EDUARDO GARCÍA

El poema como organismo vivo

 

 

 

El organismo vivo o la máquina perfecta, el manantial que fluye y se desborda o las aguas estancadas: tal es la disyuntiva en la que nos jugamos la evolución del verso del futuro. Las sendas se bifurcan, los viajeros se abren paso hacia laderas enfrentadas. Ha llegado el momento de sentarse a contemplar a nuestra espalda la tradición próxima de la poesía española, la ocasión de hacer balance antes de aventurarnos una vez más en la espesura. ¿Qué caminos hemos recorrido? ¿Qué otros sin embargo abandonamos al tomar una u otra vía? Elegir una ruta es siempre renunciar a las demás. Renovar nuestra fe en la poesía, arrojarse al papel en busca de la voz más fresca y vibrante, requiere un posicionamiento previo, una elección. Para ello hay que volver a pensar lo olvidado desde una nueva perspectiva. Pensar lo que no se ha pensado desde hace tiempo, los caminos que dejamos atrás por recorrer.

El hecho es que dos largas décadas de reinado absoluto del realismo tocaron a su fin con el cambio de siglo. Desde entonces las banderas se aquietaron, la mal llamada “tendencia dominante” acusó las deserciones, el paulatino olvido. Nadie habla ya entre nosotros de la tan traída y llevada “poesía de la experiencia”. Dejó de ser un bastión inexpugnable, una inclinación que parecía imponerse por derecho propio, un signo de los tiempos. Desde entonces una saludable confusión nos acoge. Se suceden los libros, las apuestas. La creatividad se dispersa al fin en todas direcciones, da sus frutos en las más diversas vertientes, fructifica. Muchos disfrutamos con esta explosión de voces que una vez más renuevan el poder creador de la poesía. Parecíamos dormidos, asentados en una nueva preceptiva inmutable, ajena a la voz de la época, intemporal. Un neoclasicismo, anacrónico en tiempos posmodernos. Pero ha llegado la hora de despertar, ponerse en camino, volver a emprender la aventura del hallazgo.

 

¿Lo oís? Sopla el viento. Aires de libertad.

 

I

 

Quienes apenas éramos adolescentes en la transición conocimos un clima de esperanzas. España parecía renacer de las cenizas, recuperar a pasos forzados el tiempo perdido, arrojarse a un futuro donde se nos restituyeran nuestros sueños. En la atmósfera poética se respiraba el afán de salir del ostracismo, superar la tradición del cierre de fronteras. No por casualidad los años 70 ven surgir numerosas traducciones de la poesía francesa de vanguardia (Breton, Tzara, Éluard, Aragon…), el imaginismo norteamericano (Eliot, Pound, Williams…) o la poesía “beat” (Ginsberg, Ferlinguetti…). Era natural que así fuera. El país hervía en deseos de sacudirse décadas de casticismo, abrir ventanas, navegar. Los aprendices de poeta leíamos a Rimbaud y a Baudelaire como quien disfruta un don que le ha sido negado. Recitábamos con devoción en las tertulias los poemas más delirantes de Neruda, Lorca, Vallejo, Paz. Recuerdo haber leído a dos voces “Piedra de Sol” y concluir con lágrimas en los ojos, en un silencio reverencial, conmocionados. Y Valente, y Claudio Rodríguez, y el Cernuda surrealista, al que releíamos una y otra vez. Mientras tanto, los libros de Gimferrer y los demás Novísimos nos mostraban que era posible enlazar con la tradición de la gran poesía moderna, darle vida nueva a la luz de nuestro tiempo.

Luego llegó el realismo, la “normalización”. La utopía empezaba a enfriarse en las calles y el país encontraba poco a poco un hueco en Occidente al precio de renunciar a nuestros sueños. La República no llegó. El socialismo se vistió de traje y corbata, atemperándose en socialdemocracia. Por su parte, la poesía se remansó en registros en tono menor, de la máxima accesibilidad, próxima a la canción de autor. Es cierto que por entonces nos sonaba fresca esa dicción cotidiana. Sabíamos que era una poesía “light”, que renunciaba a la potencia lírica de los grandes poetas del siglo XX, al atrevimiento visionario de la vanguardia histórica; pero a cambio sonaba nueva, limpia de retórica, hablaba de las pequeñas cosas del hoy, intentaba construir un sujeto poético verosímil, dar voz al hombre común. Era, por entonces, una innovación, y como tal ofrecía senderos que recorrer.

Ahora podemos recordarlo, reconocer que ha pasado a formar parte de nuestra tradición, de nuestra experiencia vital como escritores… y descubrir a un tiempo dónde empezó a fosilizarse en una retórica de la que hoy es preciso despojarse a toda prisa para dar paso a la poesía del futuro.1

 

II

 

Nadie más ciego a los prejuicios de una época que aquellos que la habitan. Les falta la distancia en el juicio, la amplitud de miras, más vastos horizontes. En los 80 asistimos a la beligerante aparición de una serie de valores anti-vanguardistas que –paradójicamente- parecían renovadores respecto a la tradición inmediata. Veinte años de neoclasicismo realista fue el precio de nuestra ceguera. ¿Cuáles eran los tópicos dominantes de la tendencia dominante? Sin pretender abarcarlos en conjunto señalaré apenas algunos de entre ellos a fin de encontrar un hilo conductor que los reúna, señalar las razones de su agotamiento y formular una propuesta de renovación.

Comencemos por el valor más sistemáticamente atacado y difamado por el realismo de los 80. Me refiero a su encarnizada persecución de la originalidad como un valor caduco, presuntamente antiguo, superado. Muchísimos poetas parecían coincidir en dar por muerta y enterrada la originalidad como un sueño sin fundamento, un residuo histórico de las fantasías vanguardistas. En su lugar lo contemporáneo era defender la personalidad.

Hoy, con la debida distancia histórica, podemos afirmar que en realidad –dicho sea en términos psicoanalíticos– el “narcisimo de la pequeña diferencia” había vencido. Cuando todo se parece a todo, cuando la homogeneización es la consigna, hasta la más mínima diferencia se percibe como personalidad. Lástima que sea tan sólo un espejismo. Fue entonces cuando se invirtió por arte de magia nuestra percepción de la realidad poética. Se hizo de la necesidad virtud, de la poesía menor el más alto objetivo. Perdimos, por el camino, la genuina ambición de la gran poesía.

Quedó así denostada y difamada la vanguardia –el Otro al que vencer–. Y una vez se renunció a la originalidad, a la búsqueda de una voz que trascendiera con decisión y atrevimiento los estrechos límites de la moda realista, quedaba el campo abierto para el triunfo de la retórica. ¿Qué valores pueden en tal suelo rebrotar sino los de la más rancia tradición patria? La métrica regresó con auténtico furor. Resucitar la sextina parecía el colmo de la novedad. El poema pulcro, exacto, bien peinadito, era cultivado, ensalzado, premiado por doquier. Multitud de poetas compitiendo por escribir el soneto formalmente perfecto. El poema español de las últimas décadas tenía que ser escrito en endecasílabos o –todo lo más- alejandrinos, con la más primorosa isosilabia. El poema “bien construido”, con arreglo a las normas tradicionales, era el objetivo a alcanzar, y el menor desvío de la norma era sancionado como el peor de los desmanes, torpeza de aprendiz. En definitiva, si Vallejo hubiera escrito Trilce en la España de los 80-90 dudo que nadie le hubiera publicado un libro tan “mal escrito”. Y de haberlo hecho le habría caido encima una andanada de desprecio o, aún peor, habría padecido un silenciamiento sistemático.

Puerta cerrada a la exploración de nuevas formas. La auténtica poesía era la poesía “de siempre”. Lo más rancio y antiguo pasaba por lo más contemporáneo, mientras que el versículo, el poema en prosa, cualquier eco de la tradición de la vanguardia, se daban por superados, anacrónicos o se los acusaba de “faltos de rigor”. El mundo al revés, por supuesto. Vencía una perversión del lenguaje análoga a la que años más tarde ingresaría en la política de la era Bush, cuando la invasión a un pueblo indefenso, quebrantando la legalidad internacional, se denominaba “libertad duradera” o el exterminio de inocentes se reducía a un modesto “daño colateral”.

Era lógico que la caída de la originalidad como valor trajera a primer plano los valores contrarios: la construcción con arreglo a la norma, la forma cerrada, la unidad del poema en torno a un motivo central (a menudo designado en el título), la claridad expositiva, la práctica ausencia de un margen de indeterminación simbólica, la univocidad… Asistíamos a una reacción antirromántica que como todo neoclasicismo suponía la elevación a los altares de una preceptiva de vía estrecha. Muera la poesía romántica, simbolista, vanguardista: la poesía moderna, en suma, nos ha dejado para siempre. Ha renacido un neoclasicismo… disfrazado de rabiosa actualidad.

 

III

 

Obvia muestra de este giro epocal, este conservadurismo estético capaz de renunciar a la transformación histórica hasta el punto de denostar toda clase de indagación formal o psicológica, es un fenómeno que ha pasado por lo común desapercibido y sin embargo es muy revelador. Me refiero a la repentina proliferación en la crítica española de poesía de las metáforas mecánicas . Si se quería valorar un poema se decía de él que “funcionaba” o “no funcionaba”. Y el colmo de la excelencia poética residía en que ésta actuara como un “mecanismo de relojería”. Se insistía hasta la saciedad en el “rigor de la construcción”, en la “dignidad del artificio”. O bien se oponía el laborioso “trabajo” de orfebre del poeta a los ilusorios devaneos de la inspiración romántica, recordando una y otra vez que el poema es tan sólo un “artefacto”, como si éste pudiera brotar en serie, producirse a gran escala, en una cadena de montaje. Por no hablar de las palabras proscritas, retiradas de circulación de pronto, bajo sospecha. Palabras como “imaginación” o “creador”, cuya clamorosa ausencia revela a las claras la sistemática persecución de todo intento de exploración o innovación poética en profundidad. Por supuesto, no se trata de casos aislados. Un amplio espectro de valores asociados a las máquinas se atribuían reiteradamente como rasgos de excelencia a la poesía, corrían de boca en boca, alimentaban en secreto el imaginario colectivo.

Cuantos participamos del espíritu de la época, cuantos nos dejamos arrastrar en la corriente, podemos hoy volver atrás una mirada crítica para aprender del pasado y encauzar nuestra escritura hacia más prometedoras latitudes. Un análisis crítico de los pseudo-valores de la poesía que nos precede nos señalará el camino de la futura evolución, las sendas más propicias para la liberación de la palabra, más vastos horizontes.

Recordemos ahora la perfección, ese otro valor que nos ha acompañado en las últimas décadas, ejerciendo una función medular entre nosotros. El poema perfecto, el verso perfecto, el tono perfecto, la construcción perfecta… Valor mecánico por excelencia, la perfección, noción sin duda adecuada al dichoso “mecanismo de relojería” -que bien puede darnos la hora con tan inmaculada como exacta perfección-, es en rigor por completo inaplicable a ninguna realidad humana o simplemente natural. Es obvio que no hay seres perfectos en la naturaleza. Ni hay sujetos perfectos, emociones perfectas o ensoñaciones perfectas. “Terminator”, el robot guerrero, es sin duda una máquina perfecta, como muchos poemas “bien escritos”. Pero jamás será un auténtico sujeto, esos seres imperfectos, agitados por sentimientos en pugna, recuerdos que se reconstruyen una y otra vez, ensoñaciones sucesivas, que alguna que otra vez, si el talento y las musas acompañan, escriben un gran poema.

La perfección es la aparente cara amable de un fracaso poético: la previsibilidad. Si describimos algo perfecto sabremos siempre el aspecto exacto de su cara oculta, pues en rigor no hay nada realmente “oculto” en un objeto perfecto. Observemos de frente un diamante perfecto. ¿Acaso necesitamos rodearlo para saber cómo es la parte que ahora se hurta a nuestros ojos? ¿Para qué, si ya la estamos viendo duplicada? La perfección es el reverso exacto del misterio, de la imprevisibilidad que alienta en todo ser natural, su rabiosa negación.

Quien ama lo perfecto hasta el punto de rechazar toda imperfección desprecia la vida y su trascurso. Lo mismo sucede con el dudoso valor poético de la “unidad formal”, así como con el de la “exactitud”. A una análoga unidad responden cuantas máquinas ha creado el ser humano, que nos ofrecen su exactitud a toda prueba a cambio de no albergar emoción alguna. En lo exacto jamás hay lugar para la sorpresa, la repentina aparición de lo imprevisible. Es decir, de lo vivo, lo pujante: todo aquello que pugna por brotar. Y en efecto, en el poema de forma perfecta se genera un simulacro perfecto, un ejercicio retórico sin fisuras. Pero se ha perdido la vida, el aliento en el camino.

Hora es ya de desenmascarar la auténtica actitud psicológica que alentaba tras el renacido fervor finisecular por la corrección formal. La perfección es una fantasía de la razón que se propone detener ficticiamente el tiempo, fosilizar la vida. Por eso atenta gravemente contra lo que más íntimamente somos, sujetos vivos, arrojados al discurrir del tiempo, siempre en transcurso, en pos del deseo. Esclavizar a férreas normas el fluir de todo lo que alienta vida, reducir el fluir a geometría: tal es su delirio racionalista. Por eso niega con tan sospechosa como beligerante insistencia el batir de alas de la inspiración, el margen de indeterminación del fenómeno simbólico, la extraordonaria capacidad de sugerencia de las fracturas del lenguaje, pues ve en el misterio de la poesía una amenaza para su fantasía de un orden estable: una región en paz, plana, perfecta, incapaz de despertar nuestra inquietud.

 

IV

 

Emplearé ahora una metáfora orgánica a fin de oponerla a las metáforas mecánicas que se han instalado cual tópicos de época en la poesía española de los 80 y 90 . Escribir un poema bien puede ser una actividad creadora análoga a la de cultivar un jardín. A fin de cuentas es preciso abonar la conciencia con experiencias, pensamientos, ensoñaciones… para dar cauce en oleadas sucesivas al nacimiento, el crecimiento y la ulterior poda del poema. Dos clases de jardines ha dado a luz Occidente en los últimos siglos. El jardín clásico francés, versallesco, de origen ilustrado, y el jardín romántico inglés. Su naturaleza no puede ser más opuesta. El jardín francés se caracteriza por sus setos tallados con meridiana exactitud, sus simétricos senderos nítidamente perfilados, su racionalista afán de someter la Naturaleza a geometría. Cifra pues todo su afán en una sistemática racionalización de lo natural hasta despojarlo de todo lo irregular e imprevisible, todo lo vivaz y espontáneo.

Por su parte, el jardín inglés halla su natural despliegue en una dirección diametralmente opuesta. Preserva un espacio natural promoviendo su espontáneo desarrollo, impulsándolo, sin forzarlo a adaptarse a un orden predeterminado. Se encuentra en las antípodas de las racionalistas leyes geométricas, la colonización de la desbordante vida en su expansión mediante la tiranía de la racionalidad. (No en vano los románticos admiraban el libre desarrollo de los impulsos naturales. Tanto es así que hicieron suyo un decisivo valor que daba cauce a esta actitud: lo sublime,2 emoción desbordada en la contemplación del colosal despliegue del esplendor de la naturaleza. Un valor que, bajo nuevas formas, está rebrotando en nuestros días.)3

Lo mismo sucede en el poema. Podemos aferrarnos a la belleza de la razón (perfección, unidad, estricto sometimiento a norma, exactitud) y renunciar a que la vida misma, la fuerza del deseo, inflame nuestros versos. El poema se convierte así en un simulacro ajeno a la vida, un platónico espacio paralelo donde reina la paz del cementerio.

Los racionalismos aman tales simulacros, claro está. La cuestión es por qué se sienten seducidos por los recintos de palabras sometidos a una estricta construcción. La respuesta es de índole psicológica. Tales simulacros racionalistas generan una falsa sensación de seguridad, parecen ofrecernos una región libre de impurezas, un sistema coherente de presuntas verdades al que aferrarnos en un mundo cambiante cuyas continuas transformaciones despiertan nuestra ansiedad y nuestra angustia. El poema “bien construido” es un poderoso narcótico, un sedante del espíritu. No es de extrañar que en una época en la que las certezas se disuelven en la niebla, cuando creencias y valores se desmoronan a nuestro alrededor, muchos caigan en la tentación de aferrarse a una preceptiva. Hoy más que nunca la proliferación de posibilidades expresivas nos conduce a habitar en un saludable estado de desorientación. El racionalista prefiere escapar a su propia libertad, renuncia a que el cambiante gusto le vaya orientando en la lectura. Es mucho más fácil acudir al Tomás Navarro y alzarlo en alto como si se tratara de un inmutable decálogo moral. Tal es su Sinaí, su improvisado altar: su relajante del espíritu, su ansiolítico.

Pero tal actitud no sólo permanece ciega a la realidad histórico-humana de nuestros días, también tiene devastadoras consecuencias para la evolución misma de la poesía, nos arroja en brazos de una renuncia insostenible, nos esclaviza a una franca involución. Acudir a la métrica tradicional como si se tratara de un seguro sistema de valores equivale a negar la temporalidad, cerrar los ojos al fluir de la existencia, atrincherarse en la falsa ilusión de que los valores poéticos permanecen eternos e inmutables. El esencialismo regresa con su arsenal de diques de contención, dispuesto a confirmar prejuicios seculares, soñando detener el tiempo, reposar en un espacio sin temor de donde el azar (es decir, la imprevisibilidad, la vida en su transcurso) ha sido desalojado. Una fantasía de estatismo que incurre en abierta contradicción con nuestra propia experiencia vital; más si cabe en agitados tiempos posmodernos en los que nada es lo que parece y todo se transforma ante nuestros ojos a un ritmo tan vertiginoso que es imposible encontrar a tiempo una lúcida interpretación de lo que pasa. Todo ha cambiado y todavía no sabemos cómo explicar cuanto sucede. Nos faltan las ideas, las palabras, para cercar los fenómenos de la época, explicarlos, prever su desarrollo.

En tiempos de confusión los racionalistas vuelven a la carga con su maletín de narcóticos siempre a mano. Leamos en la cama un poema-máquina, su construcción perfecta, su unidad inmaculada, donde cada acento quede en el lugar exacto y nada se resista a nuestra capacidad de comprensión. Ya podemos dormir tranquilos. Y soñar que la vida ha quedado, prisionera, del otro lado de la puerta, cuando en verdad somos nosotros quienes hemos encerrado bajo siete llaves nuestra propia identidad, las poderosas fuerzas interiores que nos pueblan, en la jaula de oro de la razón.

 

V

 

Pero si caímos en el delirio racionalista hasta el punto de someter el impulso creativo a una miope preceptiva todavía es posible entregarnos al fluir del deseo y escribir como se interna la luz en la espesura, como brota de la roca el manantial, como germinan las semillas. Es hora de cantar una vez más, con el Cernuda surrealista:

 

Abajo, estatuas anónimas,

Sombras de sombras, miseria, preceptos de niebla

 

Fuera diques de contención, fórmulas cansadas, certezas de verdugo. Abajo cuanto nos amordaza la mirada. Nacimos libres y libres viviremos siguiendo el curso de nuestras ensoñaciones allá donde nos lleven, sin límites ni rango ni estrategia. Abriendo los ojos a la interioridad afinemos el oído a la voz de los adentros, rastreemos sus vuelcos repentinos, sus bruscos fogonazos. Una fidelidad dispuesta a emprender la aventura de la introspección. Con la valentía de aquellos que no temen ni al goce ni al dolor que puedan aguardarnos más allá de los mecánicos gestos exteriores, allí donde las máscaras se quiebran en pedazos.

Empecemos por rescatar el gozo de la escritura en libertad. Olvidemos el miope criterio formalista, la falsa seguridad de las convenciones heredadas. Es preciso parir sobre la marcha la poesía que soñamos. Cada vez que se despierte en nosotros la voz de la presunta sensatez acallémosla a toda prisa. Quizá esté a punto de abortar un acto de genuino descubrimiento. Escribir con carboncillo, a mano alzada, los precisos trazos que pongan en escena nuestra ensoñación. Más valen dos enérgicas pinceladas donde quede prendido el movimiento que la silueta exacta pero inerte, sin vida, donde no alienta el resplandor.

Enterremos el poema-máquina y sus cantos de sirena… industrial. La ilusión de estatismo, la falsa seguridad, la presunta permanencia de la producción en serie, sus pobres simulacros. El mármol permanece, pero no alberga vida alguna. Emprendamos en cambio las rutas a las que nos invita imperioso el deseo. Escribamos como quien se entrega a un viaje donde nada está previsto de antemano. Basta ya de decir, designar, denotar como cronistas. Un poeta da a luz, en virtud de la magia del lenguaje, mucho más de lo que la sintaxis puede abarcar con sus estrechas leyes. La auténtica poesía trasciende el uso común del lenguaje. Revela al trasluz lo que en rigor es imposible decir. Hoy más que nunca se nos impone la necesidad de acudir a su llamada.

Ha llegado el despertar. Se extienden ante nosotros los vastos territorios de la analogía, las resonancias simbólicas que alientan en las cosas. Acudamos al misterio dispuestos a internarnos en la hondura. Rescatemos la mirada mítica, el entusiasmo, limpios ya de la mercenaria actitud instrumental. Somos artistas, no artesanos. Creadores, no meros carpinteros de la lengua. Olvidemos la pobreza de miras del orfebre que emplea las palabras como simples instrumentos al servicio de un mensaje preestablecido. Acerquémonos a ellas con fervor, invocando su poder, aguardando la chispa que brote de su encuentro. La revuelta está en marcha. No vamos a renunciar a la aventura.

Es hora de rescatar, desde la sensibilidad de nuestro tiempo, la “ hechicería evocatoria” que invocaba Baudelaire. Gocemos el don del verso repentino, la ruptura del orden previsible. Ya es hora de escribir sin GPS, arriesgando en cada verso, en busca de ese algo más que nos conmueve en un auténtico poema-vivo. Saltar al vacío de la interioridad sin la red de la retórica, desoyendo los excesos de la voz censora de la métrica, el buen tono, la unidad… Escuchar las voces que nos habitan, intentando encontrar entre ellas aquella donde alienta una revelación.

Un poema que se despliegue como un organismo vivo. Un poema que parezca brotar en el instante: se ramifique, acuda, rasgue, regrese para arrojarse a la carrera… Un poema que al leerse parezca estar naciendo, donde la lectura genere una sensación análoga a la de la creación. Adiós a la unidad formal, la construcción radial, la forma cerrada. Adiós al terror del poema inmaculado: perfecto, exacto, peinadito como para ir a misa de domingo. Adiós al poema marmóreo por cuyos versos no corre sangre alguna. Bienvenido sea el poema impuro, vivaz, proliferante. Un poema con fisuras, donde un ende­casílabo pueda desembocar en un versículo y éste en un heptasílabo mordaz, con arreglo a los vuelcos del espíritu. Al leer un poema hemos de preguntarnos si respira, si corre por sus versos una vivaz corriente, una pulsión. Pidamos vida al poema, no corrección formal; intensidad, rebeldía, no una desfallecida pulcritud.

Nada de cuanto alienta vida carece de irregularidad. Ningún ser vivo es simétrico, geométrico, exacto, previsible. Sólo la muerte es exacta, unitaria, sin pliegues. Sólo en la muerte el tiempo cesa. Si acudimos a la vida para impregnar de su savia nuestros versos dejemos que las fisuras abran paso a la respiración en el poema. La fractura, los quiebros, el acento que se desliza más allá de los límites de la norma, que desafía su sanción. Ese deslizamiento que abre en nosotros la brecha de la inquietud.

Sólo una poesía con fisuras será capaz de estremecernos, de despertar voces olvidadas en nuestro fuero interno. Como en la corteza del árbol el nudo se abre paso nuestra vida no es plana, uniforme, previsible. Vivir es fluir en la corriente, sentir el sobresalto, la sorpresa, el momento en el que crujen los cimientos y lo insólito acude a deslumbrarnos, una luz que se proyecta hacia el futuro. Abajo la narcótica paz de las formas presuntamente eternas. Todo lo que aspira a la eternidad adolece de ausencia de latido. Todo lo vivo respira, tose, camina con fervor, tropieza en su ansiedad. El poema-vivo se entrega a la deriva de su propio aliento, obedece a su instinto, se aventura.

 

VI

 

En la era de la globalización el sujeto corre el riesgo de disiparse. Día a día el hombre-máquina va ocupando su lugar, le desaloja. El hombre-máquina, ese simulacro de subjetividad que obedece fielmente las consignas de los media , entregado a la uniformidad, la normalización, el pensamiento único. El esclavo de los férreos preceptos del impersonal: lo que se dice, lo que se piensa, lo que a uno le ha de gustar… Una estandarización del gusto y la sensibilidad que rinde culto a los intereses del mercado. El hombre-máquina es un pseudo-sujeto que construye una fantasía de identidad mediante el consumo del producto más vendido. El esclavo de la cultura del best-seller, quien atemorizado ante la posibilidad de llegar a ser un sujeto único, asienta su simulacro de identidad en la pertenencia a la masa. Una masa homogénea, por supuesto, sin fisuras, dispuesta siempre a combatir la diferencia.

Es lógico que el mercado del libro se decante cada vez más por los productos midcult, los simulacros pseudo-literarios, el libro de la máxima accesibilidad que jamás presenta ni el menor asomo de dificultad al lector ni le somete a la inquietud de una genuina interpelación en las honduras. Entretenimiento, espectáculo, libros de usar y tirar. El hombre-máquina puede estar satisfecho de su triunfo. Cada vez es más difícil que encuentre en su camino un puñado de páginas que le hagan preguntarse por sí mismo. Si por un azar feliz conoció un día el pálpito repentino de la poesía, la llamarada del lenguaje, le bastará acercarse a un libro de poemas-máquina que le confirmen en sus propios prejuicios, alienten su fantasía de que vive en el mejor de los mundos posibles, adormezcan su sensación de que algo no encaja. No vaya a ser que un buen día se despierte y acabe por descubrir la fractura que le habita en las profundidades.

Pero los sujetos que aún precisan un más hondo alimento, un vino más recio que les despierte del letargo, buscarán los poemas-vivos. Se reconocerán al fondo de sus páginas. Descubrirán que es su propia fractura la que se refleja en el quiebro de los versos, su propio derivar quien se desliza en las palabras. Tan sólo en el poema impuro, dinámico, vivaz, proliferante, podrá encontrar un eco de su propia respiración. Quizá entonces sienta rebrotar en sí las potencias de la vida. Despertará del olvido la voz de la utopía, la inagotable fuente del deseo.

 

Epílogo

 

El hecho de que el poema como organismo vivo se vaya abriendo paso en la poesía española de las últimas promociones está a mi juicio estrechamente relacionado con un creciente interés por la poesía escrita en Hispanoamérica. Durante muchos años apenas podíamos encontrar en nuestras librerías la obra de los poetas del otro lado del mar. A partir del 92 empezaron a proliferar las ediciones y muchos sentimos un genuino deslumbramiento. En los últimos años los poetas que apostamos por la renovación declaramos públicamente nuestro entusiasmo por la poesía hispanoamericana. Nombres como los de Eduardo Milán, Rafael Cadenas, Juan Gelman, Roberto Juarroz, Gonzalo Rojas, Álvaro Mutis, Santiago Sylvester, Oscar Hanh, Darío Jaramillo, Tomás Segovia, Fabio Morábito y tantos otros –una nómina exhaustiva sería interminable– se invocan con frecuencia como maestros a la distancia.

Quizá hable por boca de muchos si afirmo que encontramos en ellos una tradición más libre y dispuesta a la exploración que la que el desastre de la Guerra Civil dejó entre nosotros durante décadas. Los aires de libertad que impulsan a buena parte de la poesía española más reciente ven en los mejores poetas hispanoamericanos una tradición que sienten como propia. Quizá la que España podría hoy disfrutar de no haber sido brutalmente abortado el desarrollo de nuestra propia vanguardia en su momento. Saludemos con esperanza el abrazo de las dos orillas de nuestra amada lengua castellana. Muchos soñamos durante años enriquecernos en la matriz común, abrir fronteras para sellar la herida de cuanto nos fue negado por cuarenta años de autarquía y casticismo. Un sueño que ahora empieza a cumplirse, dar fruto, impulsarnos a más vastos horizontes.

 

Notas

 

1 Ver, sobre la progresiva fosilización de la “poética de la normalidad”, Vicente Luis Mora, “La poética de la normalidad” en Singularidades (Ética y poética de la literatura española actual, Madrid, Bartleby Editores, 2006.

2 En rigor la categoría de lo sublime puede rastrearse desde el romano Longino, pero será Kant quien la lleve a su máximo desarrollo y es en la versión kantiana como alcanzó a los románticos alemanes. Kant, quien a finales del siglo XVIII representa la culminación de la Ilustración, sí, pero también el punto de arranque de la poética romántica.

3 Ver al respecto Alberto Santamaría, El idilio americano. Ensayos sobre la estética de lo sublime, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2005 .


Eduardo García, “El poema como organismo vivo”, Fractal nº 40, enero-marzo, 2006, año X, volumen XI, pp. 113-130.