Margo Glantz
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Los demasiado famosos ruidos
Aunque es casi un lugar común, cabe tener en cuenta la famosa frase de Sor Juana Inés de la Cruz en su Respuesta a Sor Filotea: "No quiero ruidos con la Inquisición". Y esos ruidos, en eso parece que no hay demasiada controversia, están relacionados con la publicación en 1690 de la Carta Atenagórica, nombre que le impuso el obispo Fernández de Santa Cruz al publicarla, y llamada por la monja originalmente Crisis de un sermón, título con que aparece en el segundo volumen de sus Obras publicado en Sevilla en 1692.* Y la Inquisición estuvo vinculada, si no directamente con la jerónima, sí con el jesuita Francisco Xavier Palavicino Villarasa, estricto contemporáneo de Sor Juana y sujeto a un proceso inquisitorial a causa del sermón intitulado La fineza mayor. Este sermón fue pronunciado en el convento de San Jerónimo el 26 de enero de 1691 y publicado ese mismo año con una dedicatoria especial a la madre priora Andrea de la Encarnación, a la vicaria Ana de San Jerónimo, a las definidoras Juana de Santa Inés, María Bernardina de la Santísima Trinidad, Agustina de la Madre de Dios, María de San Diego, a la contadora, la madre Juana Inés de la Cruz y a la secretaria, la madre Josefa de la Concepción. Fue trabajado en el Archivo General de la Nación en el Ramo de Inquisición por Ricardo Camarena, quien laboraba en el Proyecto "Catálogode textos marginados novohispanos, Inquisición, Siglo XVII", dirigido por María Águeda Méndez. Durante mucho tiempo se pensó que el sermón había sido pronunciado como una especie de reconvención contra Sor Juana en su propio convento, a pesar de que Palavicino hace patente su intención de no "impugnar" el argumento de Sor Juana acerca de que la mayor fineza de Cristo fue sólo hacernos beneficios negativos, por eso asegura:
Es decir, se adhiere a la tesis de Santo Tomás: la mayor fineza de Cristo fue instituir el sacramento de la Eucaristía, tesis defendida por Antonio Núñez de Miranda, prefecto de la Congregación de la Purísima, en su Comulgador penitente, publicado en 1690 y dedicado al obispo F. de Santa Cruz y, según Elías Trabulse (La memoria transfigurada, 1996, p. 20), uno de los máximos agravios que el antiguo confesor de la monja guardaba contra ella, quizá la gota que finalmente derramó el vaso de las persecuciones. Aunque las enumero quizá en desorden temporal y causal, pueden sintetizarse así algunas de las razones por las que se pensaba que Palavicino había sido enviado a San Jerónimo a predicar contra la desobediencia de Sor Juana: 1) que Palavicino apoyara la tesis del antiguo confesor de la jerónima, 2) que se tratara de un jesuita y 3) que hubiera pronunciado su sermón en el convento de San Jerónimo; todo ello daba cuenta de un probable deseo de la superiora de San Jerónimo de apaciguar la reacción producida en los medios eclesiásticos contra la monja y, de paso, contra su convento. Octavio Paz, antes de que se encontrasen varios documentos importantes que han cambiado la perspectiva en relación con la monja, razona así (Las trampas de la fe, 1990, 3» reimp., p. 535):
El proceso recién descubierto aporta otro tipo de datos. Avanzo otra conjetura, una más entre las múltiples que la vida y la obra de la jerónima han provocado: Palavicino fue quizá, junto con los autores de las censuras y licencias del Segundo Volumen, alguien cercano a los defensores de Sor Juana ¿los marqueses de la Laguna?, y por ello mismo defensor decidido de la monja, o tal vez, ¿por qué no?, su gran admirador. Hay sin embargo una gran semejanza en el tipo de elogios que Juan Navarro Vélez dedica a la monja en esa publicación y las alabanzas que el jesuita valenciano le prodigó en San Jerónimo. Basta echar una ojeada a ese arsenal de textos del Segundo Volumen llegado a México probablemente a fines de 1692 o principios de 1693, especie de defensa premeditada emprendida por sacerdotes de la Metrópoli: lo confirma el conjunto imponente de censuras, licencias y alabanzas tributadas a la escritora por importantes sacerdotes de distintos sectores de la Iglesia. A diferencia del primero intitulado Inundación Castálida, editado en Madrid en 1689, y que colecciona de manera predominante poesía profana, el Segundo Volumen incluye gran parte de su obra religiosa: la Atenagórica, los autos sacramentales, algunos villancicos y poesías sacras, además de varias obras profanas. Los sacerdotes que escriben esas censuras-panegíricos son Juan Navarro Vélez , calificador del Santo Oficio en Sevilla y antiguo provincial de Andalucía; Pedro Zapata, también calificador inquisitorial; el vicario José de Bayas, en representación del Arzobispo de Sevilla; Jaime de Palafox y Cardona; varios jesuitas (Pedro Zapata, José Zarralde y Lorenzo Ortiz, en España, sin contar a Palavicino en México); un canónigo de la iglesia metropolitana de Sevilla, Ambrosio de la Cuesta; dos carmelitas, representantes por ello de una orden de regla muy severa, Gaspar Franco de Ulloa y el predicador Pedro del Santísimo Sacramento, y, por fin, Juan Silvestre, trinitario y lector de teología. El calificador Navarro Vélez hace un comentario laudatorio de Sor Juana como religiosa sin darle importancia al hecho de que hubiese cultivado en demasía la poesía profana (cf. facsimilar, SV, México, UNAM, 1995). Niega que el escribir versos pueda impedirle a una monja dedicarse íntegramente a sus deberes religiosos, observación que quizá pueda interpretarse como una velada respuesta a la crítica verbalizada por el obispo de Santa Cruz en la Carta de Sor Filotea que precede a la Atenagórica en la edición de 1690: "No es poco el tiempo que ha empleado V.md. en estas ciencias curiosas; pase ya, como el gran Boecio, a las provechosas, juntando a las sutilezas de la natural, la utilidad de una filosofía moral" (cf. OC, vol IV, p. 696). Es notable que ese texto se incluya en la Fama y Obras Póstumas de 1700 a manera de prólogo de la Respuesta aunque en realidad, como bien lo sabemos, antecedía en la edición original a la Crisis de un sermón (cf. Artículo inédito de Sara Poot, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM-Condumex, 1996). Pero volvamos a Navarro Vélez, oigamos sus palabras:
La ortodoxia de Sor Juana no puede ponerse en duda. Palavicino lo había reiterado antes:
Sor Juana semejante a varias santas, pero además, sabias, entendidas, poliglotas, oratóricas. Palavicino destaca sobre todo su inteligencia, la tenacidad de su memoria y algo esencial: la pureza de su lenguaje.
Una monja metida a teóloga
Hablando del sermón de Javier Palavicino, Octavio Paz (op. cit., p. 355) asegura que después de elogiar con desmesura a Vieyra, el jesuita alaba a la monja pero con las reservas tradicionales frente a las mujeres; sin embargo, al citarlo ha omitido unas cuantas palabras clave que contradicen totalmente la idea de Javier Palavicino, quien en realidad no parece dudar en absoluto de la gran inteligencia de la jerónima, como ya lo había comentado en relación con el pasaje recién citado. Paz reproduce la cita así: "[...] Minerva de América, grande ingenio limitado con la cortapisa de mujeril[...]" y omite estas palabras: "sólo por hallarle este ingenio limitado[...]". Palavicino afirma textualmente lo siguiente, lo cito en extenso y subrayo la frase:
Palavicino no ha manifestado reserva ninguna, antes bien ha demostrado su rendida admiración a la Décima Musa, al tiempo que la consagra como religiosa sin mancha y capaz de sutilísimos y correctos argumentos la perfección silogística, gracias a los cuales puede derrotar a Vieyra, quien ha argumentado erróneamente, en el caso de santo Tomás de Aquino, de género a especie y no, como debiera ser, de especie a especie, según apunta Sor Juana, aplaudida por Javier Palavicino. Cabe agregar también que la monja demuestra cómo ha fallado Vieyra, en relación con San Juan Crisóstomo, al confundir en su argumentación la causa con el efecto:
Ese pece grande es la ballena del profeta Jonás y la traducción de la frase latina es: "El Señor tenía preparado un gran pez" Así va subiendo de tono en las comparaciones, reitera la imagen de Cristo como pescador, la de Santa Paula como una red y las de religiosas del convento como peces (R. Camarena, idem), pero sobre todo coloca a Sor Juana a la altura del profeta al considerarla el pez mayor del convento, obviamente la ballena de Jonás y por tanto semejante a Santa Paula, elogio hiperbólico al máximo y obviamente no del gusto de la burocracia eclesiástica. Si a esto se añade que la alabanza se refiere a su inmensa habilidad silogística, lo que la pone a la altura de los más grandes teólogos, podemos comprender por qué iba a costarle tan caro a Palavicino, quien muy seguro a su vez de su propia ortodoxia había solicitado en 1694 su ingreso al Santo Oficio (R. Camarena, op. cit., p. 288), en total ignorancia de que simultáneamente se le había iniciado un proceso inquisitorial, desde el 4 de julio de 1691. El hecho contundente es que a pesar de que su sermón había recibido las licencias y censuras reglamentarias fue denunciado pocos meses después de haber sido pronunciado y muy pocos después de haberse impreso, por el sacerdote criollo y doctor en teología Alonso Alberto de Velasco, capellán de las carmelitas descalzas y amigo cercano del arzobispo Aguiar y Seijas. Esta denuncia, aclara Elías Trabulse (op. cit., p. 21):
La petición de denuncia fue recibida el 25 de octubre por los inquisidores Mier y Armesto, quienes remiten el sermón a los calificadores el 4 de diciembre de ese mismo año. Estos, a saber, los frailes Agustín Dorantes, Antonio Gutiérrez y Nicolás Macías, coincidieron con Velasco en su juicio reprobatorio. Finalmente el fiscal Deza y Ulloa ordenó recoger el sermón el 10 de febrero de 1694 y dos días antes se le solicitó su ingreso al Santo Oficio (Trabulse, op. cit., p. 23). El sermón fue retirado de la circulación el 14 de enero de 1698; Palavicino fue expulsado de la Compañía de Jesús el 12 de octubre de 1703 y se le prohíbe decir misa, predicar y confesar. (véase Proceso inquisitorial contra Francisco Xavier Palavicino, AGNM, Ramo Inquisición, vol. 525, primera parte, exp. 4, fols. 253r-260r). Terrible castigo por elogiar a esa mujer, la Minerva americana que traía de cabeza a la burocracia eclesiástica. Dorantes exclama indignado, fulminando por igual a Palavicino y a la monja:
A su vez, el fiscal Deza y Ulloa reitera su anatema contra el sermón, el jesuita que se ha atrevido a pronunciarlo y contra la monja "metida a teóloga":
Para esa fecha ya han muerto los principales involucrados en este asunto: Sor Juana en 1695, y un poco antes que ella el padre Antonio Núñez de Miranda; el padre Vieyra muere en julio de 1697 en Brasil, y el arzobispo Francisco Aguiar y Seijas en agosto de ese mismo año en México. El obispo Fernández de Santa Cruz muere en Puebla en 1699 y en 1722 se publica su biografía, Dechado de príncipes eclesiásticos, escrita por el sobrino de Sor Juana, Fray Miguel de Torres. Y la Fama y obras póstumas de la monja se publica en Madrid en 1700, con renovados ditirambos para limpiarla de cualquier cargo, gracias a la labor emprendida por Castorena y Ursúa
Indecencia y pureza
En los dos párrafos antes citados los inquisidores coinciden en usar el mismo vocablo para fulminar a Palavicino y por extensión a la monja, indecencia. Es indecente, dice el fiscal Deza, "la adulación y aplauso de una monja religiosa", hecha por Palavicino en el púlpito, y esa indecencia se castiga. Por su parte, el inquisidor Dorantes subraya: "pareciéndome contener todo esto cierto género de indecencia que si no la de su autoría, a lo menos desdice notablemente de la seriedad del púlpito y Sagrada Escritura", es decir, se ha cometido una violación y es evidente que el adjetivo indecente señala un acto de transgresión, como si tanto Palavicino como la monja elogiada hubiesen violado el voto de castidad que habían jurado al hacer su profesión. Este dato se reitera cuando se observa que Dorantes califica de "insufrible desorden" la forma en que Palavicino ha usado el púlpito y pronunciado palabras indignas en honor de una simple religiosa. Es el momento inestable y breve en que el peso de la palabra vacila. ¿No ha reiterado en su sermón Palavicino, hablando del ingenio de Blesilla y por extensión de Sor Juana , una frase de Jerónimo?: "¿Quién podrá pasar sin sollozos la pureza del lenguaje?" Sería bueno echarle un vistazo al Tesoro de la Lengua Castellana de Covarrubias de 1611 y al diccionario de Autoridades de 1732. En Covarrubias no se consigna la voz indecencia ni tampoco el adjetivo indecente; sólo se registra el adjetivo decente, que significa "la cosa conveniente", y agrega: del latín decens. Y dentro del mismo apartado añade el adverbio decentemente, es decir: "con mesura, respeto y honestidad", y redondeando la explicación termina: "lo cual significa la palabra decencia". En el diccionario de Autoridades están registrados el sustantivo indecencia, el adjetivo indecente y el adverbio indecentemente. La primera palabra significa inmodestia, falta de urbanidad, decoro y decencia. Lo indecente es lo deshonesto, indecoroso, no conveniente ni razonable y, se agrega, viene del latín indecens. El adverbio indecentemente se define con los sinónimos siguientes: indignamente, inmodestamente, es decir, con indecencia. No me detendré ahora en la tautología implícita en este tipo de definiciones, y destacaré la importancia que se le da a la idea de indecencia como lo deshonesto, lo indecoroso, una forma de explicar lo que se sale de las reglas de la decencia, la conveniencia y el decoro. Tal pareciera que cometer una indecencia además de caer en un acto deshonesto fuese transgredir una regla social, una conducta sancionada, romper el decoro. Y justamente de eso se trata. Palavicino ha olvidado la prohibición de San Pablo: Mulieres in Ecclesiis taceant, y elogia a una mujer que en el locutorio de su convento habla como si fuese un predicador en su púlpito y que, no contenta con ese acto de soberbia, pone su parecer por escrito y además tiene la osadía de escribirlo en forma de sermón y argumentar con un famoso teólogo. Y para colmar el agravio, Palavicino se atreve a enaltecer el desacato desde el púlpito del convento de esa misma monja. Se ha roto una regla social, una regla de etiqueta. El orden de las entradas en escena obedece a las reglas del decoro, se diría que reconstituye una organización jerárquica que ha sido amenazada por la presencia incómoda y a la vez deslumbrante de la jerónima. ¿No asegura Navarro Vélez que es a la vez luminosa y pura? Pero las cosas no son tan sencillas. En el anatema de Dorantes, que denuncia el "insufrible desorden" de esas palabras dichas en el púlpito, lugar por excelencia de lo sagrado, se percibe de inmediato un tinte marcadamente sexual. Como si este emparejamiento singular, el de una monja y un fraile unidos por la palabra, trajese como consecuencia la ruptura del voto de castidad. Pues, ¿qué otra cosa es la indecencia sino un acto deshonesto? Esta hipótesis, que quizá pueda parecer exagerada, se confirma si se revisa de nuevo la licencia reglamentaria del inquisidor sevillano Navarro Vélez para editar el Segundo Volumen, en especial las alabanzas donde vuelve a aparecer la palabra pureza, como en flagrante desmentido de la indecencia denunciada por los inquisidores. En esa laudatoria censura, los superlativos remiten a un esplendor luminoso que emana de la pureza religiosa de Sor Juana y, aunque esa pureza esté calificando la calidad y decencia de los versos de la monja, contrasta de manera contundente con el epíteto de indecencia que esmalta los enfurecidos Dorantes o Deza. Navarro Vélez dictamina: "los versos de la madre Juana son blanquísimas azucenas que están exhalando suaves fragancias de purísima castidad[...]" Pero Sor Juana sabe bien que no son realmente sus versos los que están en entredicho, como pretende el Obispo de Santa Cruz en su Carta de Sor Filotea, sino su incursión en el campo minado y patriarcal de la teología. Por eso dice en la Respuesta: "Una herejía contra el arte no la castiga el Santo Oficio" (OC, vol. IV, p. 444). Una movilización se ha operado de inmediato, revela las tensiones latentes, y muestra que la palabra nunca es inocente, tanto la indecencia como la pureza acarrean connotaciones malsanas, ambiguas y toda palabra de mujer se contamina de sexualidad. El carmelita descalzo Pedro del Santísimo Sacramento, otro de los panegiristas que defienden a Sor Juana en el segundo volumen de sus obras, lo corrobora:
Una curiosa alquimia trasmuta a quien sabe pensar, más aún, a quien hace uso excelso de la palabra, y en esta operación una cabeza bien equilibrada no puede contenerse en un cuerpo femenino, por lo que Juana Inés sólo podría asumir la única y verdadera sexualidad, la masculina. Llevando a su grado más alto las consecuencias de este argumento ¿tendría que inferirse que al elogiar Palavicino a Juana Inés, también él ha cambiado de sexo, él que en cierto momento se ha autodesignado como el "mínimo entre todos"? Como si al saber discurrir como sólo sabían hacerlo los hombres más viriles, los más barbados, la jerónima hubiese transgredido las rígidas jerarquías que determinan el estricto lugar que habían de ocupar según sus géneros los humanos, cosa imposible de avalar por los inquisidores novohispanos. La condena por hablar de más se castiga con la pérdida de la palabra: Palavicino pierde el derecho a predicar en el púlpito: Sor Juana, cuya palabra es de oro, dejará de hacerlo en su locutorio; se verá incluso condenada a no hacer uso de la palabra ni oral ni escrita, a aceptar como definitivo el mandato Mulieres in Ecclessis taceant.
Historias de gigantes
Cuando los calificadores y el fiscal fulminan a Palavicino por aplaudir a una monja metida a teóloga y consideran unánimemente este hecho como uno de sus mayores crímenes, no se detienen a analizar los argumentos utilizados por la religiosa para refutar a Vieyra y defender a los tres "más que hombres", los tres "gigantes" San Agustín, Santo Tomás de Aquino y San Juan Crisóstomo; les basta con condenarla por su impudicia y su orgullo, por el hecho mismo de atreverse a argumentar. Tampoco se refieren a la osadía de Juana Inés que se atreve a discutir con un "Tulio moderno", un gran hombre, un sacerdote, un jesuita, un teólogo, sobre la base de que ese gran hombre se atrevió a rebatir a tres "más que hombres", como lo dice ella literalmente, pero me detengo y cito en extenso sus palabras:
Al definir así Sor Juana los términos de la disputa o mejor de la batalla que entablará, se asume a sí misma como "caballera andante", defensora de santos o mejor como Maestra de Retórica o, exagerando, como Soberana Doctora de las Escuelas, semejante en anhelo a la Virgen María en sus villancicos de la Asunción de 1676. En el villancico VII de esa serie, uno de sus textos más tempranos ya lo dice: La Retórica nueva/ escuchad, Cursantes,/ que con su vista sola persuade/ y en su mirar luciente/tiene cifrado todo lo elocuente,/ pues robando de todos las atenciones,/ con Demóstenes mira y Cicerones (vol. II. 223, villancico, VII, p. 12). En esta gigantomaquia hay categorías relativas y la estatura varía según sea el tamaño de los contrincantes. Cuando termina su argumentación en contra de Vieyra y les devuelve a los santos padres a su debida dimensión, y por consiguiente rebaja al jesuita portugués, Sor Juana triunfante en la batalla, incapaz de ocultar su orgullo, exclama:
Frente a los santos padres Vieyra se achica, pero también frente a Sor Juana. En cierta medida hasta los propios defendidos han necesitado de ella para recobrar su estatura de gigantes. Frente a Vieyra, Juana Inés ha desempeñado el papel de David frente a Goliat o, mejor, el de Onfalia frente a Hércules, un Hércules despojado de sus atuendos militares, vestido de mujer e hilando en la rueca. Y ese triunfo lo ha logrado ella que pertenece "a ese sexo tan desacreditado en materia de letras". Pero la soberbia es peligrosa: ya se lo había advertido Santa Cruz al publicar su Carta y en ella veladamente, como convenía a quien iba disfrazado de monja de velo y coro, ya la había amenazado con el castigo divino:
¿Cómo practica la teología una
Pero resumamos algunos de los argumentos de Sor Juana en la Atenagórica para ahondar aún más en las causas que, acumuladas, motivaron la violencia que la iglesia novohispana ejerció contra ella. La Crisis está organizada de manera ternaria. Corresponde así a la estrategia de Vieyra, quien debatió en su Sermón del Mandato contra tres santos. Ya hemos visto el tono enfático con que la monja lo reitera: el jesuita ha osado combatir a tres más que hombres, a tres plumas canonizadas. Junto a esa jerarquía primordial, la de los santos, Sor Juana establece otra, la que enfrenta a los santos, plumas canonizadas contra los sabios, plumas doctas pero no canonizadas: esa batalla se juega entre Vieyra que ofende a los santos y la monja, que los defiende de él. Para lograrlo Sor Juana codifica una economía de las finezas, su debe y haber, la suma y la resta de las ganancias y sus costos. Una vez ganada la batalla mediante estrategias sutiles y complejas que no puedo detenerme a analizar ahora, da por terminada su misión y se sujeta a la corrección de la Iglesia católica. En una palabra, la Crisis de un sermón ha terminado. Pero aún no ha cumplido con el mandato del incógnito personaje que la instó a escribir el sermón, ahora sí el verdadero, pues lo anterior fue un ejercicio de calentamiento.
En este fragmento hay por lo menos dos puntos que quiero explicar. El primer discurso ha terminado y corresponde a una tarea que Sor Juana se ha fijado: reestablecer a los santos en su pedestal del cual habían sido bajados por Vieyra y poner al jesuita portugués o a quien quiera que fuese contra quien estuviera dirigido el sermón en su sitio. Y el segundo propósito es inaugurar un nuevo discurso totalmente diferente del otro por diversas razones: a) en este nuevo sólo hay dos interlocutores, el personaje incógnito que ha exigido el nuevo discurso y la religiosa que lo elabora, y b) la estructura de este nuevo discurso es por lo tanto binaria y ya no ternaria como en el caso anterior en que se debatían tres puntos de vista sobre las finezas de Cristo, oponiéndolas a la idea que defendía Vieyra. Pero aquí entramos a un terreno mucho más resbaloso teológicamente. En el primer discurso se habla de las finezas de Cristo, en este segundo discurso se discute la máxima fineza de Dios, en cuanto divinidad total; ese Dios expresamente designado por Sor Juana como "Divino Amor" y en particular por ello diferente del Cristo evangélico. Esta separación de la divinidad en dos entidades completamente distintas, una de las cuales es, si podemos ponerlo así, menor que la otra, presupone una muy especial concepción teológica, casi heterodoxa, a pesar de las censuras laudatorias que le escriben en España, sobre todo si se tiene en cuenta que la Iglesia barroca es una iglesia inclinada a las imágenes de bulto, a los teatros de la imaginación, a los relatos ejemplares. El Dios cuyo Amor Divino obsequia finezas negativas se asemeja a esa Primera Causa eficiente del Primero Sueño. Esto último ya había sido señalado por Paz. (op. cit., p. 517) Ese Cristo evangélico es al final de su vida protagonista de historias concretas contadas en forma de parábolas que dan pie a posibles argumentaciones teológicas que sobre esas mismas historias concretas puedan hacerse, como puede deducirse de cada uno de los ejemplos evangélicos escogidos por Vieyra y que Sor Juana rebate. El Cristo evangélico es por tanto un personaje protagónico, capaz de disparar los relatos; es casi personaje de novela, si se me permite la herejía. No sucede lo mismo con Dios concebido abstractamente como "Divino Amor". Dejemos que nos lo explique la monja-teóloga:
La argumentación de Sor Juana es muy elaborada y pone en jaque muchas de las construcciones concretas a la usanza de los teólogos que la combatieron, o que eligiendo a Palavicino como chivo expiatorio de sus persecuciones pudieron denostarlo y castigarlo. Por el contrario, Sor Juana fue perseguida indirectamente en el proceso que se le siguió a Palavicino y que como antes dije tuvo un escarmiento abierto y colectivo puesto que su expulsión se hizo pública. En este sentido estoy totalmente de acuerdo con las tesis de Elías Trabulse resumidas en un escrito reciente (Los años finales de Sor Juana: una interpretación 1688-1695, México, 1995), en donde afirma que Sor Juana fue objeto no de un proceso inquisitorial sino de un juicio instituido por el obispo Aguiar y Seijas y amparado por el derecho canónico. El obispo podía imponer sanciones a quienes incurriesen en lo que se denominaba "un error religioso". Los cinco documentos finales de Sor Juana son la prueba fehaciente de dicho proceso interno, o mejor, como sintetiza el historiador "de un acto de intimidación absoluto en el cual el provisor Aunzibay y Anaya probó ser un hábil fiscal y un severo juez"(idem p. 31). Reitero: el proceso de Sor Juana fue instruido intramuros, soto capa, y al final de dicho proceso se la obligó a abjurar, a profesar de nuevo, a inscribir en su cuerpo y con sangre sus votos, dedicarse a otro tipo de argumentación teológica como la de la Petición casuídica y prestarse a la farsa de la conversión. La publicación de la Fama la devolvió a la publicidad del siglo, ya en los albores del XVIII.
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Margo Glantz, "Ruidos con la Inquisición", Fractal n° 6, julio-septiembre, 1997, año 2, volumen II, pp. 121-143.
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