RODOLFO MATA

Renovación de la poesía mexicana actual

 
 

Hace cerca de dos años, escribí para la revista literaria brasileña Sibila el artículo “Tensões e vertentes da poesia mexicana (1966-2004)”, en el que me proponía dibujar un panorama actual del género para un público poco familiarizado con el tema. Mencionaba que para ello sería necesario revisar los cánones anteriores, identificar sus transformaciones, dividir sus criterios entre históricos y vigentes y señalar tendencias y actitudes. Conciente de que mi intención me rebasaba, decidí tomar como punto de partida once de las antologías más comentadas que iban de Poesía en movimiento. México (1915-1966) a El manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002. Señalé los principales rasgos de sus selecciones y comenté sus prólogos, de los que surgían varios eventos claves en la historia de la poesía mexicana: el movimiento estudiantil de 1968 y su clima cultural e ideológico; la proliferación de poetas documentada en la Asamblea de poetas jóvenes de México (1980) de Gabriel Zaid y su continuidad hasta nuestros días; la creciente descentralización de la producción literaria y el apoyo de programas como la revista Tierra Adentro y los fondos estatales del CNCA ; y la presencia del Estado a través del Sistema Nacional de Creadores o las Becas para Jóvenes Creadores.

Los criterios para demarcar generaciones eran variados así como la presencia de tentativas de clasificaciones estéticas como la de Evodio Escalante en Poetas de una generación (1950-1959), quien identificaba cinco vertientes creativas: radicalismo experimental, conformación modélica, lirismo emotivo e intelectual, cotidianidad prosaica y restauración vernácula (subdividida en regionalismo y etnicidad). Como complementos de estas tentativas, aparecían de una manera difusa oposiciones que se planteaban de una manera simplificadora y que, si carecían de precisión, eran efectivas para suscitar polémicas. Por ejemplo, poesía culta, elitista, de “iniciados” vs. poesía popular, accesible al “hombre de la calle”; poesía enajenada vs. poesía comprometida; poesía del “decir difícil” de la palabra como signo kaleidoscópico vs. poesía de la llaneza coloquial, transmisora de emoción y sentimiento.

Una polaridad similar se esbozó en torno a figuras poéticas. Si en Crónica de la poesía mexicana (1977), José Joaquín Blanco propuso la oposición Efraín Huerta-Octavio Paz, ésta más tarde se convirtió en Jaime Sabines-Octavio Paz. Repito, se trata de simplificaciones que no resisten un análisis detallado. Sin embargo, actúan en otros ámbitos y colaboran con polarizaciones como la que hubo entre las revistas Vuelta y Nexos y otras que pertenecen menos a la esfera de lo estético y más a la de lo político. En esta línea también se encuentran los homenajes, los premios y otros eventos institucionales que otorgan prestigio y poder, y junto a los cuales la participación de los medios masivos de comunicación es fundamental. Un episodio sintomático fue la pregunta que, en 1998, los reporteros formularon acerca de quién ocuparía el sitio que había dejado Octavio Paz. Aunque la pregunta, en sí, era absurda, ponía en evidencia los mecanismos de mitificación de las figuras poéticas. Al año siguiente, la muerte de Sabines dejó otro vacío. La polaridad se había disuelto y no parecía haber otro esquema disponible. Sin duda ahora se está construyendo, pues la desaparición de estas figuras cuya superioridad poética era consenso, y el declinio de sus capillas, invita a la especulación pero también a la reflexión. Lo importante es que ésta se realice no a través de simplificaciones sino de exploraciones críticas nuevas. En una tradición como la mexicana, donde el ejercicio de la crítica aún es difícil y pocas veces es considerado una invitación al diálogo, el momento es propicio por las expectativas de liberación de un espacio que se percibía como saturado.

 

La manía de las poéticas

 

En A contraluz: poéticas y reflexiones de la poesía mexicana reciente (2005), Rogelio Guedea y Jair Cortés compilan textos de autores nacidos entre 1960 y 1975. Comentan que el rango corresponde a la “poesía joven” o “poesía actual” y que, aunque arbitraria, su selección pretende iniciar un debate amplio. Se apoyan en la figura del poeta-crítico y su creciente importancia en la poesía moderna, enumeran ejemplos mexicanos notables, reivindican su relevancia en contra de los lugares comunes –p. e. “el ejercicio crítico es innecesario y dañino a la faena creadora” o “los críticos son poetas frustrados”– y alientan su cultivo en vista de la actual escasez. Para los compiladores, escribir poéticas, antes que practicar un género, es elaborar ensayos sobre el cómo y el porqué de la poesía. Como ejemplo contrario, citan al poeta español Guillermo Carnero, quien arguye que este “furor teórico” más tarde se mitiga y da lugar a la práctica, que acaba siendo la mejor teoría. Las poéticas se transforman en “fantasmas racionalizados” del poeta y su poesía.

Guedea y Cortés entregaron a los poetas un cuestionario para orientar el desarrollo de sus textos aunque no lo incluyeron en la antología. Las preguntas se infieren de los textos de algunos autores: la iniciación poética, las técnicas de composición, la relación entre poesía y sociedad, el futuro de la poesía, etc. Esta metodología tiene como antecedente la estructura de El manantial latente, donde la selección de cada autor viene precedida por una “Poética” –encomendada para la antología–, y concluye con un texto crítico, escrito por otra persona. A veces estos bosquejos son parte de la reseña de un libro o de una contraportada. Firmados o no, su contenido fluctúa entre lo francamente anodino, el elogio desmedido y la crítica sobria. Las firmas forman parte de los gestos de legitimación de los autores, quienes seguramente proporcionaron los textos, pues los hay de poetas y críticos reconocidos, compañeros de generación, funcionarios o no de la burocracia cultural, etc.

El manantial latente también incluyó los resultados de una encuesta y un censo de más de 300 poetas. La encuesta, además de otros sondeos resumidos en el prólogo –p. e. qué revistas leen los poetas o qué opinan sobre las becas y los premios–, permitió formar cuadros de preferencias. Así, Muerte sin fin fue la obra mexicana favorita (26 votos) y la lista “Poetas mexicanos (o residentes en México)”, estuvo encabezada por David Huerta (22), Alí Chumacero (19), Eduardo Lizalde (18), Gerardo Deniz (15) y Francisco Hernández (15). Hubo reclamos, especialmente de quienes no figuraron, hecho que señala el poder que estos instrumentos tienen para alterar (revelar o distorsionar) el canon.

Los textos de A contraluz son dispares pero cumplen con la promesa de mostrar un panorama. Aunque habría que cuestionar si todos pertenecen al género “poética” o al menos aspiran a él, el espíritu polémico se conserva. Varias fallas de El manantial latente se corrigen: las poéticas reciben una orientación, y algunos de los temas abordados por el prólogo, las preguntas y los textos críticos son desarrollados por los propios poetas.

Uno de los principales lastres del ambiente de la poesía en México gira en torno a una concepción engolada del lugar del poeta y el valor de la poesía, que tiene que ver con el espíritu solemne tan arraigado en el país. En A contraluz, varios autores exhiben una “dicción poética” mediante expresiones rebuscadas como llamar a Neruda “el bardo de Temuco” (Ortega), cuestionar a Platón o a Sócrates profiriendo la frase “desdigo al belicoso dialéctico de Atenas” (Valdivia), usar el verbo “columbrar” y soltar latinajos como “el dictum rilkeano” (Molinet), o recurrir a floreos como “Pero nomás con atender a su pequeña voz silente [la de la lengua o la poesía] le exuberan palmerales de luz al planeta” o la definición llena de un patetismo anacrónico “La poesía es una bestia de extremos. No se conforma con tomar una migaja de mí para entregarla a los pobres” (Valdivia). Un problema similar son las genealogías que se manifiestan de varias formas: el recuento autobiográfico que exhibe una predestinación o episodios que construyen la imagen de “el elegido por las musas”; la cita o el epígrafe innecesarios de escritores consagrados cuyo sólo nombre pretende ennoblecer la dicción de quien lo menciona, o las enumeraciones enormes que dan cuenta de los amplios conocimientos de la materia (Armenta Malpica); la autorreferencia excesiva que llega a incluir una bibliografía crítica propia o notas biobibliográficas como la siguiente: “ha sido ganador de una treintena de reconocimientos nacionales e internacionales” (Armenta Malpica).

Los aciertos de A contraluz son variados. Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal se refiere a la improbabilidad de que hoy el poeta sea visto como profeta o médico brujo, contraponiéndose a Roxana Elvridge Thomas, que comulga con la idea del poeta como mago o chamán que es capaz de “hacer llover”, en confesada sintonía con El arco y la lira. Jorge Ortega señala que la poesía mexicana ha estado “muy vigilada por la memoria histórica”, lo que la hace una poesía de tradiciones y no de rupturas, de estilos grupales y no de voces individuales. Un tema relacionado es el de las vanguardias históricas, su papel en México y la vigencia u obsolescencia de sus actitudes. El señalamiento de una debilidad del espíritu de vanguardia en la poesía mexicana y la valoración del que existe o existió en países como Argentina y Brasil ha sido motivo de polémicas. En esto aflora la idea de los estilos grupales de Ortega y se entiende que Armenta Malpica denuncie que “en México, de un tiempo a la fecha no hay más poética [...] que la que viene del sur del continente, vía los grandes santones y uno que otro poeta. Esa ‘nueva' poesía, afianzada con garras a las viejas vanguardias, mira con malos ojos lo que no ocurre en ella”. El señalamiento posiblemente comprenda a poetas como Eduardo Milán y Hugo Gola y a los que son cercanos a ellos, como Ernesto Lumbreras, Luis Felipe Fabre y Hugo García Manríquez. Detrás de este comentario se asoma el fantasma del nacionalismo autosuficiente y xenofóbico que, en vez de celebrar la fusión de tradiciones, prefiere la fidelidad a la tradición local. El eje de discusión no debería ser nacional vs. extranjero sino las fortalezas, carencias y diferencias que pueden surgir al contrastar diversas tradiciones. Lo que es innegable es que el ala acusada de “provanguardista” ha crecido en los últimos 15 años y hoy, como señala Malva Flores, los deudores de Milán son “legión” aunque su influencia en la crítica haya sido en parte negativa, por el uso de una jerga críptica imitada con poca fortuna.(1)  Un texto de A contraluz, que refleja esto es “3-2-2: Partir el diamante” de Daniel Téllez, en que el quehacer poético es abordado mediante la alegoría del béisbol: hay poetas bateadores, bases y 9 entradas. El autor pierde el rumbo crítico: hay más poesía que reflexión. La licencia de los compiladores me parece excesiva. Sin embargo, hay algo sintomático en ella. Téllez obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2001, precisamente por su vena experimental.

Otro aspecto importante es la exposición de Pablo Molinet en un estilo antisolemne, irreverente e irónico, con algunos tropiezos en su afán jocoso, pero sin el estigma de “la genealogía del bardo”: “A la poesía, en fin, llegué por los motivos equivocados: una mezcla obvia de sentimentalismo adolescente y lecturas desiguales”. Las referencias citadas para apoyarla no se limitan al campo “noble” de la literatura sino que se extienden a las letras de rock, las estaciones de radio, los cómics, y el cine comercial y de arte. El poeta cubano Antonio José Ponte, intrigado por de la disminución de las referencias literarias en la producción de las nuevas generaciones en la isla, me había señalado este fenómeno. Lo había percibido también en el libro Miniaturas kinéticas (2005) del argentino Aníbal Cristobo en que, por ejemplo, hay varios poemas que se repiten en diferentes versiones como “Hija del pastizal (western version)”, “Hija del pastizal (manga version)”, “Hija del pastizal (galactic version)”, etc. Y ahora lo encuentro en Kubla Khan (2005) de Julián Herbert, en poemas como “Zappin”, que alude al control de la TV, y “Cuando digo Occidente digo”, que cita la pieza musical “MacArthur Park” de Donna Summer.

El texto de Julián Herbert, “Apuntes para una filosofía de la descomposición” (parodia de Poe), es el más atrevido y directo de A contraluz. Enfrenta la propuesta de escribir una poética, la cuestiona como panacea ante la escasez de crítica, como imperativo de una moda, “pasatiempo generacional” narcisístico. Denuncia la falta de diálogo, no porque no haya quien piense críticamente, sino porque el asumir en público una postura crítica es recibido con simples adhesiones. Me parece que primero se crea un silencio expectante, después vienen las simples adhesiones o descalificaciones y por último el diálogo. Hay pocos interlocutores y muchos adalides del prestigio, dice Herbert. La lógica es la de la murmuración que distorsiona. En lo que Herbert llama “estilística simpatética” agrupa varios fenómenos: 1) la identificación de voces poéticas diferentes con argumentos de origen regional (Amara y De Aguinaga son “poetas del centro”), en flagrante repetición –agrego yo– de las tensiones combatidas por las políticas de descentralización cultural; 2) la imposibilidad de criticar el último libro de un poeta, porque se toma como falta de solidaridad o envidia; 3) la tendencia a trazar líneas discípulo-maestro en detrimento obviamente del discípulo, al que se acusa de imitador. Se le integra en una capilla, agrego yo, repitiendo la lógica de los “estilos grupales”, señalada por Ortega, que también alimenta el afán de los maestros de tener una corte de seguidores; 4) la incapacidad de ver el humor sin tacharlo de proclividad al chistorete, lo cual lleva de nuevo a la pervivencia de la solemnidad.

 

Las instituciones: ¿trampolín o escollo?

 

A contraluz incluyó en su cuestionario el tema del apoyo del Estado a la creación artística. Herbert recoge varias opiniones en el apartado de su texto titulado significativamente “las instituciones como trauma generacional”. Para unos, las becas, premios, etc. son una conquista del medio cultural; para otros, debería reducirse la injerencia del Estado en ellos. Según algunos, deberían democratizarse; según otros, distribuirse de acuerdo al currículum para no favorecer a los diletantes. Los poetas, dice Herbert, se quejan demasiado del contexto sociopolítico y se preocupan poco de sí mismos, de la solidez de sus obras y de las herramientas intelectuales para juzgar a sus pares. ¿Dónde están las obras de madurez de la generación? ¿Por qué se es “poeta-joven” hasta los 35 años? Se culpa a todo lo que rodea a la poesía –instituciones, antologías, publicaciones periódicas, nociones estéticas– pero no a los propios poetas.

Mario Bojórquez, en “Poesía en la plaza”, critica la descomposición de los mecanismos de transmisión de la poesía y la participación del Estado en ellos. Señala la pobreza en la enseñanza de la poesía y elogia el aprendizaje en los talleres de poesía, las revistas y las pequeñas editoriales fomentadas por el Fondo Editorial Tierra Adentro. Los problemas aparecen, según Bojórquez, con las metodologías: la mayoría de los libros de poesía tienen hoy 60 páginas –el mínimo de casi todas las convocatorias– y el llenado de informes distrae de las actividades realmente significativas. Cierto, la burocratización del CNCA ha aumentado, pero creo que sería contraproducente no exigir informes pues sirven, entre otras cosas, para combatir a los diletantes. Lo que sí es un problema en la administración de las becas son los desajustes de formación entre asesores y becarios, las cuestiones de autoridad que de nuevo remiten a las susceptibilidades ante las divergencias y a las dificultades de interlocución. Otros asuntos que Bojórquez señala son las concesiones. Por ejemplo, incluir a un poeta en un catálogo editorial o antología por razones meramente políticas; atender a los diferentes avatares de la figura del poeta funcionario o académico; o claudicar ante los variados intereses que actúan en los circuitos públicos frecuentados por los poetas, que impiden el flujo de una crítica sana y privilegian la inversión en relaciones públicas. Es cierto que esta “política de la poesía” es más común de lo que se cree cuando se la padece, y se repite en otras tradiciones. Lo que sí parece peculiar del sistema mexicano es la fuerza con que los premios y las becas distorsionan la producción poética, pues fomentan una preparación no para la poesía, sino para aparecer en los periódicos, los festivales, las antologías. No hace mucho, me lo dijeron más o menos con estas palabras: “Para escribir poesía hace falta un poco de soledad y recogimiento”.

En fin, me parece que el ambiente poético mexicano está recuperándose del “trauma de las instituciones”, abriéndose a una interlocución crítica más dinámica y respirando una mayor libertad. ¿Es por la desaparición de los santones? ¿Por la descentralización? ¿Es una verdadera ruptura?

 

Notas

1 Malva Flores, El ocaso de los poetas intelectuales. Poesía y política, Premio Nacional de Ensayo “José Revueltas” 2006 próximo a publicarse.