Juan Cajas

Violencia y narcotráfico
Reflexiones desde la Antropología

 

 

 

 

Escenarios de violencia

 

Tijuana en la desconstrucción mítica de Manu Chao, huele a tequila, sexo y marihuana. Transpira violencia. No es un secreto. Tampoco un descubrimiento o una revelación olfativa del cantautor galo. Basta un recorrido, un soleado domingo de un mes cualquiera, por avenida Revolución o La Coahuila, para constatar las evidencias del gozo y del riesgo; éstas anidan en los umbrales de puertas herrumbrosas o en los entretelones de bares misteriosos, y nombres sugestivos: Zacazonapan. En ellos corren ríos de alcohol y sustancias adulteradas para la ebriedad del alma,sin restricción alguna. Pájaras diurnas, nocturnas y fantasmales, deambulan libremente sobre el submundo sin aceras de la zona roja, ofreciendo placer por cuotas generosas, pero siempre al alcance del visitante ocasional o de los “gringos” deseosos de desahogar las “pasiones del bajo vientre”, diría Hobbes, sobre las flores que anidan en el asfalto de lo que Campbell llama “la frontera sedentaria”, sin penas y sin culpas.

Los estadounidenses pasan la garita aduanal, el límite fronterizo, sin prisa, absolutamente desinhibidos. Los guardias saben a qué vienen, pero no les molestan. En tierra mexicana despiertan la adormecida libido que la sociedad puritana condena o satisfacen la necesidad de consumir y comprar sustancias legales e ilegales. Nunca antes había conocido un lugar con tantas farmacias. Su número compite con el de los bares.

El paisaje, lóbrego y sombrío, es parte constitutivo de la leyenda negra que rodea a la ciudad de Tijuana, la Sodoma posmoderna, la flor que creció sobre cerros y hondonadas. La ciudad a todos nos convoca; impone una relación de amor y odio. Se coce a fuego lento. Tijuana es de todos pero al mismo tiempo de nadie; ahí radica su encanto, su misterio, y también sus legendarios despropósitos: burros famélicos metamorfoseados en cebras, con nombres de parroquiano incrustados en la cabeza; esculturas delirantes (la Mona gigante) y table s dance decadentes. Tijuana es un lugar de creación vertiginosa y de espectáculos visuales llamativos. Se le atribuyen, entre otras cosas, los orígenes del rock nacional.

La ciudad es el espejo en el que nos miramos todos; resultado de la afrenta histórica. Tijuana es producto de un despojo. La leyenda dice que nunca se “fundó”. Los historiadores desmienten tal afirmación y señalan el 11 de julio de 1889 como el día y año de fundación. Lo demás es poesía. En 1848 la espada del imperio cercenó de un tajo medio territorio mexicano: 2.600.000 kilómetros cuadrados. En 1920, de la noche a la mañana, como hongos después de una tormenta, surgieron callejones y cantinas. No templos ni zócalo o plaza de armas. “Las iglesias no las extrañamos, me sugiere alguien, “son antros de vicio de la criatura oprimida”. Las cantinas son espacios de vicio de otro tipo. Nietzsche diría que son escenarios de culto de la ebriedad para expresar “el juego de la naturaleza con el hombre”.

Tijuana es hija bastarda del puritanismo y las ordenanzas del Leviatán terapéutico norteamericano: La Volstead Act de 1920, conocida como Ley Seca. El atropello contra los derechos civiles requirió, incluso, de una enmienda constitucional. El Leviatán terapéutico, ese hijo del filósofo de Malmesbury, quien “construyó sobre la pasión del miedo, el gran edificio de la política moderna” , pronto exhibió sus garras de dios mortal, sobre el lado mexicano. Si los Tratados de Guadalupe Hidalgo habían trazado la cartografía de la frontera norte, la prohibición al consumo de alcohol, erigió sobre la Avenida Revolución , un corredor venéreo, alcohólico y heroinómano para solaz de los estadounidenses: hoy buscan protegerse del monstruo migrante con versiones modernas del muro de Berlín. La prohibición transformó a Tijuana en refugio de las “clases peligrosas”. Así las nombró la prensa decimonónica. Un adjetivo para criminalizar a la fauna nocturna, los noctívagos, a los excluidos modernos: jugadores, prostitutas, drogadictos.

El Congreso de los Estados Unidos, en 1919, ratificó la enmienda XVIII. Un año después se aprobó la Volstead Act. Ésta entró en vigor en la madrugada de 1920. “Esta noche, sentenció el senador Volstead en una alocución radial, un minuto después de las doce, nacerá una nueva nación [… ] los barrios bajos serán cosa del pasado […] se cerraron para siempre las puertas del infierno” , y se abrieron del lado mexicano. En estos años surgen los primeros sindicatos del crimen en Estados Unidos: traficantes de alcohol y luego de opiáceos. La Ley Seca - incluía también la prohibición de los juegos de azar, luchas de boxeo y de perros, además de las carreras de caballos - impulsó el “nacimiento” de Tijuana. La pequeña urbe creció al amparo de “gángsters disfrazados de hombres de negocios”, quienes influyeron para construir infraestructura y los servicios necesarios para atender a los turistas que viajaban hasta Tijuana, en busca de alcohol, opio y prostitutas (Campbell, 2005). Tijuana a principio de los años veinte no rebasaba los mil habitantes, pero según datos de Ruiz (2001), era capaz de albergar a 65 mil norteamericanos y 12,650 automóviles, en la fiesta del 4 de julio. En pocos años la ciudad se fue multiplicando. Creció también su área de esparcimientos: 75 bares instalados sobre Avenida Revolución y varios casinos.

No disponemos de datos sobre el número actual de bares y cantinas. En verano los spring breakers los abarrotan. Los fines de semana “Los antros están llenos de “gringuitos”. Esos vatos, ese, chupan, se pican y se van. Lo bueno es que dejan sus cueros de rana”. Tijuana incorpora un elemento novedoso en el campo del consumo de drogas en México: “Está lleno de picaderos de heroína”. La amapola se cultiva en Sonora, Sinaloa, Chihuahua, Durango, Michoacán y Guerrero. En estos estados se procesan los derivados del opio, uno de ellos la heroína. En 1875 se prohibió fumar opio en los barrios chinos de San Francisco. La oferta mexicana de heroína se incrementó a partir de 1972, luego de que Turquía, principal proveedor de heroína de Estados Unidos, prohibió la producción de opio. Los consumidores americanos encontraron en Tijuana un sustituto a los salones para fumar que habían sido clausurados en San Francisco. Parte de la heroína que no puede ser trasladada hacia Estados Unidos se queda en Tijuana, para consumo local o de los “gringuitos que se vienen a picar los fines de semana”.

Tijuana no es de nadie; es un híbrido. Quizá por ello seduce y atrapa, nos envuelve en sus mitos, y luego nos regresa a la calma chicha y monacal, impregnados de sus estampas kitsch , la música de Los Tucanes de Tijuana, y su modo particular de hablar. Detrás de las viñetas urbanas: los picaderos, los cambuches de los polleros, las putas, las camionetas 4x4, las Explorer blindadas, la ciudad oculta el miedo, pero también la esperanza de miles de inmigrantes que sueñan con llegar a trabajar en “las californias”, una de las economías más fuertes del planeta. California es un sueño, si éste no se materializa, por la eficiencia de la Border patrol o los abusos de los polleros , Tijuana brinda un lugar para acampar en los cerros, “que miran hacia Tecate”.

En San Carlos, un puerto sobre el Pacífico, conocido por los “bombardeos” de cocaína desde avionetas colombianas que vuelan a baja altura pregunté a un informante: “¿Qué te gusta de Tijuana?”. Dudó un poco. “Creo - me dijo - que allá uno puede comprar un cuerno de chivo bien vara”. ¿Y un cuerno de chivo para qué? - agregué. Sonrió abatiendo los brazos. Reí también de mi propia ingenuidad. No dije nada más. Me entretuve averiguando acerca de los 175 caballos de fuerza del motor que acababa de comprar para su lancha de “pesca nocturna”. La palabra es un lugar ambiguo. En estos ambientes el antropólogo tiene que aprender a interpretar. Como técnica de investigación, la encuesta está fuera de lugar. En cierto lugar interrogo a un campesino, e intento llenar un cuestionario. Le pregunto por sus cultivos. Responde: frijol, maíz, hortalizas... guarda silencio. Y ¿amapola? agrego, señalando los exuberantes cultivos semiocultos en la huerta. No - me dice - ponga “otros”, alargando su índice sobre la línea de mi hoja. Desde ese día no volví a llenar cuestionarios.

Tijuana es un “laboratorio etnográfico” multicultural. No resistimos la tentación de compararlo con el Chicago de los años veinte. Tienen en común su crecimiento desbordado. El inmigrante emerge como actor social. Chicago y Tijuana surgieron de la nada. La primera se convirtió en una gran metrópoli y en epicentro de la mafia. La segunda tuvo menos suerte. Ambas tuvieron dos personajes: los inmigrantes, hijos de la precariedad y el abandono, campo de estudio de los sociólogos y, los gángsters, de interés para los autores de novela negra. Chicago vive en la nostalgia de la novela negra. Tijuana no. La violencia cotidiana la presenta, hoy en día, como uno de los lugares más violentos del país. En uno de los últimos atentados, 20 hombres emboscaron, a plena luz del día, al Secretario de Seguridad Pública del Estado, Manuel Díaz Lerma, y dispararon cerca de seiscientos tiros de armas largas. El atentado se realizó en Mexicali (27 de abril de 2006). La envergadura del ataque parece extraída de un capítulo de El Padrino . La imagen evoca, también, a Culiacán, Sinaloa. En los cincuenta se decía que era “un nuevo Chicago con gángsters de huarache” .

En Tijuana se corrió la noticia de que el atentado se trataba de un “aviso” de los Arellano a las autoridades de Baja California. En Tijuana este hecho se suma a 162 muertes violentas, 11 ejecuciones atribuidas al narco, 12 secuestros, y 139 robos a domicilio, de enero a junio de 2006. La gente habla con naturalidad del espectáculo de la muerte: “Si son muertitos del cártel, van con las manos de pa' tras, amarrados con cinta canela, y con un tiro en la cabeza. A veces les ponen cobija. Otras no. Son cobijas baratas de cuadros o a rayas”. ¿Por qué en cobijas? - Pregunto. “Así no se mancha la camioneta, jefe”.

 

El Leviatán terapéutico

 

Tijuana es, en este caso desde luego, una metáfora. Un recurso analítico o de razonamiento interpretativo - verstehen , diría Weber - que se desprende de un trabajo de campo realizado en los últimos meses en los estados de Sinaloa y Baja California. De esta experiencia se desprende el presente ensayo, el tono también. Pienso con Jacorzynski en la necesidad de explorar nuevos puntos de vista. El hilo de Ariadna está fuera del laberinto de la Antropología, atrapada en sus otredades clásicas. La ciudad de Tijuana inspira este trabajo; como espacio urbano requiere ser descodificado e interpretado. Leído como texto adquiere una dimensión significante. El imaginario cartográfico que la habita permite reflexionar sobre los temas de una reflexión antropológica más amplia: la ebriedad, la prohibición, la violencia asociada al narcotráfico, la criminalización de la vida cotidiana. Tijuana invita a interrogarnos sobre el malestar de la prohibición, esa invención jurídica del puritanismo norteamericano, que al legislar en nombre del Leviatán terapéutico, de la moral y de la foucoultiana “economía punitiva”, coadyuvó en la construcción del narcotráfico, obligándonos a vivir en una cultura del miedo, cuya base radica en el temor ciudadano a grupos criminales que lucran con el placer de lo prohibido. Para Michel Serres: “El puritanismo opera como una política de exclusión. Están convencidos de que se puede erradicar el mal tirándolo al fuego. Sólo así reinara el bien” . Los tópicos que planteamos corresponden al campo de la Antropología urbana, y también, a un nuevo subgénero disciplinario: la Antropología de la violencia.

Los estudios antropológicos sobre violencia urbana -la mayoría asociados al mundo juvenil- , son herederos de la tradición forjada por los etnógrafos de la Escuela de Chicago. Existen, claro está, perspectivas paralelas en el ámbito de la antropología clásica: Malinowski, Kroeber, Linton, Lowie, Benedict, Mead, Kardiner -estos tres últimos adscritos a la Escuela de Cultura y Personalidad- . Antropólogos como Malinowski abrevaron en el Psicoanálisis freudiano y definieron líneas generales sobre la violencia. Otros , con variados matices, e inspirados en premisas biologicistas y psicologistas, coadyuvaron en cierto reduccionismo centrado en el carácter intrínseco de la violencia en el hombre o el origen innato de la agresión (Tecla, 1999). A pesar de haber sido superadas son parte de una narrativa de la confusión en torno a la violencia (Genovés, 1991). El trabajo de campo de los antropólogos al hacer énfasis en el acercamiento al otro , interroga sobre el lugar desde el cual los actores de la violencia intervienen, como agentes o como víctimas (Gallo y Céspedes). La literatura antropológica, en sentido estricto, no se ha abocado al estudio concreto de la violencia. Por lo general se encarga de establecer asociaciones entre la violencia y formas de control social, de intercambio, parentesco, incesto. “Si la Antropología presta atención a la violencia, advertía Clastres, lo hace ante todo para mostrar hasta qué punto esas sociedades se aplican en su control, codificación, ritualización; en suma cómo tienden a reducirla, si no a abolirla” . Este autor inaugura con un pequeño texto: Arqueología de la violencia: la guerra en las sociedades primitivas , una reflexión importante sobre la guerra. No nos detendremos en la desconstrucción de este tipo de acercamientos. Nuestro interés tiene que ver con la emergencia de la Antropología urbana, como punto de ruptura con la Antropología clásica, tomando como base la emergencia de la ciudad como campo de estudio, y epicentro de la violencia del crimen organizado.

 

Bajo los focos de neón

 

La obnubilación colonial por el otro exótico había marginado a los antropólogos de investigaciones en el contexto urbano. Extraviados en selvas remotas, “maldiciendo a los nativos devoradores de tabaco”, según registra Malinowski en su Diario de Campo en Melanesia , se negaron compulsivamente a “acampar” bajo los focos de neón de la gran ciudad. Redfield y Lewis fueron la excepción. En opinión de Foster y Kemper, los antropólogos llegaron tarde al estudio urbano; con pocas excepciones llegaron de última hora al estudio de la temática urbana (García Canclini, 2005). La urbanización completa de la sociedad, y en consecuencia la emergencia de la cuestión urbana como campo de estudio, obligó a un golpe de timón: sustituir los viejos “cotos de caza etnográfica” , y desbordar los límites disciplinares. El estudio del buen salvaje, el otro inexplorado, dulce, minimalista, “caníbales pero mejor que los cristianos”, al decir de Jean de Léry, quedó marginado a las etnografías basadas en el modelo clásico, verdaderas exégesis de la descripción etnográfica, idealizada como “método científico”.

Las rupturas de la segunda posguerra, aunado, en lo fundamental, a la desarticulación del colonialismo y la emergencia de áreas culturales y paisajes inéditos obligó a una reconfiguración del paradigma disciplinario. La mirada antropológica fincó su atención en el paisaje urbano, ignorando, incluso, las advertencias de quienes no consideraban pertinente ni recomendable que los antropólogos se inmiscuyeran en los asuntos de las sociedades complejas, que creían correspondían al campo de la Sociología. Se podía indagar, sí, pero bajo una condición: “La Antropología, ciencia interesada en las reglas universales del actuar humano, no puede y no debe estudiar las sociedades modernas, si no para buscar en ellas, lo que subsiste o aparece de las sociedades frías” . Ésa era la recomendación del gran pope de la Antropología francesa, Claude Lévi-Strauss, extasiado en el análisis de la violencia como resultado de “intercambios malogrados”. Años después, Jean Monod, su joven discípulo de La Sorbona, retomaría la indicación, y en Los Barjots - un clásico en el estudio de las bandas - descubriría “los tristes trópicos ocultos en la selva de asfalto” al decir de Feixa y Romaní.

¿Qué intentan los antropólogos, al abandonar la jungla y explorar en campo ajeno? Nada, escribiría el profesor Robin Fox, rastreando estructuras de parentesco en la isla de Tory, excepto una “lucha indigna por encontrar salvajes sustitutos en los barrios bajos”. Fox sentencia amparado en el viejo estigma reduccionista: los antropólogos a estudiar la cultura y los sociólogos la sociedad. Como si el análisis del hecho social no admitiera un análisis relacional. La transgresión de una norma, por ejemplo, ¿no implica acaso, una ruptura cultural, al nivel individual y otra al nivel social?, ¿la alteridad es una categoría petrificada en las comunidades primitivas, no susceptible de ser trabajada en el ámbito urbano?

En el fondo de estas preocupaciones estaba el temor, advertido por Dumont, en La Tarasque (1987), de que la reflexión antropológica “pierda continuidad”, extraviada en el análisis de alteridades extrañas u “objetos empíricos”, propias del mundo moderno. Gran paradoja. La Antropología, desde sus orígenes se planteó una “visión global de la vida humana” y asienta raíces en el análisis de culturas y sistemas de vida, independientemente de su condición, rural o urbana. La cuestión del otro es, y sigue siendo, el referente básico de la investigación antropológica. Para Marc Augé “No es un tema que se encuentre por casualidad: es su único objeto intelectual”. El otro violento es, desde luego, un objeto de investigación antropológica; habitualmente encuentra en la ciudad un territorio fértil para las actividades delictivas. Ir al encuentro de los que desprecian la vida, implica reconfigurar lo que entendemos por campo . Goffman el gran teórico del encuentro callejero testimonial, entendió mejor que nadie esta premisa metodológica. La antropología urbana habita en los momentos situacionales, en el espacio de la interacción, del encuentro. La descodificación de un signo supera, en mucho, el recurso sumatorio de la encuesta. Lo saben los investigadores que han ido al encuentro directo, vital, con los ejecutores del ataque mortífero y que purgan condena: la piel es un código cifrado, articula una situación, define más allá de la palabra. En la caligrafía trazada sobre el abdomen de un cadáver, se esconde la amenaza, pero también es un montaje, una performance , a través de la cual se exhibe el goce del poder; una orgía - la tortura - de una megalomanía sin freno, señalaba Bataille. Para Todorov, el sufrimiento del otro es la prueba objetiva del poder (1993): “Lazcano: para que me sigas mandando más pendejos de tus gafes”.

 

Sociología del delito

 

La Escuela de Chicago desarrolló una “ecología del delito o de la delincuencia.” Destacan las obras de Thrasher, The Gang, 1927; Shaw, The Jack-Roller, 1930 y de Zorbaugh, Cottrell y Mckay, Delinquency Areas , 1929. Lugar aparte ocupa el trabajo de Edwin H. Sutherland, considerado el sociólogo del delito más importante del siglo XX, y su teoría de la “asociación diferencial”, paradigma de la reflexión criminológica y espacio de encuentro con la Antropología. La veta analítica inaugurada por Sutherland será el punto de partida de un paradigma fundamental: el de la rotulación o labelly theory (Howard Becker, David Matza y Edwin Lemert) e inspirará la Etnometodología de Garfinkel, los Estudios Culturales de Birmingham (Williams, Hall), perspectivas de obligada referencia para los antropólogos interesados en el tema de la violencia urbana.

Sutherland acuñó el concepto asociación diferencial . En su opinión la “conducta desviada” y “delictiva” se aprenden en el marco de organizaciones diferenciales, en la confrontación del sujeto con un universo de mundos culturales en permanente conflicto. Las bandas poseen códigos no escritos de normas y de valores; en ellos se pondera el delito como un oficio normal, respetable. En contacto con estos grupos los individuos aprenden e interiorizan sus normas: no delatar, ser solidario con el caído en desgracia, colaborar, etcétera. El autor compara el oficio delictivo con los oficios legales: robar es una profesión. “El ladrón profesional está dotado de una gran habilidad y en esto se asemeja al cirujano, al abogado y al albañil. Todos los recursos de su ingenio están orientados a preparar y ejecutar el delito, a esconder las mercancías robadas, a salir airoso del proceso en caso de detención y a controlar durante el curso de la acción todas las operaciones que implica.” Estos planteamientos - superando, desde luego, la desviación, de explicaciones basadas en patologías individuales o sociales - pueden ser de utilidad para entender la relación entre violencia y vínculo social: la debilidad del Estado en áreas urbanas de segregación o exclusión, permiten que los vacíos institucionales sean llenados por el crimen organizado.

Los cárteles del narcotráfico brindan cobijo al desamparado, al paria urbano. Los individuos sin arraigo social, encuentran en la urdimbre del crimen organizado un suelo protector, un espacio, una pedagogía de aprendizaje. Al amparo de una estructura clánica horizontal, los sujetos “trabajan para el patrón” y pueden escalar posiciones de acuerdo a sus habilidades. Los oficios se presentan como “normales”: cosechar amapola o marihuana, vigilar los cultivos, trasladar la droga, comprar insumos o precursores, eliminar enemigos, etcétera. Los oficios son múltiples, y, también, reproducen el sistema de sexo/género. Las mujeres preparan los alimentos de los secuestrados, permanecen al tanto de sus afecciones, sirven de compañía, o de cebo para tenderle trampas al enemigo. Los oficios ilegales se asumen como una actividad cualquiera, gozan de aceptación social dentro del grupo. La percepción generalizada en lo que llamamos núcleos de exclusión - comprobado empíricamente en Baja California y Sinaloa - , es clara: el narcotráfico y la violencia son actividades rentables. Los beneficios saltan a la vista: una troca del año, casa nueva, artículos suntuarios, ascenso en la escala social: “Antes era Tomás, ahora me llaman Don Thomas”.

Aunado a lo anterior, debemos agregar la incertidumbre que generan las instituciones: “El PRI nunca hizo nada, Fox tampoco, y ahora con López Obrador, tampoco se sabe. Sea uno o sea el otro, siempre tenemos que trabajar. Si el gobierno no da lo que promete, sólo quedan dos cosas, jefe, irse para el otro lado o hacerle al jale con los patrones”. Entre otras cosas, los “cárteles ( dixit Osiel Cárdenas) organizan, incluso desde la cárcel, comidas por el día del niño, de la madre, y nunca faltan los regalos ni las despensas, para todo el pueblo”. El único requisito para ser candidato a los beneficios descritos se resume en una sola palabra: lealtad. Aprender a “cerrar la boca” es parte del aprendizaje. Los seres humanos piensan en términos de identidad y semejanza, afirma Eco (1997). En este caso, la identidad del grupo pasa por el respeto a las normas no escritas del patrón, la semejanza, el convencimiento de ejercer entre iguales, un oficio: delinquir. En las zonas de exclusión social existe cierta tolerancia hacia el narcotráfico, toda vez que generan un proceso de permeación de la estructura socioeconómica y cultural. Es de tener en cuenta, además, el arraigo de los involucrados. Los miembros de la “nómina” de los cárteles pertenecen a familias de la localidad. Los Arellano Félix, son una excepción: no son oriundos de Tijuana. Los ancestros del clan son de Culiacán.

La carrera del sujeto desviado, requiere de un paciente aprendizaje. Es en el mundo objetivo de los bajos fondos , donde moran las condiciones ideales de desorganización social (Cambiasso y Griecco, 2000). La expresión bajos fondos es, por antonomasia, una imagen discursiva para retratar la otredad de lo oculto y subterráneo, el espacio diferenciado de los excluidos, y donde hipotéticamente se dan cita las clases peligrosas. En su análisis del espacio, los etnógrafos de Chicago idearon una cartografía de “zonas concéntricas o de distribución del delito”. Identificar las áreas de concentración delictiva era importante en el sentido de sugerir propuestas de intervención estatal. Los sociólogos de Chicago, entre sus metas, buscaban integrar al desviado y reformar al delincuente, para reintegrarlo a la sociedad. El modelo sigue siendo de utilidad en la teoría urbana contemporánea. La identificación espacial del peligro, define patrones arquitectónicos de “enclaves fortificados”. Así los llama Teresa Caldeira en sus estudios sobre Sao Paulo. Los sectores pudientes crean fortalezas para aislarse de los pobres y de la violencia. Lo paradójico es que los actores de la violencia penetran los enclaves fortificados, sin despertar sospecha y, como camaleones, fingen una vida completamente pacífica, derrochando poder y prestigio.

 

Exclusión social y violencia

 

Tijuana es una ciudad de migrantes. Los de fines del siglo XIX y principios del XX, llegan en momentos en que la conquista del oeste ha culminado, la tierra ha sido expropiada a los indios, y las fuentes de trabajo se concentraban en ciudades como San Francisco, Los Ángeles y San Diego. Las primeras oleadas llegaron en el marco de la prohibición de la Ley Volstead , la declaración de Zona Libre de 1939 y, el Convenio Bracero de 1942. La facilidad para conseguir tierra y construir era un incentivo para quedarse. “Quienes no pudieron pasar al otro lado se quedaron en Tijuana. Luego vinieron las maquilas y la gente se fue quedando. Venía gente de varias partes de México: del Distrito Federal, de Querétaro, Puebla, y de Yucatán, de todas partes, también de Guatemala”. Además llegaron los narcos. Entre los más conocidos: Pedro Avilés (Durango), Rafael Chao, Jesús Labra Avilés, Don Chuy, (Sinaloa), El Mayo Zambada, Joaquín Loera Guzmán y los Arellano Félix (Culiacán). La zona fronteriza, al menos desde mediados de los cuarenta, era controlada por clanes de Sinaloa. La ubicación geográfica, hizo de Tijuana, un lugar privilegiado. Se dice que Miguel Ángel Félix Gallardo le cedió el control de Tijuana a Don Chuy, y éste a su vez, a los Arellano Félix, quienes han dominado su feudo con mano de hierro, desde fines de los setenta, y sorteado con relativo éxito la persecución de las autoridades y el enfrentamiento con el clan de los Carrillo Fuentes (Blancornelas, 2002; Astorga, 2005).

La precariedad es una característica que comparten los migrantes y sobre esa “base situacional” se configura la conducta delictiva. Culturalmente es el otro , “el extranjero”, diría Simmel; un sujeto que carga sobre sus hombros el peso de dos “desorganizaciones”: la social y la individual. El inmigrante pobre encarna la figura de la exclusión; carga sobre sus hombros el peso de la estigmatización social. La pobreza parece ser el caldo de cultivo de lo que algunos medios de comunicación denominan “clases peligrosas” ¿Quiénes son esas clases peligrosas? Aquellas que se ubican “fuera de las esferas productivas de la sociedad industrial, o que se encuentran al margen de una actividad laboral, y de un principio de racionalidad basado en la idea “el tiempo es oro” (Juliano, 2004).

El inmigrante oscila entre dos procesos: la desorganización y la reorganización. El primer aspecto, tal como lo estudiaron Thomas y Znaniecki, en El campesino polaco , involucra puntos de ruptura con la comunidad de origen y todo lo que ello implica. El segundo, la reorganización, alude al proceso de “adaptación”. Éste se manifiesta de dos maneras, positivo o negativo. En el primer caso, la adaptación pareciera lograrse hipotéticamente a través de un paulatino posicionamiento laboral, y en consecuencia, cultural. En el segundo, la adaptación se vive como colapso: el inmigrante se siente extranjero, es el otro, el “tartamudo social”, lo llama Schutz, el errante, el nómada. Inhibido frente a los lenguajes del nuevo hábitat, el inmigrante se autoexcluye de los lazos de sociabilidad e insiste en los referentes comunitarios que dejó atrás. Tiende a reinventar la comunidad de origen agrupándose con sus iguales. La reorganización en términos individuales, implica un reinventarse la vida de otro modo. Para los sociólogos de Chicago, ese proceso será el escenario en que se gesta el aprendizaje de la conducta criminal. De ahí su interés, en términos de investigación, en la fase de reorganización individual. La reorganización tiene que ver con problemas de orden social y no con situaciones de orden mental, derivados de características de orden biológico o racial, como se derivaba de los planteamientos de la Antropología criminal de Lombroso.

El inmigrante actúa en un medio social específico que en primera instancia le provee información necesaria, le advierte sobre la situación a enfrentar. Cada circunstancia le obliga a un proceso de interpretación. La única referencia es su “capital cultural interno”. En este sentido el individuo confronta su propio pensamiento con el pensamiento colectivo del grupo. “Matar es malo”, por ejemplo, es el resultado un análisis situacional de orden interno. Sí, pero si careces de recursos, y te ofrecen el “trabajo” es natural que lo tomes, le previene el entorno social externo, una de cuyas bases, incluso, encuentra argumentos en la religión: Santa Rosalía, patrona de Palermo, es protectora de los gángsters sicilianos. El ánima de Jesús Malverde da certeza al gatillero: “No me desampares Malverde; el muerto tenía la culpa, y yo necesitaba los verdes; no lo maté por la espalda; el tiro se lo di en la frente”.

En el grupo que analizamos, los narcotraficantes, el proceso de reorganización-aprendizaje explica el ingreso de los sujetos a la nómina de los cárteles. Van Dijk llama “cognición social” a la miríada de elementos socioculturales que comparten los miembros de un grupo. Para Salazar y Jaramillo la cognición social se expresaría al interior de lo que denominan “subcultura del narcotráfico”. La macrocefalia urbana, la precariedad económica, y la crisis de legitimidad del Estado, fundamentan el ejercicio de actividades lucrativas al margen de la ley. Los corridos, “arrebatos de júbilo”, expresan de forma acertada los rituales de la cognición social:

 

Vivo de tres animales

Que quiero como a mi vida

Con ellos gano dinero

Y ni les compro comida

son animales muy finos:

mi perico, mi gallo y mi chiva...

Aprendí a vivir la vida

Hasta que tuve dinero

Y no niego que fui pobre

Tampoco que fui burrero.

 

La ciudad y el crimen

 

Finalmente la ciudad es, hoy en día, epicentro de la reflexión antropológica, y de las ciencias sociales en general. Los datos avalan el giro analítico: casi el 70 por ciento de la población mundial vive en las ciudades (García Canclini, 2005) delineando y ejerciendo particulares perímetros de memoria o “comunidades imaginadas”, para decirlo con Benedict Anderson, que reconfiguran y resignifican el imaginario urbano. La invisibilidad y el acontecimiento cotidiano, no sólo traducen escenarios que refractan al individuo como psique , sino que obligan a la apertura de nuevos campos de reflexión y elucidación. No se trata de reinterpretar la añoranza por lo otro exótico, sino de imaginar lo social urbano, desde una heurística instrumental que vigorice la reflexión antropológica. Carece de sentido inventariar de nuevo los temas clásicos de la Antropología: sociedades exóticas, indígenas, fiestas, campesinos, parentesco... Estos objetos de estudio desde luego están presentes en la cotidianidad citadina (García Canclini, 2005), sin embargo, la reflexión urbana obliga a preguntarse por la reubicación teórica de los objetos de estudio, y desde luego por el significado y alcances de la vida social, toda vez que el otro se manifiesta, siempre, como un sujeto en movimiento. Cornelius Castoriadis llamaba elucidación al mecanismo bajo el cual los sujetos “piensan lo que hacen y saben lo que piensan”. René Laurau alude a la implicación, a propósito de cómo vemos al otro pero, también, como nos vemos nosotros mismos, en una doble operación de objeto-sujeto, centrando el énfasis en la relación entre dos génesis: la social y la teórica. No plantearlo de este modo equivale a reducir la práctica antropológica a una simple descripción de lo que realiza el otro . ¿Cómo abordamos al otro, si este acercamiento implica trabajar con los productores de violencias?

La reconfiguración del paisaje de la modernización y la globalización, exigen un replanteo de las claves de lectura de lo urbano, en el sentido de ir de una Antropología en la ciudad a una Antropología de la ciudad. La urbe no se funda en la atracción sino en el rechazo, en el alejamiento recíproco, en la desintegración, escribe Paul Virilio. La ciudad moderna evoca el caos; temor nebuloso en un mundo carente de sentido y ausente de identidad: el infierno por todos tan temido, grande, denso, y socialmente heterogéneo, según la clásica y multicitada caracterización de Wirth. Ítalo Calvino en Ciudades invisibles , le hace decir a Marco Polo, en un diálogo con el emperador Kublai Kan: “El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya está aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure” . Virilio anticipa, al igual que Caldeira en Sao Paulo, la huída de las clases medias y altas hacia “zonas de refugio”: Espacios monitoreados por sistemas de cámaras invisibles y vigilancia privada, que los aísle del mundo de las clases peligrosas. El espacio público ha perdido su condición: ahora pertenece - se comenta con sigilo - a los bandidos, a los actores del narcotráfico: “Se balacean a la luz pública, como si estuvieran en la fiesta del pueblo o en el rancho”. La extracción campirana y la baja escolaridad delatan a los clanes. La única excepción son los Arellano Félix, “gente de ciudad, bien vestidos y educados; tienen clase. El menor de ellos, Ramón, era un desastre, impresentable, bueno... toda familia tiene su oveja negra”.

El infierno calvinista es una metáfora certera, trazo perfecto que dibuja la ciudad con sus riesgos y temores. La ciudad es un laberinto; en sus intersticios habitan los extraños, los otros , los que comercian con el miedo y la prohibición. La otredad se cristaliza en formas inéditas de miedo. Temor al diferente: al sospechoso de conducta desviada, al tatuado -puede ser un mara- , al inmigrante -puede ser ladrón- , al forastero-puede ser un narco- . De ellos se han ocupado diversos autores y saberes, en un juego de invenciones y acertijos. Explorar la geografía del miedo fue, entre otros, uno de los retos de una disciplina que titubeante se arriesgaba a dar sus primeros pasos e intentaba en ellos develar las consecuencias del acelerado y brutal crecimiento urbano: la Sociología. Prescindir del miedo como recurso metodológico, constituyó un gran paso. Nunca antes la cercanía con los objetos de estudio había sido tan patente. Los noveles oficiantes cruzaron la frontera y se instalaron en los intersticios liminares del laberinto urbano. Las primeras preocupaciones por la otredad urbana llevaron a los etnógrafos de Chicago a sutiles trabajos de exploración in situ , a imagen y semejanza de la experiencia de los trabajos en comunidades primitivas realizadas por los antropólogos europeos, excepto una diferencia: los informantes. Los objetos de estudio, son ahora, los “aldeanos urbanos”, según la expresión acuñada por Engels en su estudio La situación de la clase obrera en Inglaterra , las tribus urbanas de Maffesoli, los salvajes metropolitanos de Guber. Los otros resignifican bajo las luces de neón los rituales iniciáticos de los que hablaba Arnold van Gennep: ¿Cómo entender las cuotas de violencia y las marcas -tatuajes- en el ego territorial de los maras salvatrucha que, según se sabe, tienen ligas con el narcotráfico, sin acercarse a las zonas donde ejercen su dominio?

De estos primeros acercamientos en que se combinaba el trabajo de campo y la observación participante de los antropólogos con técnicas periodísticas para la recolección de información de primera mano, surgiría una pléyade importante de investigadores que, en la historia de la Sociología y la Antropología urbana sientan las bases para el análisis contemporáneo de la violencia. Desviación y delito han sido, en ocasiones, tratados como sinónimos. No lo son. El delito es sólo una subcategoría de la desviación. La conducta desviada no siempre es punible, pero sí fuente de sospecha. Lo ha sido a través del tiempo, momentos y geografías: la vida cotidiana se criminaliza. Prevenir la desviación, no importando el costo social, parece ser la consigna de la Criminología actual basada en el control social, una de cuyas premisas es la tolerancia cero.

 

Tijuana. El crimen organizado

 

Tijuana se benefició de la prohibición del alcohol y de la demanda de consumidores de drogas (opio y heroína) en el sur de los Estados Unidos. “Los gabachos cruzaban la garita de San Isidro sin problema; estacionaban sus coches y luego se les veía visitar los bares donde consumían drogas hasta el amanecer. Lo siguen haciendo. Los fines de semana los antros no dan abasto”. Ignoramos la repercusión económica del narcotráfico en la entidad, antes de la década del ochenta. Aquellos años estuvieron bajo la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional. Este hecho define una praxis política concreta, caracterizada por la corrupción de las corporaciones policíacas. Rafael Chao, por ejemplo, cabeza de un clan en Mexicali, fue agente de la Dirección Federal de Seguridad. No obstante, se sostiene como hipótesis, que el crecimiento urbano de los años veinte estuvo ligado a la Ley Volstead y a los negocios que de ahí se desprendieron. En los últimos años se registra un incremento poblacional cuya base es el flujo constante de migrantes, pero también movilidad de capitales en el rubro de la construcción y bienes raíces, con dinero de procedencia ilícita.

Tijuana, a mediados de los ochenta, albergaría a uno de los cárteles más poderosos de México: El de los Arellano Félix. En sus orígenes no se caracteriza por la violencia extrema. El periplo de la violencia inusitada, las ejecuciones en la vía pública y por extensión el de las decapitaciones y los “encobijados”, según una hipótesis de Astorga, tiene que ver con la modificación del mapa político en la entidad. En 1989 el PAN gana la gubernatura de Baja California. Este hecho desestructura los mecanismos tradicionales de ejercicio del poder local afectando intereses largamente consolidados. No todos los crímenes son atribuibles al cártel. Resultaría ingenuo plantearlo. Las cifras policíacas tienen algo de míticas. Sin embargo, tal como ha ocurrido en otros países, las actividades de los cárteles al asociarse con el imaginario del “dinero fácil” coadyuvan en la generación de otras formas de delito y violencia: el secuestro, el asalto, o el tráfico de personas.

Los cárteles se construyen con base en redes, estructuras de poder local y la complicidad con autoridades venales. De otra manera no se explica que los Arellano hayan sobrevivido tanto tiempo, viviendo incluso por largas temporadas en los Estados Unidos. Con el tiempo las redes se extienden a los ámbitos regional y nacional. Tal es la historia de los grupos delictivos que se inician en el negocio de los narcóticos en Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez, en los años veinte del siglo pasado, asociados a migrantes asiáticos y norteamericanos y a la corrupción de las autoridades locales. Jesús Blancornelas señala que el primer trato entre gobierno y narcos, del que se tiene noticia, (1920) involucró a grupos chinos y al gobernador de Baja California, el coronel Esteban Cantú. A cambio de cinco mil dólares los chinos obtuvieron la “membresía” para introducir, transportar, vender y consumir opio

En la génesis de los cárteles del narcotráfico: de Tijuana (Arellano Félix) Juárez (Carrillo Fuentes), Sinaloa (Chapo Guzmán, Mayo Zambada), del Golfo (Osiel Cárdenas Guillén), entre otros, subyacen procesos vinculantes locales o regionales, asociados a fenómenos de tipo político, social y cultural. Cada una de estas organizaciones criminales posee su propia memoria e identidad: sin una la otra es imposible y viceversa; son además, recursos culturales importantes para sostener la tradición en el ámbito restringido de lo local. El crimen organizado tiene un soporte territorial local, con límites predeterminados; cuando la frontera entra en disputa, la violencia se dispara entre los clanes locales. Estos hechos exhiben una ausencia de hegemonía; de ahí el caso de las disputas militares que se dan entre los cárteles. Pese a lo que pudiera creerse, la globalización del crimen, no elimina las bases culturales que les sirven de origen. Para Castells éstas se mantienen y ocupan un papel central en el proceso de reproducción y camuflaje, para ponerse a salvo de la acción del aparato policial. Las fronteras clánicas pueden desaparecer en términos físicos, no así las culturales; éstas se mantienen. Se reactualizan constantemente a través de la memoria y la acción de los actores. Los mojones se corren de acuerdo a la capacidad operativa. Así los Arellano prolongan sus actividades lejos de su territorio base, Tijuana, y actúan en el Distrito Federal; el cártel de Juárez, en Yucatán; el cártel de Sinaloa, en Acapulco. Los desplazamientos cartográficos se traducen en cifras: en 2006 han sido ejecutadas en Acapulco 88 personas, las pruebas periciales las atribuyen a los cárteles: pies y manos atados con cinta canela, vendados y con el tiro de gracia. Los focos de violencia ya no son patrimonio de las ciudades fronterizas. Éstos se han desplazado a diversos lugares del país.

Un ejemplo de lo que acabamos de plantear es el cambio de roles de las organizaciones criminales en el contrabando de cocaína. En los noventa, con la muerte de Pablo Escobar, se liquida el cártel de Medellín y, meses después, con la captura de los hermanos Orejuela, el cártel de Cali. Estas organizaciones desaparecen como estructuras, sin embargo sus fragmentos rápidamente se reestructuran y multiplican; lo hacen sobre la base de identidades regionales. Asimismo plantean alianzas clánicas supraterritoriales. Algo similar ocurrió en México con la captura de Miguel Ángel Félix Gallardo, el “capo de capos”, asentado en Sinaloa. El contrabando actual de cocaína sudamericana hacia Estados Unidos, no se puede explicar sin un análisis de la política de acuerdos comerciales, signados entre los cárteles colombianos y los mexicanos. Según reportes de la ONU (2006), el 55 por ciento de cocaína se introduce a México por vía marítima, un 30 por ciento, por tierra, y un 15 por ciento por vía aérea.

En México los cárteles han evolucionado en estructuras horizontales. En cierto modo constituyen una superación de la organización criminal basada en el modelo caciquil o de estructura de poder local, a imagen y semejanza del viejo cacique que dominaba la política local, y cuyo poder emanaba de su cercanía con el gobierno federal. La permanencia de estos caciques estaba ligada a su capacidad de negociación sexenal con los presidentes o gobernadores en turno. El modelo horizontal si bien aprovecha la cercanía con las autoridades en turno, tiene mayor movilidad: no dependen exclusivamente de los vaivenes de la política. El artífice de este modelo fue Miguel Ángel Félix Gallardo; se le atribuye algo inédito: la habilidad de haber desconcentrado el negocio del narcotráfico y zonificarlo entre sus diversos socios, esto es: asignar territorios. Se dice que el pacto se celebró en 1989. Hegemonías como las de Félix Gallardo, no existen hoy en día. Esto puede explicar el proceso creciente de enfrentamiento y alianzas de los clanes: Los Arellano Félix, los hermanos Beltrán Leyva, los Carrillo Fuentes, el Chapo Guzmán, el Mayo Zambada, los hermanos Valencia, Osiel Cárdenas Guillén, etcétera.

La identidad cultural es un aspecto importante en la construcción del crimen organizado, y de eso tendrá que dar cuenta la Antropología de la violencia: El mercado de la cocaína requiere tener en cuenta la adscripción cultural de los contrabandistas; situación similar guarda el tráfico de derivados del opio en Asia o el hachís en África. No se puede entender el narcotráfico en México sin tener en cuenta el papel crucial que ha tenido una región en especial: Sinaloa. En estos casos, lo nacional/local articula y define procesos históricos, culturales y religiosos, sobre cuya base operan las estructuras organizativas de los mercados ilegales.

 

Los mercados ilegales

 

Los narcotraficantes se alimentan del fantasma de la droga: son los beneficiarios directos de la prohibición y del estigma. La interdicción es el demiurgo, dios creador de la violencia. La represión o violencia positiva, se ampara en el dogma jurídico, en el deber ser de los códigos penales. La persecución penal se transforma en estrategia de poder y de corrupción. El fantasma es siempre un estigma. Define esa “marca con que se distingue al violador de un determinado código ético originado por la ideología de las clases dominantes”. El estigma es la síntesis de la prohibición; el referente básico de la desaprobación social: castigo extra jurídico, parte oculta de la conciencia abstracta. Vergüenza pública, dardo envenenado que paraliza socialmente al estigmatizado: el uso recreativo del alcohol, por ejemplo, exhibe el status moral del consumidor: deja de ser un ciudadano honorable para transformarse en portador de una “identidad deteriorada” (Goffman, 1998): malandrín, borracho, delincuente, traidor. Las sociedades inventan sus fantasmas; construyen sus bestias negras, chivos expiatorios que operan como válvula de escape de odios locales o universales, ese papel lo ocupan los consumidores de drogas. Las autoridades lo asumen: Daryl F. Gates, jefe de policía de Los Ángeles, declaró ante los medios de comunicación que los consumidores de droga “debían ser fusilados.” Si Estados Unidos ha declarado una “guerra contra la droga”, advertía, con esa metáfora extrema acuñada por Nixon, el consumidor es un transgresor, un traidor , y como tal debe ser tratado. La constitución contempla la pena de muerte a los traidores.

La Antropología ha dado cuenta del papel que juegan las víctimas propiciatorias en la comunidad de origen (Girard, 1998). La omnipotencia del mal, encarnada en los fantasmas, libera provisionalmente la carga moral de los perseguidores justicieros, los heraldos de la cruzada farmacológica. La droga real no son las sustancias psicoactivas, la droga verdadera son sus fantasmas (Silva, 1997); éstos afirmaba Lacan contienen un “significante imaginario” que subyace en la memoria colectiva de los individuos. Dos declaraciones confirman esta aseveración. La primera es de Jesse Jackson (25 de enero de 1998): “Debemos considerar las drogas como obra del diablo,” y la segunda, de Keith Huber, director de operaciones del Comando Sur del Ejército de los Estados Unidos (12 de noviembre de 1999): “Las drogas ilícitas son armas de destrucción masiva”.

 

La construcción del mal

 

Estereotipos o modelos del bien versus el mal hay muchos. Tantos como culturas en el mundo. No haremos un inventario. Sólo con fines analíticos mencionaremos el modelo bien/mal asociado a la idea de epidemia. En Occidente, uno de los referentes míticos epidémicos más conocidos, se remonta a la Grecia antigua. En éste, el mal se asocia con la idea de epidemia, enfermedad contagiosa que se produce al mismo tiempo en diferentes sitios, afectando a la comunidad de origen. En Edipo Rey ( 425 a C.) Sófocles, el poeta griego, narra cómo para eliminar la epidemia (el mal) que azota a la ciudad, el oráculo aconseja expulsar de la comunidad al criminal impune. Edipo, el parricida incestuoso, es responsable de la peste que se expande con peligrosa rapidez por las calles de Tebas, capital de Beocia. Una variante premoderna, si se quiere, de lo que hoy en día conocemos como el VIH/sida. Edipo es el “chivo expiatorio”: el argumento ideológico que justifica el estigma, la persecución social. Expulsar a Edipo es, en cierto modo, una forma de reconstituir lo que Goffman denomina “identidad deteriorada”. El mal, como ciertas variantes de los virus modernos, incuba la enfermedad, pero también su antídoto. Edipo encarna el mal, pero igualmente puede salvar a Tebas del flagelo epidémico. Edipo prefigura a Job, el paciente antihéroe del Antiguo Testamento, que es expulsado de la comunidad cristiana y condenado, dice Girard, a seguir el camino de los hombres perversos o malditos.

El modelo mal/epidemia, inspirado en una resignificación de Edipo rey, constituye, en asuntos relacionados con la ingesta de drogas recreativas, el argumento explicativo de la modernidad. Las drogas modernas están constituidas, genéricamente, por todas las que se consumen al margen o independientemente de sus atributos o valores terapéuticos. El uso cultural de drogas está mediado por su capacidad química para generar sensaciones placenteras o recreativas. La automedicación de drogas modernas es una práctica que, al ser valorada por las autoridades sanitarias y penales, en términos estrictamente epidemiológicos o de conducta desviada, se reconfigura como un acto de contagio, de asimilación corpórea del virus maléfico. Ésta es la lectura que podemos hacer del reciente veto del presidente Vicente Fox, a la iniciativa de ley para despenalizar y reglamentar la portación de dosis de drogas para uso personal, contraviniendo un precepto básico: el libre arbitrio, propio de una sociedad de hombres libres; el Leviatán teológico prescribe más allá de la órbita del Derecho, sobre conductas que sólo le competen al individuo.

Las drogas recreativas constituyen, entre varios eufemismos utilizados por los epígonos de la universalización moral, formas varias de epidemia. La expansión del “virus” ha sido calificada indistintamente como la “peste del siglo”, “bestia negra” o “quinto jinete del Apocalipsis”. Las drogas son, entonces, el Edipo de la civilización moderna, el culpable de los malestares sociales. Artífice del nacimiento de un Edipo drogadicto, el y onqui posmoderno que bajo los efectos químicos del mal, asesina al padre y cópula con la madre. Bajo esta perspectiva, la reconstitución de la identidad deteriorada, incluye la expulsión de la autonomía de los deseos del reino de los hombres.

 

Las drogas: chivo expiatorio

 

Un chivo expiatorio es el que paga las consecuencias de algo sin merecerlo. En el caso que nos ocupa, utilizamos la expresión chivo expiatorio para señalar el papel que las autoridades del “planeta americano”, como lo denomina Vicente Verdú, le han asignado a las drogas recreativas en nuestra cultura. El “problema de las drogas”, es un falso problema. El tema alude a un escenario complejo que no se resuelve con la descalificación ni bajo la lógica implacable del Derecho penal. Las drogas son el resultado de procesos de trabajo y de experimentación y, en sentido general, poseen características que en su condición de mercancías comparten mecanismos de producción, distribución y consumo, con otras mercancías, en los diversos circuitos del mercado global, o de la red dinero-mercancía-dinero. En sí mismas, las drogas no constituyen un problema social; sólo son sustancias medicamentosas de origen natural o sintético. En su estructura interna poseen una virtud bipolar: ser remedio y veneno. Su connotación cambia a partir de las variantes culturales de uso o consumo. Ni buenas ni malas. Las autoridades han hecho de las drogas el chivo expiatorio de nuestra cultura.

Chivos expiatorios fueron en el pasado los herejes, las brujas, los judíos, los negros, las minorías sexuales, etcétera. Sobre estas figuras se depositó la responsabilidad discursiva de la desgracia social. Síntesis del mal. A través de diversos procesos los estereotipos del mal fueron expulsados del imaginario social, siendo sustituidos por otros. Inventar chivos expiatorios parece ser una necesidad ideológica. Los comunistas ateos, devoradores de niños, que inspiraron el mackartismo, han sido sustituidos por el fantasma de la droga y los musulmanes “terroristas”: en su nombre y, de acuerdo a los parámetros de una geometría política y religiosa, las tropas de la coalición asaltaron y destruyeron Afganistán e Irak.

La historia parece exigir de Occidente la presencia de víctimas y de victimarios. Desenvainar la espada y mantenerla en alto es una necesidad histórica de los victimarios. Las víctimas ofrecen cuotas importantes de placer al victimario. El fuego y el azufre para los herejes y las brujas, los hornos crematorios para los judíos, mísiles selectivos para los dirigentes palestinos, el aislamiento severo para los prisioneros en Guantánamo.

La guerra contra las drogas es en esencia una guerra religiosa, similar a las expediciones militares de Pedro el Ermitaño, el monje francés, que abogaba por reconquistar la Tierra Santa. La Europa cristina registra ocho cruzadas, entre los siglos XI y XIII, en contra de los herejes ¿Cuántas guerras contra la droga han orquestado los norteamericanos? Varias. La primera llegó con Richard Nixon, en los años setenta. Ninguna ha dado los resultados esperados. La guerra expresa la lucha armada entre dos o más naciones o entre ciudadanos de un mismo país. Hablar de una guerra contra las drogas, es un despropósito. Una metáfora hueca. La guerra contra las drogas es, en todo caso, una guerra sucia. A través de este mecanismo los medios ilegítimos sirven para obtener un fin. La soberanía de las naciones es vulnerada para favorecer operaciones encubiertas. En los años noventa del siglo XX, se sacrificaron cientos de ciudadanos del barrio El Chorrillo, en Panamá, en el proceso de captura del general Noriega, preso actualmente en una cárcel de la Florida. Generales y sacerdotes creen hacer el bien. Como en los Hermanos Karamazov, la novela de Dostoievski: los arquitectos construyen el “edificio del destino humano”, sin cuestionar que los cimientos se reposan sobre el dolor y el sacrificio.

La experiencia de los campos alemanes fue posible gracias a la manipulación de sentimientos religiosos: los arios como el pueblo elegido por dios. La moral no es innata. Se asimila bajo el calor del látigo. En el enfrentamiento de Yahvé, el dios hebreo, contra Baal, el profeta Elías transforma una disputa de tierras en una guerra santa. Las tribus hebreas anhelaban un territorio propio. Derrotados los cananeos, Elías ordena cortarles la cabeza. La guerra, será entonces, no la resultante de “transacciones malogradas” sino -como sugiere Canetti- la pasión por el poder: “El delirio que éste suscita y la necesidad irresistible de acumularlo y conservarlo”

La intolerancia, independientemente de sus particularidades históricas -nazismo, xenofobia, discriminación racial, sexual, religiosa- tiene como lugar común, la aplicación de cuotas de violencia, basada en premisas falsas y la imposición de verdades a ultranza. Desde la Grecia clásica, recuerda Madanes, la Filosofía se ha enfrentado al tema de lo falso y lo verdadero, la confrontación entre la doxa y la episteme . Una de las tareas de la filosofía, consistía, justamente, en lograr la sustitución de la doxa (creencias populares) y sustituirlas por la episteme o conocimiento objetivo, verdadero, demostrado. Sócrates es obligado al tormento de la cicuta. Su sacrificio inaugura la tragedia. La doxa se impone sobre la episteme. La doxa se impone sobre Galileo. El miedo doblega a la episteme. La abdicación de Galilei inaugura el triunfo de la intolerancia. Las Sagradas Escrituras se presentan como “verdad revelada”. En el Antiguo Testamento aparecen cerca de trescientos preceptos o mandatos. En ellos se prescribe la subordinación o restricción de los deseos. Hobbes, también Maquiavelo, habían anticipado un ántropos racional: un “cuerpo pasional lleno de deseos,” al que es necesario domesticar. Ésa es la función del Leviatán, el monstruo inquietante, obra del grabador Wenzeslaus Hollar, para la portada del libro.

El mal, por antonomasia, se asocia con la autonomía de los deseos: el “cuerpo del delito” es, en realidad, “el objeto del deseo”. En ese sentido la identificación religiosa del mal viene acompañada de una norma prohibitiva. La ley inaugura los caminos del bien y de la prohibición. Opera como amenaza, vigila y castiga, dirá Foucault. Aísla a Satán, esa criatura monoteísta sobrenatural, misteriosa encarnación de las artes de la seducción, es decir del mal. Presencia avasalladora. Cumplir la norma es hacer el bien, exorcizar el mal, es la antesala de la salvación. Emasculación del deseo: “No desear”. Advertencia inútil. En nuestra cultura inevitablemente apostamos por lo prohibido.

 

La construcción del miedo

Es hora de concluir este ensayo. Cerrar un trabajo en construcción sobre violencias, angustias y miedos, asociados al narcotráfico. Los temas tratados no constituyen un capítulo de ciencia ficción o de la realidad virtual, al contrario, son reales en toda su extensión, parte de la compleja realidad de México, inscrita en códigos aún no descifrados suficientemente. Los códigos no escritos de la violencia contemporánea están asociados al narcotráfico. Descodificarlos es una tarea de quienes se interesan por el tema de las violencias. Existen tradiciones analíticas -métodos y técnicas- en el campo de la Sociología, la Criminología y la Antropología urbana que deben ser recuperadas para orientarnos en la reflexión. Es necesario restituir la relación entre poder y violencia.

La fiebre efímera del dinero fácil que apuntala el imaginario utópico de los mercados ilegales, generaliza socialmente el ejercicio de la violencia. No porque se exacerbe “la furia del lobo” que llevamos dentro, sino porque el lucro rápido se transforma en objetivo. El narcotráfico coadyuva en la ampliación de los escenarios de la violencia. Quien no accede de manera formal a los denominados “dineros calientes”, puede sobrevivir habilitando otros mercados: el secuestro en la modalidad de retención a largo plazo, el secuestro express, el tráfico de personas, el robo de infantes o el comercio de órganos.

El narcotráfico opera como delincuencia organizada, sus leyes no escritas se ejecutan bajo la gramática del crimen: el acto violento focalizado, pero también indiscriminado. El crimen como acto de violencia vulnera a los ciudadanos y también al Estado; la delincuencia organizada le disputa el monopolio de la violencia positiva. La “violencia, cuando no se halla en posesión del derecho a la sazón existente, representa para éste una amenaza, no a causa de los fines que la violencia persigue, sino por su simple existencia fuera del derecho” . El riesgo del narcotráfico -Tijuana es un ejemplo- para un país como México, no es la abstracta constitución de un “narcoestado”, de la que hablan los medios de comunicación, sino algo más contundente: la erosión de las instituciones, la fragmentación e ingobernabilidad del sistema democrático. Recordemos que en suelo tijuanense se ejecutó a un candidato a la presidencia de la república (1994). El peligro es la construcción de un poder dual, paralelo, que le arrebate al Estado el control sobre la sociedad, la política y la economía de la Nación.

En torno al narcotráfico se han erigido poderosos grupos económicos, cuya acumulación económica crece de forma desmesurada, superando a las burguesías decimonónicas que, al operar legítimamente, se mantienen al margen de esa suerte de impuesto de facto, que se obtiene en los mercados ilegales. Compiten con desventaja. Los empresarios del narcotráfico, poseedores de recursos frescos, movilizan capitales especulativos en los diversos sectores de la economía formal. Modifican las estructuras del poder económico y político, en el ámbito local y nacional (Krauthausen y Sarmiento). Vulneran la soberanía. Este escenario es demostrable empíricamente en la zona norte del país: Sinaloa, Durango y Chihuahua, el publicitado Triángulo Dorado. En esta región la acción del Estado es limitada por grupos que actúan al margen de la ley. El poder de corrupción es evidente. El referente más claro fue la captura de dos generales del ejército, y el affaire del narcobatallón de Guamúchil, involucrados con los capos del narcotráfico. Se creía, hasta entonces, que el ejército era una institución incorruptible.

A través de los medios de comunicación el narcotráfico ha penetrado el imaginario colectivo, criminalizando el tejido social. El narcotraficante, en la imagen que proporcionan los medios, estelariza el papel de héroe moderno: “Es una fuerza ubicua, todopoderosa, inasible y por consiguiente invencible” . Mítica y sublime, la figura del narcotraficante, adquiere el estatus del héroe trágico que describen los corridos, esa suerte de cápsula musical informativa. Las narrativas de la ilegalidad se han instalado en los intersticios del cuerpo social y desde allí gobiernan. Representan la gramática del horror de una “comunidad del miedo” (Beck) que observa con temor y cierto respeto la corrupción, el soborno y la violencia. La angustia se lee en los rostros de habitantes de Tijuana, Ciudad Juárez, Culiacán o el Distrito Federal. En Acapulco los niños sueñan con los cuerpos decapitados. No es Irak. Las cabezas sangrantes y devoradas por las moscas, aparecen en las escaleras de los edificios públicos de la ciudad o en las playas.

Inerme ante la fragilidad de las instituciones de seguridad social, el ciudadano se refugia en el hogar. Hace de la casa una cárcel doméstica. Levanta protecciones. Se autoexcluye. Los ciudadanos del miedo se encierran tras murallas como huyendo de la peste. Aún así el crimen los alcanza. La gramática del crimen organizado obliga, según sugiere Rossana Reguillo, a inventar un “manual de sobrevivencia urbana”.

Droga y crimen no son procesos históricos simultáneos: constituyen una relación construida socialmente por la ilegalidad. El narcotráfico es una transgresión al contrato social. Tijuana, la “ciudad sin abuelas”, nos ha servido de modelo para trazar solamente una pincelada rápida sobre los costos sociales de la prohibición. La ciudad más poblada de la frontera norte sintetiza el peso de la corrupción, el rostro de “la impotencia e impericia de generaciones de políticos y las sucesivas crisis del Estado Mexicano del siglo XX, pero también los costos de un “vecino incómodo”: Estados Unidos posee el mercado de consumidores de drogas más grande del mundo. Al mismo tiempo, es el estratega de una política antidrogas basada en premisas teológicas (el bien versus el mal), terapéuticas (adicción) y de economía punitiva (código penal), absolutamente errática, equívoca y sin resultados. El modelo represivo fomenta la criminalidad, la corrupción y el comercio de drogas adulteradas. Abogar por una política multilateral en materia de drogas implica empezar a discutir en México, como signatarios de la Convención de Viena, acerca de la necesidad de despenalizar gradualmente la cadena de producción, distribución y consumo. La única solución posible, se plantea como hipótesis, para erradicar los cárteles es destruyendo el monopolio de éstos en el comercio de drogas ilegales.

La prohibición fomenta la criminalidad, la corrupción... y la violencia. Por eso, tenemos que acostumbrarnos a vivir con las drogas; domesticarlas racionalmente, de la misma manera que lo hemos hecho con el alcohol y el tabaco, las drogas legales de la modernidad. Apostar por la despenalización, como parte de una política multilateral, contribuirá a la eliminación de las mafias que lucran con lo prohibido y, sobre todo, a erradicar una de las fuentes generadoras de violencia: el narcotráfico.

 

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Notas

Según Federico Campbell una cartografía de 1833 alude a un caserío llamado Tijuán (Tía Juana) y, citando a Dean Conklin, comenta que la primera mención documentada de Tijuana es de 1809 y se refiere a la “ranchería de Tía Juana”.

Uribe , María Teresa, “Las incidencias del miedo en la política: una mirada desde Hobbes”, en Villa Martínez, Marta Inés (ed.), El miedo. Reflexiones sobre su dimensión social y cultural, Medellín, Corporación Región, 2002, p. 27.

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Llobera, Joseph, La identidad de la antropología, Barcelona, Anagrama, 1990, p.9.

Signorelli , Amalia, Antropología urbana, Barcelona, Anthropos-UAM, 1999, p.78.

Véase, Monod, Jean, Los Barjots. Etnología de bandas juveniles (1968), Barcelona, Ariel, 2002. Señalan Feixa y Romaní, en el prólogo, “Monod, completa el recorrido teórico iniciado por la Escuela de Chicago, sobre todo por Street Corner Society de William F. Whyte (1944), al trasladar el eje interpretativo desde el concepto de desviación al de subcultura: las bandas no deben entenderse como un fenómeno de anomia, de patología social, sino como de creación simbólica, de resistencia cultural” p. 4

Hannerz, Ulf, Exploración de la ciudad. Hacia una antropología urbana, México, FCE, 1986, p.12.

Payá , Víctor, Vida y muerte en la cárcel. Estudio sobre la situación institucional de los prisioneros, México, Plaza y Valdés, 2006.

En el abdomen del cadáver se dibujó con una navaja la letra Z , y sobre la playera el mensaje. Las manos y los pies estaban atados hacia atrás. La cabeza fue dejada en la escalera del Palacio Municipal de Acapulco, Guerrero (El Universal, 29-06-2006).

Sutherland, Edwin, Ladrones profesionales, Madrid, Ediciones de la Piqueta, 1993, p.193.

Mis tres animales , interpretan Los Tucanes de Tijuana.

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