Joaquín-Armando Chacón

Gusanos de la medianoche


para Vicente Leñero

 

 

Uno

–Pues ahora sí ya te jodiste –gruñó el Cromañón. Del cuerpo tirado a la mitad de ese cuarto casi a oscuras salió un gemido corto, doloroso. Un pantalón de mezclilla desgastado y una camisa que alguna vez fue azul, llena de lamparones amarillentos de vómito, moviéndose ridículamente por el piso de tierra. Le faltaba un zapato y el calcetín estaba roto en el talón: de deportista: franjas rojas sobre los tobillos. Mirándolo, al Cromañón le pareció un animal herido en busca de su madriguera, y a ese animal no había que dejarlo escapar hasta ese lugar, aunque esa madriguera fuera la inconsciencia o la muerte. Ahí, en esos momentos, el Cromañón sentía que por su cuerpo fluía la sangre y de nuevo era joven y victorioso.

E l sargento Antonio López, a su lado, le descubrió una vez más el destello de una sonrisa en el rostro y una vez más se le ocurrió pensar lo de otras veces: "Sonríe el muy cabrón, es humano el muyjijodesurrejija". Y como siempre, una vez más, le pareció escuchar la voz del Cromañón, quien frente a las cervezas y el cigarrillo, le dirá: "Es como tener aquí enfrente unas buenas tetas, unos muslos así de buenos aquí nomás abiertos", así dirá el Cromañón después, "es casi lo mismo y muchas veces mejor".

–Jijodesurrejija –dijo el sargento Antonio López en voz baja, un sonido silbante entre los dientes apretados.

Dos

La Voz del Sur:
Resuelto el caso del asesinato del Taller Trasviña.

La policía local, al mando del comandante Reyes Benítez, presentó ayer a Germán Ruiz Loria, culpable del asesinato de Víctor Trasviña Sánchez el pasado fin de semana. Ruiz Loria aceptó haber matado a golpes al dueño del taller mecánico luego de una discusión. En su declaración, Ruiz Loria dijo que andaba de farra con una norteamericana de nombre Betty o Daisy a quien acababa de conocer y que al llegar frente al cruce de Tetela con Miramontes, el auto en que viajaban se descompuso, un Volkswagen Caribe de color azul, placas ARJ 113, por lo que tuvo que llamar al taller y Trasviña Sánchez se vio en la necesidad de acudir con un ayudante, el mecánico Ricardo Palma Rosas, pero sin embargo no pudieron arreglar el desperfecto. Esto molestó en demasía a Ruiz Loria, ya que en ese tiempo la norteamericana Betty o Daisy abandonó el lugar. El ayudante del señor Víctor Trasviña Sánchez también partió del lugar ya que era tarde y mientras tanto Ruiz Loria y el ahora occiso siguieron discutiendo hasta terminar a golpes. El asesino dijo que en un momento dado pudo vencer a su rival y que luego, con una pesada llave, presumiblemente una steelson, remató a su víctima y luego lo metió al coche para después seguir su parranda en busca de la norteamericana, a quien no se le ha podido interrogar pues presumiblemente a estas fechas ya se encuentre en su país. El asesino, Germán Ruiz Loria, hasta hace poco era empleado de la Fábrica de Textiles La Intercontinental...

Tres

El golpe seco, el grito ahogado y enseguida el mechón de cabellos revueltos en el piso volvió a esconderse entre la camisa azulosa, entre las piernas dobladas, y después regresó el olor, incluso antes de las arcadas.

–Aguas, Cromañón, el comandante dijo que no dejaras huellas –dijo el sargento Antonio López–, y éste parece que ya está todo meado.

El Cromañón se retiró unos pasos, limpiándose el sudor, pensando en una cerveza bien fría, allá, en el bulín de Carmona: una hilera de cervezas.

–Vamos a comenzar de nuevo, cabroncito –el sargento López se acercó, agachándose, hasta el cuerpo encogido en una esquina del cuarto, y sonrió mirando el calcetín roto, el talón desnudo, sucio–, vamos otra vez desde el principio: ¿Cómo te llamas, cabroncito, qué haces, qué quieres, cabroncito?

–Palma –dijo una voz sollozante desde el rincón, los brazos cubriendo el rostro–. Ricardo Palma. Soy mecánico.

–Muy bien, Palmita, muy bien, hasta aquí vamos bien–, el sargento López se rió en silencio, extendió una mano con precaución, con los dedos rozó el talón desnudo–: Ahora dime, Palmita: ¿Verdad que tú viste a Germán Ruiz darle de golpes a tu patrón? ¿Verdad? Tú viste cómo asesinaban a Trasviña, ¿verdad?

–Él no fue, ya se los dije –sollozó el hombre en el piso–: Yo fui, ya se los dije.

–Estás meado, cabroncito –dijo el sargento Antonio López incorporándose–. Estás pendejo, Palmita. El que mató a tu patrón, a Trasviña, fue ese hijo de puta de Germán Ruiz. ¿Te das cuenta?

Cuatro

El comandante Reyes tiró a un lado las hojas del periódico y luego se quedó mirando sus dedos manchados, abrió un cajón del escritorio, sacó un pañuelo desechable y se limpió con detenimiento.
–¿Qué le parece, comandante?

–Creo que no era importante mencionar la fábrica, el señor no quiere ninguna vela en este asunto –dijo, sugirió Carmona, recargado en la puerta, a espaldas del hombrecito frente al escritorio del comandante Reyes–. No nos gusta.

–Todos lo saben, Carmona –dijo el comandante Reyes con desgano, terminando apáticamente la limpieza de sus dedos–. ¿Para qué ocultar algunas verdades?

–Es lo que usted me dijo, comandante.

–Sí: los hechos que sabemos, el suceso. Ahí está la víctima y el culpable. Y la mujer. En todo crimen hay que buscar a la mujer –el comandante Reyes puso el pañuelo desechable en el hueco de las manos, lo apretó, triturándolo–. Siempre hay que buscar a la mujer, aunque lleguemos hasta la Eva del principio, mi amigo. Detrás de toda la mierda siempre existe una mujer, no lo olvide.

–¿Quiere que posteriormente filtre la duda del crimen pasional, comandante?

–¿Para qué? Déjelo así, mi amigo. El nombre confuso es de lo mejor. La duda siempre despierta curiosidad –una voz siempre en el mismo tono, ni exigiendo ni pidiendo favor, un registro neutro.

El comandante Reyes dejó caer la masita de papel sobre el escritorio, levantó la vista y le ofreció al visitante su mirada impenetrable, el mismo rostro de siempre, el rictus de aburrimiento en los labios: así lo conocían, jamás nadie lo había visto sonreír, nunca un brillo en los ojos: así había surgido ahí detrás de ese escritorio para encargarse del orden en la localidad, sin pasado alguno y siempre así para el futuro.

–Me dicen que hace mucho no lo ven por allá. Tenemos nuevos rostros –dijo Carmona poniendo la mano en el picaporte de la puerta.

–Sí, nos gustaría verlo por allá –dijo el comandante Reyes, el mismo volumen en la voz, el mismo registro, pero ahora con el toque del aburrimiento.

–Sí, pronto iré. Muy pronto, comandante.

–Lo esperamos, mi amigo –el comandante tomó de nuevo el desechable y lo lanzó al bote de basura–. Que le vaya bien.

Carmona le abrió la puerta al hombrecito.

Cinco

Un relámpago de luz dio mayor claridad sobre el cuarto antes de que la puerta se volviera a cerrar. La luz deslumbró al sargento Antonio López y por un instante la sombra del Cromañón y la del cuerpo doblado en el suelo sólo fueron manchones en movimiento.

–¿Cómo vamos? –preguntó Carmona. La voz tipluda, ensordinada bajo la mano que intentaba cubrir el olor del vómito.

–Está terco –dijo el Cromañón, y luego emitió una risita corta y ridícula.

Carmona avanzó con indecisión hacia el hombre en el suelo. Metió un pie bajo el cuerpo, casi con delicadeza, y lo hizo darse vuelta, recargarse en la pared: un guiñapo lastimado, la boca abierta en busca de aire, como un pez desorientado, pensó Carmona, el miedo internado en los ojos, brillantes aun en esa oscuridad.

–Se lo va a llevar la chingada si no entiende lo que tiene que entender –resopló el Cromañón. Un recuerdo la sonrisa, pero la juventud en las arterias, la saliva en los labios.

–Ya se los dije, ya, por favor –dijo el guiñapo, babeante, vomitando junto con las palabras, encogiendo las piernas, cubriéndose–. ¿Qué más quieren?

–Queremos que entienda, eso es lo que nos importa, si no vale madre –dijo Carmona, sintiendo algo blando bajo un pie, apartándolo, dándole una patada al tenis–. Échale agua, sargento, avívenlo, y que el Cromañón se dé gusto un poquito más, para que recuerde, luego me llaman.

–Le dije que eran las balatas –la voz, la cara escondida entre las piernas, las manos anudadas entre los rizos–. Las balatas, no las bujías.

–Jijodesurrejujida –dijo el sargento Antonio López.

Seis

Una vez que el periodista traspasó la puerta, Carmona volvió a cerrarla sin ruido.

–No sé si fue una buena idea el que se haya mencionado la presencia de una mujer, comandante... –comenzó a decir lentamente con su voz tipluda, las manos en el nudo de la corbata de rombos azules, aflojando y apretando alternativamente, inquieto–. En su declaración el acusado no la menciona, ni el testigo que... Usted no me había dicho nada, yo creí que...

–Nunca crea nada, Carmona, ni siquiera cuando tenga los pelos de la evidencia en la mano –dijo el comandante Reyes abriendo otro cajón del escritorio para sacar tres fotografías. Las desparramó sobre el escritorio, se puso a mirarlas con detenimiento–. Un asesino, una víctima y un inocente, Carmona, ¿se da cuenta? Una trilogía sensata, cada uno de ellos es la prueba de los otros.

–Y una mujer que no existe, comandante –insistió Carmona mirando las fotografías: para él estaban al revés, sin embargo sabía que una era la de Germán Ruiz, unos ojos brillantes, mirada resuelta, corajudo, pensó, rebelde, eso antes, se dijo sonriente, ahora ni quien lo conozca, y que la siguiente era la expresión desencajada de Trasviña, el rictus de dolor y asombro con que había entrado a la muerte, y Carmona pensó en el encontronazo, y la última la del mecánico Ricardo Palma Rosas: con el miedo vivo hasta en el cabello rizado, el rostro de la pendejez, pensó Carmona, el rostro más estúpido que he visto, pensó.

–Un asesino necesita una víctima y nosotros al testigo que le señale a la sociedad quién es el criminal. ¿La mujer? Ella es sólo el punto de la interrogación –dijo el comandante Reyes, perdiendo el interés por esos rostros, aburrido de ellos y los miles que había visto sobre ese escritorio–. Piénselo, Carmona: puede parecer que no hace falta, pero sin esa Betty o esa Daisy, sin la mujer el crimen no tendría sustancia ni el encanto del resquicio de la verdad, la duda de lo oculto, ¿entiende, Carmona?

El subalterno se sintió obligado a admitir con un ligero gesto. Casi le pareció que el comandante Reyes estaba contento.

Siete

A Carmona lo habían llamado antes del amanecer, la limosnera Toñita escuchó algo, una discusión, allá por el baldío donde duerme, y que luego fue a ver, que fueran ellos, que allí estaba: sí, por los cristales Carmona pudo ver el cuerpo doblado, sin duda lo madrearon afuera y después lo empujaron luego al asiento trasero. ¿De quién es el auto? preguntó el sargento Antonio López alumbrando el interior por entre los cristales. Carmona sabía, lo había visto, claro que sí. Primero que Torres tome varias fotografía, ya saben que al comandante le gusta, la encabronada que se pone si no lo hacemos, que la técnica y quién sabe cuántas más madres. Jijodesurrechingaquelepusieron, dijo el sargento Antonio López. Luego se lo llevan con todo y carro, sargento, claro que sí. Claro que es el de Germán Ruiz, comandante, estoy seguro, comandante, totalmente, lo tenemos bien fichado, y Carmona miró la expresión del comandante Reyes, un destello, tan rápido que sólo quedó la impresión, ni tiempo para grabarla en el recuerdo. Se lo juro, mi comandante, no tuvimos nada que ver, ni yo ni ninguno, mi comandante, y besó la cruz que hizo con los dedos, por ésta, mi comandante, ahí apareció en el coche de ese Germán, una mera coincidencia, se lo juro mi comandante, hasta que lo convenció, por ésta. Ahora sí, Carmona, ya lo agarramos, vete por él con el Cromañón y dos más o los que quieras, Carmona, tráiganse también a esa mujer con quien vive, pónganlos por separado, a ella no la toquen, para nada, usted me responde por ella, Carmona, a Ruiz sí, denle una calentadita, pero ándale, muévete. Sí, mi comandante, allá tenemos a Germán Ruiz, está con el Cromañón y otros dos, le cuento lo que ha dicho, que ahí dejó a Trasviña y al otro arreglándole el coche y él se fue tranquilamente a casa, sí, mi comandante, ahorita mando a buscar al otro, sí, sé quién es, mi comandante, un mecánico que se llama Ricardo Palma, juega futbol, bastante mal por cierto, y se anda tirando a la sirvienta de los González, claro que sé quien es, mi comandante, todo en orden, como usted dijo, allá afuera está el de La Voz del Sur, ya le dije que se espere, como usted diga, mi comandante.

Así, de arriba para abajo los últimos días, entrando y saliendo, abriendo puertas, cerrándolas, recibiendo órdenes, escuchando y buscando a ese cabroncito de Ricardo Palma, a ese mecánico que quién sabe dónde se había metido. Con el sargento López fue a la casa de la madre y el abuelo y luego con la Carmela esa, bonitilla, morenita, alta, buenas piernas, buena nalga, poco pecho, pero no sabía nada, no había visto al tal Palma, no vino a verla el domingo, y el comandante se puso terco en que ándale, Carmona, encuéntralo y rápido, es importante Carmona, ¿qué no te das cuenta? ¡Carajo! Y se fue a Temixco y nada, y al otro pueblo y nada, comandante, ¿para qué lo quiere a ese Ricardo Palma Rosas? Ya no tiene caso, comandante, ¿a poco no cantó todo Ruiz, no dijo que él fue? Ya hasta lo va a publicar La Voz del Sur.

Pero el comandante tenía razón, bien trincha que es, y cuando Carmona y el sargento López fueron a decirle que ya habían soltado a la mujer de Germán Ruiz, el mismo comandante les abrió la puerta, los miró, les señaló al jovencito sentado allá en el rincón, pelo rizado, camisa azul, pantalón de mezclilla, zapatos tenis: ése es Ricardo Palma Rosas, les dijo, ¿a qué no saben a qué vino? les preguntó.

–Yo fui –dijo Ricardo Palma Rosas, grandes ojos de pánico–, yo fui: yo maté al señor Trasviña.

Jamás había visto a un pendejo tal, nunca un miedo así metido en una cabeza tan terca. La verdad, había dicho ese Ricardo Palma, pero la verdad tiene muchos matices le dijo el comandante Reyes, tranquilizador, paternal, le ofreció un refresco, le dijo que estaba ofuscado, le preguntó con una voz de cura en domingo el porqué y el cómo, pero Palma Rosas sólo quería que supieran que él y sólo él había sido, con esa llave, que lo castigaran, que era culpable, y el comandante lo mandó allá con el sargento López, al cuartito oscuro, a tranquilizarse, a reflexionar.

–¿Y ahora, comandante? –preguntó Carmona, las manos en los bolsillos del saco, la voz más tipluda, mirando hacia la pared–. No podemos tener dos culpables, ¿verdad?

–Éste no es un culpable –dijo el comandante Reyes–, eso es lo que él quiere creer, pero nada más es un testigo asustado –una voz cansada, el cuerpo cayendo pesadamente sobre la silla del escritorio–. Todos tienen miedo, ésa es la verdadera culpa. El miedo los vuelve culpables o inocentes. Es igual, Carmona, no le busque la vuelta, éste tiene miedo de reconocer que es inocente. Sólo vamos a dejar que el Cromañón le dé una ayudada, para que comprenda que es inocente y que otro es el culpable. Así de simple.

Ocho

Antes de salir, Carmona había visto cómo el comandante Reyes tomaba de nuevo la fotografía de Germán Ruiz para darle una última mirada, antes de ponerla en una carpeta junto con las de Trasviña y Palma. Carmona sabía que después la nueva secretaria archivaría las tres fotografías por fechas en el cuarto trasero de la oficina del comandante Reyes, junto a las otras de la inmensa colección.

Ahí debe al menos sonreír, pensó Carmona, ahí al menos un entretenimiento, se dijo, se preguntó: ¿una pasión? Sólo mirar esas fotografías de asesinos y asesinados, de ladroncitos presos, mujeres violadas y drogadictos escandalosos, incendios premeditados y víctimas engañadas. Sólo eso: archivar fotografías y revisarlas de vez en cuando, sólo eso y servir fielmente al gobernador en turno, quitarles de enmedio estorbos como ese Germán Ruiz que andaba poniéndoles en contra a los obreros de la fábrica de los parientes del gobernador, sí, "paciencia, señor, déjemelo a mí", así lo había escuchado Carmona, así le había dicho el comandante Reyes al señor, "siempre hay una ocasión, señor, siempre se presenta, usted no se preocupe", y claro que la ocasión se presentó y el tal Germancito bien que terminó doblando las manos, reconociendo, firmando, sí: le aguantó al Cromañón, pobre, ya está viejo, listo para la jubilación de luchadores, para chofer, le aguantó pero quedó todo doblado, aflojadito para las amenazas, era un pinche mujeriego el tal Germancito, pero ahora andaba enculado con la mujer y el chilpayate recién nacido, ahí se jodió, ah qué mi comandante, lo sabe todo y sobre todo dónde lastimar duro, ahí se quebró Germán, que encubridora, que cómplice, que ella ayudó a rematarlo, y lo peor es que iba en serio, ya no se detenía y nomás había que ver la sonrisa del Cromañón, ya la estaba gozando desde ahí. Ah qué mi comandante, las cosas que uno le aprende, aunque nunca demuestre nada, nada le cambia, ningún gesto distinto, ni la voz: "entienda, Germán, no hay nada personal, pero se pagan unas cosas por otras, ¿entiende? Así es esto". Así nomás, sin alterarse, como siempre, aunque quizás cuando se pone a ver las fotografías es distinto, quizás sólo eso y nada más, alguna que otra vez un güisquicito, de tanto en tanto una mujer bien guardadita en la casa de la colina, hasta que se aburría y la cambiaba por otra. A lo mejor allá, en la colina, ah qué mi comandante tan macho, tan cabrón...

Nueve

–Se lo dije, yo se lo dije –la voz ahogada saliendo del rincón de esa oscuridad, casi llorando, las palabras con el registro del miedo–, le dije que no eran las bujías, se lo dije, es adentro, en las balatas, que no era tan fácil, pero el viejo insistió.

–Sí, eso es lo que nos dijiste –la voz de Carmona contrastante, suave, delgada, buscando una apertura, un sitio por donde entrar–, pero no nos has dicho la verdadera verdad. La que en verdad vale. ¿Me entiendes, Ricardo Palma? ¿Así te llamas, verdad: Ricardo Palma Rosas? Veintitrés años, soltero, mecánico, apenas con el sueldo mínimo, deportista. Participante del torneo de futbol del Municipio. En un pinche equipo realmente malo, Ricardo: cinco a dos y siete a cero, dos juegos perdidos, ya están eliminados casi. Tu novia se llama Carmela, ¿verdad? Carmela Liceaga. Trabaja con la familia González, en Tlaltenango, ¿verdad? La llevas a que visite a tu madre y al abuelito los domingos, después de la misa y antes del partido, ¿verdad? ¿Y después, Ricardo, te acuerdas a dónde la llevas después todos los domingos? Lo sabemos todo, Ricardo, y fíjate: hasta tenemos fotografías. Sí, Palmita, de todo. Y si todo esto acaba bien, te las mostramos, te las damos, nomás, para que veas, para que quedemos como amigos. Nosotros sabemos toda la verdad, por eso no nos gusta que mientas, Ricardo. Todos sabemos, tú también, que fue Germán Ruiz, ¿para qué quieres salvarlo? Admite que tú lo viste, que fuiste testigo y no nos vengas con la pendejada de que tú lo mataste, ¿entiendes, Ricardo?

–No es justo, no lo es –las piernas encogidas, arrastrando el pie desnudo hasta ocultarlo en el otro con tenis, los brazos cubriendo el pecho.

–¿Quién te lo pidió, Ricardo: tu mamita, el abuelito? ¿A quién se lo contaste? ¿A Carmela? ¿Al cura? ¿El cura te dijo que te entregaras? ¿Quieres que se lo preguntemos a Carmela? ¿Quieres que el Cromañón se encargue de Carmela, Ricardo? ¿Que el Cromañón le saque la verdad a Carmela?

–Jijodesumagníficarrejujienta –silbó el sargento Antonio López–: Imagínese la sacadota que le haría el Cromañón.

Ricardo Palma, abrió mucho los ojos buscando el rostro de la voz tipluda, todavía con el hilo de saliva colgante.

Diez

–Tenía apenas ocho meses trabajando ahí –repitió Carmona, las manos en las solapas, pensando en un aumento, esto había sido distinto, excepcional–, el viejo Trasviña lo jodía mucho, le mal pagaba, me dijo que siempre andaba corrigiendo lo que los otros malhacían, dice que el viejo era un ladrón, ponía piezas usadas, arreglaba con alambritos y, sobre todo, esa noche lo estuvo molestando con la novia, con la Carmela, la que trabaja con los González, que si era así o era lo que aparentaba, dice que así le dijo Trasviña, y que le dijo obscenidades, y ahí le dio, duro, con la steelson, una y otra vez.

–Una humillación constante, un mal chiste en un momento equivocado –una de las manos deslizándose sobre la superficie del escritorio, reptando hacia la cajita de pañuelos desechables, arrancando uno–, por ira y estupidez, sin premeditación, nomás dejando salir la furia. Caramba, Carmona, hace mucho tiempo no tenemos un buen crimen, algo lleno de miga. ¿Y quién más lo sabe? ¿La novia? ¿El cura? Bueno, no importa.

–¿Quiere que le escriba un informe completo, comandante?

–No escribas nada, pendejo, ni se te ocurra –sin levantar la vista, atento a los pliegues minuciosos que hacía sobre el papel amarillento, cuidadosamente–. La escritura es una memoria, una huella difícil de limpiar. Toda palabra escrita es peligrosa. Puedes quemar el papel, tacharlo por encima, romperlo, tirarlo, y la palabra será encontrada, armada de nuevo, volverá a aparecer, surgirá de las cenizas. Nunca cometas esa estupidez, Carmona, cuéntamelo nada más: las palabras se las lleva el viento, desaparecen, se vuelven otras, son capaces de traicionarte a ti mismo, de confundirte, pero si no están escritas, óyelo bien, Carmona: si no están escritas nunca volverán a repetir la verdad. Dios sabe muy bien esto, por eso nunca escribió nuestro destino, nos dejó libres para buscarlo, para perdernos, para modificar todo, para construir nuestras verdades, date cuenta: si alguna vez la verdad triunfa, entonces Dios dejaría de existir.

–¿Entonces...? –dudoso, en actitud de firmes, modificando el nudo de la corbata, nervioso.

–Entonces nada. Váyanse a tomar unas cervezas, Carmona –ahora destendiendo el papel, pasándole el canto de la mano por encima, borrándole las marcas de los dobleces–. Llévate al Cromañón y al sargento. Que me anoten la cuenta, ya mañana hablamos, Carmona. Esto se acabó por ahora.

Once

Ya casi iba a ser la medianoche. El sargento Antonio López le abrió la puerta del auto, servicial, diciéndole que tenga buenas noches, comandante, que le vaya bien, Jefe.

El comandante Reyes subió las ventanillas, puso el aire acondicionado, tenía que cruzar el centro, no le gustaba al final del otoño, no le gustaba la ciudad en ninguna estación aunque dijeran que tenía sólo una, la eterna primavera. Pero ni modo, ahí trabajaba. Grupos de gentes todavía en los bares, en las cafeterías, saliendo de los cines, grupos de gentes incapaces de cometer un buen crimen, uno bueno, que a él le costara encontrar al causante, descubrir los móviles, que tuviera entrañas. Por eso finalmente terminarían por creer lo que ellos les dijeran. Ellos: las autoridades, los periódicos. Ahí estaba la firma, la declaración, había un testigo, y pronto lo olvidarían todo, el señor le estaría agradecido un tiempo, gracias José Ignacio, le diría, tuteándolo, nada más eso y un apretón de manos, yo sabía que podía confiar en ti. Sí, el señor y sus parientes tenían que confiar en él.

Una vez que había salido del centro las calles estaban menos concurridas, dobló una vez a la izquierda y más adelante a la derecha, pronto llegaría a la subida que lo llevaba a la casita de la colina. Ahí lo aguardaba Betsy. Un gusanito enroscándosele en las tripas, un gusanito que acababa de machacar, cortado en pedacitos, sí, pero todavía faltaba, los pedacitos todavía se retorcían. Miró en el recuerdo a Betsy, sus piernas largas, sus caderas, los brazos, la boca húmeda, los ojos azules, la cabellera recién salida del baño, sintió las ganas de poseerla nuevamente y el gusanito se enroscó y luego se estiró, caminó por dentro de su piel con las innumerables patas, sintió el cosquilleo. Betsy. Pensó que la había aguantado mucho tiempo, más de lo debido, aunque no era una jovencita, no, Betsy no era una jovencita, tendría ahora unos treintaidós, unos treintaicuatro años, sí, más o menos. ¿Pensaste que era sólo para un fin de semana, eh, José Ignacio? Sonriendo, mirando las calles vacías. Un fin de semana, un mes, únicamente para sacudirse aquel asunto del campesino, pero después la había dejado allá en la Colina, abrazándose a sus piernas largas y firmes, mirando su sonrisa extraña, preguntándose por qué ella y no otra, cualquiera de las otras, y sin importarle el no encontrar la respuesta. Luego Betsy se le había ido, aunque por las noches lo esperara con el cabello recién lavado. Pero ya no era igual, lo sintió, lo supo, y se puso a buscar la causa, a espiarla, él solo sin decirle a nadie, imbéciles, perros sin olfato, para enseñarles cómo era ver sin ser visto, con la paciencia del lobo, y descubrió a Germán Ruiz metido en la piel de Betsy, en las venas de Betsy, el gusano había traído a otros gusanos y todos caminaban por el interior de su piel, se lo gritaban rasguñándolo, mordiendo, culebreando entre el llanto de Betsy. La dejaba demasiado tiempo sola, se aburría encerrada en esa casa, era joven, necesitaba reírse, entusiasmarse por alguien como Germán Ruiz, alegrarse con Germán Ruiz, llorar por Germán Ruiz que la dejó cuando la esposa de Germán tuvo a su hijo. Los gusanos creciendo y llenándole sus días y noches, ladrando mientras Betsy decía lo siento, mientras Betsy lo recibía con el cabello recién lavado pero apagada, como si le hubieran robado el alma, las ganas, la alegría nocturna que Germán Ruiz le había comido por las tardes y las mañanas.

Dejó el auto en marcha, descendió para abrir la puerta del garaje, se volvió a subir al auto y lo hizo avanzar apenas al caminito en el jardín, puso el freno de mano, dejó las luces encendidas. En la entrada estaba Betsy, su silueta, las piernas largas, el cabello suelto sobre la toalla que la cubría. Pensó que ahora sí podía tirar todos los gusanos afuera, aplastarlos, orinarse encima de ellos, quemarlos, olvidarse que alguna vez existieron. Ahora sí Betsy se podía ir de la casa de la colina. Mañana le daría una fotografía de Betsy a la nueva secretaria, le diría que la metiera en el archivo, en cualquier parte.

Doce

Carmona pidió las siguientes cervezas mientras el Cromañón volvía del baño. Pensó lo que iba a decir el Cromañón al regresar, lo sabía de memoria. Pensó que esto ya lo había vivido otras veces, muchas otras veces. El Cromañón se sentó a su lado, bebió media botella de un trago y después dijo lo que iba a decir.

–Jijodetumuyrejijiantísimarrejujijienta –gritó, contento, el sargento Antonio López.

 

 

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Joaquín Armando Chacón, "Gusanos de la medianoche", Fractal n° 4, enero-marzo, 1997,año 1,volumen II, pp. 27-44.