MAURICIO  TENORIO
De la Atlántida morena 
y los intelectuales mexicanos

Historia y un poco de recuerdos(1)
                 

 

 

Cual Egipto a una pirámide o China a una pagoda o Japón a una Geisha o Brasil al consabido abacaxi en el sombrero de Carmen Miranda, así la idea “México” pertenece a lugares comunes aceptados lo mismo fuera que dentro y demandados por el mercado mundial de imágenes; mercancías marcadas sobre todo desde Estados Unidos y Europa. No creo que sea necesario desglosar estos atributos: la mercancía “México” lleva cerca de 150 años en el mercado y sus características son fijas y transparentes. Ruinas, mucho campo y harta milpa; artesanías, todas las formas de la autenticidad, indios prístinos, las grecas españolas o moriscas en edificios o en los dejos de los ojos de las “señouritas”; familia, comunidad, fiesta, muerte, color y violencia; Guadalupe, revolución, pasión, siesta, sombrero… jícaras, cueros, Rivera, Kahlo, Azuela, Paz, Fuentes y poco más. La demanda mundial por esto se mantiene; la oferta también. El país ha cambiado infinidad, la imagen no. Es esa imagen del México que en 1910 regresó a sí mismo, o eso han repetido incontables comentarios.

 

 

“En ese año”, escribió Stuart Chase en Mexico: a Study of Two Americas (1931) –uno de los libros sobre México más vendidos entre 1931 y 1960–, “México pasó de estar postrado ante los hombres blancos de todo el orbe, y comenzó a valorar a sus propios hombres morenos, su tradición inmortal, sus dones artísticos auténticos, su honorabilidad y su dignidad esencial”. Eso pues: tradición, autenticidad, espiritualidad, dignidad, todo en su moreno contorno.

Si la imagen es falsa o verdadera poco importa. La permanencia es lo que asombra. Se trata de un nicho de mercado fijo, construido, de variadas maneras en diferentes momentos, desde dentro y desde fuera, pero es eso: una cárcel como pocas imágenes nacionales modernas. Ayer la India era el sánscrito y el Mahabarata, hoy India: sánscrito, Mahabarata y high-tech. Ayer Japón y Geishas, hoy Japón, Geishas y Sony. Ayer México y fiesta, siesta y sombrero; hoy lo mismo. Cual triunfante actor de una sola puesta en escena, la idea “México” parece encarcelada en su propio éxito.

A lo largo del siglo xx , la inteligencia mexicana ha sido parte de esta oferta y demanda, en especial a través de su vinculo con la imagen “México” en el mercado cultural estadounidense, el mayor y más poderoso del mundo, el cual, además, tiene mucho de ser uno con el mercado cultural mexicano.

Una imagen y sus vendedores: sobre esto reflexiono, mas de entrada me excuso. Como historiador veo mal de cerca y acaso en lo que sigue confundo “magnesia” con “ginacia”, y al ver de lejos quiebres tan trilladas como la globalización o el hibridismo de culturas los haga aparecer como poco quebradores, como cosas de toda la vida . También puede que entrevere valor y precio, cuando todo lo que digo no tiene nada que ver ni con lo que México significa de verdad, si eso es discernible, ni con una u otra visión de calidad literaria o artística.

Pero antes que nada, desechemos el dilema de los dos corredores.

 

El dilema de los dos corredores

 

Zwei Läufer laufen zeitenlang/ Der eine dreist, der andre bang ”: “Dos corredores, corren en el tiempo,/ el primero con arrojo, el segundo con tiento”, se lee en un poema de Karl Kraus. El primero viene de ninguna parte y alcanza su meta, el segundo viene de los orígenes y muere en el camino. Al llegar a la meta, el lanzado, el que no carga orígenes, le construye plaza al que murió en el camino. Pero el cauto, al detenerse en medio del camino del tiempo, deja los orígenes al eterno alcance de la mano. Este dilema de los dos corredores pareciera ser el mismo de los intelectuales mexicanos: los “cosmopolitas”, internacionales, seudo mexicanos versus los realmente mexicanos, cercanos a los orígenes y nativistas. Y a poco que se analice la relación de la inteligencia mexicana con lo que por México se compra en el extranjero, este dilema reaparece prístinamente, no importa que se trate de la disputa por la literatura nacional en 1932 o del pleito entre Rivera y Siqueiros o de los muchos ataques mexicanos a Carlos Fuentes o de las lisonjas o agravios a una nueva generación de novelistas mexicanos que se autoapoda los primeros cosmopolitas –un “crack” que agrieta poca cosa, esto es, si se descree del dilema de los dos corredores.

Pero creo que el dilema verdadero es el que Kraus sugiere en su poema, y por traducir la lección a la historia intelectual mexicana, digo: el corredor que llega, lo hace gracias al pragmatismo inherente al mercado cultural y alcanza no otra cosa que la cárcel, es decir, la fama internacional que demanda por México el cúmulo de lugares comunes largamente consumidos. Llega, pues, a la cúspide para encontrarse, cómodo, sí, pero preso de unas sempiternas referencias que si no repite se le acaba la fama. El atrevido corredor al final vira hacia el que se mantiene fiel a los orígenes, mismos que él reencuentra como propios para mantener la fama que sólo le dio el despego de los orígenes. Es tan falso y tan verdadero el atrevimiento de uno de los corredores, como la cautela y el apego a los orígenes del otro. Son el mismo corredor. El dilema estaría en no correr y en no entrar en el camino del tiempo. Y ese no es una opción para el que se asume intelectual, ergo moderno, que por ello es trasunto de corredor a contra reloj del presente y del futuro. No es, pues, que haya los falsos y los verdaderos vendedores de México. Si el oficio es el moderno de intelectual, es uno solo el mercado cultural y ahí todo es local y todo es cosmopolita al mismo tiempo, máxime si se trata de la Atlántida morena: de México, un nicho nítido en la imaginación moderna. Deseemos, pues, este dilema inexistente, pero en serio que ya lo han pedido antes mentes más lúcidas que la mía –de Luis Cardoza y Aragón a Guillermo Sheridan, de Jorge Cuesta a Christopher Domínguez–.

 

 

La AtlÁntida morena

 

Desde Europa y Estados Unidos por mucho tiempo se demandó de México ruinas, antigüedades pre-hispánicas e historias épicas de conquista. En tanto, el prejuicio básico sobre México, al menos en Estados Unidos, era sobre todo que los mexicanos constituían una raza. Por sí sola, esta conclusión es tamaña. También absurda. Pero ha valido y dura: México, pues, raza, una de flojos y gente aparentemente sumisa pero en realidad traidora. De España venía la pereza. Lo demás seguro derivaba de los orígenes orientales de las sociedades pre-hispánicas. O eso se repitió hasta el cansancio en libros de viajes y estudios antropológicos y arqueológicos. Este prejuicio, sospecho, aún reside atrás de nuevos indianismos o multiculturalismos estadounidenses de una u otra polaridad, y no lo derrota ni siquiera la realidad tangible de millones de trabajadores morenos e incansables en el mercado laboral estadounidense. Quizá porque esa realidad, su trabajo, es parte de la otra cara del prejuicio, esa que es visible en la legión de comentarios que sustentaron el estereotipo de la increíble fuerza física de los mexicanos, no obstante su aparente complexión famélica. Museos enteros pueden llenarse de fotografías tomadas por viajeros y estudiosos: hombres y mujeres mexicanas cargando todo y en grandes cantidades, miles de rostros y cuerpos organizados por porcentajes raciales –nuevos y modernistas cuadros de castas–. “Las piernas de un hombre fuerte estadounidense”, rezaba uno de estos libros de viajeros al México post-revolucionario (Viva México, 1927), “aparecen con frecuencia como una tabla anatómica, en cambio las piernas del más poderoso de los indios totonacas ...podrían servir muy bien como una de esas extremidades idealizadas en las que se exhiben las medias de mujer”. Esto no lo decía Sergei Eisenstein pero se puede intuir en las delicadas imágenes de ese su “¡Que Viva México¡” Los cuerpos aquerencian tanto como la historia que los sustenta.

En fin, que sobre los cimientos de estos prejuicios se levantó la sólida ciencia y conciencia de una Atlántida morena . El historiador William Prescott o el arqueólogo y coleccionista Desiré de Charnay contribuyeron con imágenes duraderas de México. Litografías, estudios, daguerrotipos, libros, inclusive poemas, con referencias a Moctezuma y a Cortés circularon en todo el mundo. Todavía en 1922 y en 1931, dos poetas, Archibald MacLeish y Hart Crane, tomaron a la Conquista como el tema de sendos poemas épicos. El primero ganó un premio Pulitzer por un largo poema (“Conquistador”); el segundo nunca terminó su poema y saltó por la borda del barco que lo llevaba de su escape (México) a su cárcel (Estados Unidos).

Escritores y artistas mexicanos contribuyeron con muy pocos productos acabados a esta obsesión por ruinas, razas y antigüedades, pero sí materias primas. Importantes libreros, intelectuales y científicos mexicanos proporcionaban información, libros, cráneos y antigüedades a coleccionistas e investigadores extranjeros, pero ningún estudio, libro u obra mexicana obtuvo mayor visibilidad en el mundo, a no ser que consideráramos mexicano al soldado de Cortés, don Bernal Díaz del Castillo. Hasta la traducción de El laberinto de la soledad (1961) y Los de abajo (1962), no se conoció libro mexicano en el mercado cultural estadounidense o europeo. Quizá los paisajes de José María Velasco de alguna manera reducida fueron una excepción. Pero en general, la inteligencia mexicana no proporcionaba productos elaborados para satisfacer esta demanda de lugares comunes y prejuicios, sino materia prima. De ahí las grandes colecciones de temas mexicanos en Estados Unidos, las cuales, en su mayoría, no fueron robos sino concesiones o ventas mexicanas. En 1921, los herederos de Genaro García, connotado intelectual porfiriano y por muchos años director de la biblioteca del Museo Nacional, vendieron alrededor de 20,000 volúmenes, parte de la colección de don Genaro, a la Universidad de Texas, por la suma de 104,539 dólares –antes, en 1915, Yale había comprado 15,000 volúmenes de la misma colección–.

Siempre, pero especialmente a partir de 1910, la demanda cultural de México ha exigido algo de violencia. Son todo un género las novelas decimonónicas y las películas que incluyen la referencia al México violento. El periodismo de la “ progressive era ” en los Estados Unidos (circa 1880-1930) ayudó a satisfacer esta demanda, ante la creciente importancia de la prensa escrita y el periodismo de investigación. En esos años aparece el periodista Robin Hood que investigaba los arrabales de las ciudades o la vida de los pobres; reporteros de las guerras imperiales inglesas, de la conquista de la frontera del oeste, protectores del bien público frente a los intereses de grandes capitales. Y este tipo de periodistas también tomó por tema a México. De ahí ese viejo conocido de México, John Kenneth Turner y su Barbarous Mexico, o los primeros trabajos de Carlton Beals en México o ahí Mary Austin, o Herbert Croly y sus artículos sobre México en The New Republic, la revista prototípica del progressive journalism.

A lo largo del siglo XX, el periodismo estadounidense mantuvo su importancia en la creación de ideas más o menos públicas de México en el mundo. John Reed sería el ejemplo más prototípico. Menos evidente ha sido el importante papel jugado en la política y cultura mexicana, por ejemplo, por los corresponsales de The New York Times. Después del sui generis embajador Dwight Morrow, cualquier corresponsal del Times ha sido mucho más importante que los muchos embajadores estadounidenses en México. Sus contactos, sus investigaciones, sus usos y abusos de políticos e intelectuales mexicanos –y al revés, el uso y abuso de los enviados del Times por los mexicanos– ha sido parte consustancial de la idea de México en el mundo. No es casualidad que para algunos corresponsales del Times el fin de sus años mexicanos significa un libro más de la saga que va de Barbarous Mexico a Mexico: a Study of Two Americas o a Distant Neighbors: A Portrait of the Mexicans ( 1989).

Pero hasta 1920 los intelectuales mexicanos tuvieron poco que ver, a lo sumo proporcionaban algunos datos, estadísticas, frases. El Estado porfirista se volvió el gran promotor de la imagen nacional. Varios libros fueron publicados en inglés, francés y alemán subsidiados por el gobierno de Díaz. Muchos publicistas y escritores estadounidenses le entraron duro y macizo al negocio. Y algunos libros mexicanos fueron traducidos, con subsidio del Estado, para entrar a pelear en el mercado mundial de las imágenes y cambiar las características del nicho de mercado “México”. Libros como México su evolución social fueron traducidos letra por letra, de manera que Justo Sierra se volvió Justus, y Porfirio Parra, Porphirious. Aquí editores, publicistas e intelectuales como José María Godoy, Santiago Ballesca, Augusto Genin o Manuel Caballero hicieron su agosto. Los intelectuales mexicanos entraron al mercado de su propia imagen de la mano que no soltarán a lo largo del siglo XX , es decir, la del Estado.

Los porfirianos, con sus libros subsidiados y traducidos, trataron de hacer contrapeso a la típica imagen de México, precisamente habitando los prejuicios de alto consumo internacional. Con los mismos estereotipos, iguales argumentos raciales e históricos, presentaron un México ya distinto, civilizado y merecedor de inmigración blanca y de inversión de capitales, así como de reconocimiento cultural internacional. Sin embargo, ningún artista, ningún intelectual mexicano, fue más allá de la fama local. José María Vigil o Justo Sierra, en las antologías de la literatura mexicana producidas con bombo durante las fiestas del Centenario, reconocían que fuera de Juana de Asbaje, algo de Sigüenza y Góngora, Fernández de Lizardi y Amado Nervo, no había nada universal en la literatura mexicana, la cual era, para ellos, parte integra de las letras españolas.

La Revolución mexicana fue el pasaporte mexicano a la modernidad y por ello alrededor de ella se concentró todo el quehacer de la imagen nacional. En realidad la imagen del México revolucionario y post-revolucionario que se volvió internacionalmente reconocida no hizo más que afinar y reforzar los viejos componentes de lo que por México se había venido consumiendo por cerca de cien años. Fue un fiesta, siesta, sombrero, pistolas pero ahora en versión cubista o de realismo socialista o vanguardista o primitivista... En 1960, en una carta a William Spratling, el gran historiador estadounidense Lesley Simpson recordaba en limpio y con sarcasmo ese oficio colectivo de hacedores de México en la década de 1930: “hordas de refugiados, escapando de la Gran Depresión, venían a México, la tierra prometida anunciada por Stuart Chase en Mexico a Study of Two Americas como un país que había resuelto los problemas de vivir consigo mismo. Pintores, escritores y estudiosos inundaron México para respirar su aire robustecedor. Se juntaban alrededor de la figura titánica de Diego Rivera, y absorbían su chispeante mezcla de Karl Marx y tonterías (nonsense), junto con sus muy inspiradoras ideas sobre qué podía hacerse con un arte que derivara de la rica herencia del México indígena.” Simpson recordaba las tertulias en el estudio de Emilio Edwards, atendidas por Jean Charlot, Miguel Covarrubias, Rufino Tamayo, Carlos Mérida, René D‘Harnoncourt, Anita Brenner…. Es decir, la imagen más acabada de la Atlántida morena era cosa de mexicanos, estadounidenses, guatemaltecos, suizos…. En efecto, en esas décadas, por primera vez en la historia de la maquila de la imagen de consumo internacional de México, mexicanos y, sobre todo pero no exclusivamente, estadounidenses trabajaron al unísono de maneras visibles e invisibles. Los Riveras, Orozcos, Siqueiros y Kahlos, el boom de la artesanía mexicana y de las artes populares, no son ni fueron mexicanos o estadounidenses, sino ambas cosas y muchas más desde el proceso de producción hasta el de venta.

Para 1940, México era ya una nación muy diferente a la de 1910, pero su imagen había quedado cristalizada. Fue tan exitosa la imagen amalgamada en esos momentos post-revolucionarios del mercado cultural mundial que es muy difícil salir de ella. Seguro para la década de 1940, había un México sinónimo de Acapulco y la industria turística moderna, y un México sinónimo de la gran inversión en infraes­tructura e industrialización en el D.F. o Monterrey, pero esas postales no derrotaban jamás a la estampa más poderosa de México: fiestas, sombreros, revoluciones, violencia y muerte al son de flor de zempazuchitl. Es una imagen que por todas sus partes está conectada a una sintaxis cosmopolita de revoluciones, vanguardias, prejuicios raciales, preocupaciones sociales y religiosas. Y quien quiera vender a México en el mundo ha de hacer referencia a lo que esa imagen significa, todo lo demás es ininteligible para el mundo, no es México, no existe porque de México sólo se quiere oír referencias a lo que México es para el mundo.

Resulta, pues, entendible que desde siempre las visiones intelectuales extranjeras (y algunas mexicanas) de México hayan desdeñado como afrancesado, europeizante, occidentalizado, aristocrático, burgués e irreal a toda perspectiva mexicana que no compartiera lo que por México se entiende en el mundo. Los periodistas progressive de la década de 1900, o los intelectuales socialistas de Estados Unidos que estuvieron en la ciudad de México entre 1919 y 1938, o inclusive hoy varios críticos culturales y académicos estadounidenses o ingleses que estudian a México, tienen una misma queja: a una parte de la inteligencia mexicana le interesa más Nietzsche, Bergson, Quevedo o Borges que su propio país ( meaning, fiesta, siesta, sombrero). En julio de 1931, Hart Crane le escribía a Waldo Frank: México es mágico, lo único que vale es lo indígena, no “el mestizo promedio” y ni León Felipe ni Genaro Estrada valen un baladí, pues no están interesados “una jota en expresar cualquier cosa indígena; más bien están ocupados como monos en imitar (como si fuera posible hacerlo en español) a Paul Valéry, Eliot”. Lo mismo creía el neoyorquino Waldo Frank en la década de 1920, o el catalán Pere Calders en los cuarenta, y hoy el connotado crítico Ilan Stavans, el cual divide la cultura mexicana en una “occidentalizada” y otra proletaria –y uno debe concluir no occidentalizada–. En la cárcel de tu imagen, mexicano, read no Proust, say no more, fiesta, siesta, sombrero. En estas visiones académicas recientes, algunos líderes marxistas de movimientos indígenas aparecen como la verdadera cultura mexicana siempre ahí, lista a salir a la superficie de la falsedad occidentalizada; y si aparecen en sus estudios personajes occidentales, urbanos y cosmopolitas –digamos, Agustín Lara o Cantinflas–, éstos viran a “intelectuales orgánicos” de lo no occidental: de alguna manera, el verdadero México.

Otra cosa fue México dentro del mundo de habla hispana. Zorrilla a mitad del siglo XIX o Valle Inclán a fines del mismo siglo, promovieron en castellano una imagen de México inclusive más estereotípica que la que vendían viajeros y escritores de habla inglesa. En 1920, Katherine Anne Porter, la que tanto contribuyera a esa Atlantis morena, criticaba fuertemente un libro de Blasco Ibáñez sobre México ( El militarismo mejicano ): “‘Vean cómo yo sí entiendo a esta gente', puede Usted muy bien imaginarse a Ibáñez diciendo, ‘noten la facilidad con que les hinco el diente y obtengo sus secretos. Realmente, queridos amigos, ¡me divertí como una comadreja en un agujero de ratas¡” Acusaba de odio racial al intelectual español que se había reducido a sentarse por unas semanas en un café de Bucareli y luego había escrito una “autobiografía de Ibañez llena de odio”. En verdad, no es que en el mundo de habla hispana se consumiera otra cosa por México que lo que comerciaba Estados Unidos y México. Blasco Ibáñez decía muy lo mismo que doña Catherine o que visitantes rusos como Maiakowski o franceses como André Bretón. Claro, son excepciones notables los viajes del franco-argentino Paul Groussac en la década de 1900, el periplo americano del brasilianísimo Erico Veríssimo en la década de 1930, los lúcidos comentarios urbanos de Juan Rejano en el exilio mexicano, o los poemas y prosas en yddish de Isaac Berliner, Jacobo Glantz, M. Glikowski y David Zabludovsky.

Por lo demás, hasta antes de 1920, sólo Amado Nervo, y quizá Gutiérrez Nájera, eran productos de consumo en todas las variaciones del castellano. Es irónico, pero para 1940 México era imperial en el dominio de su imagen en el mundo de habla española. Es más, para 1950 México monopolizaba el significado de conceptos y territorios mayores: lo latino, lo hispánico, lo moreno, lo híbrido… Así, aún hoy los partidarios del Chelsea bajan las Ramblas de Barcelona con sombrero mexicano, y el Zorro es un personaje mexicano que amalgama moros, españoles e indios. Imperialistas fuimos; por un lado, en la década de 1940 México vendía charros, haciendas y bucolismo y, por el otro, productos profundamente urbanos, amalgamas mexicanas que con la radio y el cine hicieron de México lo más cercano a un imperio cultural: boleros, ficheras, Cantinflas, danzones y tangos proyectados en “la voz de la América Latina desde México”. Imagen esta, por cierto, que no tuvo, ni ha tenido, casi ninguna traducción al mundo de habla inglesa. Ni tendría por qué tenerla. Líbrenos Dios de un análisis de cultural studies de la voz trasnacional y subalterna del barítono de Argel, Emilio Tuero.

Intelectuales tan importantes en la promoción de México como Frank Tannenbaum, Stuart Chase, Bertram Wolfe o André Breton, sólo muy accidentalmente repararon en ese México arrabalero y culturalmente imperial. Eso sí, recogían y traducían corridos, iban y venían a Tepoztlán y veían en la ciudad de México, no importa el año, una Atlántida morena poblada sobre todo por indígenas. Hace muy poco, en un congreso en Londres, una destacada historiadora del arte “latinoamericano” interpretaba el famoso cuadro de Juan O´Gorman que representa a la ciudad de México en construcción: grúas, rascacielos, concreto y al frente un albañil de overol azul, en la mano la paleta de hacer mezcla. El comentario de la historiadora rezaba sobre el contraste de las manos blancas –las de O´Gorman- que aparecen pintadas en el óleo, y “el indio” de overol. Y yo a preguntar: “¿por qué Indio si va de overol, es decir, viste con el símbolo inequívoco del proletariado urbano universal?” La respuesta fue tajante: “ he's brown .” Yo al remate: “yo también.” “No lo suficiente,” contraatacó la destacada historiadora. Vencido por los guardianes de la Atlántida morena, yo callé.

Aventuro una definición de la Atlántida morena, una de andar por casa, nada profundamente teórico. Se trata de un lugar, sí, pero uno imaginario, de ahí lo de “Atlántida.” Un lugar cuya realidad esencial no es topográfica sino que radica precisamente en el hecho de ser simultáneamente una sólida presunción y una irrefrenable busca. Atlántida por ser un lugar imaginario que se asume existente y al mismo tiempo se procura una y otra vez, y por tanto un ejercicio mental necesariamente ligado a tres cosas que hacen de la Atlántida sustantivo y verbo: escape (escapar), autenticidad (autentificar) y descubrimiento (descubrir). Estos verbos y sustantivos tan poderosos mantienen vivo un lenguaje especial para pronunciar la palabra “México”. Por ello México como la Atlántida de varias generaciones de viajeros, activistas, escritores y artistas del mundo con frecuencia se revela como el escape de casa, del industrialismo, de persecución de pacifistas y socialistas, de la comunidad perdida, de la decadencia de occidente. Se revela también como un escapar constante de, por ejemplo, Nueva York a París o Taos o de ahí a la ciudad de México, de ahí a Tepoztlán o a Tehuantepec porque para existir la Atlántida exige escapar en busca de la autenticidad vis-à-vis la falsedad de la que se proviene. Pero autentificar la Atlántida era vivirla y hacerla, por ello cada nuevo habitante creía poseerla, asumía haberla descubierto y la de los demás era falsa. Un descubrimiento colectivo pero a la vez un descubrir constante lleno de pleitos y visiones encontradas. Atlántida, pues, siempre in the making , por ello lugar pero físicamente etéreo porque empieza en Nueva York o en Taos o en Ciudad de México y no termina realmente. Sin embargo, a los muchos escapes, autenticidades y descubrimientos que implica la Atlántida, algo los sostiene juntos en innumerables libros y comentarios, inclusive hoy. Y son, creo, dos certezas irrenunciables que se juntan entre 1880 y 1940: raza y revolución. Por eso es morena la Atlántida mexicana y por eso es duradera, porque está hecha de tamañas certezas modernas.

Raza hace a la Atlántida morena, es decir, algo claramente ubicable en la geografía –México, el Estado-nación, cuya composición racial lo hace más concebible, dentro y fuera, que una imagen de satélite del territorio nacional–. Para el mercado cultual mundial entrar a México es entrar a una dimensión racial en la cual purezas e hibridismos, diferencias y añoranzas, escapes y descubrimientos, son posibles. Y en México también la nación había sido una conjetura racial, en los porfirianos mestizofilicos o en los intelectuales posrevolucionarios indigenistas e igualmente mestizofílicos. En diferencias, sueños y obsesiones de raza, pues, más que en hectáreas, hay que medir el territorio de la Atlántida morena.

Pero también la raza hace de la Atlántida un territorio temporal y espacialmente dúctil. La certeza es que existe esa diferencia racial y todas sus connotaciones históricas y morales, pero, por ejemplo, con esa certeza entre 1920 y 1940 –incluso yo diría que hasta hoy– intelectuales y activistas mexicanos y estadounidenses se apuntalan en la ciudad de México, entre sus calles, edificios y su cosmopolitismo, confort, bohemia y riqueza, y desde ahí lanzan la idea de México como Atlántida morena, pero tal noción ignora o más bien rechaza a la ciudad de México. La certeza racial hace posible hacer de la ciudad la sede más importante que la Atlántida morena jamás haya tenido, y sin embargo no incluye a la ciudad, porque la Atlántida dicta raza y la verdadera, la que proporciona la autenticidad, el descubrimiento, es campo, milpa, es todo lo que la ciudad de México o Nueva York no son. Por eso la Atlántida morena era Frances Toor en la calle Abraham González de la ciudad de México, pero ahí para hacer Mexican Folkways, la revista que hablaba de eso que la ciudad no era, o que para encontrarlo en la ciudad había que ignorar muchas cosas. Encontraban corridos en Milpa Alta, pero nunca reprodujeron los sonidos y blasfemias de las calles de la Colonia de la Bolsa o de la Langunilla. O era Stuart Chase en la ciudad de México, pero Tepoztlán. O era Gamio en ciudad de México o Nueva York, pero era Teotihuacan. O era Hart Crane emborrachándose en la ciudad de México, buscando amantes entre los sirvientes, jóvenes y morenos –si lo eran, para él eran indígenas–, de la ciudad de México o Mixcoac, para luego huir a Taxco o a Tepoztlán en busca de la Atlántida morena. O era el D. H. Lawrence de Taos a ciudad de México, odiándola y refugiándose en Chapala. O era Elsie C. Parsons hallando la Atlántida morena en Taos pero al ver que estaban ya demasiado occidentalizados los indios de por allá continúa su busca hacia al sur hasta llegar a Mitla. O era John Collier en la década de 1920 al encontrar la Red Atlantis en Taos para en la década de 1940 encontrar la Atlántida morena desde la ciudad de México, con la ayuda de Gamio. Así, diría Antonin Artaud a mediados de la década de 1930, Platón nunca estuvo en México, pero los tarahumara eran “los descendientes directos de los Atlantes” y “ante una tradición auténtica la cuestión de progreso no se plantea.” México, pues, no es un lugar, es la Atlántida morena: un ejercicio mental que la certeza de la raza permite y demanda.

Revolución fue el ingrediente que a partir de 1910 se mezcló con raza, en una era de revoluciones. La amalgama fue extremadamente poderosa y efectiva. Nos dura hasta hoy. Sueños modernistas de desencanto, vanguardias estéticas, se juntaron con críticas y utopías socialistas, comunistas, anarcosindicalistas, populistas. Ergo, la Atlántida morena cuyos referentes han sido más o menos estables por casi un siglo: es, tiene que ser, rural o de comunidades y pequeños pueblos, preferentemente indígena o anclada en una u otra visión de atávico racial; es cosmopolita como pocas cosas, sino no sería Atlántida, pero es militantemente nativista; no es ni nunca ha sido indígena –más indígena fue la ciudad de Dios que cada parroquia y cofradía creó en innumerables pueblos y ciudades a lo largo del continente– pero es indigenista, es visible en el desdén a lo urbano y arrabalero, precisa de cierta violencia, es por necesidad amiga de la mezcla, pero de corazón amante de la pureza y la permanencia.

¿Quién habita la Atlántida morena? Nadie en realidad en la vida diaria, ni en 1880 ni en el 2000. Pero aparece el vislumbre de la Atlántida morena cada que se quiere discernir una abstracción tal como “México”. Porque esa ilusión de la Atlántida morena fue una amalgama de ideas y realidades tan imperantes para la modernidad que no es posible pensar a México, fuera y dentro, sin caer en los lugares comunes que exige la Atlántida morena. Para probar cómo sobrevive esa Atlántida entre nosotros suelo pedir un ejercicio mental de mis estudiantes en Estados Unidos. Imaginémonos, les digo, en una calle de la ciudad de México, o de Monterrey, o de Zacatecas hoy, y reparemos en los edificios, en la gente, en la calle, en los autos, en las labores que están desarrollando, en los tonos de sus voces, su sarcasmo y mala leche. Tratemos de poner la mente en blanco y de no asignarle un valor étnico o racial a lo que estamos viendo. Olvidémonos de fiesta, siesta, sombrero y Frida Kahlo. Y entonces, pregunto, ¿qué sería México? Sigue el silencio. El mismo ejercico hecho con mis alumnos en México, cuasa un silencio momentáneo y luego cosas como “Juan Gabriel”, “el pri ”, “tu puta madre”, “mi abuela”, “la tuya”…. Méxicos fuera de la Atlántida morena, existen.

 

Octavio Paz

 

Margaret Atwood dice que los “ Ikarians ” necesitan recursos, y Canadá no los tiene. “Nosotros sí que teníamos un poeta que casi gana un gran premio,” sostiene, pero el poeta murió y “un poeta vivo y pobre es una derrama para la economía, en cambio uno muerto es una oportunidad de mercado”. En el otro extremo, México: una Icaria con recurso, “un su premiado poeta”. En la segunda mitad del siglo xx , tres fueron los intelectuales mexicanos de mayor venta en el mundo: Octavio Paz, Carlos Fuentes y, de alguna manera, Jorge Castañeda. Por primera vez, dos mexicanos (Paz y Fuentes) sonaban para un premio Nobel. Paz fue la flor que el maguey de la inteligencia mexicana tardó tanto en dar y, al parecer, justo antes de morir. . . el maguey quiero decir, que suelen morir de echar flor.

No hay duda de que Paz se volvió en algo más que proveedor de lo que pide la demanda internacional de la mercancía “México”. Pero creo que lo que lanzó a Paz a los mercados internacionales fue, y es, una lectura muy particular de la colección de ensayos –escritos en la década de 1940– El laberinto de la Soledad . Y esa lectura, hay que reconocerlo, se acerca a los lugares comunes: fiesta, Malinche, chingada, angustia identitaria, muerte, ethos latino, ethos indígena… Es decir, quizá me equivoco pero Paz, queriéndolo o no, proporcionó al cliente internacional lo que pedía. Yo soy de los que cree que Paz ha sido mal leído y utilizado al menos en las universidades y en los medios estadounidenses. México fue y es definido, sin Paz pero también gracias a Paz, como atávicamente atado a una tradición colonial o indígena, no occidental, comunitaria, católica, híbrida, mestiza. Todos estos términos son una obviedad, no se me mal interprete, poseen una base empírica innegable. Mas si se definiera a México con conceptos como cosmopolita, industrial, orientalista, vanguardista, individualista, xenófobo, empresarial, rico, occidental. . . también sería un argumento empírico. En cuestión de consumo cultural, se consume lo que se vende, se vende lo que se pide, no necesariamente realidades.

Lysander Kemp, por ello, fue un verdadero “ cultural broker ” entre Estados Unidos y México al traducir al inglés a Octavio Paz, Juan Rulfo y Carlos Fuentes. Cuando en 1961 produjo la primera traducción de El laberinto , los ejemplos de la chingada, el mestizaje, la angustia de la identidad viraron en clichés de mexicanidad. Y por supuesto tales nociones eran temas tratados por Paz. Lo otro, quizá lo más importante, era la soledad que, en palabras de Paz, hacía a los mexicanos, “por primera vez contemporáneos de todos los hombres”. Pero tan tremenda conclusión no ha pasado a formar parte del estereotipo de México que se consume en inglés, a pesar de décadas de alabanzas y críticas a Paz.

Octavio Paz era el creador de estereotipos, era también el poeta universal, el orientalista mexicano enamorado de la India y el habitante de la soledad humana. La busca exotista de la autenticidad era y es tan poderosa en la demanda internacional por la idea de México que Paz es conocido esencialmente como el teórico, no el ensayista, de pachucos, Malinches y chingadas.

Creo que en inglés debería hacerse una relectura de El laberinto , una que empiece de atrás para adelante, del último ensayo, el de la soledad universal y de ahí a los ensayos particulares llenos de cosas que hoy son anacrónicas. Una lectura que marcara dos aspectos en especial: que un gran poeta encontró en la soledad una categoría humana capaz de superar los requisitos identitarios de la modernidad. Y uno de los mejores ensayistas del siglo xx haciendo uso de su oficio –que es casa y es espada–, esto es, utilizando al ensayo para lograr descubrir verdades del momento tratando, sin embargo, de escapar del día en que se escribe. Empero, lo cierto es que Paz es ante todo leído como el primer Paz fue leído, inclusive cuando se trata de alabarlo.

A partir de esta entrada, y gracias a la labor de traductores estupendos como Kemp o Eliot Weinberger –especialmente en lo que hace a la poesía–, Paz logró entrar de lleno a una elite intelectual planetaria, a la que otros pocos mexicanos o mexicanas han accedidos después de él. Pero Paz llegó ahí primero por la demanda de lo mexicano, y permaneció y se consolidó no por mexicano sino por Paz. Parte de su poesía y sus ensayos en El arco y la lira , lo han hecho cita frecuente en inglés, con otros pocos de lengua castellana –Cervantes, Ortega, Neruda y Borges–. Pessoa, un poeta –uno de los mejores en todas las lenguas occidentales del siglo xx – que escogió al portugués como su casa poética (¿o fue al revés?), fue marcado por su elección lingüística. Pudo haber sido poeta en inglés, pero se decidió por el portugués y él mismo sabía que con eso se condenaba a la marginalidad. Hoy el Nobel José Saramago es lo más vendido en esa lengua con una tradición poética envidiable. No hay espacio para más en el mercado mundial. El español era y es una lengua más hablada y económicamente más poderosa que el portugués, pero como en el mercado internacional la lengua española ha sufrido una suerte de exotización, no es de sorprender que, por ejemplo, al recibir el premio Alfonso Reyes, un políglota como George Steiner se lamentara de no haber leído ninguna novela de Octavio Paz. Un gazapo perdonable, porque un habitante de la inteligencia planetaria no está obligado a conocer la lengua castellana que, del sigo xix en adelante, y en especial por su vínculo inexorable con la llamada “América Latina”, se volvió una suerte de lengua no occidental. El español, la lengua que más se estudia en Estados Unidos, la que ha introducido en el inglés términos aceptados como guerrilla, fiesta, sombrero, siesta o caudillo, es lengua para hablar de esas cosas, no para leer clásicos “occidentalizados” como Quevedo, Góngora, lo mejor de Paz o Borges.

La verdad sea dicha, los innumerables contactos de Paz lo fueron promoviendo por el mundo sin necesidad de eso que otros empiezan a utilizar en la década de 1970: el agente literario. Como empleado del Estado, primero, y luego como patrimonio de la nación, Paz también fue promovido. Luego entró en contacto con una gran empresa de productos culturales, Televisa, y eso le trajo aún más visibilidad. Curioso, en aquellos años tal alianza fue considerada traición al modelo del intelectual mexicano, pero después de su muerte resulta que no hay intelectual mexicano que se respete que no tenga agente literario y relación con algún grupo editorial, alguna televisora o radiodifusora, además de cierto auspicio estatal. Hasta en eso, Paz fue pionero.

 

Llévese su México

 

Después de la muerte de Paz (abril de 1998), las cosas han cambiado mucho en México. Carlos Fuentes, sin duda, continúa abarcando lo más cercano a la imagen global de México. Jorge Castañeda, hasta antes de salir del closet intelectual y confesar lo que siempre fue, un ideólogo, un político, fue sin duda una voz mexicana muy escuchada. Ambos, Fuentes y Castañeda, conocen muy bien, mucho mejor que Paz, el lado de la demanda. Conocen el mercado estadounidense, saben el matiz exacto que les permite entrar al mercado de ideas e imágenes, saben cuánto de plumas y sombreros, cuánto de latinoamericanismo, cuánto de ideas progres es necesario incluir para acceder al mercado sin parecer impresentables o estereotipables como un Pat Buchanan o un Michael Moore. Ambos conocen la lengua y el país (Estados Unidos) muy bien. Ambos con frecuencia tocan a la puerta de la Atlántida morena, la cárcel de la imagen mexicana: violencia, revoluciones, Che Guevaras, plumas, sombreros, muerte, mestizaje… Me ha tocado verlos en acción en Estados Unidos en diferentes foros y es memorable el manejo de su imagen pública como “yo soy México”. Fuentes, en perfecto inglés, hablaba de la Alambra y del México de pasiones, para acabar con un intencionalmente acentuado inglés diciendo “ but I make love in espanish. ” Y Castañeda, en una de sus giras de presentación de alguno de sus libros por ahí de fines de la década de 1980, logró lo que nunca vi en una lecture académica: que afuera, así, a la puerta de un salón universitario, entre pizarrones, pupitres y el ir y venir de estudiantes, se pusiera chiringuito con vendedora de sus propios libros en inglés. Anécdotas mínimas que dicen nada de la calidad del trabajo de ambos escritores, pero sí algo de su conocimiento del mercado.

Por simple honestidad debe ser dicho: era yo muy joven cuando oí a Paz dar una conferencia en una prestigiosa universidad estadounidense. Era muy visible su desconocimiento de las modas políticas y académicas estadounidenses, su mal inglés hacía aún más monótono el didactismo de su expresión oral. Era, para mí, un aliciente saber que con tal acento y dicción se podía dar conferencias en inglés, y en mi aún peor inglés –seguro yo sería considerado por Castañeda uno de esos que no habla inglés– le pregunté algo. No recuerdo exactamente qué, algo sobre el Nocturno de San Idelfonso que entonces me entretenía. Recuerdo que al final se acercó a mí, quizá en un gesto de solidaridad en la marginalidad lingüística, y me preguntó quién era y qué hacía y sobre estudiantes mexicanos en esa universidad. Él ignoraba que había sido declarado un boicot a su conferencia de parte de los estudiantes del Departamento de Español, no había estudiantes de literatura en su plática. Me atrabanqué y dije no se qué cosas. El sólo se sonrió frente a eso de que les faltó humildad y que se tomaría un café pero que los profesores que lo habían traído le tenían comidas preparadas con los escritores en residencia, que ellos pagaban y ellos mandaban. Unos meses después llegó a mis manos un memorando donde se especificaba lo que se había pagado a diferentes “ speakers ” en esa universidad. No recuerdo las cifras exactas, pero sí que el más barato de los tres –Fuentes, Castañeda y Paz– había sido el último. Esto era, por supuesto, antes del premio Nobel. No se me mal interprete, a mí me parece correcto que se pague por un trabajo, y bien, lo interesante es cómo se llega a tener un buen precio.

Cosas como estas no ponen en entredicho la calidad de la obra de intelectuales como Paz, Fuentes o Castañeda. Lo que quiero resaltar es que llenan el nicho “México” en la demanda por tal cosa en el mundo y proporcionan justo lo que el cliente quiere oír. Los cambios demográficos, culturales, políticos o económicos no afectan al producto. Sí lo afectan los cambios de igual talante en Estados Unidos. Y sí en la cultura política y académica estadounidense la identidad, la raza, el sexo y el modo se vuelven tema, entonces la demanda por la idea “México”, sin sacar a esa noción de su cárcel, se ajusta a los bemoles de lo que se pide. De tal manera entran variaciones sobre los mismos temas, ya no tanto Rivera sino más Frida, ya no tanto énfasis en mestizos sino en la lucha indígena, vuelta a la raza, poco de violencia revolucionaria y más de violencia narco o guerrillera identitaria.

Nuevas voces “mexicanas” entran a vender la mercancía México en inglés. Por ejemplo, en los últimos años la más alta visibilidad de lo mexicano en el mundo de habla inglesa ha sido alcanzada por dos o tres biografías de Frida Kahlo, una exposición de la obra de dicha pintora, Como agua para chocolate , la exhibición “Aztecas” ...No está mal, pero es claro que estamos en los confines de la Atlántida morena.

El nicho México en el mercado mundial es pequeño y se asume una suma cero: lo que el otro gana es perdida de uno. No es de sorprender que los duelos de titanes en la inteligencia mexicana planetaria –por decir, Enrique Krauze vs. Fuentes–, dirimidos en inglés, han sido también un “quítate que ahí te voy”, a México yo lo vendo.

En el mundo de las universidades, donde México tiene su lugar también, lo que por México se entiende se acerca mucho a ese producto público, pero tiene sus bemoles, y existen lo que podríamos denominar bestseller académicos. Curiosamente, siempre andan cerca de la cárcel que vengo describiendo. Así los libros más leídos sobre México en los salones de clases de universidades estadounidenses son las traducciones de Paz y Fuentes, por supuesto, García Canclini, Elena Poniatowska o el crítico mexicano Ilan Stavans, que a la angustia de ser mexicano le suma ahora la de ser latino y judío, y eso vende. Krauze, con excelentes traducciones y correcciones de la editorial neoyorkina Knopf, se va abriendo paso con sus biografías del poder –que en inglés es un libro mucho más mesurado y cuidado que en español–. Monsiváis no acaba de entrar de lleno porque su prosa en inglés pierde mucho de la densidad de intraducibles referencias a la erudición y a los arrabales mexicanos. De cualquier manera, esto tiene poco que ver con lo que se consume masivamente como México que no ha variado mucho de lo que se entendía por México en 1920. Sienta usted las vibraciones del mercado de artesanías de la Ciudadela y eso es. Poco más.

Un nuevo personaje, sin embargo, va entrando al mercado de venta de lo mexicano: el académico, el intelectual, chicano o latino o hispánico. Suele ser un personaje incómodo para el comentarista mexicano o para el estadounidense. Sé que es una osadía decirlo en los círculos académicos estadounidenses donde me muevo, pero lo diré. Aún es pronto para ver el impacto de este nuevo personaje. Tengo fe en que por ahí, por los méxico-estadounidenses, se empiece a romper la cadenita de razas, prejuicios, diferencias civilizacionales y mutuos exotismos. Pero lo que se ve, no es prometedor. Es pronto si consideramos que los méxico-estadounidenses comenzaron a ser parte de la república de las letras estadounidense, en números significativos, sólo a finales de la década de 1960. Llegará el momento en que habrá muchas más opiniones y perspectivas. Hoy de lo que se habla generalmente responde a ghettos universitarios perfectamente auto-contenidos. Gloria Anzaldúa es diosa y Richard Rodríguez un demonio, o al revés, porque generalmente se habla desde el corazón del ghetto o pateándolo. En los ethnic programs reinan certezas étnicas muy de la Atlántida morena y el argumento me ha sido dicho en innumerables ocasiones como un sesudo hallazgo político e intelectual: ustedes los mexicanos letrados son unos occidentalizados, el verdadero México está en los chicanos –que no es cosa muy distinta a lo que los intelectuales blancos y anglosajones dicen cuando van en busca de su Atlántida morena–. Y reinan pues Aztlán, la raza, los tamales, las tortillas y cosas así. Si por mí fuera, que se donen los copyrights, que se mude de casa la Atlántida morena. Pero sólo nos esperan escenarios intelectuales distintos si los mexicanos que trabajamos en Estados Unidos empezamos a reírnos de la Atlántida morena y dejamos de encontrar en ella refugio personal, fortaleza racial o cultural y chamba.

Para que me peguen a mí y a más nadie, recurro a mi anecdotario privado. Hace unos años me fue rechazado por la colección “La Piñata” de la editorial Arte Público de Houston un cuento infantil que escribí para mostrar a los niños muchilingües, como mi hija, la riqueza de vivir entre lenguas. Un cuento en el cual se explicaba a una pequeña lectora que anda a caballo entre inglés, distintas tonalidades del castellano y otras lenguas, las riquísimas sutilezas de la lengua, la sabiduría de vivir entre palabras, las relaciones del español con el portugués, el catalán, el francés y el inglés. Era una historia de una rana bella, un castillo, un melocotón y el cómo hablar. Que se me rechazara, va y vale, era malo, sin duda. La enseñanza está en la explicación: Arte Público sólo publica cuentos que tengan que ver con la vida, la resistencia, la experiencia de Mexican-Americans . Una rana, un melocotón, un castillo, vivir entre lenguas, hablar y reir, aparentemente, no tienen nada que ver con los Mexican Americans . Curioso, historias de castillos y reyes y dichos y desdichos castellanos, gallegos y catalanes fueron coleccionados por el filólogo nuevomexicano Aurelio Espinosa en Nuevo México, Texas y Arizona en las primeras dos décadas del siglo xx . Otra anécdota: hace muy poco The American Scholar me rechazó un ensayo sobre el español en Estados Unidos, sobre Santayana, la lengua castellana, the Hispanic Challenge y los miedos monolíngües en Estados Unidos. Por seguro, The American Scholar es una publicación muy prestigiosa, y que me rechacen es parte del juego y a otra cosa mariposa. Mas una vez más la justificación no tiene desperdicio: nos pareció muy bueno, me escribió uno de los editores, aunque un poco cargado, “ all over the place ,” pero le vemos un gran potencial en una “ ethnic journal. We encourage you to…. ” Asumamos que mi artículo fue rechazado por malo y punto. Pero como se ve los guardianes de la Atlántida morena son güeros y prietos. Como yo hablo del español en Estados Unidos, como mi apellido es Tenorio, el de don Juan, como mi escritura en inglés debe guardar el dejo del fraseo castellano, venga: to the ethnic journal, not for The American Scholar . “Mandarlo a una Ethnic Journal ”, contesté, “sería traicionar la precisa intención de mi ensayo. Mejor al cajón.”

 

Aunque la jaula sea di´oro…

 

La Atlántida morena, la cárcel, es tal porque es un refugio en estereotipos que proporciona la familiaridad que evita el reto mental, moral o político, y sí otorga la satisfacción o ensueño que espera el consumidor. Pero no es una creación de estereotipos simples y hechos sólo desde afuera; es una conciente y militante auto-estereotipación basada en un mercado cultural bien establecido. Son estereotipos, pero son poderosos y duraderos porque están muy bien enraizados en la cultura y la historia común; son eso, poderosos, porque hace mucho que borraron afueras y adentros. ¿Cómo y por qué sucede esto?

Del lado de la demanda:

a) Hay una duradera obsesión racial e histórica en el mundo que ubica a México inevitablemente como una suerte de Egipto de segunda clase. Japón o China pueden seguir identificados con los viejos estereotipos y añadir nuevos y muy distintos calificativos porque desde un principio fueron oriente de primera clase.

b) Es desde Estados Unidos que se comanda el mercado cultural del mundo, y desde ahí México siempre ha sido vendido, por mexicanos y estadounidenses, y lo que en Japón o en Francia se ha consumido como México a lo largo del siglo xx, siempre ha sido filtrado por la interacción con Estados Unidos. Ningún tema “mexicano” es tema y es mexicano sin pasar por la interacción mexicano-estadounidense. Y en Estados Unidos sucede que la raza lo filtra todo. México en 1845 o en 1910 o en 1989 o en 2006 es inevitablemente una categoría racial para investigadores, productores, escritores, viajeros estadounidenses. Uno de los más grandes intelectuales estadounidenses del siglo xx , w.eb . DuBois, lo dijo hace casi un siglo: el problema de Estados Unidos sería siempre the color line . Y así fue y es. No importa si se trata de un radical socialista de las década de 1920 refugiado en México, o de un antropólogo como Robert Redfield o de Samuel Huntigton, lo que se ve en México es raza. Sigue a esto un sutil racismo: los brown deben hablar de su brownness , no se les escucha nada más.

c) México es la experiencia exótica más común y accesible para cada nueva generación de estadounidense y una y la misma cosa con Estados Unidos. Entre México y eua hemos fabricado un mutuo exotismo muy cómodo y seguro basado en la realidad de ser la misma geografía, la misma gente, la misma historia. Es como si habitáramos una mansión porfiriana con un cuarto chino bien mantenido en su escenografía. La mansión es la región norteamericana. El cuarto es México, pero es la misma casa.

d) Por esta familiaridad, México es un nicho de mercado, pero es, triste y peligrosamente, no muy importante. Un sólo Carlos Fuentes puede llenar todo el espacio. ¿Para qué echarle tanta sofisticación a algo, a alguien, que es una cotidianidad, un janitor o una nany ? ¿Para qué echarle más ciencia y sapiencia si ya sabemos de que va la historia –de fiesta, siesta y sombreros–?

e) La realidad, cada vez más visible, de la presencia mexicana en Estados Unidos no sólo no ha borrado los estereotipos sino que ha llevado a intelectuales –mexicanos, estadounidenses y chicanos– a tomar refugio en los confines de la cárcel para huir del fantasma ora de la mexicanización ora de la americanización.

 

Del lado de la oferta:

a) Amamos la cárcel de nuestra imagen. Acaso porque las otras imágenes, las de la vida diaria en Monterrey, Los Ángeles, Chicago, México, Aguascalientes o Zacatecas nos sean demasiado familiares y complicadas, están llenas de problemas y no merecen ni exportación ni orgullo.

b) La cárcel está hecha tan a dos bandas que ya es imposible decir si es hecha allá o acá.

c) No creo que sea problema de conocer bien a México. En México se producen estudios e ideas –marginales, claro– que dan para vivir y pensar. Pero conocer bien a México no ha incluido conocer bien a México, es decir, a Estados Unidos. La inteligencia mexicana se ha preocupado más en conocer la demanda que en conocer a Estados Unidos por sí mismo. Por un lado, nuestra estereotipación de Estados Unidos es mayor que al revés –¿cuál es el gran libro mexicano, por estereotípico que sea, sobre Estados Unidos?–. Por otro, Estados Unidos es una realidad diaria para clases bajas y altas mexicanas, y cada vez más; es como el aire del que nadie habla, sólo en el estereotipo del ventarrón imperialista o del huracán consumista –y en esos aires, cual ojos de papel volando, ya vamos mexicanos y gringos revoloteando.

d) A lo largo de la mayor parte del siglo xx , la producción cultural mexicana vivió a la sombra de la promoción estatal, muy cercana al turismo y a las grandes empresas sostenidas por el nacionalismo revolucionario. Ya puede decirse: ni Salinas, ni el tlc , ni el traído y llevado “neoliberalismo”, ni Fox, cambiaron esta relación. Esto ha sido como autovigilar que no saliéramos de la cárcel.

e) De donde se concluye, que a mexicanos y a estadounidenses, productores culturales, nos ha convenido este status quo.

Yo creo que hoy en México hay más y mejores universitarios que hace cuarenta años. Creo que hay más variedad de opciones culturales que la gente consume aunque no necesariamente sean parte de lo que por México se consume en el extranjero. Los emigrantes van creando su cultura, hay nuevos polos y no sólo hablamos ya de y desde la ciudad de México. Pero el mercado, con callado pie, todo lo iguala. Los agentes literarios, las grandes compañías editoriales refuerzan la cárcel de la imagen mexicana de una manera que hubiera sido imposible para el viejo Estado revolucionario.

A la Atlántida morena hay que habitarla porque no hay de otra. Pero hay que burlarse de ella. Ya Novo o Cuesta o Cardoza y Aragón lo hacían, aunque no por ello fueran bestseller internacionales. Por ahí de 1922, Novo con toda su mala leche caracterizaba a una pareja estadounidense en Chapala como exotismo al revés: “son a Chapala como William Spartling es a Taxco o Frances Toor a cierto estrato de la ciudad de México. Representan el exotismo, cuando pretenden disfrutarlo: de sujetos se convierten en complementos; son como una frase vuelta por pasiva”. Así, hay que mostrar las rejas de la Atlántida morena, hacer ver que detrás de cada estereotipo hay una larga historia de mutuo exotismo que toca al corazón de los grandes axiomas culturales de nuestra era, un hacer ver que sirva de crítica a los consumidores y a los productores de la imagen. Sobre todo, hay que hablar desde México de otras cosas que no sean México, y de cosas mexicanas pero como si la cárcel no existiera. Hay que hablar de Estados Unidos no como exterior, sino como adentro, como muy adentro, y lo mismo desde Estados Unidos a México.

¿Por qué? ¿Para vender más? No. Al contrario, es probable que quien se burle de la Atlántida morena venda menos, será acusado de vendido, de afrancesado, de reaccionario, de coco –moreno por fuera blanco por dentro–.Y es que el problema de la cárcel no es la falta de libertad –la cultura es rica y expresiva no hay manera de controlarla– sino el fastidio y la inercia que nos lleva a repetir ad infinitum identidades, razas o historias esenciales que, además de no ser útiles para el mundo que vamos viviendo, son peligrosas. Nada interesante, trascendente o innovador puede decirse en la lengua de las fiestas, la muerte, las autenticidades y los viejas añoranzas que significa México en el mundo. Por simples ganas de pensar, hacer esto da hueva.

Pero ante todo se avecinan tiempos difíciles para los cuales, ante lo que puedo ver, la peor preparación es lo que hemos venido haciendo comentaristas e intelectuales mexicanos y estadounidenses. Nuestro amor a la cárcel identitaria de la fiesta-violencia-siesta-sombrero-Frida Kahlo rima muy bien ya sea con un nuevo nativismo estadounidense que construya murallas para salvar su raza e identidad histórica, o con un populismo mexicano que nos lance en nuestra propia cruzada para salvar nuestra bronceada estirpe. La Atlántida morena consumida por el mundo es también una reserva espiritual y económica para los literati mexicanos, una que nos permite una cierta superioridad moral y la esperanza de ser algún día Octavio Paz o Carlos Fuentes. ¿Cuándo terminara esto? No hay que renunciar a nada que no hayamos renunciado ya, no hay que instar a ningún indigenismo ni a ningún cosmopolitismo, ya están y han estado aquí siempre. Sólo hay que descreer del presente. Quizá ya nació, quizá ya escriba, en inglés o en español, el intelectual que sabe esto, que hay que decirlo con todas sus letras y actuarlo con todas sus consecuencias: la Atlántida morena es y ha sido eso, una leyenda para vender o comprar cual jícara. No para saber, no para conocer, no para habitar, no para vivir y, sobre todo, no para convivir.

 

Notas:

 

1 Una primera versión resumida de este ensayo fue presentada en el simposio “México y Estados Unidos: nuevas posiciones y contraposiciones”, abril 1, 2006, Rice University, organizado por el Profesor Maarten van Delden; agradezco al Profesor van Delden por la oportunidad de exponer mis ideas.