Luis Hernández

Heterotopías

Para Enrique Semo

 

 

Si quisiéramos caracterizar en pocas líneas los rasgos distintivos de la primera mitad de los años noventa, yo diría que deben buscarse en la rebelión de los diversos particularismos –étnicos, raciales, nacionales y sexuales– contra las ideologías totalizantes que habían dominado, en las décadas precedentes, el horizonte de la política.

Ernesto Laclau, Emancipación y diferencia

 

Como al inicio del milenio que termina, no parece haber hoy muchas razones para ser optimista con el futuro. La llegada del nuevo milenio anuncia, para muchos, un nuevo Apocalipsis. Ya sea desde la perspectiva ambiental o la energética, los conflictos interétnicos, el crecimiento de las desigualdades sociales, el surgimiento de nuevas enfermedades o el crecimiento de la población, hay elementos fundados para el pesimismo. Alrededor de mil millones de personas viven en extrema pobreza en el mundo y sesenta millones mueren cada año de hambre. Paradójicamente, la sociedad occidental se está desindustrializando y las redes sociales creadas en el marco del Estado de bienestar están siendo desmanteladas. Tal y como lo señala Eric Hobsbawm, "la barbarie ha ido en aumento durante la mayor parte del siglo XX, y no hay indicios de que tal progresión esté cercana a su fin". Pero, como sucedió a partir del siglo XI, se han gestado en su seno ideas y prácticas de redención. Desde quienes juzgan que asistimos a una crisis civilizatoria hasta quienes suponen que se trata de un bache pasajero construyen salidas. Algunos apuestan a recrear la cosmovisión de los pueblos indios o a rehacer la sabiduría de las civilizaciones no occidentales; otros, a llevar hasta sus últimas consecuencias la tradición de la Ilustración y pugnan por una visión radical de la ciudadanía y el buen gobierno.

Ciertamente, como ha indicado Eugenio del Río, no debe confundirse escatología con utopía. La idea del fin de los tiempos o del mundo, o la llegada del paraíso terrenal, propia de la escatología, implica un tiempo perfecto. La utopía, en cambio, se ubica en un espacio perfecto, armónico y equilibrado. Ambas, sin embargo, se cruzan y alimentan con frecuencia. Antes como hoy, el mundo de la exaltación milenarista y el del descontento social no han sido ni son lo mismo, pero se traslapan. Las utopías crecen sobre el territorio firme de las revueltas rurales. "¿Cuándo dejó la gente de imaginar una sociedad sin distinciones de status o de riqueza, simplemente, como una Edad de Oro perdida sin remedio en el remoto pasado y empezó a pensar en ella como un estado preordenado para el futuro inmediato?", se pregunta Norman Cohn, en su libro En pos del milenio. Y responde evocando las turbulencias sociales de Flandes en 1380, la revolución campesina inglesa de 1381, el Apocalipsis taborita y el anarcocomunismo de Bohemia. De la misma manera, el historiador del futuro se preguntará muy probablemente: ¿cuándo dejó la gente de creer en que los designios del mercado debían obedecerse y empezó a pensar en que era posible que otra política gobernara esos designios sin crear monstruos autoritarios? Y, para responder, pasará revista a la insurrección zapatista en México, a las acciones de los sin tierra en Brasil y al Movimiento Pachakutik-Nuevo País en el Ecuador. Los vasos comunicantes que unen a unos y otros, a pesar de sus diferencias en el tiempo y el espacio, resultan asombrosos. Hablar de utopías del nuevo milenio no resulta tan descabellado.

I

Las utopías mexicanas de hoy no son ajenas a las que se esgrimen en otras partes del mundo. Hace ya muchos años que éstas dejaron de ser expresión exclusiva de realidades nacionales. Ahora lo son menos. Con todo y lo desafortunada que resultó la afirmación del canciller Ángel Gurría de que el levantamiento de Chiapas era una "guerra de tinta e internet", apuntaba a un hecho clave: la rapidez con la que fluye la información en un mundo cada vez más globalizado, y el desarrollo de variables que no pueden ser controladas por el Estado. A través de internet se comunican el MRTA peruano, las FARC colombianas, las lesbianas nórdicas y los ecologistas alemanes sin los filtros de los medios locales o las agencias noticiosas internacionales. Más allá de sus claves nacionales, el conflicto chiapaneco es impensable al margen de las movilizaciones indígenas en América Latina, las revoluciones antiautoritarias y los procesos de restauración en Europa del Este, las redes de solidaridad Norte-Sur construidas alrededor de la cooperación internacional y el autonomismo europeo. Las utopías de distintas latitudes se alimentan entre sí y se fusionan para limar sus contornos nacionales. Si ya en el siglo XIX éstas proclamaban no tener patria, menos la tienen ahora. El movimiento ambientalista norteamericano se ha visto obligado a asumir como parte de su agenda las propuestas de etnodesarrollo de los pueblos indios de Sudamérica y del Mercado Común de Europa. Una parte de los nuevos movimientos sociales europeos ha retomado como propias las metodologías de educación popular desarrolladas en el Sur. Las ONG mexicanas se alimentaron durante años de las reflexiones de sus contrapartes peruanas y, con menos escrúpulos, debieron adaptar –al menos parcialmente– sus líneas de trabajo a las sugerencias de sus financiadoras norteñas. Una importante franja de organizaciones campesinas centroamericanas adoptó la idea de que el movimiento debía pasar de la protesta a la propuesta y orientarse a la apropiación del proceso productivo gestada por las organizaciones de productores mexicanos.

II

Las nuevas utopías mexicanas se ubican por igual entre quienes ejercen el poder que entre quienes lo resisten. Si entendemos "utopía" como usualmente lo entienden quienes ejercen el poder, esto es, como proyecto irrealizable, habrá que concluir que el proyecto de nación de las élites es utópico y que sustituye al país real por fantasías. Casi catorce años de políticas de ajuste y estabilización no han hecho crecer la economía mexicana. La pretensión de financiar el desarrollo sobre la base de la captación de "ahorro externo" nos ha llevado a descalabros continuos ante la recurrente estampida de capitales. El fin del Estado interventor se ha convertido en el principio del Estado sobre-interventor. Personajes tan poco sospechosos de veleidades estatizantes como Rudiger Dornbusch señalan que el Banco de México interviene para evitar que el tipo de cambio se mueva, al tiempo que el retiro estatal de la agricultura se ve acompañada de programas como Procampo, Procede y Pronasol que implican un nivel de intervención estatal sin precedentes en la historia moderna del país. Como lo muestran ejemplos tan distintos como el del rescate de los bancos y la Alianza para el Campo, se reducen los subsidios y la redistribución del ingreso hacia los pobres para concentrarlo en los ricos. El modelo económico vigente es, en esta acepción, una verdadera utopía.

Como también es utópico el modelo político en marcha que, a falta de mejor nombre, puede ser definido como el de la "normalización democrática". Cuando en un hecho inédito en la historia reciente del país el Congreso de la Unión aprobó la ley electoral de manera unánime nadie salió a la calle a celebrarlo. Salvo entre los directamente beneficiados con la negociación el júbilo estuvo ausente a la hora de los balances. Por el contrario, miles de ciudadanos expresaron su malestar por la exclusión de que habían sido objeto, al seguir reproduciendo el monopolio de la participación electoral en los partidos políticos que cuentan con registro. Y es que pretender reducir la democratización del país a cuestiones de procedimiento sin resolver el doble problema de separar a los siameses perversos que son el partido y el Estado y acabar con el presidencialismo autoritario, en una coyuntura que se caracteriza por el desbordamiento de las reivindicaciones sociales, la construcción de representaciones políticas al margen de los interlocutores oficialmente reconocidos y la degradación de la vida pública es, desde la definición de los poderosos, una utopía.

 

III

En el carril contrario se encuentran las otras visiones de la utopía y las otras utopías. Como lo señala Martin Buber:

 

"las utopías que han entrado a la historia de la humanidad tienen en común, a primera vista, el hecho de ser imágenes; en realidad imágenes de algo que no está al alcance de la mano sino solamente representado. En general, se tiene la costumbre de calificar esas imágenes como producto de la imaginación. Pero al decir eso se dice aún poco. Esta imaginación no vagabundea, no está empujada por aquí y por allá por inspiraciones cambiantes, se organiza de forma sólidamente estructurada alrededor de una imagen original que ha de elaborar, y esta imagen primera es un deseo. La imagen utópica es una imagen de lo que ‘debe’ ser, y esta imagen es el medio por el cual quien imagina desea que sea..."

Las otras nuevas utopías mexicanas, las que nacen desde abajo, parten de una amplia red de resistencias sociales en formación, y caminan, en este fin de siglo, de la mano de una diversidad de actores y proyectos. Muchas de ellos comparten, entre otros elementos –como el de género, que no trato aquí–, tres momentos básicos de reflexión: a) una visión distinta del poder y de la política; b) una visión diferente del mercado, y c) la aspiración a una relación de nuevo tipo con la naturaleza.

 

IV

En el centro de una visión distinta del poder se encuentra el fin de la complicidad con el Estado. Tal y como lo ha señalado G. Deleuze en el libro Foucault, el poder no es el poder del aparato de Estado, sino resultante de la multiplicidad de relaciones que se ubican en un núcleo distinto. El poder no es la propiedad de una clase, sino una estrategia; se ejerce más que se posee; es más una relación de fuerzas, que atraviesa tanto a dominantes como dominados, que un tributo. El poder no actúa a través de la ideología; las ideas son, como lo señala Nietzsche, el polvo levantado por el combate. La ley es una gestión de los ilegalismos, es la guerra misma. Ecos de esta visión pueden encontrarse lo mismo en la IV Declaración de la Selva Lacandona, que en los resolutivos del Congreso Nacional Indígena o en las acciones del movimiento ciudadano radical.

Desde esta perspectiva, las nuevas utopías rechazan una visión de lo político, sistematizada por Max Weber, considerado como el "ámbito especial (personas, partidos, instituciones, funciones, prácticas) vinculado con el Estado moderno". Así, la actuación política carece de sentido moral, y bueno es aquello que resulta eficaz para incrementar el propio poder y disminuir el del contrario. En el mejor de los casos, lo que cabe es una presión moral sobre la acción política, siempre y cuando no cuestione su eficacia. Pero ambos son campos separados. La democracia representativa se vuelve, en esta concepción de la política, la expresión más acabada de la democracia.

Las nuevas utopías critican la política como esfera especial de la actividad humana, monopolio de un grupo de profesionales, fuera del control social y contracorriente de las acciones de la sociedad civil. Señalan la necesidad de que esta actividad esté condicionada moralmente. Adoptan, desde esta perspectiva, la necesaria incorporación del segundo imperativo categórico de Kant: "Actúa de tal modo que respetes a la humanidad en ti y en la persona de cualquier otro, siempre como fin, nunca como medio". La reorientación de la actividad política sobre estas bases fue formulada por Václav Havel en su ensayo "Sobre el sentido de la carta 77": "el motivo moral nos obliga a hacer determinadas cosas sin tomar en consideración cuándo, cómo y si desembocarán en el éxito, es decir, sin la garantía de que –de cualquier manera– se nos abonarán".

Ironías de la historia, la batalla que dentro del movimiento socialista de finales del siglo XIX perdieron Bernstein, Vorländer y Schmidt en contra de Plejanov y Kautsky por complementar el socialismo científico con la ética crítica comienza a ser librada alrededor de las nuevas utopías. "El problema de la izquierda –señala Giovanni Sartori– se decide entre Kant y Max Weber". Durante varios meses el tema fue ampliamente debatido en la prensa nacional, sobre todo como resultado de la insurrección zapatista y sus planteamientos. Las nuevas utopías plantean luchar por la democracia, entendida como el poder del pueblo. La democracia que quieren construir no es un régimen en el que el pueblo sólo tenga el poder para depositarlo en manos de otros que lo gobiernen. Quieren que el pueblo tenga, mantenga y ejerza su poder. La democracia así entendida rebasa, por mucho, a un conjunto de procedimientos y de representaciones para construir, ejercer y controlar el poder político. Desde esta perspectiva, la democracia rebasa la dimensión estrictamente electoral y partidaria, e incluye al conjunto del tejido social y la definición e implementación de las políticas públicas.

El sistema de partidos y de representaciones sociales corporativas difícilmente expresan la vocación autónoma de amplias capas ciudadanas y organizaciones sociales del país. La sociedad no cabe en este sistema, al punto de que su persistencia es ya uno de los principales factores de inestabilidad política. En los hechos, una parte relevante de las movilizaciones ciudadanas recientes ha sido protagonizada por actores que se expresan al margen de los partidos con registro. La democracia desde abajo, desde las comunidades indígenas y los poblados rurales, los barrios y las colonias, los sindicatos y las organizaciones urbanas, los grupos ciudadanos y las ONG son indispensables para reconstruir el país. Esta democracia exige una nueva relación entre gobernantes y gobernados, regida por la transparencia en el ejercicio de gobierno, donde quienes asumen la representación ciudadana tienen la obligación de consultar permanentemente a sus representados y rendir cuentas de su gestión. Una nueva relación en la que se establezca la posibilidad de revocar el mandato cuando los representantes no cumplan con sus responsabilidades.

Esta visión de la democracia reconoce el derecho a la libre asociación de los ciudadanos para la defensa de sus intereses y la intervención en los asuntos de la cosa pública. Contiene tanto la organización gremial como la organización política no partidaria. Sin negar ni menospreciar la importancia de los partidos políticos en la vida nacional, implica la apertura de espacios ciudadanos no partidarios en la lucha política, tanto para elegir a los representantes como para ejercer el poder.

 

V

Para las nuevas utopías no puede haber democracia política plena sin que se garanticen los derechos económicos básicos. La pobreza, empero, no es una limitante para alcanzar la democracia. Desde la pobreza y las redes de cooperación y solidaridad que se desarrollan para hacerle frente, las nuevas utopías construyen opciones democratizadoras. Obviamente, quienes luchan por estas causas critican el actual modelo de desarrollo que ha condenado a la pobreza y a la exclusión a millones de mexicanos, y consideran que existen otras vías de desarrollo alternativas dirigidas a resolver las demandas básicas de la población. Sólo con justicia social será posible crecer. Ante un modelo económico que ignora a millones de seres humanos, la defensa de sus niveles de bienestar es hoy la piedra de toque de cualquier proyecto civilizatorio.

Este nuevo modelo de desarrollo está íntimamente vinculado a la creación de relaciones ciudadanas plenas, al derecho a tener derechos, a tenerlos todos, a que todos tengan todos los derechos. Tal y como lo ha señalado Václav Havel, "la recuperación de la ciudadanía no es un conocimiento de la política sino, al contrario, su premisa... mientras que la política cambia, la urgencia de la ciudadanía como premisa de toda política perdura". No hay razón alguna para que unos disfruten de una ciudadanía completa y otros sólo de una parcial, como tampoco la hay para condicionar el derecho de apoyar un partido político. Y, como elemento sustancial en la creación de esta nueva ciudadanía, está el reconocimiento de la diferencia y de los derechos colectivos. Como lo muestran los pueblos indios, la mejor vía para hacer valer los derechos individuales es, precisamente, el reconocimiento y ejercicio de los derechos colectivos. La lucha contra la exclusión y por la igualdad está estrechamente vinculada al reconocimiento del derecho a la diferencia.

 

VI

A lo largo de conferencias y encuentros, algunos nacionales y otros internacionales, unos de corte académico y otros con propósitos comerciales y, sobre todo, de una amplia reconversión productiva alrededor de la agricultura orgánica y el mercado justo, una capa de productores rurales y organizaciones de consumidores urbanos ha avanzado en la reflexión sobre los desafíos que implica modificar una práctica y una visión sobre la agricultura y el consumo. Los aspectos en los que se han concentrado han sido tres: la construcción de mercados y la precisión de normas de certificación que den seguridad a los consumidores sobre la naturaleza del producto que adquieren; el desarrollo, fomento y difusión de una tecnología adecuada a la producción orgánica en la medida en que la agricultura sustentable no implica dejar de hacer sino hacer de una manera distinta, y no significa tampoco renunciar al incremento de la productividad sino producir de una manera distinta y, finalmente, el tejido social que se requiere para impulsar un proyecto de esta naturaleza.

En el camino han avanzado también en la elaboración de una definición acabada sobre su materia de trabajo, lo que les proporciona un marco de referencia adecuado para sus acciones; es decir, ya cuentan con una conceptualización propia sobre lo que es la agricultura orgánica. Asimismo, han hecho progresos notorios en la constitución de un pacto internacional de agricultura orgánica que norme las relaciones entre productores, comercializadores, industrializadores y consumidores, y que fije los precios y los mecanismos de comercialización de manera diferente a como lo hace el mercado convencional.

La conversión a la agricultura orgánica parte de consideraciones económicas pero no se limita a ellas. Igualmente importantes son otro tipo de motivaciones. En primer lugar, la creciente conciencia entre los productores de la necesidad de cultivar con la naturaleza y no contra ella; de valorar adecuadamente la tierra como un patrimonio de la humanidad y cuidarla para generaciones futuras. Esta conciencia es el germen de una nueva visión civilizatoria.

En segundo término, el arraigo real de prácticas agrícolas tradicionales que se mantienen vivas en muchos cultivadores. Sin pretender otorgar al pasado cualidades míticas, lo cierto es que existe un conocimiento agrícola acumulado sobre el manejo sustentable de los recursos naturales, que la revolución verde ignoró y que disímbolos productores –muchos de ellos indígenas– conservan y practican. La nueva agricultura orgánica retoma, alimenta y expande estas prácticas. De manera paradójica, lo que en las últimas tres décadas había sido juzgado como viejo y obsoleto, en los hechos ha mostrado ser lo nuevo.

En tercer lugar, la existencia de un mercado creciente de consumidores preocupados por su salud, por la naturaleza y por el nivel y la calidad de vida de los agricultores, así como la presencia de agentes comerciales e industriales sensibles a estas demandas, han facilitado la expansión de la agricultura orgánica. Finalmente, la acción de fundaciones, ONG y universidades que han ayudado a fomentar este tipo de agricultura y que han visto en ella una clave para crear relaciones de cooperación entre el Norte y el Sur.

El crecimiento de la producción orgánica en México no es ajeno al desarrollo de la agricultura sustentable en el mundo. Muchos agricultores han experimentado cómo el modelo de agricultura mecanizada ha propiciado el dominio de las grandes corporaciones sobre la producción rural y una preocupante erosión de los suelos, el uso irracional de la energía y el agua y la elaboración de alimentos de dudosa calidad para la salud. Van en aumento los agricultores que han abandonado este modelo de producción –y que buscan sustituirlo por otro basado en criterios de sustentabilidad–, así como el número de consumidores que reclaman alimentos sanos. Este crecimiento conlleva la preocupación por impulsar un desarrollo rural integral, que no puede estar desligado de una política de sustentabilidad y de la necesidad de garantizar la reproducción permanente de la naturaleza y del equilibrio ecológico. En este sentido, es preciso ensayar programas de desarrollo regional que contemplen a los recursos naturales como activos y, así, poder calcular, en el rubro de costos, su tasa de desgaste o depreciación. Con ello sería posible hacer frente al problema de quién (y cómo se) paga por la recuperación de los recursos. Los dilemas de la agricultura sustentable obligan a replantear las regulaciones nacionales e internacionales sobre el uso del agua, los agroquímicos y los plaguicidas, ya que, en el marco de una política de mercados abiertos, debe impedirse la competencia desleal que resulta de la ausencia de estas regulaciones. Es necesario también contar con salvaguardas ambientales y proteger la economía de competidores que no las tienen.

En México, donde la producción rural está principalmente en manos de pequeños productores campesinos y se requieren empleos, el desarrollo de la agricultura orgánica es fundamental. Los ejidos y las comunidades indígenas han sido, además de unidades productivas, grandes centros de retención de la mano de obra que no pueden ocupar las ciudades. El campo ha sido un colchón –precario e injusto si se quiere– contra el desempleo permanente. Cuando este mecanismo amortiguador no funciona bien, las ciudades se ven invadidas de migrantes que terminan convirtiéndose en mendigos o, en el mejor de los casos, en subempleados. Esta función compensatoria, sin embargo, ha distorsionado los procesos agrícolas y ha propiciado un drástico deterioro del medio ambiente, así como pobres niveles de productividad y competitividad. La agricultura orgánica representa una opción a este problema. Si hace apenas algunos años era vista en muchas esferas de la sociedad como un movimiento de nostálgicos –generalmente de extracción urbana– que pretendía regresar a la madre naturaleza y hacer una apología de lo arcaico, en la actualidad ha adquirido una creciente legitimidad. En ella se encuentra una vía para promover un desarrollo que sea a la vez ecológicamente sano y socialmente justo. Por lo demás, la sociedad rural produce un conjunto de bienes que hasta hoy no tiene valor en el mercado (conservación de la biodiversidad y del equilibrio ecológico, cultura y recreación, por mencionar algunos), que van más allá de su función productiva y que involucran el buen funcionamiento de la sociedad urbana y una reserva para el futuro. La agricultura orgánica es un puente natural entre la producción de alimentos y el resto de los bienes que produce. La idea de que es un proyecto irrealizable se ha desvanecido con relativa rapidez.

VII

En el centro de las nuevas utopías se encuentra la gestación de una plataforma política en torno a la diferencia de identidades. La redefinición de la relación entre universalidad y particularismos atraviesa los paradigmas de la construcción de las alternativas emancipadoras. La valorización de lo diferente tiende a ganar terreno. Las líneas de fuerza que alimentan la reflexión sobre un futuro distinto han sido sistematizadas por distintos autores. Como lo ha recordado Ramón Vera, a propósito de las propuestas del nuevo movimiento indígena en nuestro país, siete son los colores del arco iris y siete las propuestas de Michel Foucault en su Introducción a la vida no fascista. En ellas se resumen, en parte, esas nuevas líneas de acción:

:• Liberar la acción política de toda forma de paranoia utilitaria y totalizante.

• Hacer crecer la acción, el pensamiento y los deseos por proliferación, yuxtaposición y disyunción, antes que por subdivisión y jerarquización piramidal.

• Liberarnos de las viejas categorías de lo negativo (la ley, el límite, la castración, la carencia) que el pensamiento occidental ha tenido por sagradas durante tanto tiempo, en cuanto forma de poder y modo de acceso a la realidad. Preferir lo que es positivo y múltiple, las diferencias a la uniformidad, los flujos a las unidades, los dispositivos móviles a los sistemas. Considerar que lo que es productivo no es sedentario sino nómada.

• No imaginar que sea preciso ser triste para ser militante, incluso si la cosa que se combate es abominable. Es el vínculo del deseo con la realidad (y no su huida de las formas de representación) lo que posee una fuerza revolucionaria.

• No utilizar el pensamiento para dar un valor de verdad a una práctica política; ni la acción política para desacreditar el pensamiento, como si no fuera más que pura especulación. Utilizar la práctica política como un intensificador del pensamiento, y el análisis como un multiplicador de formas y dominios de intervención de la acción política.

• No exigir de la política que restablezca los "derechos" del individuo tal como los ha definido la filosofía. El individuo es el producto del poder. Lo que es preciso es "desindividualizar" mediante la multiplicación y el desplazamiento, la disposición de posiciones diferentes. El grupo no debe ser el vínculo orgánico que une a individuos jerarquizados, sino un constante jerarquizador de "desindividualización".

• No se enamoren del poder.

Luis Hernández, "Heterotopías", Fractal n° 4, enero-marzo, 1997,año 1,volumen II, pp. 137-152.