SERGIO MISSANA

Nicanor Parra: el arte de innovar

 

En 1958, el crítico argentino Jorge Romero Brest propuso una lista de los seis artistas plásticos más relevantes de la primera mitad del siglo XX. Un exclusivo club integrado por Matisse, Braque, Picasso, Kandinsky, Klee y Mondrian. Los tiempos actuales obligan a desconfiar de los cánones. Sobre todo de aquellos integrados exclusivamente por hombres blancos europeos muertos. Si, hecha esa salvedad, uno se preguntara, a manera de ejercicio, cuál fue el pintor menos dotado de esa lista (en términos de composición, manejo de color, etc.), la respuesta sería clara: Wassily Kandinsky. Si uno se propusiera, en cambio, ordenar la lista en función al aporte de cada artista a la evolución del lenguaje plástico, el primer abstracto probablemente se encaramaría al segundo lugar, sólo por debajo de Picasso. El caso de Kandinsky es ilustrativo porque constituye una excepción. En occidente, al menos, hemos aprendido a exigir que los grandes maestros sean también innovadores.

Hay escritores que pertenecen a la literatura y escritores que pertenecen a la historia de la literatura, escribió Borges. Nicanor Parra se ubica claramente en la segunda categoría. La antipoesía es, ante todo, metapoesía (lo que explica la veneración que le han profesado escritores metaliterarios como Roberto Bolaño), un comentario o glosa desestabilizante cuya irreverencia puso en su momento en jaque cierta manera de concebir lo poético y cuestionó los límites y sentido de la poesía. No es posible dudar del sitial que ocupa la obra parriana en la historia de la poesía chilena y latinoamericana. La onda expansiva del quiebre inicial de Parra se sigue extendiendo por las nuevas generaciones de poetas. Algo que ha sido repetido con entusiasmo desbordante en Chile -en parte debido a ese fervor nacionalista que seguimos asociando a la literatura y a los deportes- con motivo de la publicación en 2006 del primer volumen de sus Obras Completas & Algo +.

La ruptura provocada por el autor de Poemas y antipoemas debe entenderse ante todo como un gesto vanguardista. La vanguardia, según se sabe, concentra su atención en los procedimientos e intenciones del (o la) artista, más que en los resultados de su labor. La era de las vanguardias históricas vio encarnarse esta obsesión por las intenciones en el curioso género de los manifiestos, textos programáticos que prometían grandes hazañas artísticas y respaldaban a menudo obras mediocres, pero que eran creídos a pies juntillas por lectores volubles y por críticos que reproducían miméticamente las afirmaciones de sus autores. (Borges observó, a propósito de Vicente Huidobro, que era necesario distinguir entre sus manifiestos, que no tenían mayor valor, y su producción poética, que tampoco lo tenía...) Nuestra celebración acrítica de cualquier ruptura es un residuo del espíritu de esa época, que asociaba la trasgresión artística a una fe en el "progreso" heredada de la Ilustración, hoy puesta seriamente en duda.

Toda parodia o trasgresión es un velado homenaje. El mérito de la ruptura depende de la relevancia que aquello que subvierte. La literatura es un lenguaje que sirve para expresar, mejor o peor, ideas que podrían trasmitirse -al menos en teoría- por otros medios. En cuanto forma prestigiosa de creatividad, tiende a generar, entre sus cultores y admiradores, una dosis comprensible de sobrevaloración, de la misma forma que algunas personas, luego de aprender un segundo o tercer idioma, desarrollan un sentido posesivo hacia éste, sienten que algunos giros o expresiones felices de algún modo les pertenecen. Solemos olvidar que los productos culturales son convenciones, que en nuestro entorno abundan las cosas que tienen sentido sólo porque un número suficiente de personas se han puesto de acuerdo en atribuirles importancia, pero que damos por sentadas y naturales. Como observó el gran antropólogo Edward T. Hall, cuando ciertas entidades culturales (las burocracias, la educación, las artes) se institucionalizan, trascienden su rol de meras extensiones de facultades humanas para adquirir vida propia. Dejan de estar al servicio de su creadores y se transforman en máquinas autopreservantes.

El filósofo Richard Rorty se quejó en una ocasión de que los departamentos de historia del arte en la academia norteamericana estaban llenos de gente capaz de disertar durante horas sobre la diferencia entre el Neoclasicismo y el Romanticismo, pero que no tenía idea de por qué esa diferencia era importante. Nuestra inagotable sed de objetos culturales, tanto asociados a la "baja" como a la "alta" cultura (desde series televisivas hasta versiones de música docta), objetos que se nos presentan en permanente transformación y renovación, acaso nos impida considerar las cosas en un contexto mayor; preguntarnos, por ejemplo, por qué nos debe interesar la televisión o la música. El cambio puede desembocar, paradójicamente, tanto en una forma de ceguera -generada por una sobreestimulación funcional a las exigencias de los mercados- como en un grado de lucidez. Según ha señalado Seamus Heaney, la poesía permite una mirada fresca sobre verdades consabidas y eternas, ante las que nos va volviendo insensibles la fuerza de la costumbre. El "shock" baudelairiano sería consustancial no sólo a la poesía, sino a todas las artes. Y su efecto, transitorio.

Proust anotó -en A la sombra de las muchachas en flor - que la moda es un producto de nuestro gusto por el cambio. El ciclo de emergencia, auge y obsolescencia de vanguardias, movimientos, estilos, modas, escuelas, sensibilidades, etc., cumpliría, entre otras funciones, la doble tarea de estimular y saciar un deseo de cambio. Visto en una escala más amplia de tiempo, éste resulta, al fin y al cabo, inevitable. La compulsión desmesurada de los vanguardistas históricos (que en algunos casos bordeaba el ridículo, la autoparodia) por la innovación no desmerece ni enaltece el acto de innovar, que debe ser considerado en su justa medida. El empleo de procedimientos vanguardistas no es directamente proporcional al valor intrínseco de una obra: no es sólo un signo de los tiempos que Faulkner fuera el mayor novelista norteamericano de su generación, como ahora lo es Philip Roth, un autor formalmente conservador.

El gesto de Nicanor Parra -elevado por sus seguidores más acérrimos a un rango heroico, casi sobrehumano- resulta paradójico al menos en dos sentidos. Por una parte, la antipoesía fue antirromántica, antisubjetiva: parte de su carácter innovador consistía en cuestionar las bases mismas de la obligación de innovar. Por otra, fue capaz de marcar un hito decisivo en la evolución de la poesía como lenguaje sobre la base de méritos poéticos más bien modestos. Pertenece claramente a la historia de la poesía. La reciente interpenetración entre la alta y la baja cultura -una de cuyas numerosas instancias es la antipoesía- ha demostrado que el prestigio de las formas artísticas es relativo y perecedero. Shakespeare (teatro) y Cervantes (novela) escribieron en géneros menores para su época. No deja de resultar contradictorio que Parra, responsable de una obra que cuestiona cierto enaltecimiento idolátrico de la poesía, sea canonizado, sin asomos de ironía, como poeta.


Sergio Missana, “Nicanor Parra: el arte de innovar”, Fractal nº 44, enero-marzo, 2007, año XI, volumen XII, pp. 139-144.