ALEJANDRO ÁLVAREZ HERRERA-LASSO

El lenguaje de lo politicamente correcto
"Eres un cabrón ≠ eres un cabrón"

 

 

EL PROBLEMA CONTEMPORÁNEO DEL LENGUAJE. UN ESBOZO SESGADO

No cabe duda, el lenguaje ha crecido, su potencia aumenta y con ella, las posibilidades que se abren a las mentes de todo género para jugar el juego de pensarse originales. Como muchas de las grandes novedades de la modernidad, el lenguaje parece haber adquirido vida propia, es una marioneta cuyas articulaciones ya no obedecen a sus titiriteros, con nervio, en especial nosotros, quienes nos preciamos de conocerla y manejarla, vemos desde arriba del escenario que la marioneta nos voltea a ver con una sonrisa siniestra, y lo que se anunciaba proféticamente hace poco más de un siglo, comienza a suceder: somos tenidos por el lenguaje. Nosotros no lo tenemos.

No es tarea de este ensayo indagar este desarrollo. Baste apuntar, por un lado, que no es que antes de Dilthey, Heidegger o Wittgenstein no hubiera lenguaje sino que las preguntas que se plantearon lo llevaron a un estatuto inédito. Y por el otro, que dicho estatuto se inscribe dentro de una cierta organización social y que una vez formulado ha influido explícitamente en ella de manera radical. Así, podemos decir que los efectos del llamado "giro lingüístico" han sido polivalentes y multidireccionales, en cierto sentido caóticos. No quiero, entonces, aparecer como un apologeta de la metafísica, ni del ser ni de la realidad, la existencia me cuesta trabajo. Tampoco quiero negar el enorme impacto en la dinámica social que ha tenido este nuevo paradigma. Como hijo de mi tiempo, me atrevo a decir que me gusta que el lenguaje sea mi posibilidad de pensar y que me gusta no tenerlo. Lo anterior hace soñar un desorden global del que entrevemos ya los primeros síntomas y que promete diversión extrema.

En todo caso, lo que me gustaría hacer en este ensayo es mirar debajo de la falda del lenguaje, asomarme a su lado oscuro, verle los pelos y las verrugas, las várices y la celulitis. Ponderar aquellas situaciones en que el malentendido viene por el lenguaje mismo sin necesidad de postular referentes, especialmente aquellas en que la elongación de la comunicación no hace sino enredar más las cuestiones. Porque, así como me parece innegable que la nueva dinámica comunicativa abre un universo de posibilidades inéditas en donde el acento está puesto en la capacidad de comprender, y por tanto en la necesidad de interactuar con suficiencia; es igualmente evidente que hay veces que uno quisiera no haber dicho y hoy, querer no haber dicho, equivale en cierta forma a querer no ser.

 

LENGUAJE Y PODER. CONTROL Y RESISTENCIA

 

A modo de hipótesis, que no es más que un pretexto, quisiera sugerir que el poder se asienta en el control de la comunicación. Poder y lenguaje copulan constantemente al aire libre. Una vez despierto el poder a la sugerencia de que los enunciados hacen cosas, no hubo marcha atrás. Así, contamos con monstruosas instituciones compuestas de lenguaje que para reproducirse lo codifican. Y, si como dice Wittgenstein, no existe lenguaje privado, en cierto modo esa enorme y esquiva vaca que todos alimentamos todos los días con kilos y kilos de palabras, nos constituye y controla siempre interesadamente.

Ahora bien, esto no es grave, en todo caso hay múltiples posibilidades de jugar distintos juegos, lo que hoy por hoy constituye la principal resistencia. En sinnúmero de ocasiones es posible voltearle la jugada al sistema y salirnos con la nuestra. Lo único complicado es, en todo caso, hacernos a la idea de que nuestra identidad deviene(1)  en configuraciones esporádicas e inestables en vez de ser ese asiento fijo, único y trascendente(2)  de nuestra más pura e inviolable esencia, y esto es así porque de otra forma podrían decirnos, y en el decir, hacernos como se les diera la gana.

No obstante lo anterior, la organización social a la que apenas abrimos los ojos con espanto, tiene sus estrategias homologadoras y cuando estas son demasiado perversas, se pueden convertir en peligros graves. Como ejemplos de esto tenemos una amplia gama que va desde todos los artilugios inventados desde la psicología para definir perfiles de personalidad (tests de revistas incluidos), hasta el acta de nacimiento y los documentos de identificación que los Estados Nación contemporáneos implantan en los nacidos, impúberes, púberes, adultos, adultos mayores, cadáveres, etc. Sin olvidar, desde luego, las historias financieras, el hi 5 , el myspace, la cuenta de correo electrónico, la sección del club social del Reforma, y, en suma, todo aquello donde nuestro modesto sobrevivir deja huellas incompletas que sirven para rastrearnos, confiarnos, vendernos, comprarnos, premiarnos, castigarnos, secuestrarnos, matarnos, extorsionarnos, definirnos, conocernos, querernos, desearnos, admirarnos, suprimirnos y leernos. Vivimos como murió el gran Jean Baptiste Grenouille, protagonista de la novela El perfume: en trozos, masticados por multitudes anónimas, atraídas en este caso por nuestro olor a consumidor y a ciudadano.

 

LO POLITICAMENTE CORRECTO. UNA CARACTERIZACION NO NEUTRAL NI OBJETIVA, SINO MAS BIEN HASTIADA E IRRITADA

 

Uno de los casos arquetípicos de las trampas más complejas y menos obvias urdidas por el poder a través del lenguaje (o por el lenguaje a través del poder), es el de lo políticamente correcto. Con él como pretexto comienzo una indagación que queda abierta de los extremos y que me he prometido continuar posteriormente buscando otros ejemplos.

Hay algo molesto en el hecho de que no pueda yo decir "tu piel es café" sin transpirar un leve tufo a sospecha. Inmediatamente los mecanismos de censura y autocensura empiezan a girar desorbitados y la mirada de la sociedad cambia de lentes para observarme. La polisemia de la palabra que permite refundar mundos en donde sólo hay devastación y reencantar comunidades enteras mediante un trabajo de alquimia verbal, juega en estos casos incómodos como radar de la censura.

Y hay algo decididamente perverso en que la única solución al cortocircuito sea tener que seguir explicando, con pocas probabilidades de éxito, el enunciado que desató todo. Así, la atención se convierte en esclava del malentendido porque no hay manera de dejar el asunto por la paz. A esta codificación particular del discurso se le ha llamado de distintos modos, de los cuales, el más conocido, pero no por ello menos problemático es el de "lo políticamente correcto".

El principal problema del concepto es que se juega a distintos niveles. Hay quienes lo instituyen en cultura, y así podemos hablar, por ejemplo, de la cultura norteamericana de lo políticamente correcto. Hay quienes lo asimilan con la "tolerancia" y así podemos hablar de gente tolerante y gente intolerante. Hay para quienes se convierte en la vocación de una vida entera como oposición al racismo, la homofobia, la intolerancia religiosa o la discriminación por razón de malformaciones (¡ojo, cuidado, sé neutral, escoge las palabras!) de nacimiento mutilaciones en vida, o discapacidades. Incluso en ocasiones, lo políticamente correcto sirve como parámetro para medir el nivel de respeto por los derechos humanos en las sociedades "desarrolladas".

Las valoraciones generalizadoras del fenómeno son ambivalentes, hay quienes lo ven como un "avance" de la civilización, mientras que hay quienes lo tachan de franca ridiculez. Los mecanismos de lo políticamente correcto han sido directrices en debates sobre la libertad de expresión, fundamentos de normas jurídicas que regulan el insulto, referentes de una cultura del apaciguamiento.

Del otro lado, tenemos una preocupación atendible. Si los enunciados tienen el poder de hacer, y se eliminan los mecanismos mediante los cuales la sociedad controla el tono del discurso, es probable que quienes ostentan más poder puedan eliminar con facilidad a quienes ostentan menos, sólo a través de la palabra. En contra de todo lo argumentado hasta el momento, me resulta imposible negar que hay palabras que pueden destruir gente. Esto dejaría al discurso de lo políticamente correcto en condición de mal necesario, en la lógica de que es preferible un malentendido bochornoso que la posibilidad de orquestar un acto de aniquilación verbal.

Parece que nos hemos topado con una aporía. Pero sólo parece. No basta con decidir una o la otra opción, y desgraciadamente en esto, como en casi todo lo demás no hay un punto medio exacto. Aunque podríamos pensar que el argumento a favor de lo políticamente correcto parece tener más peso, si llevamos su lógica al extremo nos daremos cuenta de que su potencial dañino es también enorme. Pongo un caso simple: ¿Qué es el antisemitismo? ¿Quién juzga al antisemita?

Ciertamente no es una ficción, nada más lejano a mis intenciones que se interprete mi pregunta de esa manera. Sólo creo que, en el caso del antisemitismo nos topamos con un concepto sobredeterminado a extremos increíbles. Mi pregunta no es retórica, aunque sé perfectamente que el odio sistemático contra los judíos es deleznable y mi postura personal pretende ser absolutamente coherente con este juicio, si pregunto por el antisemitismo es porque hay muchísimas cosas que no sé de él. Entre ellas, la más importante, sus límites. Y es que, en ciertas circunstancias, para ser antisemita ha bastado con criticar ciertas políticas del Estado de Israel mientras que en otras, ataques descarados en contra de comunidades judías, han pasado convenientemente desapercibidos.

Ahora bien el problema surge porque yo no tengo una experiencia del antisemitismo, mi realidad no se ha gestado en torno a ese debate, ni soy judío ni soy ni conozco a nadie que haya sido nazi, por ejemplo. No he vivido en Europa o en Estados Unidos lo suficiente como para entender sin tener que preguntar los matices de la cultura del antisemitismo. Y aunque sé que es un problema del que no puedo sustraerme, en tanto que constituye un punto nodal de mi preocupación por el lenguaje, no siento que tenga la obligación de estarme reafirmando como anti antisemita. Nunca he tenido un problema concreto de antisemitismo, pero de alguna manera sé que entre más trate el problema de manera abstracta, mis probabilidades de incurrir en antisemitismo aumentan. ¿Por qué?

Traslademos esto a otro ejemplo: el antiamericanismo.(3) Quizá el caso más dramático del uso perverso del discurso de lo políticamente correcto. La sola percepción (explicitación) de que se es antiamericanista puede acarrear la muerte. En ciertos contextos un comentario, una broma, una simple mueca pueden desembocar en la caracterización de quien dijo, bromeó o gesticuló como terrorista, sospechoso a todas luces, y por tanto, peligroso, castigable, encerrable, torturable, maltratable, multable. Relaciones diplomáticas han dado giros de ciento ochenta grados por el argumento del antiamericanismo y a la fecha no hay quien haya generado una explicación coherente del antiamericanismo, la única noción con la que contamos es la cara del presidente norteamericano diciendo "no me gusta".

A diferencia del antisemitismo, cuyo referente histórico tiene una carga simbólica considerable y cuyos opositores lo han explicitado en algunos casos brillantemente;(4) el antiamericanismo parece ser una cuestión de capricho. Una situación artificiosa que evidencia el manejo estratégico con fines de control y de evasión de responsabilidad, del lenguaje de lo políticamente correcto.

En todo caso, lo que me parece peligroso del discurso de lo políticamente correcto, es la lógica en la que involucra a la comunicación. Me parece bastante claro que aplasta mi derecho a equivocarme, pero, más grave aún, me impide resarcir la equivocación de manera directa. El perdón se difiere y su posibilidad se hunde debajo de capas y capas de explicaciones, demandas, nuevos malentendidos y, en ocasiones, violencia. Quien me otorga el perdón no es el ofendido sino las instituciones que controlan el límite del insulto. Una mala frase a un compañero se puede convertir en un insulto grave en contra de todo un grupo de gente a quien nunca he visto la cara pero al que tengo que implorar perdón y pagar tributo. Sin duda es una trampa del lenguaje para atrapar al imprudente.

Jugar con las reglas de lo políticamente correcto inscribe al jugador en una lógica sin fondo, en un viaje directo al vacío. El problema sustantivo pierde toda entidad y el acento se pone en salir del paso. Resulta falso que el resultado de un altercado verbal termine en algo positivo, todo es negatividad. Cero significado, cero comprensión, cero aprendizaje, cero creación y pura reacción.

 

 

APARIENCIAS Y SUGERENCIAS. LA REGLA PREFABRICADA VS.EL CASO CONCRETO

 

Dos vías se ofrecen como obvias ante el problema y ambas son preventivas: la hipocresía y el eufemismo. En el primer caso basta con que el lenguaje con el que se formula un pensamiento no se haga explícito en ciertos contextos aunque en otros se le pueda dar rienda suelta. El éxito de la estrategia reside en la capacidad de leer el poder de la censura (ser paranoico). En el segundo caso se requiere un poco de práctica. Como parte de su retórica, el discurso de lo políticamente correcto, continuamente somete a revisión pública su catálogo de fórmulas para hablar de temas espinosos. Es una especie de diccionario bilingüe en el que puedes cambiar frases extremadamente ofensivas como "el puto ese" por "el peculiar compañero homosexual" o "mi primo discapacitado" por "mi pariente en segundo grado con capacidades especiales". Basta con aprenderse cada dos años más o menos, las nuevas tendencias en la moda del lenguaje de la tolerancia, para nunca meterse en problemas.

Y ese es el problema. Tanto la hipocresía como el eufemismo nos impiden meternos en problemas, nos lo prohíben terminantemente. Entonces los problemas quedan a salvo porque nadie puede entrar. Y permanecen acumulando capas y capas de lenguaje vacío formando verdaderos tumores en la red de comunicación. Lo que se trataba de evitar con el discurso de lo políticamente correcto se convierte en problema sin solución. Así, racismo, homofobia, antisemitismo, antiamericanismo, discriminación por motivos físicos, intolerancia religiosa, duermen un dulce sueño, rebosantes de vitalidad, en el fondo del océano de discusiones superfluas que se enfocan en códigos que les son, en tanto problemas, completamente ajenos e indiferentes.

Lo que propongo, en todo caso, es darnos cuenta de que el conflicto es siempre a nivel sistémico. El odio sistemático contra los judíos, por retomar el ejemplo, se vigila de manera sistemática con parámetros sistemáticos: un sistema contra otro sistema en un choque de fuerzas que, en tanto habitantes de una cotidianidad, nos sobrepasan absolutamente. Eso es sentirse peón en un juego de ajedrez, y es ahí donde no podemos ser originales.

Bien, el lenguaje no es privado, de acuerdo, pero su uso a nivel de pasto siempre es inédito. Hay que particularizar, hay que hacer experiencia de la interacción y del lenguaje cuantas veces sea necesario, hay que equivocarnos y pedir perdón y, si es necesario, agarrarnos a guamazos, pero siempre uno contra uno. Alejandro contra Luis, Luis contra Paco, Mariela contra Julieta, Julieta contra su prima, pero nunca El Negro contra el Blanco, o el Indio contra el Mestizo, o el Gay contra el Heterosexual.

Cada conflicto es historizable e historizar equivale a particularizar. Sólo entonces podemos tomar postura y sólo entonces se nos puede demandar coherencia con ella. El caso autoriza a hablar. Sólo el caso, porque no hay responsabilidad posible si no hay caso.

 

QUIERO RECAPITULAR. O, DE QUERER SABER DONDE ESTAMOS PARADOS EN CADA CASO. O, ¨ERES UN CABRON ≠ ERES UN CABRON¨.

 

Como vimos ya, el lenguaje de lo políticamente correcto genera una cierta oscuridad en torno a la experiencia. Incluso podemos decir que la pervierte. Ya antes dije que habría que tolerar el lenguaje de lo políticamente correcto como un mal necesario, y ahora quiero ahondar en esa sugerencia. Hay dos problemas principales que han quedado insinuados y que deben explicitarse antes de buscar una postura.

En primer lugar tenemos mi propuesta de ir al caso, pero esta evidentemente choca con la objeción de que nunca llegamos al caso completamente desnudos. Es muy probable, en esta tesitura, que lo que identificamos como un caso no sea, entonces, más que una ficción, porque, en realidad, lo que parecería una experiencia particular de malentendido, no sea más que la aplicación de fórmulas preestablecidas desde el sistema y en cuanto tal, sea perfectamente estandarizable y convertible a estadística. "Le dije negro a un negro y luego me disculpé y le dije perdón señor afroamericano o afroafricano o afroeuropeo" no es más que una jugada dentro del tablero y de acuerdo con las reglas prescritas desde el sistema. Ahí no hubo experiencia porque no hubo decisión y no hubo decisión porque no hubo conflicto. En suma, no hubo caso.

En segundo lugar está la cuestión de que aún cuando hubiera caso -y a esto volveré más adelante- su resultado no deja de situarme de uno u otro lado de la ecuación. O apliqué las reglas de lo políticamente correcto y evité el conflicto reafirmando y protegiendo el problema, o de plano abandoné toda sutileza y ofendí. Parece difícil a primera vista surfear la cresta de la ola sin caer delante o quedar detrás.

Y es que, antes de deconstruirlo sistemáticamente hay que interrogar las condiciones de posibilidad del lenguaje de lo políticamente correcto.

El lenguaje de lo políticamente correcto tiene un auge desde la segunda mitad del siglo XX en adelante, que es posibilitado por experiencias históricas muy concretas. Sin que quiera por ello establecer relaciones causales, propongo el colapso del sistema imperialista a principios de siglo, el Holocausto, el Apartheid, las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos durante la década de los cincuentas y las liberaciones sexuales de los sesentas en la mayoría de las sociedades occidentales, como hitos en la nueva codificación del uso discursivo. Como es notable, todas son experiencias que no me ha tocado vivir directamente y quizá sea por ello que hoy sólo puedo poner el énfasis en un uso perverso de algo que surgió como respuesta urgente a un mundo que se colapsaba y se reconstituía a velocidades vertiginosas.

Lo anterior sin duda califica al lenguaje de lo políticamente correcto como una estrategia clave en los mecanismos que la sociedad de entonces utilizó para mantener el orden y evitar (a medias) el colapso. Transgredir este juego discursivo por el sólo placer de hacerlo, me parece tan perverso como hacer de él un mecanismo de evasión.

Así, me parece que la cuestión a resolver en este ensayo puede quedar enunciada como sigue: querríamos convertir cada malentendido en un verdadero conflicto (en un caso) tal que su resultado no nos sitúe ni en el eufemismo ni en la ofensa.

Y me parece que una primera respuesta es una amistad radical que se desmarque de las definiciones y se sitúe en el devenir. Sería, tal como la planteé, la única posibilidad (paradójica) de siempre surfear la cresta y de que la ola siempre fuera distinta.

Explico con un ejemplo: hay una enorme diferencia entre que mi novia me diga "eres un cabrón" después de que la he tratado con la punta del zapato y que me diga "eres un cabrón" después de una buena racha en que todo lo que he hecho la ha puesto feliz. Pero la distinción es imposible si sólo nos fijamos en el momento puntual de la enunciación. El signo que resulta fundamental para este caso sólo aparece en el devenir de una relación de amistad en donde sean los matices y todo lo no dicho los que marquen la diferencia. Esa es la manera de escapar a la trampa de lo políticamente correcto, porque el sistema en el que se sustenta este uso discursivo es incapaz de distinguir el devenir, porque el devenir es un estar siendo que en el momento en que se intenta definir desaparece. Y en cierto modo, esta es mi propia experiencia de la amistad: un estar siendo ininteligible.

Así, yo sabría que estoy escapando al lenguaje de lo políticamente correcto cuando fuera amigo de un homosexual al que le pudiera decir "pinche puto" sin que se ofenda porque entre nosotros ya no sea necesario explicar que no lo digo en tono de ofensa. Y si esto parece una quimera hay que observar lo que hace gente como Chris Rock quien siendo negro, y en una presentación pública dentro de una entrega de premios con millones de televidentes, hace chistes despectivos hacia los propios negros arrancando carcajadas a negros, blancos, cafés, amarillos y rojos por igual.

Ningún agente a nivel sistémico es capaz de lidiar con esta amistad radical en el devenir porque no importa qué calificación o respuesta dé desde el sistema, siempre estará equivocado. Si censuran a Chris Rock, él puede alegar discriminación hacia su persona por motivo de raza, si lo aplauden, la comunidad afroamericana en pleno se les va encima porque, a diferencia de Rock, el sistema no está (nunca puede estar) en el caso.

Así, sabré que escapé a la trampa cuando pueda ser un cabrón de miles de distintas formas posibles y en relación con multitud de interlocutores, pero sobre todo, sabré que he escapado cuando esto ya no sea tema y se pueda no hablar de él.

Notas

1 Para ampliar el concepto de devenir, recomiendo la lectura de las primeras páginas de Lógica del sentido de Gilles Deleuze, tr. Miguel Morey, Barcelona, Paidós, Surcos, 2005, pp. 27 y ss.
2 Trascendente aquí está usado de manera secular en el sentido de una posición respecto a la observación como un afuera desde el que mirar sin prejuicios.

3 No el de fútbol, sino el de odio hacia Estados Unidos.
4 Pienso, por ejemplo en Hannah Arendt o en Jacques Derrida.