas del México moderno y posrevolucionario se pueden resumir en cuatro características. Hay que advertir acaso que en muchos casos los cuatro rasgos, que describiré a continuación, están en proceso de extinción (o ya han desaparecido).

1. La máxima autoridad suele recaer en un gobernador, cacique, mandón o principal, cuyas funciones de vigilancia, control y castigo son en algunos casos vitalicias. Con frecuencia se trata de un anciano que recibe el respeto de la comunidad y nunca es una mujer; sus decisiones son inapelables y se acatan sin discusión. En los últimos años el término cacique, que era común en el sur de México entre los mixes, los mixtecos, los triques y los zapotecos, así como en los Altos de Chiapas, ha caído en desuso por las connotaciones peyorativas que ha ido adquiriendo. El título de gobernador, usado entre grupos étnicos del norte (coras, huicholes, mayos, pames, pimas, seris, tarahumaras, tepehuanos y yaquis), sin duda tiene su origen en el funcionario del mismo nombre que en la España del Siglo de Oro administraba la justicia en las poblaciones, y que también era llamado corregidor. Un símbolo muy extendido de la autoridad en los pueblos indígenas es la vara como señal de poder. Entre los coras la transmisión del gobierno se da en una ceremonia de entrega de las "varas de mando"; igualmente, entre los zapotecas hay una "entrega de varas" y en la cultura mixteca se habla de "entrega del bastón"; los chontales de Oaxaca nombran un "mayor de varas" para mantener el orden. En algunas comunidades nahuas de la costa del golfo se elige un tlaihtoani y al renovarse las autoridades del ayuntamiento se celebra la fiesta del "cambio de varas". También entre los tarahumaras y los triques hay un uso ritual de la vara como señal de autoridad.

No he citado estos ejemplos para exponer el folklore de las formas de poder, sino porque muestran la sintomática presencia de un mismo símbolo en contextos étnicos muy diversos. Sospecho que ello obedece a su común origen colonial español: en la península llevaban varas los alcaldes de corte, los corregidores, los jueces y los alguaciles como insignia de que representaban la autoridad real.

2. En muchos casos el nombramiento de gobernador, jefe o cacique es obra de un consejo de ancianos o bien de una asamblea; en ocasiones son elegidos mediante un plebiscito. El consejo de ancianos es una forma residual que tiene su origen en sistemas prehispánicos de gobierno comunal. (Véase: Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, 1519-1810, México, 1967, p. 195.) Su organización varía en las diferentes etnias, y su poder ha llegado a mantenerse aún en pueblos donde ya no se nombran gobernadores tradicionales: los ancianos nombran a las autoridades municipales.(10) Los ejemplos más notorios de sobrevivencia del poder de los consejos de ancianos los hallamos en el sur de México, en las regiones tzeltal y tzotzil, así como en la mixteca y entre los zapotecas. En contraste, entre los grupos étnicos del norte predomina la asamblea del pueblo y a veces el plebiscito como forma de elegir autoridades. Es interesante anotar que fueron los españoles desde el siglo XVI quienes introdujeron sistemas colectivos de gobierno local, en los cabildos y los consejos, para contrarrestar el poder de los caciques y principales. (Véase: José Miranda y Silvio Zavala, "Instituciones indígenas en la Colonia", en Alfonso Caso et al., Métodos y resultados de la política indigenista en México, México, 1954.)

3. Un rasgo distintivo de las formas de gobierno peculiares de las comunidades indígenas es la fusión de los poderes civiles y los religiosos. La administración de justicia, la organización del culto, el mantenimiento del orden y la organización de las fiestas religiosas forman parte indisoluble del mismo sistema normativo de gobierno. Se trata de un sistema rígidamente jerarquizado en el que se entremezclan tanto los cargos ligados al mantenimiento del orden público como los del ceremonial católico. Los mayordomos, los topiles, los mayores de varas, los rezanderos, los chicoteros y los principales forman parte de un mismo sistema. El antropólogo Alfonso Fabila llegó a hablar de un gobierno teocrático de los yaquis,(11) y los etnólogos han observado en diferentes regiones la forma en que se funden en un mismo sistema las ceremonias de las cofradías, la organización del tequio o del trabajo colectivo, las funciones de la policía, la limpieza de la iglesia, los encargos de las mayordomías o la administración de azotes a los acusados de adulterio o de robo. Esta fusión tiene su origen en la omnipresencia de la iglesia católica colonial en todos los ámbitos de la vida social, aunque sin duda el carácter sagrado de algunas funciones tiene una raíz prehispánica, como ocurre con los llamados piaroles o fiadores de la región tzeltal-tzotzil.(12)

4. Las formas indígenas de ejercicio del poder tienen un carácter extremadamente autoritario y en muchas ocasiones se basan en un sistema jerárquico de corte militar. En la región maya de la península de Yucatán, por ejemplo, las autoridades tradicionales han usado una nomenclatura militar para referirse a las diferentes funciones y jerarquías: general, capitán, comandante, teniente, sargento, cabo y soldado; los generales nombran los puestos inferiores de acuerdo con su voluntad y reciben una pleitesía que ha llegado al extremo de besarles la mano, santiguarse a su paso y dirigirles la palabra de rodillas. Los yaquis nombran a sus gobernadores o cobanáhuacs, quienes son asistidos por otros funcionarios menores con denominaciones militares: alférez, tamborilero, capitán, teniente, sargento y cabo. Los huicholes nombran a un coronel, subordinado a su gobernador, como encargado de impartir justicia. Estos ejemplos revelan supervivencias de una dramática historia de sublevaciones y guerras de los indígenas que se rebelaron durante siglos contra la represión y explotación de que eran objeto. La nomenclatura militar que he citado como ejemplo –y las consiguientes formas de respeto sumiso a la autoridad– son una herencia de la larga guerra de castas que se inició en Yucatán en 1847 y de las insurrecciones de indios yaquis, ópatas y mayos que se iniciaron en 1825 y que duraron más de un siglo. Se puede decir que las peculiaridades autoritarias e incluso militares de las formas de gobierno indígena tienen más su origen en el permanente estado de asedio y guerra en que han vivido que en remotas tradiciones prehispánicas.

En síntesis, los sistemas normativos indígenas –o lo que queda de ellos– son formas coloniales político-religiosas de ejercicio de la autoridad, profundamente modificadas por las guerras y la represión, en las que apenas puede apreciarse la sobrevivencia de elementos prehispánicos. Estas formas de gobierno han sido profundamente infiltradas y hábilmente manipuladas por los intereses mestizos o ladinos y por la burocracia política de los gobiernos posrevolucionarios, con el fin de estabilizar la hegemonía del Estado nacional en las comunidades indígenas. Los ingredientes que podríamos calificar de democráticos son muy precarios; se reducen al plebiscito y al ejercicio de una democracia directa en asambleas, donde las mujeres y las alternativas minoritarias suelen ser excluidas o aplastadas.

Luis Hernández Navarro me ha reprochado que no menciono el consenso como una forma democrática de tomar decisiones en las comunidades indígenas.(13) Lo mismo dice otro crítico: en las asambleas comunales "los mecanismos de toma de decisiones se basan por lo general en el consenso y no en la mayoría".(14) A mi juicio usan mal la noción de consenso, que no es una forma de tomar acuerdos, sino una situación social y política –un estado de ánimo, como seguramente lo llamaría García de León– de respaldo a principios, valores o fines generales. En contraste, la toma de acuerdos por unanimidad revela casi siempre una falta de democracia y un autoritarismo oculto bajo un manto populista. Si no se gobierna mediante acuerdos de mayoría, inevitablemente se excluye a las minorías: la unanimidad no contempla mecanismos tolerantes de representación de minorías.

En las comunidades indígenas, dice ingenuamente uno de estos críticos, los "líderes son reguladores y no dirigentes de la vida colectiva, se encargan de que ésta transcurra de acuerdo a las tradiciones".(15) Es decir: sus funciones son esencialmente represivas y bloquean a cualquier minoría poco "tradicional". Es posible que los mecanismos de gobierno por unanimidad sean propios de ciertas comunidades indígenas; pero más que un sabor prehispánico, despiden un tufo priísta.nas

Vale la pena comentar brevemente un tema que ha sido puesto en la mesa de discusiones por el levantamiento armado zapatista: me refiero a las repercusiones éticas o morales del proceso de gestación de nuevas formas de identidad. El hecho de que los sistemas políticos indígenas tengan un origen colonial no parece preocupar demasiado a Luis Hernández Navarro pues, supuestamente, "lo que le da al sistema de cargos su carácter indígena es que los indígenas lo reconocen como tal".(16) Antonio García de León piensa, por su parte, que la identidad es principalmente "una opción sobre lo heredado y sobre lo construido".(17)

Estoy de acuerdo en que la identidad es un proceso complejo de creaciones e invenciones; pero ello no nos autoriza a hacer a un lado la dimensión temporal e histórica, que es la que sedimenta el consenso de una comunidad en torno a ciertos símbolos y valores. No quiero excluir automáticamente aquellas creaciones hechas apenas ayer e impulsadas por personas recién llegadas a las nuevas formas de identidad.(18) Pero la ausencia de profundidad histórica, o la adopción artificial de rasgos procedentes de otras tradiciones para fortalecer identidades en extinción, hace más discutible el nuevo proceso, precisamente porque su contenido ético y moral es más evidente y se halla todavía en la superficie. Es más evidente porque se encuentra ligado a decisiones políticas recientes, aún frescas. En cambio, la larga historia de ciertos rasgos de la identidad ha sepultado los valores morales bajo el polvo de los siglos, y resulta muy difícil desenterrarlos.

El hecho de que aflore la dimensión moral no siempre simplifica las cosas. En algunos casos ello va acompañado de cierta intolerancia. Al criticar las curiosas costumbres de una comunidad de Estados Unidos que está construyendo su identidad en torno a la supuesta visita de platillos voladores extraterrestres hace cincuenta años, corremos el riesgo de ser despreciados por el hecho de que nunca nos hemos subido a un ovni. Más dañino hubiera sido poner en duda en el Berlín de los años treinta el supuesto origen indoeuropeo de los mitos nazis sobre la identidad aria. Discutir con fundamentalistas argelinos o iraníes es todavía más peligroso, y el ejercicio crítico puede costar la vida. Usualmente los críticos son descalificados por su otredad, su exterioridad o su falta de experiencias vivenciales, y acaban siendo lapidados: la crítica de las costumbres –de la moral– es un peligroso ejercicio intelectual. La experiencia me dice que es difícil discutir con los danzantes de la mexicanidad del Santo Niño de Atocha, con los mandones obedientes de la periferia zapatista o con los usuarios de las costumbres oficialmente indias.(19)

A pesar de todo, no debemos renunciar a discutir la dimensión moral en la que ha insistido, entre otros, Antonio García de León. A partir de la discusión de las costumbres, los hábitos y las conductas –es decir, la moral–, podemos hoy plantearnos el problema de las consecuencias de la legalización de sistemas de gobierno, elección, representación y justicia diferentes a los que norman la vida política del país, para ser implementados en comunidades o regiones indígenas.(20) Esta alternativa ha parecido atractiva, sobre todo después del fracaso del indigenismo integracionista, pero obviamente significa un enfrentamiento con la definición clásica de la nación ilustrada moderna, según la cual ésta es una expresión política de un espacio territorial donde todos los ciudadanos están sujetos a las mismas leyes, sin tomar en cuenta su color, religión, origen étnico o sexo. El Estado se basa aquí en una sociedad civil que reúne a hombres y mujeres que eligen libremente someterse a las mismas leyes. Esta concepción contrasta con la tradición política, calificada a veces de romántica, según la cual la forma de gobierno surge orgánica e históricamente de la unidad nacional, étnica y cultural de un pueblo. La base del gobierno es aquí el Volksgeist y no la sociedad civil. En realidad, se han producido diversas combinaciones de estos dos principios, con resultados a veces catastróficos en regiones con una marcada diferenciación étnica, pues la ceguera democrática ante la multiculturalidad o, sobre todo, el aplastamiento de las minorías en nombre de un nacionalismo etnocéntrico han sido una fuente permanente de violencia.

Para evitar estas formas de violencia ha ido ganando terreno durante los últimos años la idea de que es necesario aceptar formas de libre determinación y de autonomía en el interior de Estados ya constituidos, así como impulsar formas de representación y de apoyo (en Estados Unidos las llaman affirmative action) encaminadas a combatir las múltiples manifestaciones de discriminación (económica, racial, religiosa, sexual, étnica y otras). Desde luego, esta propuesta surge para situaciones muy peculiares, pues podemos suponer que a los catalanes, los irlandeses o los vascos no se les ocurriría nunca acogerse a la protección del convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. Bajo el amparo del espíritu de la acción afirmativa, del multiculturalismo y de organizaciones internacionales, crece una tendencia que postula la autodeterminación y la autonomía de los pueblos indígenas como la nueva solución a los problemas ancestrales. Esta idea suele suponer que en los tradicionales usos y costumbres de los pueblos indígenas es posible encontrar la fórmula que, además de ser pacificadora, conducirá a las sociedades indias a su liberación. Pero debemos preguntarnos: ¿podrán frenar la violencia formas de gobierno integristas, sexistas, discriminatorias, religiosas, corporativas y autoritarias? ¿No estamos confundiendo el carácter indígena con formas coloniales y poscoloniales de dominación? Es evidente que la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), en su iniciativa de reformas constitucionales del 20 de noviembre de 1996 (y aprobada por el EZLN) tuvo una actitud de duda y fue consciente de que ciertos usos y costumbres atentarían contra el desarrollo de una sociedad civil democrática. Por ejemplo, después de establecer que los pueblos indígenas tienen derecho a aplicar sus sistemas normativos, agrega prudentemente: "respetando las garantías individuales, los derechos humanos y, en particular, la dignidad e integridad de las mujeres". ¿No está reconociendo que los sistemas normativos supuestamente indígenas violan estos derechos y garantías? Pero es evidente que al introducir estos derechos se derrumban en gran medida los elementos esenciales del sistema indígena de usos y costumbres. ¿Qué es lo que esto implica? Ciertamente es una propuesta que intenta evitar que las regiones indígenas se conviertan en una versión mexicana del apartheid y las inserta en el espacio moderno de la sociedad civil: civiliza las tendencias salvajes de los indios, como tal vez dirían Clastres y Lipovetsky. Aunque, podemos agregar, ese salvajismo haya sido en realidad traído por los civilizados colonizadores españoles.

Es posible que esta y otras propuestas híbridas acaben traduciendo la libre determinación y la autonomía a una reglamentación sui generis de zonas reservadas y apartadas, condenadas a la marginación y a la segregación, verdaderas reservaciones obligadas a vivir de las magras rentas generadas por la explotación de recursos naturales, de concesiones turísticas y, en el peor de los casos, de ingresos ligados a actividades ilícitas como la producción de enervantes y el narcotráfico. Me temo que estamos presenciando la transición del paternalismo integracionista a un patronazgo multicultural segregador, tan corrupto o más que el indigenismo nacionalista. Estamos contemplando una compleja y espinosa transición en las formas de articulación del poder central con las comunidades indígenas; esta transición es impulsada por un paradójico abanico de fuerzas políticas, desde los tecnócratas del gobierno priísta hasta los guerrilleros neozapatistas, con el objeto de establecer ciertas formas políticas de gobierno comunal, municipal y, tal vez, regional, que supuestamente emanan orgánicamente de la cultura tradicional. De hecho, por ejemplo, en Oaxaca ya se han implementado en muchos municipios formas de gobierno que, basadas en los usos y costumbres, excluyen entre otras cosas toda participación de los partidos políticos. En otros lugares, con la misma lógica, han sido excluidos grupos religiosos no católicos. Contrasta esta preocupación por el rescate de formas políticas dudosamente indígenas con el gran descuido en la implementación de normas jurídicas precisas para auspiciar el multilingüismo. Las lenguas indígenas son un legado valiosísimo de indudable origen prehispánico, y su expansión en la sociedad mexicana podría convertirse en un poderoso amplificador de las demandas de sus hablantes.

Poco a poco el gobierno mexicano ha ido refinando la idea de que, en el caso de los pueblos indígenas, es necesario aceptar que los derechos individuales están condicionados por los derechos colectivos, y que la expresión colectiva patrimonial es precisamente la raíz de las formas tradicionales que es necesario legalizar: decisiones colectivas en asambleas, respeto a los consejos de ancianos que expresan el espíritu de la colmena, aprovechamiento comunal de los recursos naturales, defensa conjunta de la identidad étnica y religiosa, etc. Sigue en disputa, por supuesto, el grado de extensión de esta normativa.

Yo tengo una interpretación muy crítica de este proceso. Me parece que, lejos de estarse formando un nuevo proyecto nacional, este proceso es parte de la putrefacción del viejo modelo autoritario. La implementación de gobiernos basados en usos y costumbres es parte del mal, no del remedio; creo que en muchos casos, lejos de fortalecer la sociedad civil, está sembrando semillas de violencia. No son semillas democráticas, son fuentes de conflicto. Por eso impera una lógica que se desprende de la confrontación y de la violencia, una lógica de la contención, del cabildeo y de la negociación que se sobrepone a la deseable lógica de una reforma profunda del sistema político esencialmente segregador y discriminador que impera en México. Yo considero que la problemática indígena tiene tales dimensiones que obliga a todo intento serio de solución a ubicarse necesariamente en el nivel nacional, no en el regional o municipal. Al contrario de lo que se suele suponer, es necesario comenzar a solucionar el problema desde arriba, no desde abajo. Es la cabeza del sistema la que está más enferma y la que genera violencia. El problema indígena se halla principalmente en las estructuras de gobierno. Los indios no están mudos: es el gobierno el que está sordo; el gobierno y toda la élite económica y burocrática. Es necesario, a mi juicio, no conservar sino reformar los usos y costumbres –tanto de los indígenas como de los políticos salvajes– para asegurar la expansión de una sociedad civil basada en la libertad individual y la democracia política.

Conclusiones: Moby Dick en la lacandonia

Uno de los aspectos más notables del alzamiento encabezado por el EZLN es el diluvio de metáforas de corte moral con que ha sido inundada la sociedad civil, en sustitución de las aguas estancadas de los lemas y conceptos de la retórica izquierdista tradicional. Una buena parte de estas metáforas gira en torno a la figura del barco o de la nave: se ha hablado del barco selvático de Fitzcarraldo, el Arca de Noé, el navío pirata, la nave de los locos, y otras similares. Se ha desarrollado también una interesante mitología que habla de anclas, velámenes, timones, vientos que azotan la popa, olas enfurecidas, tormentas y puertos que esperan la ansiada llegada del barco perdido.

Hace unos años, mientras soportaba los embates de un mar enfurecido y después de haber escuchado las alusiones náuticas del discurso del subcomandante Marcos ante la Convención Nacional Democrática (el 8 de agosto de 1994), se me ocurrió que, ciertamente, lo que estaba pasando estaba escrito y codificado en las imágenes míticas que parecían brotar de la Biblia, del cine y de la literatura novelesca. Pero se me ocurrió que todo estaba escrito en una novela que, hasta donde llega mi información, no ha sido citada como fuente metafórica de los extraños acontecimientos chiapanecos. "Debe ser a causa del pesimismo que nos inunda ahora que se ha caído la vela mayor", pensé para mí cuando recordaba las imágenes del capitán Ahab luchando contra Moby Dick. Empapado por la lluvia y asombrado por el espectáculo de una Nave de Babel de la izquierda naufragando en los cafetales de Aguascalientes, pensé que debía ir a la improvisada biblioteca para comprobar si tenían la novela de Herman Melville. El viento y el lodo me lo impidieron.

El estancamiento de las negociaciones entre el gobierno y el EZLN, la creciente militarización de Chiapas y la terrible matanza de Acteal provocan que una oleada de pesimismo vuelva a inundar los espíritus, y me confirman que los demiurgos de la tragedia chiapaneca tienen como libro de texto la novela de Melville. Yo les recomiendo al subcomandante Marcos y al presidente de la República que relean el último capítulo de Moby Dick. Y les pido que, por el amor de Dios, no tomen ese texto como libreto para actuar los últimos actos de este drama.

En ese libro el subcomandante encontrará su barco y su pipa, sus indios y sus esperanzas obsesivas. El presidente hallará en la ballena al Leviatán que quiere salvar a toda costa. Pero se trata de la historia de un naufragio: del hundimiento del barco de Ahab, de la muerte de la ballena blanca, de la enconada y sangrienta lucha de unos balleneros cuya primitiva industria está condenada a la extinción.

Pero muchos nos preguntamos, azorados: ¿qué diablos hace el barco del capitán Ahab perdido en Chiapas? ¿Nunca terminará el gobierno mexicano de soltar ballenas blancas en la selva lacandona?

Yo sólo quiero citar los últimos párrafos de la novela de Melville para que entre líneas imaginemos lo que podría suceder si el subcomandante Ahab no tira sus arpones y el presidente Moby Dick no deja de dar coletazos:

... las últimas aguas chorreaban entremezcladas sobre la cabeza sumergida del indio en el mástil mayor, dejando aún visibles unas pocas pulgadas del palo erguido, junto con largas yardas ondulantes de la bandera, que se mecía tranquila, coincidiendo irónicamente con las destructoras olas que casi tocaba. En ese instante un estirado brazo rojo con un martillo se levantó en el aire, en ademán de clavar más firme la bandera al palo que se hundía. Un halcón del cielo que había seguido al mástil mayor, descendiendo de su hogar natural entre las estrellas, picoteó la bandera... el pájaro se arriesgó a interponer su ancha y vibrante ala entre el martillo y la madera; al mismo tiempo, el salvaje sumergido, en su estertor de muerte, al sentir aquel escalofrío etéreo, dejó allí clavado el martillo; y así el pájaro del cielo, con chillidos arcangélicos, y con su pico imperial vuelto hacia arriba y toda su figura cautiva envuelta en la bandera de Ahab, se hundió con el barco que, como Satán, no quiso bajar hasta el infierno sin antes arrastrar consigo una parte viviente del cielo, poniéndosela por casco.

Entonces, pequeñas aves volaron gritando sobre el abismo aún entreabierto; una triste espuma blanca chocó contra sus abruptos bordes; después, todo se desplomó, y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años.

Notas

(1) "El nudo de Chiapas", La Jornada, 5 de enero de 1994.

(2) "Chiapas hoy", La Jornada, 16 de enero de 1994.
(3) Véase mi libro: La jaula de la melancolía, México, 1987.
(4) Giles Lipovetsky, "Violences sauvages, violences modernes", en L’ère du vide. Essais sur l’individualisme contemporain, París, 1983.
(5) Denominación poco satisfactoria que está cayendo en desuso. Véase: Adam Kuper, The Invention of Primitive Society. Transformations of an Illusion, Londres, 1988.
(6) René Girard, La violence et le sacré, París, 1972.
(7) Pierre Clastres, "Malheur du guerrier sauvage", Libre, 2, 1977.
(8) El mismo título del ensayo de Clastres hace referencia al libro de Georges Dumézil, Heur et malheur du guerrier, París, 1968.
(9) Un antropólogo, que ha criticado airadamente mis interpretaciones, sostiene que la prueba de que no deseo entender la dinámica propia de los pueblos nativos es que denomino a sus sistemas políticos como "sistemas normativos". Pero resulta que ese es precisamente el concepto que usa la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA) en la iniciativa que traduce los acuerdos de San Andrés, y no tengo la impresión de que ello manifieste ninguna repugnancia hacia los pueblos indios por parte del EZLN, que apoya esta iniciativa. Véase Miguel Alberto Bartolomé, "El antropólogo y sus indios imaginarios", Ojarasca, octubre de 1997.
(10) Sobre los consejos de ancianos, el antropólogo Mauricio Muñoz hizo interesantes reflexiones en Mixteca nahua-tlapaneca, vol. IX de las Memorias del Instituto Nacional Indigenista, México, 1963. Véase también Roberto S. Ravicz, Organización social de los mixtecos, México, 1965.
(11) Alfonso Fabila, Las tribus yaquis de Sonora, su cultura y anhelada autodeterminación (Primer Congreso Indigenista Interamericano), México: Departamento de Asuntos Indígenas, 1940. Sobre la no separación entre funciones religiosas y políticas, véanse Julio de la Fuente, Relaciones interétnicas, México: Instituto Nacional Indigenista, 1965; y Eva Verbisky, "Análisis comparativo de cinco comunidades de los altos de Chiapas", en Los mayas del sur y sus relaciones con los nahuas meridionales, VIII Mesa redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, San Cristóbal de las Casas, México, 1961.
(12) Véase: Gonzalo Aguirre Beltrán y Ricardo Pozas A., "Instituciones indígenas en el México actual", en Alfonso Caso et al., Métodos y resultados de la política indigenista en México, México, 1954.
(13) Luis Hernández Navarro, "¿Violencias indígenas o derechos pendientes?", La Jornada, 9 de septiembre de 1997.
(14) Miguel Alberto Bartolomé, "El antropólogo y sus indios imaginarios", Ojarasca, octubre de 1997.
(15) M. A. Bartolomé, ibid.
(16) Luis Hernández Navarro, "¿Violencias indígenas o derechos pendientes?", La Jornada, 9 de septiembre de 1997.
(17) Antonio García de León, "Identidades", La Jornada Semanal, 133, 21 de septiembre de 1997.
(18) Antonio García de León, ibid., dice que "gran parte de los impulsores de la nueva conciencia de los pueblos indios... no son en realidad indios". Recientemente, Anthony Appiah, con una aguda mirada africana, ha observado la forma en que en Estados Unidos el debilitamiento del contenido cultural de las identidades ha generado una creciente estridencia en sus reclamos; algo similar ha sucedido en México (The Multiculturalist Misunderstanding", The New York Review of Books, 9 de octubre de 1997).
(19) Un ejemplo de intolerancia: recientemente un energúmeno me llenó de insultos por no ver en los pueblos indios aquello que Marcel Mauss llamó "hechos de civilización". Mi supuesto desprecio, según este sambenitador, proviene de la falta de "convivencia" con los pueblos indígenas: ¡y tiene el descaro de invocar al antropólogo francés que jamás puso un pie en la Australia sobre la que tanto escribió! (Miguel Alberto Bartolomé, "El antropólogo y sus indios imaginarios", Ojarasca, octubre de 1997.)
(20) Antonio García de León, "Chiapas: los bordes críticos..." (en este mismo número de Fractal). No me convence el pragmatismo que invoca Luis Hernández Navarro ("Zapatismo: la esperanza de lo incierto", en este mismo número de Fractal), inspirado en John Dewey, para resolver los conflictos entre los valores éticos concretos proclamados por los zapatistas y la dimensión universal o científica de ciertos postulados morales.

muria@servidor.unam.mx

Roger Bartra, "Sangre y tinta del kitsch tropical", Fractal n° 8, enero-marzo, 1998, año 2, volumen III, pp. 13-46.


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