FRANCISCO SEGOVIA

Poesía abstracta –¿plena? o

del poema frustrado y de su crítica

Apenas el arte aspira a no incurrir en el pecado,

sólo consigue [...] falsificar el arte.

Jorge Cuesta

 

1. La cámara de niebla

A veces los poetas no expresan su inteligencia y su oficio en una forma que atrapa el impulso poético sino en una forma por donde pasa el impulso, sin detenerse. Muestran así su transcurso, como se muestran los electrones en la huella que dejan en una cámara de niebla. Disponen su poema, entonces, como aquella extensión (esa niebla) donde el impulso dejará su rastro. Si son estrictos y sinceros, reconocerán que el poema que resulta de ello no es la imagen de un objeto sino la de su trayectoria; esto es, que el poema no tiene finalmente más objeto que el rastro de un objeto; o, si insisten en declarar un objeto, reconocerán que éste sólo puede inferirse –echando mano, por ejemplo, de alguna teoría (el psicoanálisis, el deconstructivismo, etc.), ajena por principio al impulso poético mismo, como es ajena a los átomos la teoría atómica que da cuenta de ellos.

Como el rastro que deja un objeto en movimiento es necesariamente más extenso que el objeto mismo, los poetas escriben poemas muy extensos, frecuentemente de versos largos, prosaicos, como para dar espacio a lo que ahí va a ocurrir. A menudo, con sinceridad y urgencia, los poetas se colocan en un trance que, para encontrar al hada que buscan en esa niebla, primero debe perderlos. Confían en que ésa es la manera de llamar al hada, y que es en el llamado mismo dónde ésta aparecerá. Pero en la bruma que levantan sus palabras, mientras escriben, el rastro aún no puede aparecer, pues “el paso” del objeto está ocurriendo todavía, invisiblemente, y el rastro todavía no es rastro; lo será sólo después, cuando se revele la placa y el movimiento del objeto se muestre como una línea inmóvil. Y así, si no hay objeto del cual hablar mientras dura el impulso ¿qué puede decirse mientras dura el impulso? Tratando de orientarse, los poetas inventan una sucesión de brújulas instantáneas y fugaces, más o menos accesorias, campos magnéticos que intentan inducir el camino del electrón. Van así de norte en norte, sumando versos, llamando a la Musa. El poema que resulta anda como extenuándose en busca de una meta (una salida, un final, la revelación de su placa); anda, en suma, en busca de un tesoro que la propia bruma de las palabras le oculta y que sólo podrá aparecer (si aparece), cuando ya todo haya terminado. Por eso son poemas que la crítica suele considerar “de búsqueda”, o “experimentales”, y quizá también por eso mismo son poemas dados a la melancolía. Su ambiente suele ser vago y fantasmal, casi siempre alegórico. Porque ¿no es eso de lo que finalmente se trata, lo único de lo que puede tratarse? Mientras dura el impulso, la cámara de niebla se vuelve más interesante que la huella que pretende registrar, y la bruma ocupa entonces el lugar del objeto: ya no importa nada sino comunicar (o, mejor dicho, contagiar) la idea o la sensación de esa búsqueda, y es justamente la búsqueda lo que da cuerpo al poema. No el encuentro de algo, el encuentro con algo, ni la revelación final. Al poema, sorprendido en su propio trance, no le interesa nada sino la forma en que él mismo se despliega. Como el único punto de referencia que tiene es su propio impulso, el impulso se vuelve absoluto: no hay nada ahí sino su propio transcurrir, su precaria forma de mantener el equilibrio, el solipsismo. El poema se fía entonces a la pura cenestesia, al centro de gravedad que su propio movimiento crea autónomamente, como un giróscopo. Tal vez por eso sus versos suelen hablar tanto de sí mismos, del acto de escribir, y se entregan sin mucha resistencia a un tono reflexivo, autorreferente y autosuficiente, profético a su modo, y, ya que no auténticamente religioso (como veremos luego), al menos sí de ambiente religioso. Esta concentración narcisista es quizá también la razón por la que sus versos suelen ser tan prolijos –en las dos acepciones que hoy tiene esta palabra: cuidadosos del detalle, pero de aliento largo y enumerativo–, como si todo en ellos fuera la búsqueda de una verdad hecha de su propia neblina; una verdad que no acaba nunca de cuajar en algo reconocible. “Cuando no aparece el objeto mismo –decía Kandinsky– y sólo se oye su sombra, surge en la mente la imagen abstracta que despierta una vibración en el corazón”. Son, pues, poemas abstractos. Si son lo suficientemente buenos, logran hacernos sospechar que no debemos buscar en ellos un objeto –que a fin de cuentas no aparecerá en el trance del poema (ni mientras ocurre su escritura, ni mientras lo leemos)– sino su rastro, la sombra de un objeto, una vibración que sólo alcanzaremos a comprender por simpatía, o que sólo alcanzaremos a inferir mediante una teoría, cuando ya todo haya terminado. Esto es decepcionante. Pero no es la falta de objeto en sí misma lo que decepciona sino, más bien, su dependencia de algo que sólo se hace visible cuando el impulso poético ya está agotado y sólo queda su huella, de la que se habla siempre desde fuera, justificándola según algo ajeno y exterior, que suele ser una teoría crítica, o cuando menos una postura crítica.

 

2. Crítica del fracaso

Algunos críticos literarios dicen que lo mejor y más interesante de estos poemas es justamente su fracaso, su nebulosidad y su extravío –o, si esperábamos algo concreto e inteligible, su manera de dejarnos plantados, esperando. Pero a menudo pasan por alto que eso que consideran “lo mejor” sigue siendo un fracaso. Si no ven esto es quizás porque se contentan con “lo estrictamente literario” del poema; es decir, con una “textualidad” y hasta una “intertextualidad” que a menudo no son sino la versión teórica, retórica, de lo que tienen delante: un conjunto de figuras y tropos definidos por una teoría. Analizan así el inconsciente del autor, o la retórica de su lengua, y suponen que eso es todo lo que puede decirse sobre las intenciones del poema. De este modo, el poema se reduce a aquello que cabe en las categorías de su formalización. Quizá está bien que así sea, aunque el recato de los críticos tenga como consecuencia echar al desperdicio aquella parte del impulso poético que no cabe en las categorías, pues si bien es cierto que la empresa “fallida” de un poeta puede ser interesante en sí misma, en cuanto obra literaria, también lo es que la crítica no puede de ningún modo dar cuenta del fracaso sino por razones de orden teórico. Puede tratar el fracaso, por ejemplo, arguyendo un deseo frustrado, pero la idea de un deseo frustrado sólo halla su plena validez crítica en el seno de la teoría psicoanalítica, no en el poema mismo. Y aun cuando el poema declarara abiertamente tratarse de un deseo frustrado, la teoría no podría ver ese deseo frustrado sino como lo ve la teoría misma, no como lo ve el poema. Ciega así a lo que ella misma no ilumina, la crítica no tiene más remedio que “interesarse” en el fracaso del poema (a menudo haciéndolo pasar por éxito) y defender su interés, pero nunca su propósito. Hace esto sobre todo ante los ojos de unos cuantos expertos, conocedores de la retórica, del psicoanálisis, de la historia literaria, etcétera –aunque a veces condesciende a explicarnos a los legos de qué forma la retórica o el psicoanálisis pueden ser una teoría del fracaso (en caso de que llame fracaso al fracaso). La crítica puede así anunciar con bombo y platillos sus descubrimientos teóricos, pero en el fondo es literariamente timorata: no apuesta por la valoración del poema (que no está en sus manos hacer, y a la que buenamente renuncia) sino por la validación de su interés (que sí está en sus manos, pues depende de una teoría, cuando no de una mera estrategia). Dicho en otras palabras: cuando se trata del valor literario de un poema, la crítica no puede más que apostar, y apuesta a ciegas, confiando en que el verdadero fin del juego no es ganar sino apostar. Confía, pues, en que las reglas del juego se harán finalmente explícitas después de que haya terminado la partida, no antes. Pone cara de que tiene entre manos una mano espléndida, aunque no esté muy segura de las reglas del juego que juega; es decir, aunque no sepa dar cuenta de la forma en que la validación de un inconsciente o una retórica, con suerte, acabará por ser valoración de una obra. Si todo sale bien, si su mano resulta a fin de cuentas buena y sus comentarios sirven de algún modo a la lectura del poema, entonces habrá ganado la partida. Pero ¿dará gracias al bluff alguna vez? ¿Reconocerá la chiripa? Jamás.

La crítica académica justifica su buena o mala suerte de un modo naturalmente académico, sistemático, teórico. Así, por ejemplo, defiende su manera de ver un éxito en cada fracaso recurriendo al concepto de ironía y proponiendo, consecuentemente, que todo poema moderno es irónico. Si ya no hay objeto en los poemas, si “Dios ha muerto” y no nos queda ya más que el “fingimiento”, la abstracción, la alegoría, entonces ya sólo es posible hablar irónicamente –de cualquier cosa, no importa cuál, lo mismo de Corín Tellado que de San Juan de la Cruz, de Díaz Mirón o de Agustín Lara. Si a fin de cuentas todo poema de aliento largo se ve frustrado, es por lo mismo, porque ya no es posible escribir la Ilíada, y ni siquiera Piedra de sol; porque ya no es posible creer en el éxito de un poema extenso; en suma, porque hoy es imposible tomarse muy en serio una empresa muy seria. Estamos así en la era post-moderna, donde estar al día significa saber que todo lo que se diga hoy se dirá irónicamente, o no se dirá... No se trata, por supuesto, de que la ironía sea exclusiva de los tiempos modernos, sino de que la ironía lo es todo en los tiempos modernos, mientras que era más bien excepcional en la antigüedad. Plutarco cita una en sus Vidas paralelas. Hiparco, rey de los partos, está en guerra con Craso mientras asiste a una representación de Las bacantes, de Eurípides, donde Agave sale a escena llevado clavada en un tirso la cabeza de su propio hijo, Penteo, aunque todavía no reconoce que es la de su hijo. Pero la historia le tiene reservada a Hiparco la siguiente ironía:

[...] no se habían levantado las mesas, y un representante de tragedias, llamado Jasón, natural de Trallis, estaba recitando el pasaje de Agave [...] En medio de los aplausos que se le daban se presentó Silaces ante el rey, y , adorándole, arrojó en medio la cabeza de Craso. Grande fue con esto la algazara de los partos, su alegría y su júbilo; y habiendo hecho los sirvientes tomar asiento a Silaces, de orden del rey, Jasón dio las ropas y ornato de Penteo a uno de los del coro, y tomando él la cabeza de Craso en la mano se puso a hacer el bacante, y recitó con entusiasmo y con canto aquellos versos: “Del monte a nuestro techo / esta dichosa caza / traemos ahora mismo / de flecha traspasada”. Esto fue de diversión para todos; pero cantándose enseguida los siguientes versos, alternados con el coro: “¿Quién le tiró primero? / Mío, mío es el premio”, entonces, levantándose Pomaxatres, que también asistía a la cena, echó mano a la cabeza, diciendo que aquello más le tocaba a él que al actor, lo que cayó muy en gracia al rey; y habiéndole remunerado, según la costumbre patria, dio a Jasón un talento. Este término se dice haber tenido la expedición de Craso, acabando verdaderamente como una tragedia.

Pero ¿es de veras la carcajada del diablo lo que se oye aquí, detrás de esta ironía, o la carcajada diabólica es la ironía misma?

 

3. La carcajada del diablo: Crítica, ironía y ascetismo

 

Decía Baudelaire que la ironía es una forma de maceración. En uno de sus libros de notas, Mircea Eliade veía en esta maceración la impronta del ascetismo, pues hay en la ironía algo disolvente. El asceta (Cioran para Eliade) se vuelve tan corrosivo que resulta indefendible... Como el asceta, el irónico tiene algo de inhumano y por lo mismo algo de divino, de diabólico: un soberano rechazo a lo común (a la comunidad), en donde sólo se entretiene para ejercitar mejor su asco o su burla. El irónico no es indiferente a las cosas del mundo, pero podría llegar a renunciar a él si alguna vez el asco le pareciera aún “demasiado humano”. Entonces daría un paso radical y se convertiría de verdad en un asceta.

El ascetismo asocia la impasibilidad y la indiferencia con la purificación, y reclama para sí una inocencia primigenia y natural; esto es, busca el paraíso natural de los animales, la bestialidad del que no peca. Algo de esto mismo hay también en la ironía, pues también ella arranca de la crítica a este mundo. Pero la ironía no llega nunca tan lejos. El irónico se interrumpe deliberadamente, porque a fin de cuentas no quiere la indiferencia por el mundo sino sólo la crítica que lo pone en crisis, volviéndolo ridículo. Como no puede evitar que la ridiculez del mundo lo empuje sin embargo al ascetismo, hacia la indiferencia, debe entonces refrenarse. Así, el irónico tiene a la vez algo del santo ascético y algo de la bestia paradisiaca, pero lo que lo define por encima de todo es el esfuerzo “humano, demasiado humano” que pone en que ese algo siga siendo siempre justamente algo, un poco, no un todo; que su asco del mundo no acabe por sacarlo definitivamente del mundo. Por eso se detiene siempre a las puertas de la religión, a las puertas de la metafísica, a las puertas del infierno. No quiere el desinterés, y por eso no sabe abandonar toda esperanza, pero tampoco busca de veras ver a Dios. No quiere pues la disolución sino sólo la maceración...

Pero eso era Baudelaire. Para la crítica post-moderna hay algo más, y más refinado: una especie de ironía de la ironía, que normalmente se presenta como un “estar de vuelta” de las ingenuidades de los modernos como Baudelaire. Y sin embargo ¿no es esto en el fondo una ingenuidad, una vuelta a la credulidad? Sí y no. La ironía de la ironía es en realidad un modo desvirtuado y como inconsciente de la ironía llana (su versión cool, digamos): consiste en ejercitarse no ya en el misterio de los creyentes sino en el misterio ridiculizado de los descreídos. Por eso no puede presumir más que de cebarse desapegadamente en un misterio rebajado de antemano. Perdida la fe y opacado el símbolo, el misterio de estos nuevos ironistas sólo halla salida bajo la forma de una curiosidad más o menos “metafísica” (no religiosa), que toma cualquier pretexto para mostrar que –a diferencia de la ironía simple de los modernos– ella sí sabe que nunca podrá saciarse. Hay mucho de esto, por ejemplo, en la astrología y en los esoterismos orientales a la moda, como el New Age. Pero si de veras puede defenderse que la creencia de los post-modernos está ya “de regreso” es sólo porque ha rebajado el valor de esos mismos esoterismos convirtiéndolos en meras supersticiones, en alegorías religiosas que, cuando no son ya ni siquiera ultraterrenas, acaban siendo extraterrestres.

Una curiosidad metafísica de esta especie es literalmente insaciable, como bien dicen los post-modernos. Pero no es eso lo que los distingue, pues así ha sido siempre. Siempre ha sido esta condición de insaciablildad lo que han aprovechado los charlatanes de la mística para hacer sus fortunas. Lo que distingue a los post-modernos es que ellos se ufanan de ser los primeros que se dejan robar por los charlatanes con ironía, a sabiendas de que les roban, pero sin que les importe un bledo que les roben. Esto los convierte también en los primeros que renuncian libremente a cualquier argumento que pudiera servir para reprocharle sus flagrantes fracasos al adivino, al profeta, al poeta o al astrólogo. Hacen así del fracaso algo literalmente irreprochable. Por eso un poema fracasado es para ellos un poema irreprochable. Su ironía no es ya un ascetismo refrenado sino la plena expansión de un confort. No se detienen ya a las puertas de la religión, a las puertas del infierno, sino que las cruzan como Pedro por su casa... Sí, aun el asco les parece “demasiado humano”. Lo aceptan todo buenamente, aunque –dicen– “con ironía”. Una ironía sin crítica y sin burla, sin asco... Encumbrando la ironía, la confiscan...

Y sin embargo el poema existe, su impulso existe. ¿Qué hay entonces de la sinceridad del poeta?

 

4. El poeta lírico, fantasma del fracaso

Decía Ortega y Gasset que el lirismo es una categoría estética aparte, lo cual sirve de advertencia: no se juzga un poema lírico con los mismos criterios con que se juzga un poema épico, o dramático. Si menciono esta idea de Ortega es porque está claro que la validación del poema frustrado es un asunto que atañe al lirismo: un poema fracasado sólo puede hallar la vindicación de la imprenta o de la crítica si es lírico, fuertemente lírico. Y a este rasgo hay que agregar otro: el de la modernidad, pues para validar un poema de este tipo hay que echar siempre por delante de alguna manera a la persona del poeta, por inasible que ésta sea. Dicho de otro modo, no todos los poemas líricos admiten ser vindicados en su fracaso: sólo los modernos y sólo los que, siendo modernos, respiran en la vastedad de su extensión un aire por lo menos vagamente psicológico (un repaso de la infancia, por ejemplo). Esto es así porque sólo una cultura que encumbra la figura del poeta bajo la forma de un fantasma (la de un inconsciente, la de una inspiración de la que se dice ça parle ) puede poner al margen la discusión sobre el objeto de un poema y aceptar que éste sin embargo se sostenga; porque sólo para esta cultura basta la intención del poeta para sostener el poema; porque sólo para ella, en suma, es suficiente comprender la empresa de un poema para ver instantáneamente su cumplimiento. Por eso para esta visión los poemas no aspiran a algo –que alcanzan o no alcanzan– sino que simplemente son. Y por eso también quizás el arte moderno todo (no sólo la poesía) está tan lleno del verbo ser, tan lleno de proclamas: “esto es una fuente”, decía Duchamp de un mingitorio; “esto no es una pipa”, decía Magritte de una pipa; “el surrealismo abolió el como”, decía Breton (y es de suponer que dejó intacto el verbo ser: tus dientes ya no son como perlas: son perlas). Proclamas, manifiestos, teorías. ¿Mera charlatanería? No lo creo.

 

5 . Contradicciones paradisiacas: lo barroco

Hay en el poema frustrado una intención totalizadora y en cierto sentido “cínica”, pues si se atreve a presentarse en público echando por delante su fracaso, es sólo porque mira la empresa en que se ha metido como algo natural y, en ese sentido, inocente o aséptico. Su melancolía es un estado natural. Esto lo opone desde luego al clasicismo, pero no tanto a la manera romántica como al modo barroco, con la prisa del barroco y su peculiar manera de presentar las cosas no como un hecho consumado sino como un hecho en el acto de estarse haciendo. Decía Ortega al respecto: “Contemplad un edificio barroco: ¿No os parece que sorprendéis algo en el instante de estarse haciendo?”. Eugenio D'Ors iba algo más allá cuando proponía: “Añadamos a esa nota distintiva, otra, muy reveladora también: aquella especie de modernismo impaciente que, en los barrocos, no espera para la santidad la consagración suprema, la lenta glorificación traída por la devoción secular. La Flor Sanctorum jesuita –y la iconografía barroca– se llenan muy de prisa de santos recientes [...]”.

Sí, es quizá la urgencia “modernista” del impulso poético, y su facilidad para inventar santos instantáneos, lo que hace tan extensos los poemas frustrados, como si no les bastara lo que hay y no les bastara el tiempo. Y es quizá sólo esto, su extensión, lo que les da un estatuto aparte, lo que los sitúa en un género prácticamente independiente (pues sería raro que un poema corto despertara interés en razón de su fracaso). Pero el desfogue del impulso –que se ve como un proceso, como un trance, y que en ese sentido es anónimo, inspirado– tiene que enfocarse o dirigirse a algo. Y esto es lo que el poeta busca inútilmente: un centro, un tema, un sentido al balbuceo, un santo que despierte alguna devoción duradera. Su fracaso (o su éxito, si se ve con el cristal de la crítica) viene de esa carencia, que el poeta suele suplir con la inserción de motivos o temas más o menos externos, convencionales, alegóricos. Así, el impulso vacío del poeta se vierte y acomoda en un molde, que le conviene o no al poema pero que, aun coveniéndole, le viene de fuera, de una intervención del poeta, de la decisión que éste toma sobre la dirección por donde habrá de ir el impulso inicial (y así se pone a contarnos su infancia, por ejemplo, en clave de alquimia). Esta exterioridad de la decisión es lo que la crítica ve como un “estar de vuelta” –aunque sea una decisión sobre cómo arrancar, cómo empezar a ir... de ida.

Se entiende así “lo barroco” de la composición, que es al mismo tiempo natural (un exceso selvático, un poema “en obras”) y divina (un trance profético, a menudo incomprensible aun para sí mismo –como se dice que ocurría con el de las sibilas, que no entendían, mientras las decían, las palabras que les dictaba el oráculo). Se entiende así “lo barroco” –decía– en razón de una contradicción no ya sólo interna sino francamente intrínseca, inevitable. Como decía Eugenio D'Ors, el paraíso barroco trae consigo “una especie de creencia en lo natural de lo sobrenatural”. Es un paraíso que se presenta como una naturaleza sin corrupción, y por lo tanto divina. Pero ¿no era entonces justamente lo natural lo que se oponía a lo divino? Siendo católico, el paraíso barroco es pagano.

 

6. El paraíso perdido, enterrado en uno

Como buen melancólico, el poema frustrado escarba en busca de un tesoro que –supone– está enterrado en él mismo. No quiere de ningún modo fabricar ese tesoro, quizá por temor a que se vea en él algo artificial: quiere, en cambio, descubrirlo. Muestra así que se concibe como búsqueda de algo que se da, no que se crea. Por eso se fía a la “pureza de intenciones” con que emprende la búsqueda –que es en este sentido lo contrario de un trabajo y de una producción. De ahí el aire místico que lo impregna, y de ahí la santidad con que se reviste el poeta. Porque el paraíso que busca restaurar podrá no darse nunca en el poema, pero en el camino el poeta al menos habrá encontrado la santidad... ¿Es ésta una santidad legítima?

Admito que me he dejado llevar por la proliferación de santos barrocos de que hablaba Eugenio D'Ors, y he llamado santidad a algo que bien visto no es quizá sino inocencia. Ni santidad ni pureza: inocencia. Lo propio de Adán y Eva en el Paraíso, lo característico de ese estado en el que se toma lo que se da, sin violencia pero también sin esfuerzo, y en el que a fin de cuentas todo se da. En este darse de las cosas del mundo no hay jerarquías aún, no hay diferencias: una cosa vale lo mismo que otra porque todas valen en cuanto don, en cuanto dadas y recibidas porque sí, gratuitamente...

Es pues en el Paraíso donde se sitúa el impulso poético del poema frustrado (quizá el de todo estilo barroco, el de todo conceptismo o –dicho a la moderna– el de todo arte abstracto o conceptual), que tal vez por eso mismo no sabe precisar ni un objeto, ni una meta, ni una dirección (no desea otro lugar; no desea otra cosa que los dones que recibe) sino sólo, acaso, una forma, una formalismo que se extrema a veces hasta llegar al virtuosismo, al preciosismo. En este formalismo el impulso queda contenido: se congela, se enfría, da la sensación de no moverse ya... La exuberancia barroca se vuelve cosa, objeto, rastro de lo que hubo... Lo que se percibe en él no es ya entonces un proceso sino un estado, una beatitud, una disposición a renunciar al fruto de las propias obras, como hacen los héroes y los santos. El formalismo se da, se ofrece, así, como la víctima en el altar del sacrificio. Por eso se da gratuitamente: es un acto que no cosecha lo que sin embargo siembra. Como el héroe, el santo o la víctima sacrificial, el poeta se purifica antes del acto final; renuncia al mundo, se despoja de sus pasiones e intereses más prosaicos y paganos en nombre de la verdad que él no halla pero que se halla oculta en él, aunque él mismo no la vea. Sólo así logra de veras renunciar al fruto de sus trabajos, que no es otro que el viejo “fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal”. Sólo así logra escribir en el Paraíso. Su impasibilidad, su “frialdad” –en suma, su sacrificio– es su pasaporte al Cielo: el poeta es un asceta.

Pero ¿cómo es que el poeta quiere, con todo, escribir un poema? ¿Cómo es que, estando en el Paraíso, siente nostalgia del Paraíso? ¿Es posible acaso que, antes de la Caída, Adán y Eva desearan el Paraíso? En un paraíso barroco todo es posible, es cierto, pero ¿qué paraíso no es barroco; qué paraíso no es una contradicción, una bomba para la propia religión que lo concibe? Así como el paraíso barroco mina el fundamento de su propia religión, volviéndola pagana, panteísta, así también el impulso poético que busca el paraíso desde la inocencia escarba bajo sus pies, pues de algún modo lo que busca es expiar el impulso de donde brota, pervirtiéndolo. No quiere el Cielo (que es al cabo algo que se puede ganar, que se puede merecer) sino el Paraíso (que es el estado primigenio, el que recibimos de entrada). Si logra volver a él simbólicamente, su destino será el fracaso (la conciencia de que lo ha perdido en realidad); si no logra hacerlo, también el fracaso. Pero se trata de dos fracasos distintos: uno pervierte la inocencia, y buscando el Paraíso lo pierde, o es expulsado de él; el otro sólo hace la finta y se queda en el Paraíso... o más bien en el desierto de un Paraíso artificial, pues no se puede vivir en el Paraíso verdadero traicionándolo. Los dos fracasos vienen a dar finalmente a este mundo, es cierto, aunque de maneras distintas, y su diferencia es abismal: el primero abandona el Paraíso, pero el Paraíso sigue existiendo; el segundo lo desertifica... El primero es quizás irónico; el segundo hace ironía de la ironía.

La mayoría de los poemas frustrados combina ambas cosas en grados distintos, pero las he separado aquí para mostrar de otra forma aún la manera en que la crítica literaria post-moderna suele recatarse ante poemas de este tipo y se hace de la vista gorda frente al menos la mitad de sus fracasos. Cierra los ojos ante el primer caso (quizá porque en éste el Paraíso sigue existiendo) y se centra sólo en el segundo (quizá porque en él no queda ya un Paraíso sino sólo su nostalgia, su metáfora o, como decían antes, su “fingimiento”). Pero la condición moderna del poema frustrado es en cierto modo consustancial a su crítica: tampoco los poemas frustrados suelen echarse de veras a la espalda la existencia del Paraíso y se contentan con hacer de él una alegoría, un pretexto para explayarse. Esto es así porque el poema frustrado es a fin de cuentas moderno y –como dice la crítica– no puede ser religioso sino de esta forma rebajada, nostálgica, melancólica. Como la crítica que le es contemporánea, tampoco él logra asumir su impulso (o su religiosidad) más que como un símbolo, un símbolo del que inmediatamente reniega. Ocurre como si el poeta viera en su impulso inicial el espectro completo pero borroso de un poema y, queriendo verlo mejor, no abriera anchos los ojos sino que los entrecerrara, queriendo afocar, pero tanto que acabara por cerrarlos del todo. Al final no queda ni siquiera aquello que sólo él veía, o adivinaba; al final no queda sino lo que había al principio: un puro impulso, sin tema ni motivo. Interesante, si se quiere, pero finalmente fracasado.

 

7. Coda

 

Hasta aquí he supuesto que el impulso poético implica un partir hacia un objeto (un significado), y bien pudiera ser que no siempre fuera así; que el impulso no tuviera más fin que el de mostrar las posibilidades expresivas, formales, de la poesía. Esto se ha dicho ya de la pintura abstracta, en la que se reconoce una investigación de las técnicas expresivas de toda la pintura en cuanto actividad material. De esta manera, un análisis detallado de las formas pictóricas nos presentará un catálogo de los recursos materiales de la pintura (el lienzo, los colores, las texturas, etc.) sin reconocer en ellos ninguna significación. Esto, sin embargo, no se traslada automáticamente a los poemas que hasta aquí he considerado “fracasados”, pues en ellos la base “material” (que son las palabras) no es insignificante. El equivalente poético más próximo a la pintura abstracta sería más bien la poesía “concreta”, tal como la practicaron algunos poetas brasileños, o en todo caso esas estructuras sonoras que Alfonso Reyes llamó “jitanjáforas”. Una poesía fiada a su pura sonoridad, liberada de la esclavitud que le imponen el tema, el significado, la connotación, el referente...; una poesía estrictamente musical, pero distinta de la música propiamente dicha en razón de su materia prima: no las notas sino las vocales y las consonantes –aunque tomadas en su puro valor sonoro; ni siquiera, pues, como fonemas. Eso podríamos llamar poesía abstracta. Pero, como se ve, no es eso a lo que he estado llamando “poesía ascética” (a falta de un término mejor), pues ésta se concibe como un paseo (o mejor, un rodeo) por el mundo de la significación. Lo que sorprende en ella es que, en su tránsito por la significación, no se interese por significar nada ella misma. Liberada así de la responsabilidad de su contenido, esta poesía se libera del mundo voluntariamente –a veces con asco, como los ascetas. Pero sorprende quizá más que la crítica valide su interés por esta actitud –ya que no valorando sus poemas– argumentando, a lo barroco, una suerte de naturalidad del ascetismo; un poeta-Adán que nombra las cosas en el Paraíso, no en razón de su inocencia primigenia sino de su ironía y su ascetismo post-modernos. Pero ese ascetismo ¿no es indicio también de un asco por el paraíso? De su impasible semilla brotarán, quizá, nuevos pecadores. Y, con suerte, tal vez hasta nuevos pecados.

 

Francisco Segovia