Marcel Schwod

La estrella de madera

Preámbulo
José Emilio Pacheco

Traducción
Una Pérez-Ruiz

 

La estrella de Marcel Schwob

 

El vocabulario de la literatura está lleno de términos teológicos que se repiten sin sentido: "creación", "gloria", "inmortalidad". Marcel Schwob (1867–1905) parece empeñado en refutarlos. No crea, inventa, como todos, a partir de otros textos. En sus manos el palimpsesto se convierte en palintexto: escritura sobre lo escrito que no por ello es menos imaginativa ni original.

Su gloria no es la fama pública de las estatuas, las calles, los grandes nombres de la literatura universal, sino el mayor y el único verdadero triunfo al que pueden aspirar los escritores: entrar en comunicación íntima con unas cuantas personas que se acercan a sus libros.

En una época en que el promedio de vida para la mayor parte de las obras oscila entre quince días y dos meses, Schwob no ha sido tocado por la mortalidad: su obra atraviesa, cada vez más fascinante y siempre renovada, el mar de las tormentas que se extiende de un fin de siglo a otro.

Al llegar el nuestro, Schwob ha vuelto a ser leído en su patria. Durante muchos años en Francia se habló poco o nada de él. Se vio en Schwob una figura menor entre los "decadentes" y simbolistas que dieron su intensidad y su sentido trágico al fin de siècle. Mientras tanto nunca dejó de tener lectores ilustres en Hispanoamérica, una comunidad que se transmitía los textos de Marcel Schwob como en las catacumbas, un grupo indiferente a las listas de popularidad y al surgimiento y caída de los bestsellers. Pensemos, para hablar sólo del caso mexicano, en Julio Torri y Rafael Cabrera durante los años más violentos de la revolución, en Juan José Arreola y sus discípulos y en quienes no dejaron de leerlo y aprender de él durante los setenta y los ochenta.

En Argentina encabezó a este grupo Jorge Luis Borges. Prologuista de La cruzada de los niños en los cuarenta, en 1984 escribió que las Vidas imaginarias fueron el punto de partida para su narrativa. Tan poderosa llegó a ser la opinión de Borges que desde entonces sus compatriotas volvieron a leer a Schwob, como había ocurrido en Gran Bretaña, y por las mismas razones, con otros dos grandes escritores menospreciados: Chesterton y Stevenson, el amigo de Schwob.

Dos años antes de su muerte Schwob publicó La Lampe de Psyché (1903) que reúne Mimes (1894), La Croisade des enfants, Le Livre de Monelle (ambos de 1896, el año estelar que vio también la aparición de Vies imaginaires) y L’étoile de bois (1897), un cuento nunca antes traducido al español. Ahora, al cumplirse su centenario, La estrella de madera aparece en la excelente versión de Una Pérez-Ruiz.

Con ella el siglo mexicano de Marcel Schwob encuentra su cierre y al mismo tiempo su apertura al nuevo milenio. Una Pérez-Ruiz, que pertenece a la más joven generación de escritores y traductores mexicanos, continúa y renueva la tarea iniciada entre nosotros por Cabrera, a quien debemos traducciones admirables de La cruzada de los niños (1917) y Vidas imaginarias (1922).

En este cuento lírico o poema narrativo en prosa vemos al otro Schwob, el narrador de historias de Le Roi au masque d’or y Coeur double, si bien con un matiz que no se encuentra en los relatos de esos libros. La estrella de madera es un cuento de niños para adultos o un cuento de adultos para niños. Prueba así que Schwob no es una figura de ayer sino un escritor de hoy y para mañana. La traducción de Una Pérez-Ruiz culmina por ahora las lecturas mexicanas de Marcel Schwob en el siglo veinte y anticipa las del siglo veintiuno.

 

I

Alain era el nieto de una vieja carbonera del bosque.

En ese antiguo bosque había más claros que caminos: había también prados redondos protegidos por altos robles; lagos de helechos inmóviles sobre los que planeaban ramajes frágiles y frescos como dedos de mujer; familias de árboles graves como pilastras, que se reunían para murmurar durante siglos las deliberaciones de sus hojas; estrechas ventanas de ramas que se abrían sobre un océano de verdor donde temblaban largas sombras perfumadas y los círculos de oro blanco del sol; islas encantadas de brezales rosas y ríos de aulagas; enrejados de resplandores y de tinieblas, grandes espacios naturales en donde surgían, todos temblorosos, los jóvenes pinos y los robles pueriles; camas de agujas rojizas en las que las horcaduras musgosas de los viejos árboles parecían hundirse a media pierna, nidos de ardillas y guaridas de víboras; mil estremecimientos de insectos y trinos de pájaros. Cuando hacía calor, zumbaba como un gigantesco hormiguero; y retenía, después de la lluvia, una lluvia propia, lenta, sombría, pertinaz, que caía de sus cimas y ahogaba sus hojas muertas. Tenía su respiración y su sueño; a veces roncaba, a veces callaba, mudo, sorprendido, vigilante, sin un roce de serpiente, sin un trino de curruca. ¿Qué esperaba? Nadie lo sabía. Tenía su voluntad y sus gustos: lanzaba rectas y veloces líneas de abedules, que caían como flechas; luego le daba miedo, y se detenía en un rincón, estremecido, bajo un bosquecillo de álamos temblones. También llegaba a poner un pie en el lindero, casi en la llanura, pero de inmediato retrocedía, y volvía al frío horror de sus más altos y profundos oquedales, a su centro nocturno. Toleraba la vida de los animales, y no parecía tomarla en cuenta; pero sus troncos inflexibles, resistentes, como relámpagos solidificados que brotaban de la tierra, eran hostiles a los hombres.

Sin embargo, no odiaba en lo absoluto a Alain: le ocultaba el cielo. Durante mucho tiempo el niño no conoció otra luz que un turbio y lechoso verdor del aire; y, al llegar la noche, veía la carbonera motearse de puntos rojos. El misericordioso viejo bosque no le había permitido mirar todo lo que el cielo nocturno arrastra de oro y plata. Así vivía al lado de una buena mujer cuyo rostro, surcado como una corteza, se había quedado fijo en las inmutables líneas del reposo de la vida. Le ayudaba a cortar las ramas, a apilarlas en las carboneras, a cubrir los montones de tierra y de turba, a vigilar el fuego, que tiene que ser suave y lento, a clasificar los trozos para hacer las negras pilas, a llenar los sacos de los porteadores a los que apenas se les veía la cara entre las tinieblas de las hojas. A cambio de eso tenía el privilegio de escuchar al mediodía el parloteo de los ramajes y de los animales; de dormir bajo los helechos cuando hacía calor; de soñar que su abuela era un roble torcido, o que la vieja haya que siempre miraba la puerta de la choza iba a arrodillarse y venir a tomar la sopa; de observar en la tierra la huida constante de la inasible moneda del sol; de reflexionar que los hombres, su abuela y él no eran verdes y negros como el bosque y el carbón; de mirar hervir la marmita y acechar el instante de su mejor aroma; de hacer gorgotear su cántaro de cerámica en el agua de la charca que estaba atrapada entre tres rocas redondas; de ver surgir un lagarto al pie de un olmo como un retoño luminoso, ondulante y fluido, y, en el hueco de la espalda del mismo olmo, también podía ver hincharse el fuego carnoso de un champiñón.

Tales fueron los años de Alain en el bosque, entre el dormir soñador de los días, y el soñar adormilado de las noches; y ya había cumplido diez.

Un día de otoño se desató una gran tormenta. Todos los oquedales gruñían y jadeaban; dardos rutilantes de lluvia se hundían una y otra vez en la maraña de las ramas; las ráfagas aullaban y se arremolinaban en torno de las cabezas canas de los robles; la joven albura gemía, la vieja se lamentaba; se oían las quejas del viejo corazón de los árboles y hubo algunos que fueron heridos de muerte y cayeron allí mismo, arrastrando fragmentos de su copa. La verde carne del bosque yacía acuchillada con sus heridas abiertas, y por esas dolorosas aberturas penetraba en sus entrañas de sombra empavorecida la luz horrible del cielo.

Esa noche el niño vio una cosa sorprendente. La tempestad se había alejado y todo volvía a quedar mudo. Se sentía una especie de gloria apacible luego de un largo combate. Cuando Alain fue con su escudilla por agua a la charca de la roca, entrevió destellos que titilaban, temblaban, parecían reír en el rústico espejo con una risa helada. Primero pensó que eran puntos de fuego como los que brillaban en las carboneras; pero éstos no quemaban los dedos, huían de su mano al tratar de cogerlos, se balanceaban de un lado a otro, luego volvían obstinadamente a cintilar en el mismo lugar. Eran fuegos fríos y burlones. Y Alain veía flotar entre ellos la imagen de su rostro y la imagen de sus manos. Entonces volvió sus ojos hacia lo alto.

A través de una gran herida oscura del follaje, distinguió el vacío radiante del cielo. El bosque ya no lo protegía más, y sintió cierta vergüenza de su desnudez. Pues desde el fondo de ese vasto claro azulado tan lejano, una multitud de ojitos implacables relucían, pupilas muy penetrantes, guiños que centelleaban, todo un picoteo de rayos. Así, Alain conoció las estrellas, y desde ese momento las deseó.

Corrió al lado de su abuela, que atizaba pensativamente la carbonera. Y cuando le preguntó por qué la charca de la roca reflejaba tantos puntos brillantes que temblaban entre los árboles, su abuela le dijo:

–Alain, son las hermosas estrellas del cielo. El cielo está encima del bosque y los que viven en la llanura lo ven siempre. Y todas las noches Dios enciende en él sus estrellas.
–Dios enciende en él sus estrellas... –repitió el niño–. ¿Y yo, abuela, podría encender estrellas?
La anciana mujer le puso en la cabeza su mano dura y cuarteada. Era como si uno de los robles hubiese tenido piedad de Alain y lo acariciara con su resistente corteza.
–Eres demasiado pequeño. Somos demasiado pequeños
–dijo–. Sólo Dios sabe encender sus estrellas en la noche.
Y el niño repitió:
–Sólo Dios sabe encender sus estrellas en la noche...

II

A partir de entonces las diarias alegrías de Alain fueron menos apacibles. El parloteo del bosque dejó de parecerle inocente. Ya no se sentía protegido bajo el abrigo de las hojas aserradas de los helechos. La móvil dispersión del sol en los musgos lo dejó asombrado. Se cansó de vivir en la sombra verde y oscura. Deseó otra luz que no fuera el tornasol de los lagartos, el sombrío tapiz de los hongos, y el enrojecimiento del carbón en los hornos. Antes de dormirse iba a contemplar en la charca la innumerable risa crepitante del cielo. Toda la fuerza de sus deseos lo transportaba más allá de las tinieblas cerradas de las hayas, de los robles, de los olmos, detrás de los cuales había más hayas, robles y olmos, y todavía más árboles, y oquedales sin fin. Y las palabras de la anciana habían herido su orgullo:

Sólo Dios sabe encender sus estrellas en la noche.
¿Y yo? –pensaba Alain–. Si fuera a la llanura, si estuviera bajo ese cielo que está por encima de los árboles, ¿no podría también encender mis estrellas? ¡Oh, iré!, iré.

Ya nada le gustaba en el recinto del bosque, que lo asediaba como un ejército inmóvil, lo aprisionaba como una cárcel rígida cuyos árboles guardianes se multiplicaban para detenerlo, extendían sus brazos inflexibles, se alzaban amenazantes, enormes, terribles y mudos, armados de contrafuertes nudosos, de barricadas hendidas, de manos gigantescas y enemigas. Al proteger celosamente su corazón tenebroso, el bosque parecía hostil a todo lo que no fuera él mismo. Pronto sanaron todas las heridas de la tempestad, se cerraron las crueles heridas por donde penetraba la luz y de nuevo durmió el sueño de su profundidad. Y la charca de la roca volvió a ser oscura, y la cara del rústico espejo no reflejó más la risa luminosa del cielo.

Pero en el sueño del niño las estrellas reían siempre.

Una noche escapó de la choza mientras su abuela dormía. Llevaba en una alforja pan y un trozo de queso duro. Las carboneras lucían apaciblemente un resplandor sofocado. ¡Qué tristes parecían esos puntos rojos comparados con los vivaces destellos del cielo! Los robles, en la noche, no eran sino sombras ciegas que tendían sus largas manos tanteando. Estaban dormidos, como su abuela, pero dormían de pie. Eran tantos que se turnaban para hacer guardia. No se oía su respiración mientras dormían. Seguirían así, en silencio, hasta el primer rocío del alba. Mas cuando el viento matinal hiciera murmurar las hojas, Alain ya habría escapado a su vigilancia. Todos los pájaros piarían y piarían para avisarles, pero Alain ya se habría deslizado entre sus brazos. No podrían seguirlo, porque tenían horror a la llanura. De nada les serviría amenazarlo de lejos, como una fila de gigantes negros: no sabían ni gritar ni caminar; todo lo que hacían era amontonarse, apretarse, multiplicarse, crecer, extenderse desmesuradamente, hendirse, lanzar mil tentáculos inmóviles, hacer avanzar de pronto grandes cabezas y espantosas mazas. Pero en el lindero de la llanura su poder se extinguía, y un hechizo los detenía de repente como si la luz los hubiera dejado estupefactos, deslumbrados.

Cuando Alain llegó a la llanura, se atrevió a volver la mirada. Los gigantes negros, reunidos como el ejército de la noche, parecían mirarlo tristemente.

Luego Alain alzó los ojos. En el cielo lo esperaba un milagro. Se hubiera dicho que había florecido con flores de fuego. Por todas partes se estremecía de destellos. Algunos huían, se hundían, estaban a punto de desaparecer, y de golpe volvían, crecían, ardían al rojo vivo, palidecían, azuleaban, se borraban, flotaban un poco, se dispersaban en tres, cuatro, cinco rastros de flamas, luego se reunían, se fundían, y, condensados, no eran más que un punto que estallaba. Otros tenían una insoportable agudeza, atravesaban los ojos con un aguijón, después se volvían suaves, se llenaban de bruma, se extendían, se volvían manchas claras, vacilaban, desaparecían en el vacío, y, reapareciendo en ese mismo instante, perforaban el aire con su estilete puro. Y otros se acomodaban en líneas, construían figuras, se disponían en siluetas en las que Alain veía casas, ventanas, carrozas; y repentinamente la esquina del techo cintilaba, después el dintel de la puerta, la empuñadura del timón, el centro de la rueda; luego todo se apagaba; luego los puntos centelleaban de nuevo, pero con resplandores desiguales, de modo que las formas que apenas había visto se confundían.

El niño tendía las manos hacia el fondo de la noche.

Trataba de agarrar esas luces pálidas, de modelarlas para que formaran figuras, curioso por saber cómo ardían y si había allá arriba grandes hornos de carbón azul moteados de flamas.

Entonces miró la llanura. Era larga, plana y desnuda, informe hasta el horizonte, poco móvil por su vegetación baja. Terminaba con un río lento, del que no se distinguían los bordes. Era un poco más blanco que la llanura.

Alain caminó hacia el río para volver a ver las estrellas. Allí parecían correr, volverse líquidas e inciertas, doblarse, redondearse, velarse bajo una onda oscura y a veces dividirse en una multitud de cortas líneas espejeantes. Iban con el curso del agua, se perdían en los remolinos y morían, ahogadas por grandes macizos de hierbas.

Durante toda esa noche Alain caminó bordeando el río. Dos o tres soplos de la alborada envolvieron las estrellas en un sudario gris claro, estriado de oro y de rosa. Al pie de un esbelto arbolillo en el que temblaban hojas de plata, Alain se sentó, algo cansado; mordisqueó su pan y bebió agua de la corriente. Siguió caminando el día entero. Por la noche durmió en una hondonada de la orilla. Y a la mañana siguiente retomó su camino.

Y he aquí que vio alargarse el río y a la llanura perder su color. El aire se volvía húmedo y salado. Los pies se hundían en la arena. Un murmullo prodigioso llenaba el horizonte. Pájaros blancos revoloteaban dando chillidos roncos y lastimeros. El agua amarilleaba y verdecía, se hinchaba y desbordaba la cuenca. Las riberas descendían y desaparecían. Pronto, Alain ya no vio sino una gran extensión arenosa, atravesada a lo lejos por una larga raya oscura. El río parecía ya no avanzar más: lo detenía una barra de espuma contra la cual luchaban todas sus breves olas. Luego se abrió y se hizo inmenso; inundó la llanura de arena y se dilató hasta el cielo.

Alain estaba rodeado de un extraño tumulto. A su alrededor cruzaban cardos de las dunas con carrizos amarillos. El viento barría su rostro. El agua se elevaba en hinchazones regulares festonadas de blanco: largas curvaturas huecas que venían una y otra vez a devorar la playa con sus fauces glaucas. Vomitaban en la arena una baba de burbujas, de conchitas perforadas y pulidas, de espesas flores viscosas, de cuernos relucientes, dentados, cosas transparentes y blandas singularmente animadas, misteriosos restos misteriosamente gastados. El mugido de todas esas fauces glaucas era dulce y desolado.

No gemían como los grandes árboles, pero parecían quejarse en otro lenguaje. También ellas debían de ser impenetrables y celosas, pues hacían rodar su sombra púrpura ocultándose de la luz.

Alain corrió por la orilla y dejó que la espuma mojara sus pies. Anochecía. Por un instante pareció que flotaban en el horizonte estelas rojas sobre un crepúsculo líquido. Luego la noche surgida del agua, al final del mar, se hizo imperiosa, ahogó las bocas aullantes del abismo con sus oscuros torbellinos. Y las estrellas salpicaron el cielo del océano.

Pero el océano no fue espejo de las estrellas. A semejanza del bosque, protegía de ellas su corazón de tinieblas con la eterna agitación de sus olas. Se veían saltar lejos de esa inmensidad ondulante cimas coronadas de cabelleras de agua que la mano del océano retiraba enseguida.

Montañas fluidas se apilaban y se fundían al mismo tiempo. Cabalgatas de olas galopaban furiosas, luego se abatían invisibles. Filas infinitas de guerreros con melenas movedizas avanzaban a la carga implacablemente y zozobraban en el campo de batalla bajo la fluctuación de una interminable mortaja.

A la vuelta de un acantilado el niño vio errar una luz. Se acercó. Un corro de niños daba vueltas en la playa, y uno de ellos blandía una antorcha. Se inclinaban en la arena donde vienen a morir los grandes labios del agua. Alain se confundió entre ellos. Miraban sobre la playa lo que el mar acababa de traer. Eran seres rayados, de colores inciertos, rosados, violáceos, manchados de bermellón, ocelados de azul, y cuyas heridas exhalaban un fuego pálido. Parecían extrañas palmas de las manos, alrededor de las cuales se crispaban dedos adelgazados; manos errantes, muertas tiempo atrás, arrojadas por el abismo que envolvía el misterio de sus cuerpos, hojas carnosas y animadas, hechas de carne marina; bestias astrales vivientes y móviles en el fondo de un cielo oscuro.

–¡Estrellas de mar! ¡Estrellas de mar! –gritaban los niños.
–¡Oh! –exclamó Alain–, ¡estrellas!
El niño que tenía la antorcha se inclinó hacia Alain.

–Escucha –le dijo–, la historia de las estrellas. La noche en que nació Nuestro Señor, el Señor de los niños, nació en el cielo una estrella nueva. Era enorme y azul. Lo seguía a dondequiera que iba, y lo amaba. Cuando los malvados vinieron a matarlo, lloró sangre. Pero cuando él murió, al cabo de tres días, ella murió también. Cayó al mar y se ahogó. Y entonces muchas otras estrellas se ahogaron de tristeza en el mar. Y el mar tuvo piedad de ellas y no las despojó de sus colores. Y viene muy suavemente todas las noches a entregárnoslas, para que las guardemos en memoria de Nuestro Señor.

–¡Oh! –dijo Alain–, ¿y no podría yo volver a encenderlas?
–Están muertas –respondió el niño de la antorcha– desde la muerte de Nuestro Señor.

Entonces Alain agachó la cabeza, se dio vuelta, y salió del pequeño círculo de luz; pues lo que buscaba no era de ninguna manera una estrella ahogada, una estrella muerta, apagada para siempre. Quería, como sólo Dios es capaz de hacerlo, encender una estrella y hacerla vivir, gozar de su luz, admirarla y verla elevarse en el aire, lejos de las tinieblas del bosque, que oculta las estrellas, lejos de las profundidades del océano, que las ahoga. Otros niños podían recoger las estrellas muertas, guardarlas y amarlas. Esas no eran para Alain. ¿Dónde hallaría la suya? No lo sabía; pero estaba seguro de que la encontraría. Sería algo hermosísimo. La encendería, y ella le pertenecería, y tal vez iría tras él por todas partes, como la grande y azul que seguía a Nuestro Señor. Dios, que tenía tantas estrellas, tendría la bondad de regalar ésa al pequeño Alain. La deseaba con tanta fuerza. ¡Y qué sorpresa para su abuela, cuando regresara! Todo el horrible bosque se iluminaría hasta lo más recóndito. "¡Dios no es el único que enciende sus estrellas!, gritaría Alain. También está mi estrella. Sólo Alain la enciende aquí, para que la luz se haga en medio de los viejos árboles. ¡Mi estrella! ¡Mi estrella de fuego!"

El resplandor cintilante de la antorcha erró por aquí y por allá en la playa, se volvió rojizo bajo la llovizna; las sombras de los niños se disolvieron en la noche. Alain volvió a quedarse solo. Una lluvia fina lo envolvió y lo dejó transido de frío, tejió entre el cielo y él su red de gotitas. El lamento de las olas lo acompañó; a veces murmullo, a veces ulular, y en ocasiones una fuerte ola detonada contra el acantilado se pulverizaba, estallaba por todas partes, o se proyectaba en la negrura del aire como un espectro de espuma. Luego la queja se hizo igual y monótona como los suspiros regulares de un enfermo; hubo una especie de dulce tumulto aéreo, balbuciente y confuso; luego Alain entró en el silencio...

III

Y pasaron los días y las noches, las estrellas se levantaron y se acostaron; pero Alain no había encontrado la suya.

Llegó a un país inhóspito. La hierba fuera de estación amarilleaba tristemente en los extensos prados; las hojas de las viñas enrojecían en las cepas antes que los racimos acres y apretados. Filas regulares de álamos recorrían la llanura. Las colinas se elevaban con lentitud, recortadas contra los campos pálidos, algunas veces con la mancha sombría de un bosquecillo de robles. Otras, escarpadas, se coronaban con un círculo de árboles negros. Las grandes planicies se erizaban con macizos amenazantes. En ese lugar, el verde indolente de un grupo de pinos parecía un signo de felicidad.

A través de esa árida comarca erraba un arroyo claro y pedregoso. Brotaba suavemente de una colina, la mitad de su lecho quedaba seco en los primeros viñedos, y se dividía en brazos que iban a acariciar los cimientos de antiguas casas de madera con los contramarcos de las ventanas enguirnaldados. Era tan transparente que los lomos de las percas, los lucios y los pejes se distinguían como una tropa inmóvil. Los guijarros emergían al filo del agua y Alain veía gatos que pescaban de noche entre las dos orillas.

Y más lejos, donde el arroyo se volvía río, había un pueblecito asentado en los bajos ribazos, con menudas casas puntiagudas coronadas por techos acanalados en ojiva, con una multitud de ventanas minúsculas apretujadas y enrejadas, con atalayas en los tejados pintadas de azul y amarillo, y un viejo puente de madera, y un monasterio, parecido a una bruma bermeja y encrestada, donde San Jorge, armado de sangre, hundía su lanza en las fauces de un dragón de cerámica roja.

El río, largo, luminoso y verde, rodeaba la ciudad como un malecón, entre montañas nevadas en la lejanía y las muy pequeñas colinas del pueblecito donde las calles trepaban con sus grandes letreros de colores; la calle del Yelmo, y la calle de la Corona, y la calle de los Cisnes, y la del Hombre Salvaje, cerca del Mercado de Pescado y del León de Piedra que vomitaba su chorro de agua pura como un arco de cristal.

Allí había honestas posadas donde muchachas de gordas mejillas vertían vino claro en jarras de estaño, donde colgaban de las paredes las vestiduras y mucetas dejadas en prenda; además del Hostal de la Ciudad, donde se hospedaban los burgueses con capa de paño, camisa de lino crudo, y anillo de oro en el segundo dedo, haciendo justicia y pronta ejecución de los malhechores. Alrededor de la casa del consejo municipal había estrechas calles apacibles con escritorios públicos provistos de pergaminos y plumillas; mujeres plácidas, con ojos azules y húmedos, con el rostro gastado por la ternura y doble papada, vestidas con una túnica transparente, en ocasiones con la boca velada por una banda de tela fina; muchachas con vestidos blancos, hendidos en los codos, con ceñidores color cereza, y largos cabellos como copos de lana; niños pelirrojos de pálidos labios.

Alain pasó bajo una bóveda achaparrada: por ella se entraba a la plaza del Mercado Viejo. La rodeaban casitas acurrucadas como viejas alrededor de un fuego invernal, ovilladas bajo su caperuza de pizarras e hinchadas de escamas a la manera de los cuellos de dragón. La iglesia de la parroquia, negra de monstruos con barba de espuma, daba a una torre cuadrada que se afilaba como la punta de un estilete. A su lado quedaba la barbería, repleta de ventanas grasosas, redondas como burbujas, con postigos verdes donde se veían, pintadas en rojo, las tijeras y la lanceta. En medio de la plaza estaba el pozo de brocal carcomido, rematado por su domo de herrería. Niños descalzos corrían por ahí. Algunos jugaban a la rayuela en las baldosas; uno pequeño y gordo lloraba silenciosamente, con la boca embarrada de melaza, y dos chiquillas se jalaban los cabellos. Alain hubiera querido hablarles; pero huían y lo miraban de reojo, sin responder.

Cayó el sereno entre un aire levemente neblinoso. Ya se veían brillar las velas que se reflejaban en los gruesos vidrios como círculos rojos. Las puertas se cerraban; se oían los chasquidos de los postigos y el rechinido de los cerrojos. El plato de estaño que colgaba a la puerta del hostal tintineaba con su asa de hierro. Desde el vestíbulo entreabierto Alain vio el resplandor de la chimenea, aspiró el aroma del asado, oyó correr el vino; pero no se atrevió a entrar. Una voz gruñona de mujer gritó que ya era hora de cerrar todo. Alain se deslizó hacia un callejón.

Todos los puestos habían sido retirados. Ya no había abrigo contra el frío. El bosque ofrecía el hueco de las horquetas de sus árboles; el río prestaba los repliegues de sus riberas, la llanura el surco entre las espigas, el mar los recodos de sus acantilados; el mismo inhóspito campo no negaba su zanja bajo el seto; pero la hosca y refunfuñona ciudad, estrechamente apiñada y cerrada, no ofrecía nada a los pequeños errantes.

Y se hizo espesamente negra y curiosamente erizada con sus colores cambiantes, sus callejones sin salida, donde cruzaban los pilares, se hundían tablones oblicuos, corrían arroyos enlazados. Tendía de improviso dos guardacantones con cadenas, las redes de una verja, grandes cerraduras en las murallas; una casa cortaba el paso con su torrecilla, la otra lo aplastaba con su alero, la tercera abarcaba la calle con su vientre. La ciudad se había vuelto una ronda inmóvil de piedra y madera, armada con herrerías. Todo era negro, poco hospitalario y silencioso. Alain avanzó, retrocedió, se perdió, caminó en círculo y volvió a encontrarse en la plaza del Mercado Viejo. Las velas se habían apagado y todas las ventanas habían vuelto a meterse en sus carapachos. Ya no vio más que un resplandor vacilante, en un tragaluz oval cerca de la punta de la torre cuadrada.

Se entraba a la torre por la abertura de un basamento, que no estaba cerrada; la escalera llegaba casi hasta la puerta. Alain se animó, y subió por una estrecha y rápida espiral. A medio camino crepitaba en un nicho del muro un pabilo que ardía suavemente, flotando en un mechero de cobre. Al llegar arriba, Alain se quedó inmóvil ante una extraña puertecita incrustada de clavos de bronce, y contuvo el aliento. Oía por intervalos la voz aguda de un anciano que pronunciaba frases entrecortadas. Y de pronto su corazón se desbocó, y creyó que se ahogaba, pues la vieja voz chillona hablaba de las estrellas. Alain pegó la oreja a la cerradura esculpida en hierro y escuchó.

–Estrellas funestas y malvadas –decía la voz– por la noche, la hora y aquel que pregunta. Escribe: Sirio velado de sangre; la Osa Mayor oscura; la Osa Menor nublada. La Estrella Polar radiante y marcial. Puerta superior: en esta noche de martes, Marte rojo e incendiado en la octava casa, casa de Escorpión, signo de muerte, y de muerte por fuego: batalla, matanza, carnicería, flamas devoradoras. En esta hora decimotercera, Marte, dañino por naturaleza, está en conjunción con Saturno en la casa del espanto. Calamidad; muerte; raíz fatal de toda empresa. El hierro se funde con el plomo en medio del fuego. Hierro forjado para destruir; plomo en fusión. Marte se une a Saturno. El rojo penetra en el negro. Incendio en la noche. Alarma durante el sueño. Tintineos de hierro y choques de masas de plomo. Aspecto contrario, puesto que el Toro entra por la Puerta Inferior y el Escorpión por la Superior. Júpiter en la segunda casa se opone a Marte en la octava. Ruina de toda riqueza y de toda gloria. El Corazón del Cielo permanece estéril y vacío. Así, el fogoso Marte domina indiscutiblemente sobre los edificios y la vida que posee Saturno. Incendio de la ciudad; muerte por llamas. Terror y conflagración. A la decimotercera hora de esta noche de martes, Dios aparta los ojos de sus estrellas y libra las almas al fuego.

En el momento en que la vieja voz dictaba esas palabras la puerta se abrió, abatida a puñetazos y patadas: la pequeña silueta de Alain se recortó en el umbral, erguida y furiosa, y el niño, irritado, gritó:

–¡Miente! Dios no abandona a sus estrellas. ¡Sólo Dios sabe encender sus estrellas en la noche!

Un anciano vestido con una túnica de marta cibelina alzó su rostro inclinado sobre un astrolabio construido en forma de esfera armilar, y sus ojos enrojecidos parpadearon como los de una vieja ave nocturna sorprendida en su nido. A sus pies, un niño pálido y flaco que escribía en un pergamino dejó caer la pluma de sus dedos. La flama de los dos grandes cirios se alargó y se desvió por la corriente de aire. El viejo tendió el brazo, y su mano apareció en la bocamanga forrada de piel como una osamenta desnuda.

–Niño bárbaro e incrédulo –dijo– ¡cuán grande es tu negra ignorancia! Escucha: este otro niño te instruirá por su boca. Háblale de la naturaleza de las estrellas.

Y el niño flaco recitó:

–Las estrellas están fijas en la bóveda de cristal y giran con tal rapidez sobre su pivote de diamante que se inflaman por su mismo movimiento y torbellino. Dios no es sino el primer motor de los orbes y la causa de la revolución de los siete cielos; pero luego del movimiento inicial el cielo de las constelaciones no obedece más que a sus propias leyes y gobierna según su voluntad los sucesos en la tierra y los destinos de los hombres. Tal es la doctrina de Aristóteles y de la Santa Iglesia.

–¡Mientes! –exclamó de nuevo Alain–: Dios conoce a todas sus estrellas y las ama. Me ha permitido verlas a pesar de los grandes árboles del bosque que tapaban el cielo; y ha hecho que floten para mí a lo largo del río, y las ha hecho bailar alegres encima del campo. También vi a las que se ahogaron en el tiempo de la muerte de Nuestro Señor; y pronto me mostrará la mía y...

–Niño, Dios te mostrará la tuya. ¡Así sea! –dijo el anciano.

Pero Alain no pudo saber si hablaba en serio, pues un soplo de viento repentino invadió la celda y las dos llamas de los cirios cayeron como flores bocabajo, azulearon y murieron. Alain encontró la escalera tanteando la muralla; y como se sentía lleno de audacia, y también para castigar al vejete mentiroso, arrancó el cuenco de cobre con su mecha ardiente y se lo llevó.

Toda la plaza estaba negra de noche, y la torre cuadrada pareció hundirse y desaparecer en cuanto Alain la dejó. Volvió a encontrar el pasaje de la bóveda con la luz de su lámpara y entró en él. Allí los sombreros puntiagudos de los tejados no se recortaban contra el cielo. Las tinieblas se alargaban y la sombra superior parecía como barnizada de blancura. El firmamento nocturno estaba envuelto en un enrejado de estrellas, recorrido por hilos de aire con nudos centelleantes, cubierto por una redecilla de fuego claro. Alain volvió la mirada hacia la gran red radiante. Las estrellas seguían riendo con su risa de escarcha. Seguramente no sentían piedad por él. No lo conocían, porque había permanecido demasiado tiempo rodeado por el espeso horror del bosque. Se reían de él, altas y deslumbrantes, porque era pequeño y no tenía más que una lámpara vacilante y que humeaba. También se reían del viejo mentiroso, que pretendía conocerlas, y de sus dos cirios apagados. Alain volvió a mirarlas. ¿Se reían para burlarse, o reían de placer? También bailaban. Debían de estar alegres. ¿No sabían que el pequeño Alain encendería una de ellas, como el mismo Dios? Seguramente Dios las había puesto al corriente. ¿Cuál sería la suya? Había tantas. Tal vez una noche se revelaría, descendería junto a él, y no tendría más que tomarla como un fruto. O si no la dejaba tocarla, volaría delante de él con sus alas de fuego. Y reiría con él, y él reiría con la misma risa de ella, y todo el viejo bosque quedaría sembrado de lucecitas que no serían más que risas.

Ahora Alain estaba en el viejo puente que temblaba sobre sus pilares esculpidos. Entre las gruesas vigas de su piso se veía correr el agua, y por la mitad había una atalaya toda cubierta de pizarras pintadas de azul y amarillo. El vigilante debía estar en el cuartito; pero no estaba. Felizmente para Alain, pues probablemente no lo hubiera dejado pasar con su lámpara. Alain no se atrevió a alumbrar el hueco negro de la atalaya y caminó más rápido. Más allá del puente estaban las casas más humildes del villorrio, que no tenían escudos heráldicos de colores, ni monstruos con garras para sostener los contrafuertes de las ventanas, ni fauces de dragones como gárgolas, ni serpientes que se enlazaran en los dinteles de las puertas, ni soles en relieve gesticulantes y desdorados, sobre los aguilones.

Ni siquiera tenían camisas de tejas desnudas o de pizarras grises; simplemente estaban hechas de tablones labrados a escuadra. Alain alzaba su lámpara para distinguir el camino. De súbito, se detuvo, y comenzó a temblar. Había una estrella ante él, apenas por encima de su cabeza.

Era una estrella oscura, a decir verdad, por ser de madera. Tenía seis rayos cruzados sobre otros seis, de modo que era perfecta. Estaba clavada al final de una tablilla estrecha que atravesaba la calle. Alain la alumbró y la miró con detenimiento. Ya estaba vieja y agrietada. Sin duda había esperado mucho tiempo; Dios la había olvidado en un rincón de esa aldea; o bien la había dejado allí sin decir nada, sabiendo que Alain la encontraría. Alain se acercó a la casa. Era pobre, no tenía ningún postigo, y, a través de las ventanas bajas, vio muchos curiosos personajes de madera. Estaban alineados en una repisa, como si miraran hacia afuera; sus ropas eran duras y rectas; sus labios se apretaban en una línea; sus ojos eran redondos y sin brillo, y tenían las manos cruzadas. También había un buey y un asno, con las patas tiesas y abiertas, y una cruz donde parecía estar clavada una figura lastimera, y una cuna que tenía colgada arriba una estrella, parecida a la que estaba en la calle.

Y Alain supo que al fin la había encontrado. Esta estrella estaba hecha con la madera del bosque, y esperaba que la encendieran. Había esperado a Alain. Acercó su lámpara y la flama roja lamió la estrella que crepitó. Surgieron pequeñas lágrimas azules : luego hubo un trazo ígneo; un chasquido, y empezó a arder, se volvió una bola de fuego, resplandeciente. Entonces Alain batió palmas gritando:

–¡Mi estrella!, ¡mi estrella de fuego!

Y hubo movimiento en la casa; se abrieron ventanas en lo alto, Alain vio cabecitas estupefactas con largos cabellos, muchos niños en camisa de dormir, que se habían despertado y salieron a ver. Alain corrió a la puerta y entró en la casa. Gritaba:

–¡Niños, vengan a ver mi estrella!, ¡mi estrella de fuego! ¡Alain encendió su estrella en la noche!

Sin embargo la estrella flameante creció muy rápido, derramó una estela de chispas; inmediatamente los tablones secos se inflamaron; el techo de la choza enrojeció de golpe y todo el tejadillo fue una cortina de fuego. Se oyó un grito de terror, vagas llamadas, luego quejas agudas. Y el incendio se volvió formidable. Hubo un derrumbe; grandes ascuas aparecieron entre el humo; fue un horrible abigarramiento de rojo y negro; al final se formó una especie de hueco como un pozo en el que se precipitó un montón de enormes brasas ardientes.

Y el jadeo siniestro de una campana de alarma comenzó a repicar.

En ese momento, el viejo de la torre cuadrada vio despertar en el Corazón del Cielo, que es la Casa de la Gloria, una nueva estrella roja.

Marcel Schwob, "La estrella de madera", Fractal n° 6, julio-septiembre, 1997, año 2, volumen II, pp. 11-30.