JUAN GIL ALBERT
Un texto redescubierto
Antonio Machado  

 

 

 

La revista Las Españas organizó un acto en recuerdo de Antonio Machado en la Editorial Séneca el 19 de febrero de 1947. Adolfo Sánchez Vázquez, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, José Moreno Villa, Juan José Domenchina y Juan Gil-Albert enviaron o leyeron personalmente escritos sobre el gran poeta y su obra, que reprodujo la revista, en las páginas 8 y 10 de su número 4, del 29 de marzo de 1947.

El alicantino (de Alcoy) Gil-Albert había llegado a México en 1939 a bordo del Sinaia , uno de los muchos barcos que condujeron a América exiliados españoles de la Guerra Civil. En el país fue un tiempo secretario de Taller, la revista dirigida por Octavio Paz, y colaboró eventualmente con ensayos para otras publicaciones literarias. Pero lo más importante que le sucedió aquí fue el encuentro con su escritura más personal, decantada por poderosas experiencias como sentir la orfandad del exilio, vivir cotidianamente bajo los modos y costumbres de otra civilización, y encontrarse con el amor. Esa escritura se reveló de inmediato en poemas de altísima factura que recogió en Buenos Aires en 1944, durante un largo viaje a Sudamérica, en el libro Las ilusiones.  

Este texto de Gil-Albert, que al parecer no ha vuelto a publicarse desde entonces, fue uno de sus últimos escritos mexicanos. En julio de 1947 el poeta, incapaz de vivir fuera del suelo nutricio de la civilización mediterránea, regresó a vivir a España.

Ángel Miquel

 

 

No es piadoso abrumar con honores al que no los quiere, ni los pide… Hay que respetar la modestia. No sabemos bien lo que hay en el fondo de todo esto.” Son decires de Juan de Mairena.

Una cosa es la poesía y otra, a veces muy distinta, los poetas. De otro modo no se comprende cómo la poesía hace decir al poeta, en tantas ocasiones, lo contrario casi de su vida, de lo que él es, dice y piensa diariamente, entre los hombres; de ahí que cuando el poeta dedica un poema a la poesía, sea una expresión la suya, todo lo gozosa que se quiera, de queja, porque él como un hombre, se siente utilizado, seducido, arrastrado, por una voz que no es la suya y que ni siquiera le sirve para expresar, en muchas ocasiones, su pensamiento, sino que pasa por él apenas sin prestarle atención, le toma para sí el don de la palabra y huye como una extraña deidad en busca de lo suyo. El hombre queda entonces, como la ceniza que la brasa consumió, gris y helado, o como los parajes atravesados por el huracán, exhausto, ruinoso.

Del poeta, ¿para qué hablar? En muchos casos quisiera haber sido un padre de familia que apacienta a sus hijos, o un aventurero buscador de oro y de felicidad, o hasta en ocasiones, un héroe, con alas de pluma en los tobillos o en sus espaldas, según el credo que lo haya lanzado a la existencia. La realidad es bastante más modesta y hace de él, por ejemplo, un profesor de francés. No buceemos en su vida, si no queremos desconcertarnos en un laberinto; de pronto, vemos cómo es posible, que cuando un poeta toma en la vida como hombre una actitud pundonorosa, su numen decae y su pluma flaquea y por contraste, ¡cuánto pilluelo y hasta tramposo y mal jugador, sabe seguir derramando, sobre la cabeza de la humanidad, un fresco rocío! Repitamos aquí: no sabemos lo que hay en el fondo de todo esto.

A pesar de esa inspiración anónima que mueve a la poesía, le colocamos nombres, en nuestro afán de apoderarnos de las cosas, y recompensamos así con el laurel de Apolo a aquél que sintió pasar por su vida una sombra esplendente. La poesía de Antonio Machado suena a viejo, a antigüedad, aunque sea ésta una afirmación superflua tratándose de poesía, porque así como parece estar presidida la vida intelectual por una ley de renovación, para el espíritu que es la almendra de lo existente, nada hay nuevo bajo la luz de cada día y si se derrumban los antiguos sistemas y el tornasol de las modas se desvanece, ningún cambio viene a nublar el tedio sagrado de la llama eterna. Todo está, desde el primer día, pero ¡cuidado, perezosos! desde el primer día hasta el último. Por eso en Maragall, tras tantos oleajes, sobrevive una porción de salud del alma homérica y en Rilke, escuchamos estremecidos lo oracular, a Orfeo, viejo como la tentación de la muerte y el mismo Baudelaire que abre a la poesía nuevos pastos terrenales ¿no es acaso un vestigio de la voluptuosidad asiática trepando como una hiedra por el cuerpo cristiano? Nada hay en Machado, yendo y viniendo de su clase a su poesía, que no sepa, divagando por sus callejuelas, Bécquer, que no sepa ya, cabalgando entre sus castillos, Manrique.

Escritas estas palabras, leo a Machado y encuentro: “Las obras poéticas realmente bellas, decía mi maestro –habla Mairena a sus discípulos– rara vez tienen un solo autor. Dicho de otro modo: son obras que se hacen solas, a través de los siglos y de los poetas, a veces a pesar de los poetas mismos, aunque siempre, naturalmente, en ellos. Guardad en la memoria estas palabras, que mi maestro confesaba haber oído a su abuelo, el cual a su vez, creía haberlas leído en alguna parte. Vosotros meditad sobre ellas.”

Sigo hojeando y me recreo en aquello de:

Palacio, buen amigo,

¿está la primavera

vistiendo ya las ramas de los chopos

del río y los caminos? En la etapa

del alto Duero Primavera tarda,

¡pero es tan bella y dulce cuando llega!

¿Tienen los viejos olmos

algunas hojas nuevas?

…………………………………….

…………………………………….

Ya las abejas

libarán del tomillo y del romero.

¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?

Furtivos cazadores los reclamos

de la perdiz bajo las capas luengas

no faltarán………..

 

Me quedo escuchando: no es nada, belleza, tiempo que pasa. ¿Qué nos dice? ¿Qué nos añade? Nada. Viene de lejos, pasa hacia la lejanía… Nos continúa, eso es todo.


Juan Gil- Albert, “Antonio Machado”, Fractal nº 40, enero-marzo, 2006, año X, volumen XI, pp. 69-74.