FERNANDO M. GONZÁLEZ
Más allá de la militancia 
contra las creencias:
secularización, laicidad 
y psicoanálisis

 

 

 

1. CIENCIAS SOCIALES Y RELIGIÓN

Entre los supuestos fundamentales que conforman el nacimiento de las llamadas ciencias sociales encontramos dos. El primero de ellos se refiere a la renuncia de las concepciones metasociales para explicar a la sociedad,1 lo cual va a implicar el “axioma” que “los hechos sociales no pueden ser explicados sino por otros hechos sociales”.2 El segundo Durkheim lo formuló de la siguiente manera: “la vida social debe explicarse no por la concepción que se hacen aquellos que en ella participan, sino por las causas profundas que escapan a la conciencia”. Marx, sin duda, lo acompaña en este punto. Ello implicó arrancar al objeto de las evidencias del sentido común. Con ambos postulados, pero sobre todo con el segundo, el psicoanálisis va a hacer causa común. (Sin embargo, como afirma Guy Le Gaufey, en la explicación freudiana de los hechos psíquicos se introducen elementos que no se sostienen en una lógica de la remisión de los fenómenos, y que están fuera de toda encuesta posible en cuanto a su antecedencia, como por ejemplo su concepción de la primera identificación, del padre totémico, de la pulsión de muerte o del Moisés.3 )
Ambos supuestos traían aparejado un evidente proyecto iconoclasta por parte de la sociología, el cual supone que “su objeto puede y debe ‘en principio’ ser reducido a los elementos con los cuales ella lo relaciona”.4 Así se convierte en un principio tanto teórico como normativo.
Si comprender en ciencias humanas:

es tener por método el superar la regionalización de los hechos religiosos, [...] la relación determinante no es más aquélla del enunciado religioso con la ‘verdad’ a la que afecta una creencia, sino la relación de este enunciado, tomado como síntoma, en relación con la construcción social e histórica en la cual se inscribe el desciframiento de las conexiones entre fenómenos aparentemente heterogéneos.5


De esta manera, la religión es desposeída del supuesto privilegio de tener en sí su propia explicación autosuficiente, al ser conformada como un objeto social de investigación. Por lo tanto, queda sujeta a la descomposición de sus elementos y a ser tratada como cualquier otro objeto, es decir, reducida a relaciones y conflictos y, también, al descentramiento de la conciencia.
Este proyecto estaba pensado dentro de un presupuesto que afirmaba el declive inexorable de la religión; declive visto a través del lente de un modelo evolutivo que ligaba la secularización de las sociedades modernas al inevitable fin de las religiones. O, cuando menos, de la drástica reducción de las formas conocidas que hasta ese momento implicaba, según los modelos utilizados, una visión profética o una voluntarista sobre el fin de la religión.
Dicho “final”–o reducción drástica– se daría gracias al arrollador proceso de secularización que estaba sostenido en la “triple presión de la afirmación del individuo, el progreso de la racionalización [instrumental] y la diferenciación de las instituciones.”6 Secularización que, como la sociedad sin clases del marxismo, se pensaba a partir de un punto terminal de dicho proceso. Todo esto muy ligado a una perspectiva “positivista”.
Hasta ahí todo parecía marchar sin contratiempos, ya que se creía que sólo era cuestión de paciencia. No obstante, como pertinentemente lo señala Daniéle Hervieu-Léger, dos sucesos de orden práctico obligaron a repensar tanto la concepción de secularización, como la de sociedad moderna. Esto provocó un dislocamiento del territorio de lo que debería entenderse por lo religioso, y culminó con un viraje teórico que no termina de reconfigurar su objeto de estudio.
Dichos sucesos se refieren al ascenso político de las corrientes integristas, y al desarrollo, en el corazón de las llamadas sociedades modernas, de lo que se denominan como “nuevos movimientos religiosos”; denominación que se presta a más de una confusión, ya que se tiende a colocar en un mismo plano maneras de creer que no necesariamente responden al factor religioso.
Uno de los problemas centrales actuales de la sociología de las religiones lo plantea nítidamente la citada socióloga francesa al preguntarse:

¿cómo al interior de un campo científico constituido por la afirmación de la incompatibilidad de la religión y la modernidad, dotarse de los medios para analizar no solamente la importancia que el hecho religioso conserva fuera del mundo cristiano occidental, sino también las transformaciones, los desplazamientos e incluso los renacimientos que conoce [dentro de] él?
El dilema fundamental de la sociología de las religiones [es que] el objeto al mismo tiempo que se disuelve, resiste de manera asombrosa, resurge, renace [...] y se desplaza. [...] ¿cómo dar cuenta de esas transformaciones?7

2. REFORMULACIÓN DEL MODELO CLÁSICO DE SECULARIZACIÓN

Si bien se siguen sosteniendo los dos postulados básicos de la sociología descritos más arriba, el trasfondo del “fin de las religiones” es puesto radicalmente en tela de juicio. Y como ya adelanté, junto con él se reformula la concepción del par secularización-modernidad. Si se acepta que en la mayoría de las sociedades occidentales el proceso de laicización –que incluyo dentro del más vasto de la secularización– iniciado unilateralmente por el Estado –primero bajo el signo de la “laicidad-separación” (que implicó, en un buen número de casos, una orientación anticlerical, dadas las características del enfrentamiento entre el Estado y la iglesia católica, y no únicamente con ésta, en algunos países), seguido de la “laicidad-neutralidad” –8, ha servido –junto con “la racionalidad instrumental” progresiva– para consolidar la diferenciación y autonomía de las instituciones con relación a los sistemas religiosos, entonces se puede seguir hablando de secularización. (Habría que pensar con mayor detenimiento el par laicización-secularización que no corresponden a la misma conceptualización. Si el primero no abarca a todo el proceso de secularización, me parece que contribuye sustancialmente a éste último. El hecho de que los Estados hayan impuesto unilateralmente la separación con las iglesias, con diferentes suertes y matices, implicó la voluntad de constituir “un verdadero Estado laico, es decir, aquél que subsiste de una manera enteramente autónoma por sus propios medios, sin tener necesidad del socorro de la religión”.9 Que en un primer momento esta voluntad de separación haya tenido un signo anticlerical parece inevitable, por lo que ahí se jugaba. En un segundo momento, cuando menos en Francia y en buena medida en México, el proceso de laicización adquiere una connotación de neutralidad que ya no la convierte en un fin de sí misma, ya que “no tiene más por objetivo el asegurar [su] independencia frente a la religión, sino la libertad de la religión gracias a la neutralidad del Estado”.10 Medio, pues, al servicio de la libertad religiosa y de la no creencia.) Sin embargo, un tercer elemento también definía a ésta, aquél de la “afirmación del individuo”; es ahí en donde comienza una parte de las dificultades (la otra parte de éstas, como veremos más adelante, se da en la racionalidad).
“El Estado –afirma Poulat– no tiene religión porque no tiene conciencia. Éste no puede sino reconocer y garantizar derechos”.11 En cambio, los que sí la tienen son los individuos, los cuales fungen al mismo tiempo como ciudadanos y creyentes; pero también lo pueden hacer como ciudadanos no creyentes. (A medida que se consolida la cultura de la democracia, las creencias religiosas no necesariamente coinciden con las preferencias políticas; ahí también los individuos no coinciden en ser sólo el brazo largo del clero). Esto instituye una triangularidad problemática con respecto a las diferentes posibilidades de la libertad de conciencia y a lo que en parte se entiende por espacio público.
La función del Estado neutral ante las creencias (es decir, arreligioso) y como garante de derechos implicó un lento proceso en el que se fueron discriminando las libertades a promover y proteger, entre otras: la libertad de pensamiento y la de conciencia, que son del orden estrictamente personal –la segunda, lugar para ajustar cuentas con la creencia o la no creencia–, y la libertad de cultos. Esta última no puede remitirse a lo privado, ya que su ejercicio implica necesariamente al espacio público. (Entre otras partes, en Francia se luchó durante más de un siglo por hacer reconocer instituciones intermediarias entre el Estado y el ciudadano. Después de la Revolución se reconocieron las libertades individuales, pero no las colectivas. En México las Leyes de Reforma reconocieron las libertades individuales y casi eliminaron a la iglesia católica. Fue la Constitución de 1917 la que definió que la iglesia como asociación debía ser eliminada: “La ley respeta la creencia en el individuo; pero la colectividad, como persona moral, desaparece de nuestro régimen jurídico: de este modo, sin lesionar la libertad de conciencia, se evita el peligro de esa personalidad moral”.12
Habría que añadir que la libertad de cultos, mestiza por naturaleza, implica algo más que el manifestar en uno de los lugares de lo público la convicción “privada”, ya que la manifestación colectiva de la fe tiene su(s) propia(s) configuración(es) cultural(es) que es(son) más que la pura suma de las convicciones individuales (esto les fue especialmente difícil de entender y sobre todo de digerir a los liberales anticlericales y antirreligiosos).
El liberalismo triunfante reconfiguró la dicotomía básica de lo público y lo privado como consecuencia de la separación iglesias-Estado (entendiendo al espacio del creyente como lo privado y al del ciudadano como lo público). Esto sin concebir una tercera instancia mestiza, en la cual las creencias privadas pudieran manifestarse de diferentes formas en el espacio público y, más aún, incidir en éste (existen diversos modelos al respecto; pienso, fundamentalmente, en Francia y México, sin suponer tal cual una identidad de los dos procesos). Es decir sin instituir instancias de mediación entre el ciudadano y creyente, y el estado. Por ejemplo, en el caso mexicano, los revolucionarios anticlericales, entre otras cosas, desaparecieron jurídicamente a las instituciones eclesiásticas en la Constitución de 1917.
Sin embargo –como lo señala Marcel Gauchet–, un buen número de creyentes no va a aceptar fácilmente el postulado del confinamiento de la creencia como un asunto puramente privado y sujeto a la competencia derivada de otras opiniones igualmente respetables. Con el tiempo, el pensamiento cristiano se trasvasaría en la lógica de la ideología política y en la de los partidos.
La fe entra en la política democrática bajo el aspecto de partidos cristianos que hacen de los creyentes una fuerza al interior del pluralismo colectivo, pero eso en tanto que electores manifestando individualmente su opinión.13

3. EL INDIVIDUO PROPUESTO POR LA SOCIOLOGÍA DE LAS RELIGIONES Y EL PSICOANÁLISIS

La modernidad, promotora del advenimiento del individuo, nos lo presenta, en una de sus facetas, como dueño de su conducta y de su juicio y, por lo tanto, con capacidad para decidir qué pensar, qué creer y para determinar con otros la orientación del mundo que lo rodea. Asimismo, en su faceta consciente y responsable de sujeto racional, el individuo tiene la posibilidad de rechazar la sumisión al dogma inmutable y de no abdicar frente a lo incomprensible. Como diría en algún lugar Sigmund Freud, “la ignorancia no da derecho a creer.”
Si a lo anterior le añadimos la lógica que rige al espíritu científico, que refuerza el advenimiento de este individuo moderno pero que es aún más exigente en la conformación de sus postulados, tenemos descritas, escuetamente, dos de las tres facetas de la modernidad en ese punto. La tercera es la que introduce el psicoanálisis, y que muestra al individuo como sujeto “escindido”, constituido en, y por, el inconsciente.
Es precisamente en ese lugar de libertad para creer donde se dibuja una de las contradicciones mayores de la modernidad. Me explico apoyándome nuevamente en Daniéle Hervieu-Léger, cuando afirma que:

las sociedades modernas están dominadas [...] por ‘el imperativo del cambio’ [(idea que toma de Marcel Gauchet) y, por lo tanto,] viven en una situación de incertidumbre estructural que pone continuamente en entredicho las certidumbres racionales forjadas por la ciencia y por la técnica. Obligadas a hacer frente a la falta de sentido que resulta de esta incertidumbre, las sociedades racionalmente desencantadas no son, sin embargo, sociedades “menos creyentes”. Son sociedades en las que la creencia prolifera.14

En este sentido, la modernidad está sujeta a un doble movimiento, contradictorio e irreductible. Al mismo tiempo que genera el progreso de la racionalización en diferentes ámbitos, lo mina en razón de la “incertidumbre estructural” que constituye su motor. El individuo que nos devuelve no es aquél prometido por el racionalismo, cada vez más desencantado, racional y homogéneo, sino uno contradictorio que se maneja en diferentes lógicas tensadas por el eje racionalidad/“irracionalidad” (esto lo pongo entre comillas porque no se trata de reducir el universo de la fe y de las creencias a un puro elán afectivo irracional, puesto que también nos las tenemos que ver con sistemas de comprensión del mundo), pero sin especial disonancia cognoscitiva.
Se trata de un individuo que no puede ser reducido a la pura racionalidad, sino que se muestra a sí mismo como inevitablemente heterogéneo, lo cual rompe con la concepción dicotómica instituida en el Siglo de las Luces que postulaba que sólo los incrédulos serían racionales y que los creyentes asumirían el monopolio de la irracionalidad. Metodológicamente, ello le permite a la antropología, a la sociología y al psicoanálisis “tomar por objeto [de análisis], el corte mismo” de la racionalidad/irracionalidad. Lo anterior supone, como afirma Elizabeth Claverie, “no solamente el otorgar crédito a las capacidades racionales del observador, sino también, el tratar de tomar en serio el conocimiento que puede otorgar la puesta en juego de las capacidades cognitivas desarrolladas por los actores”.15
Lo que tiene como resultado que el segundo postulado sostenido por Durkheim, Marx y Freud –aquél de trascender la conciencia de los actores–, se resignifique. Habría que recordar aquí el interesante primer capítulo del libro de Paul Ricoeur, De l’interprétation, essai sur Freud16 dedicado en parte a lo que denominó como “la escuela de la sospecha”, en donde están Freud, Marx y Nietzsche, los cuales, desde diferentes perspectivas, instituyen una crítica radical del sujeto de la conciencia (aunque, justo es decirlo, en el caso del psicoanálisis hay una notable apuesta por las capacidades cognitivo-afectivas del analizante).
Todo esto introduce un tercer tipo de individuo en la oposición, que mencionamos anteriormente, entre el sujeto del racionalismo –consciente racional y libre o científico– y el ofrecido por el psicoanálisis –conformado por la lógica del inconsciente–. Tercer tipo no plenamente racional ni expurgado del inconsciente, ni tampoco vacío de creencias, pero tomado en cuenta en las representaciones que organizan su mundo y en sus maneras específicas de creer. Concepción que cuestiona, además, el prejuicio laicista que juzga como “incompatibles la fe y la autonomía de las personas”.17
En síntesis, este conjunto de elementos pone en entredicho la afirmación que sostiene la incompatibilidad entre modernidad y religión. Y Hervieu-Léger da una vuelta de tuerca más a su razonamiento:

[si la innovación es la norma de conducta de estas sociedades, es que éstas han logrado cuestionar y aun] romper las cadenas de la memoria obligada de la tradición. [...] Según esta perspectiva, se puede decir que las sociedades modernas son (ideal típicamente) ajenas a la religión. Pero esto no es porque sean (ideal típicamente) sociedades racionales sino porque son (ideal típicamente) sociedades amnésicas, en las que es cada vez mayor la incapacidad para dar vida a una memoria colectiva portadora de sentido para el presente y orientaciones para el futuro”.18

Esto lleva a no querer reducir la secularización a racionalización, y menos aún –como ya mencioné– a conjugarla con declinación religiosa, so riesgo de perder de vista la complejidad del fenómeno a ser analizado.
Si “el imperativo del cambio” ha provocado esta creciente amnesia y, por lo tanto, un “vacío simbólico creado por la pérdida de densidad y de unidad de la memoria colectiva”, esta contradicción exige la invención de “‘memorias de substitución’, múltiples, parcelarias, diseminadas, disociadas unas de otras, pero que permitan salvaguardar (al menos parcialmente) la posibilidad de la identificación colectiva.19
Si se quieren ilustrar ciertas características de los creyentes religiosos contemporáneos en el contexto de la desregulación institucional y la individualización de la creencia, tendríamos a nuestra disposición, como mínimo, dos figuras: aquella del “peregrino”, que se desplaza a su ritmo sobre los caminos espirituales en los cuales él define las etapas, y aquella del “convertido”, que determina él mismo la familia religiosa a la cual decide pertenecer. Dos figuras de movimiento que se imponen en contrapunto a la figura clásica (y ahora más bien minoritaria) del “practicante”, que encarna por el contrario la estabilidad de las observancias colectivas y de las pertenencias comunitarias heredadas.20
La doble función que la socióloga francesa le confiere a la religión, aquélla de ser una de las maneras posibles (en la medida en que dejó de ser un lenguaje total) de enfrentar y de “resolver” la incertidumbre, así como las “necesidades de identificación”21 de los grupos humanos, está atravesada por la cuestión de la memoria. No toda la matriz de memoria cristiana se ha evaporado, pero sí ha sufrido cambios sustanciales. No es que antes fuese homogénea, sino que conservaba cierta coherencia en la medida que era un lenguaje con pretensiones totalizadoras. Ahora se hacen entrar en relaciones inéditas pedazos de linajes de memoria de oriente y occidente, entremezclados con la psicología y otras ciencias en una diseminación creciente. Todo este magma de creencias replantea el estatuto epistemológico de lo que habría que entenderse por religión.
¿Cómo, entonces, diferenciar la religión de las creencias proliferantes de todo tipo y signo? ¿De qué manera evitar ser atrapado por el tipo de categorías que intentan explicar el fenómeno religioso en términos tales como pérdida y retorno?
Una de las alternativas es pensar la secularización en términos no de pérdida o retorno, sino de “recomposición de lo religioso en el seno de un movimiento más vasto de redistribución de las creencias”22 o de “metamorfosis de lo creíble” (Gauchet). La apuesta es interesante y arriesgada, más aún si se quiere evitar tanto una definición restrictiva de religión como la de Bryan Wilson, que la encajona entre el llamado de lo sobrenatural y la eficacia social utópica, o una extensiva, como la de la religión invisible. Pero no basta.
Por otra parte, si se opta por una posición como la de Émile Poulat, que hace de “la indeterminación la condición estructural de la sociología de las religiones”, y que no limita la operación de su definición a lo que los investigadores postulan, sino “al campo que se atribuye cada religión”23 , se deja toda la iniciativa en manos de los actores y de las instituciones.
Daniéle Hervieu-Léger opta por otra “solución”. Veámosla más de cerca. Por lo pronto, busca:

concentrar el esfuerzo de definición en la modalidad particular de la creencia que caracteriza a la religión [...] La presencia de un modo particular de organización de las significaciones y de las prácticas, que sería también el de las religiones históricas y al que podría llamarse ‘religioso‘ [...] Esta dimensión específica de todas las formas de creencia religiosa [sería] la referencia a la autoridad legitimadora de una tradición.24

Si toda religión supone:

una comunidad creyente [...] y un linaje imaginario pasado y futuro [e] Incluso hay casos en los que la tradición invocada es pura y simplemente inventada [esto no es obstáculo para que] El linaje creyente funcion[e] siempre como referencia imaginaria [y] legitimadora de la creencia. [Sintetizando:] se definirá [...] como religión a todo tipo de dispositivo –ideológico, práctico y simbólico al mismo tiempo– mediante el cual se constituye, mantiene, desarrolla y controla la conciencia individual y colectiva de pertenencia a un linaje creyente particular.25

Si en última instancia la referencia a una tradición, a una memoria, y a una comunidad es el pivote que define a lo religioso, entonces el esquema de las llamadas religiones históricas continúa ejerciendo una fuerte “atracción”, por más que el modelo que propone la autora francesa intente escapársele. Pero, por otra parte, si “el linaje puede ser inventado”, la citada atracción se “atenúa” en referencia al modelo de las grandes religiones del libro, mas no desaparece; porque, en última instancia, aunque esos linajes sean trastocados con nuevos elementos o simplemente dejados de lado, el esquema persiste, aunque sea formalmente. (¡Cuántas de las corrientes psicoanalíticas y sus maneras de institucionalizarse podrían caber en esos linajes autorizantes! Como se apreciará, la solución ofrecida por Hervieu Léger, deja muchas interrogantes).
A su vez, la autora señala que con esta herramienta teórica “no pretende precisar cuál es la esencia de la religión.”26 Pero si no importa el contenido de esta memoria, ¿querría ello decir que cualquier linaje es pertinente con tal de que sirva como referencia autorizante?, ¿tampoco importaría la antigüedad de la constitución de los linajes?, ¿es acaso posible librarse de una definición sustancial mínima y restrictiva de religión sin terminar por diluirse en lo no específico? Creo que esta última interrogante hay que responderla afirmando que no es posible eliminar ese mínimo esencial de lo que se entiende por religión.
Resumiendo, las nociones de secularización-laicización resignificadas y desembarazadas del horizonte del declive de las religiones, así como de aquel “retorno” de éstas, asumiendo el aprecio por las representaciones de los actores y sus maneras de organizar las creencias, permite pensar de otra manera los procesos de individuación, racionalización y diferenciación de las instituciones. Para ello hay que tener siempre en claro que el individuo no es homogéneo, que la racionalidad instrumental no es total ni basta para enfrentar la incertidumbre estructural producida por la modernidad. También, que la diferenciación institucional no sólo le deja un lugar propio a las instituciones y linajes religiosos: aun en el espacio de lo político se tiende a dar una especie de transferencia de elementos de lo “religioso”, por ejemplo aquél de “cambiar la vida” 27 (imposible eliminar del todo a esa especie de “sacralidad cívica” que acompaña a la consolidación de los Estados modernos); además, muchos de éstos últimos proliferan ahí donde menos se les espera, desarticulados de sus propias instituciones oficiales, y que, por lo tanto, la modernidad está constituida a partir de una contradicción fundamental.
Es necesario pensar al fenómeno de la secularización más allá de la concepción de una supuesta sustancia única a la que se le hubieran expropiado, alienado o deformado sus elementos centrales. Y también más allá de una relación de causalidad simple, en la cual una serie de fórmulas anodinas o de un alto grado de generalidad obvian trascender evidencias de superficie; como, por ejemplo, “los tiempos modernos serían impensables sin el cristianismo”. “Pero, ¿qué significa eso en el caso particular de atribución de características concretas?”,28 se pregunta con pertinencia Hans Blumenberg.
A su vez, la noción de laicidad –entendida en sus transformaciones históricas y en estado práctico– es una cuestión fundamentalmente política promovida por el Estado y no sólo religiosa.
Eso que podríamos denominar como el dolor de la Iglesia católica –más de ella que de otras– por la consolidación del territorio estatal, es un dolor explicable en la medida que parte de éste le fue arrebatado a ella, algunas veces al costo de sangre y fuego. La secularización es, pues, mucho más abarcativa que la laicidad, a la cual contiene.
Pero, también el Estado tuvo –y tiene– su propio dolor: aquél de haber aprendido a renunciar a pensar todo el espacio público como si fuera de su exclusiva competencia y control. Es el caso de lo que conforma el núcleo institucional de la llamada sociedad civil, que está formado “por asociaciones no gubernamentales y no económicas de tipo voluntario, que abarcan iglesias, grupos culturales [...], clubes deportivos, iniciativas y foros ciudadanos”.29
Todo lo cual da por resultado el espacio público-político, que no es otro que aquél “[en] donde puede formarse algo así como una opinión pública [y que no abarca] el poder del Estado sino [que] más bien [es] su eterno contrincante”,30 ya que es ahí en donde se genera el control democrático de la actividad estatal. (Entre las cuestiones que dejo fuera de esta reflexión está la importancia del factor religioso como conformador central del nacionalismo: es el caso de Polonia).
En cuanto a la aprehensión del objeto religioso, queda un contencioso abierto y en espera de futuras reformulaciones. Lo mismo es válido para las nociones concurrentes de secularización.

4.EL PSICOANÁLISIS, ENTRE LA TRANSFERENCIA, LA CREENCIA,
LA ASOCIACIÓN LIBRE Y LA ARRELIGIOSIDAD

4.1 TRANSFERENCIA Y CREENCIA. LA CUESTIÓN DE LA ALTERIDAD

En la medida que desde el psicoanálisis no es posible pensar las transformaciones sociales, porque éste carece de un modelo al respecto, la tendencia es pensar un tema como el de las creencias sin tomar en cuenta las transformaciones que ha sufrido el “campo” religioso. Por ello era necesario aludir al contexto social en donde la práctica analítica se ejerce. Una tendencia al ahistoricismo tiende a guiar la mayor parte de la reflexión analítica.
Si a dicho ahistoricismo le aunamos la inevitable visión parcial que cada uno de los analistas tiene, producto de la pequeña muestra que constituye el conjunto de los analizantes a su cargo, se produce una especie de efecto “confeti”. Efecto en el cual se refractan las relaciones sociales que investigan sociólogos, antropólogos e historiadores, haciendo muy difícil la realización de inferencias con cierto grado de generalidad. Paradójicamente, quizá para compensar la parcelación y el tamaño de estas muestras bonsai, también se da el efecto contrario, es decir, con uno o dos casos se inventa una teoría que pretende pasar por universal, amparándola en una seudosociología o antropología ad usum psicoanalítico, que tiene buen cuidado de no explicitar el contexto ni la pertinencia desde los cuales suscribe sus afirmaciones.
Quisiera introducir en el debate del psicoanálisis, en relación con las transformaciones del campo religioso y en el más amplio de las creencias, la sugerente posición de Marcel Gauchet. Entre otras razones, porque me servirá de pasaje e intersección para introducirme en dicho universo.
Para este autor, el psicoanálisis se enfrenta, entre otros, a dos problemas centrales: 1) la cuestión de la alteridad, y 2) el enigma de la disponibilidad y vulnerabilidad ante el otro. Problemas que Freud intentó aprehender, utilizar y analizar en el fenómeno de la transferencia y, en la escala colectiva, en lo que denominó la “ilusión”.
Gauchet considera que la cuestión de la alteridad –vista a largo plazo– ha sido explícitamente instituida y organizada por la alteridad religiosa, bajo la prevalencia de lo invisible sobre lo visible.31 Sin embargo, la especificidad de la experiencia contemporánea de los últimos cien años es el advenimiento del inconsciente como experiencia cultural y personal. El inconsciente es el rostro que toma la alteridad “cuando se deshace la alteridad instituida de las religiones, cuando se disuelve la prevalencia social de lo invisible. De ello resulta una alteridad [en la que] el otro en sí llega a ser cada vez más un otro de sí mismo”.32
Gauchet nos recuerda estas transformaciones –las cuales implican un cambio de estatuto–33 que sucedieron en los últimos cuatro siglos, y que permiten situar en qué contexto tiene lugar la producción freudiana del inconsciente. Señala que se puede pensar nuestra cultura a partir de una estructura antropológica compuesta de tres términos: lo invisible, el cuerpo y la verdad. Y añade que nuestra experiencia al respecto es la de un desdoblamiento entre lo visible e invisible, gracias al cual algo más allá de nuestro cuerpo visible se oculta a la visibilidad. No habría, para él, cultura que no se enfrente a esto y construya una interpretación al respecto. Afirma también Gauchet que la interpretación dominante de esta experiencia de alteridad es aquélla que se mueve entre dos polos: el de la posesión y el de la profecía.

Ahí en donde hay religión [es decir] estructuración religiosa del espacio humano-social, hay esta doble experiencia de lo invisible, en la extrañeza de un cuerpo que cesa de pertenecernos, y en el borramiento de sí en provecho de una verdad que habla en vuestro lugar [...] La figura de un inconsciente personal emerge y deviene concebible gracias a una reformulación [de estas] experiencia(s) de alteridad.34

Dentro de las metamorfosis de lo creíble y la secularización –entendida en este caso en un sentido restrictivo, es decir como “salida” del universo religioso, pero no del de la creencia–, el psicoanálisis viene a incidir de manera determinante en la modernidad, debido a que postula lo social subjetivizado cuando sitúa la alteridad dentro del propio sujeto, bajo la fórmula del poeta: “yo soy otro”. O cuando las figuras de autoridad se hacen presentes en esas encarnaciones abstractas, feroces, imperativas o dulcemente autoritarias, como las que fomentan las llamadas servidumbres voluntarias, y también en las prohibiciones, como las del incesto.
Si en la tradición heredada de la sociología religiosa se decía que en la medida en que la religión cumplía una función social indispensable siempre habrá gentes dispuestas a creer, ahora –según Gauchet– habría que pensar las cosas a partir de una desfuncionalización integral de ésta, una nueva mutación de lo religioso, ya que afirma: “Este núcleo antropológico de lo religioso está destinado a sobrevivir a las formas institucionalizadas de religión y probablemente a tomar otros canales diferentes a la expresión religiosa”.35
Con lo cual estaríamos nuevamente en un tipo de flujo diseminatorio, no hacia el modelo de las “religiones civiles” –pero que en algo las hará recordar–, aunque este tipo de nuevo investimento no tenga ya la amplitud ni la fuerza de las grandes narraciones que se depositaban en la historia y la sociedad.
El psicoanálisis –como heredero de las Luces– participa de los supuestos de la renuncia a las explicaciones metasociales y de interpretar las situaciones, trascendiendo –al mismo tiempo que tomando en cuenta– las representaciones que se hacen los actores de ellas. Hasta ese punto, aparentemente, todo parecería no tener especiales obstáculos.
Pronto aparecería la primera dificultad, sobre todo en el segundo supuesto, ya que el psicoanálisis, al mismo tiempo que pretende ser un método –articulado a una teoría acerca del inconsciente–, en el cual se analizan las llamadas formaciones del inconsciente y las diferentes representaciones que remiten a fantasías inconscientes –y se enfrenta, entre otras cuestiones, a diversas maneras de creer y a una serie de mecanismos psíquicos que los sujetos utilizan a su pesar–, fomenta y, en buena medida, produce lo que se denomina como transferencia. La cual está contenida, en parte, en la fórmula lacaniana del lugar del analista como “supuesto saber”, y que se expresa así: “aquél a quien yo supongo el saber, yo lo amo”36 .
El amor, según este autor, implica un tipo específico de creencia. Aquélla que supone la unidad del amante y el amado. Es el “no somos sino uno [...] que parte la idea del amor [...] Ese Uno donde todo el mundo se llena la boca, es de entrada de la naturaleza de ese espejo de lo Uno que se cree ser”.37
El gran equívoco especular del amor lo resume el citado psicoanalista en esta otra fórmula lapidaria: “el amor es ofrecer eso que no se tiene a alguien... que no es lo que se supone”.38 Ello introduce una disimetría básica entre el amante y el amado, que no es del todo compaginable con la otra que acabo de citar.
Sobre ese motor funciona el método y el proceso analítico. Con toda buena fe, y no sin cierto candor, se apuesta a que, al final del tratamiento, lo que se creyó adelantado dejará de funcionar cuando el analizante, como creyente temporal, se dé cuenta de que el supuesto saber que le atribuía a su escucha e intérprete en realidad estaba en él mismo. O, a lo más, como producto de la relación entre el analizante que testimonia y se autointerpreta, y el analista que escucha e interpreta.
El analista, a veces, sabe escuchar de cierta manera y hacer entrar las asociaciones por determinados cauces. Tres tipos de saber quedarían así diferenciados y entrelazados: 1) aquél que se le suponía al analista; 2) el que estaba, de manera virtual, en el analizante, pero que sólo en el proceso analítico se va conformando, paso a paso, en la interacción que se da entre sus propias asociaciones y las interpretaciones y construcciones del analista, y 3) el del analista como operador de una tecnología de escucha e interpretación.
He dicho candor porque lo que se fomentó gracias a la específica configuración del dispositivo de escucha –en el cual se articula el prestigio de un saber institucionalizado al de una relación claramente disimétrica– es difícil desbaratarlo como una pompa de jabón. Más aun en aquellos casos que están condicionados por la institución psicoanalítica, en la medida que forman parte de sus huestes, lo que no quiere decir que todo analizante sea siempre un beato de tiempo completo, aunque los hay.
Si bien el psicoanálisis, como todas las ciencias sociales, no puede quedarse en las concepciones que los individuos se hacen de sí mismos, no puede dejar de pasar por ellas y tomarlas seriamente en cuenta, porque en esa “superficie” se juega lo otro que hay que dilucidar. Pero, ¿qué significa pasar por ellas?:

Se trata de tomar en serio las creencias de los actores [suponiendo] que la acción de éstos se explica [en parte] por la eficacia de su creencia [...] lo cual implica que [se] rompe con el modelo dominante de las ciencias sociales que desde su constitución [...] implica que todo contenido de creencia vale por otra cosa que el mismo [...] Cualquiera que sea el juicio último del [estudioso] acerca de la función de las creencias, [no elude que] el creer, como la acción, se presenta al filo de la historia, como la instancia inmediata, manifiesta y eficaz de la agregación de los individuos orientados hacia actitudes o acciones comunes.39

Dicho de otra manera. No se puede hacer válido a rajatabla el postulado según el cual la creencia vale siempre y únicamente por otra cosa. Este postulado de la sociología de la religión descansa en otro, aquél que supone la posibilidad de que se hable de la religión desde fuera, pero como si se estuviera dentro. Con esto se introduce en la experiencia del creyente, quien la acepta como mirada posible, un desdoblamiento inevitable, el de considerar de ahí en adelante el punto de vista del observador que pretende objetivarlo, aunque siempre guardándose, como último recurso, decirse que lo más específico y subjetivo de su creencia ha quedado a buen resguardo.
Si el psicoanálisis toma como modelo de toda creencia que enfrenta únicamente su noción de transferencia como supuesto saber, y la del recorrimiento y “caída” de la posición del analista de ese supuesto, habrá reducido las diferentes maneras de creer a una sola y tenderá a diluirlas en sus pretendidas “causas inconscientes”. Por lo tanto, se impedirá entender la complejidad del fenómeno del que se trata.

4.2 BREVE TIPOLOGÍA DEL CREER

Paso ahora a describir algunas de las diferentes maneras de creer con las que los analistas se enfrentan en la clínica (siendo consciente del efecto “confeti” y de la parcialidad de mi mirada). Acerca del acto de creer, me apoyaré en Michel de Certeau, quien se expresa así:

[en este acto no se trata tanto del] objeto de la creencia (un dogma, un programa, etc.) sino de la manera de investir una proposición por parte de los sujetos, del acto de enunciar que tienen por verdadero. Dicho de otro modo, de una modalidad de la afirmación y no tanto de su contenido.40

Esta[s] modalida[des] de la afirmación, este tipo de consentimiento que algunas veces no tiene necesidad de pruebas, es lo que me interesa describir escuetamente. Desarrollaré siete posibilidades.
1) Las creencias plenas, que son aquéllas que habitan y constituyen a los fanáticos y fundamentalistas. Recortadas selectivamente para los fines del análisis, pueden inducir al error de pensar que se trataría de creyentes homogéneos de tiempo completo. Estas creencias plenas estarían cercanas a un movimiento de consentimiento que no tiene necesidad de pruebas; algo que se impone como certidumbre sin tensión ni disonancia.
2) Las creencias en suspenso, aquéllas en las que los individuos deciden mantener hasta nuevo aviso –o en diferimiento permanente– su interrogación en stand-by, mientras piensan su posible respuesta. Umberto Eco ofrece un ejemplo adecuado en una entrevista: “yo fui católico, yo he perdido la fe, pero hay una diferencia profunda entre no creer más en Dios y decir: Dios no existe”.41 Y esto vale no sólo para Dios…
3) Las creencias paradójicas, que se pueden resumir en la fórmula de Octave Mannoni: “ya lo sé, pero aun así”. A esta fórmula, “extraída” de la clínica de las perversiones –sobre todo del fetichismo–, Mannoni tuvo la intuición de aplicarla a otros ámbitos que los puramente psicopatológicos. Se trata de un tipo de creencia que está afectada por una contradicción insoluble y que depende del ámbito elegido para saber si es más o menos sufriente.42 La citada frase no se mantiene idéntica cuando Mannoni la aplica a ciertas creencias en los Hopis o a una ceremonia emprendida por el seductor Casanova para conquistar a una campesina. En este último caso, el juego “cartesiano” de las creencias claras y distintas de un lado, y el del incrédulo del otro, se desarticula y se instalan ambos elementos en tiempo diferido, en el corazón del mismo individuo.
4) La creencia como proceso. Es decir, aquel(la) que presupone que se trata de algo progresivo y que un buen día se despertará del otro lado del espejo instalado(a) plenamente en la creencia. Un ejemplo pintoresco lo ofrece una bailarina del colectivo Tropicana de Santiago de Cuba, cuando alguien le pregunta: “–Pero vamos a ver, ¿tú eres católica?” La descomunal señora y primera bailarina pensó un momento y dijo: “–en eso estoy, mi amor”.43
5) La creencia intermitente. Aquélla que se condensa en la curiosa fórmula siguiente: –¿y tú crees?, respuesta –a veces, o: –según las circunstancias... Lo cual presupone un contrato con el creer que nunca se rompe y que simplemente permanece no explicitado en determinadas circunstancias.
6) La creencia como “acumulación insatisfecha de signos”.44 Es el caso, por ejemplo, de Madame du Deffand, cuya interrogación se podría formular de la siguiente manera: “¿será o no el signo de un fantasma eso que percibo?”, para lo cual acumula signos que le otorguen una respuesta. En la medida en que no hay límite posible para esta insaciable acumulación ni un sistema de protección que le permite encontrar reposo, el tipo de contradicción está condenada a la hemorragia perpetua. La conocida fórmula de que “no existen los fantasmas, pero de que los hay, los hay” sintetiza en buena medida este tipo de creencia (que para colmo se dio en alguien que se presentaba como racionalista).
7) La creencia desdichada. Es el caso de los místicos. A diferencia de la anterior, esta vez se apuesta por la existencia del Otro,45 y podría sintetizarse en la fórmula: “creo, luego [a lo mejor] existes”. El místico, para poder escuchar la voz de ese Otro, tiene que librarse del parloteo y de esta manera adentrarse en “la experiencia de un gran silencio [...] Pero la espera choca contra un hecho: lo que debería estar, falta. ¿Cómo, pues, y dónde hablará esa voz? ¿De qué manera prepararle el vacío en donde pueda resonar? [...] O ¿acaso sería [lo] propio de la naturaleza de esta palabra el callarse?”.46 La suposición de la existencia del parlante divino paradójicamente silencioso, implica la constitución de un campo de alocución que ofrece un soporte mínimo a la creencia en aquél con quien se pretende conversar.
Sirvan estas notas como descripción no exhaustiva de un conjunto de maneras de creer, que implican diversos modos de encararse con ese “Otro” (virgen, fantasma, dios[es], ancestros, maestros, secretos,47 fuerzas de la naturaleza, etcétera) que es útil como referente y que provoca diferentes maneras de adhesión; y que incluso se pueden presentar combinadas en el mismo individuo, fruto maduro de la modernidad (no incluyo la propuesta de Daniéle Hervieu-Léger para las creencias propiamente religiosas porque ya la traté más arriba).
El ejercicio del psicoanálisis se encuentra, tarde o temprano, con algunos de los tipos de creencia aquí aludidos, y para intentar analizarlos tiene que situarse en su exterior.

4.3 EL PSICOANÁLISIS EN EL CORAZÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO Y DE CONCIENCIA INTRODUCE LA ASOCIACIÓN “LIBRE”.

A diferencia del espacio instituido por el Estado arreligioso, en el espacio analítico no se trata de que convivan de la manera más civilizada las diferentes creencias, sino que se puedan analizar tanto las maneras de creer como las de la incredulidad, buscando en su cohabitación y simultaneidad los puntos problemáticos, los énfasis y las interferencias.
¿Qué características tiene el espacio analítico? Por lo pronto, en él confluyen elementos que tienen que ver tanto con lo que he denominado el espacio público como con situaciones de lo propiamente privado, pero con el añadido de lo intrapsíquico. En síntesis, en cuanto institución, forma parte del primero, y en lo que se refiere a la manera de instituir y operar un dispositivo de palabra, abarca fundamentalmente al segundo, resignificado por esta referencia al sujeto escindido. Ello no quiere decir que lo que tiene que ver con el ámbito de lo público nunca se haga presente como configurador contextual de lo que se dice, bajo el régimen de la llamada “libre asociación”, con el matiz de que lo privado tiene esa ambigüedad que puede abarcar tanto el ámbito del hogar como el del individuo. Y para el caso del psicoanálisis, de una ética que pretende hacerse cargo hasta de su inconsciente.
En el espacio analítico de la palabra, las creencias “privadas” de cada uno se someten a una particular consideración que no se reduce a la manifestación de las simples creencias, puesto que se trata de un ámbito privado que no es análogo al de la sociología o al de la filosofía política, pues en él se considera al inconsciente. Espacio de palabra en el que se da una intersección en que las creencias valen por otra razón, tanto desde la singularidad psíquica como desde la particularidad social, pero también por sí mismas en su singular especificidad.
Esas trayectorias cruzadas de lo social y lo psíquico no despojan necesariamente a las creencias de su consistencia ni las disuelven después de un análisis. No hay situación más difícil de desarmar y analizar que el de las constriñentes evidencias que proporcionan las creencias, que implican casi siempre una especie de resto irreductible al análisis. Resto que posee en analogía –que no en identidad– con los delirios psicóticos algo del orden de lo inaccesible e inerte en relación a toda dialéctica. Como recuerda Jacques Lacan a propósito de los delirios de los psicóticos, no se trata en ellos de realidad sino de certidumbre; ya que el paranoico puede llegar a admitir “hasta un cierto punto la irrealidad que los constituye, pero hay una certidumbre [que] le concierne. [Algo del orden de la significación] la cual él no la sabe, [pero que] se [le] impone, y para él es perfectamente comprensible”.48 En términos paradójicos, se trata de una significación que “se sitúa sobre el plan de la comprensión como un fenómeno incomprensible”.49
Lo que le pasa al paranoico se trasluce parcialmente en las diversas maneras de creer a las que me he referido. Además, el mencionado “resto” se hace presente en la clínica al menos de dos maneras que introducen la perplejidad y el desconcierto en el psicoanalista y que no le permiten dar plenamente cuenta de lo que ocurre: 1) cuando se da el caso de que una creencia literalmente se desagrega como evidencia y como contrapunto, y 2) cuando la creencia permanece después de haberse intentado analizarla, y reducirla a los elementos y relaciones en las que supuestamente se sostiene. (Y todavía se podría añadir aquí el caso de los Hopis, sobre el que habla O. Mannoni –citado más arriba–, en el cual el desenmascaramiento de la creencia por aquellos mismos que la sostienen sólo produce un reforzamiento de ésta.)
Hablo tanto de perplejidad del analista y de la específica singularidad del creer porque, al menos, quien sigue los planteamientos freudianos, se enfrenta al fenómeno multiforme de la creencia inmerso en una posición cercana a lo “insostenible”. Posición que Jacques Derrida ha expresado de manera nítida cuando señala que Freud, como metafísico clásico, y Aufklärer:

no quiere hablarle a los fantasmas [...] pretende no creer [...] en la existencia virtual del espacio espectral que, sin embargo, toma en cuenta. Lo toma en cuenta para dar cuenta de ello, y cree no poder dar cuenta [...] más que reduciéndolo a otra cosa diferente, es decir, a otra cosa que lo otro. Quiere explicar y reducir la creencia en el fantasma. Quiere pensar la parte de verdad en esta creencia, más cree que no se puede no creer y que se debe no creer en ello.50

Posición sorprendente para quienes han realizado la crítica de los creyentes con pretensiones científicas, pues finalmente no es posible desembarazarse fácilmente del “no se puede no creer” y del “se debe no creer en ello.”
La diferencia entre los creyentes y científicos sociales, y los no creyentes y científicos sociales está en la manera en cómo relacionan esas fórmulas. Para los segundos, “el no se puede no creer” implica que la tendencia a la credulidad conforma parte fundamental de la constitución de los individuos. Sin embargo, ello no quiere decir que aquélla se imponga de manera ineluctable y sin posibilidad de contrariarla. En última instancia, “nada de la creencia les es ajeno” y, por lo tanto, deciden no dejar ningún santuario intocado.
El encuentro disimétrico del niño con el mundo adulto implica un sometimiento temporal no desdeñable a mensajes en función imperativa y a un tipo de relaciones en donde “el supuesto saber” –de padres, sacerdotes y guías, además de la voz anónima de instituciones que administran “la verdad”– campea por sus fueros.
El “no se puede no creer” freudiano quiere decir, por lo menos, dos cosas: 1) que la disposición a creer no es del todo reabsorbible, y 2) que en las creencias y en el fantasma algo de otro orden se trasluce y que, por lo tanto, es plausible de análisis.
Ninguna satisfacción se extrae de ese “mal de análisis”–parafraseando al “mal de archivo” de Derrida–, ya que no existe corte lo suficientemente tajante que separe de manera limpia las dos afirmaciones inevitablemente entrelazadas. Lacan pretende trastocar este mal de análisis freudiano a partir de una de sus propuestas interpretativas (este autor fluctúa entre proponer “palabras plenas”, escansiones aspirantes a la plenitud, e interpretar el significante primordial que desgarraría el sentido), presumiblemente radical, e intenta franquear la interpretación significativa, hacia el no sentido significante: “El efecto de la interpretación es el aislar en el sujeto un núcleo [...] de non sense [ya] que la interpretación es ella misma un no sentido. [Lo cual implica la búsqueda y el “encuentro” de un supuesto significante primordial] que es puro no sentido [y que] no está abierto a todos los sentidos, sino que más bien los abole a todos, lo cual es diferente”.51
El ejemplo que propone acerca de este tipo de interpretación lo remite a uno de sus discípulos: Serge Leclaire.52 Ahora no me es posible extenderme sobre él,53 baste con decir que: 1) no es posible desprender limpiamente ese tipo de interpretación de la conformación específica de la institución conformada por Lacan, la cual va en sentido inverso de ir “más allá de la significación” (institución conformada en el supuesto de la plenitud circulante del fundador, analista, supervisor, maestro del “seminario”, centro del dispositivo del pase, dueño del tiempo de la sesión analítica, etcétera; además, institución endogámica y sostenida en el supuesto carisma del fundador, con nombre y apellido propios), 2) ni tampoco obviar los efectos de las interpretaciones en una función “paradójica” o tipo “esfinge”, practicadas por Lacan, pues provocan exactamente lo contrario de lo que supuestamente se pretendía. En el coloquio Ateologías, reenvíos de laicidad esto fue denominado por Néstor Braunstein como “el fracaso de Lacan”.
Cambiemos de escala y volvamos a la consideración del espacio público que conduce el Estado, para que quede mejor contrastado y delineado lo que acabo de describir. Si:

la base ética de una comunidad política se limita a los valores sobre los que hay consenso y deja fuera de cuestión las justificaciones, motivaciones, [y] los enraizamientos profundos de estos mismos valores, [es porque] la paz social sólo es posible si cada uno pone entre paréntesis las motivaciones profundas que justifican [...] los valores comunes.54

Lo anterior no quiere decir que el Estado de Derecho se proponga eliminar todos los conflictos, sino que buscará:

encontrar los procedimientos que les permi[tan] expresarse y permanecer negociables. [...] Es con respecto a este ideal de libre discusión que se justifica la pluralidad de los partidos [como] el instrumento menos inadaptado para la regulación de los conflictos. [Estado en el que a su vez se busca que la participación se asegure] a un número mayor de ciudadanos.55

No obstante, hay que aclarar que, a diferencia de la esencial libre discusión que se debe dar en la producción de conocimientos científicos, y en aquella otra que incluye a las políticas públicas a través de los partidos y las organizaciones ciudadanas, ¿qué es lo que propiamente se puede discutir con respecto a las creencias? Hay que señalar que éstas contienen un núcleo “dogmático” que impone “lo evidente” e incuestionable como parte de ese “resto” que no remite a otra cosa y que permanece como irreductible.
Con respecto a las creencias más socializadas y enmarcadas por grupos e instituciones, se busca más bien que tengan igualdad ante la ley, aunque ésta no implique todavía igualdad de condiciones ni de oportunidades. Todas (o casi todas) tienen derecho a existir en ese lugar público normativizado, en el cual ninguna puede aspirar a imponerse sobre las otras, en la pluralidad irreductible de las sociedades modernas. En síntesis, como pertinentemente lo señalan Silvie Mesure y Alain Renault:

Toda la consistencia de las sociedades liberales reposaría [...] sobre la aptitud para disociar lo justo [las reglas de convivencia] y el bien. [...] El liberalismo cree posible fundar una comunidad a partir de una pluralidad de concepciones de bien.56


Ahora, considerémoslo desde el punto de vista del espacio analítico, donde se supone que se estaría dispuesto a enfrentar lo que se manifiesta de las multicitadas creencias a pesar del hablante. Digo “se supone” porque en cuanto a mi particular experiencia –y la de algunos colegas (lógica del “confeti” no generalizable)–, en lo que se refiere a las creencias “religiosas”, las fetichistas y las convicciones políticas, la mayoría de los sujetos no van al análisis dispuestos a dilucidarlas por una sencilla razón: cada una de ellas, y por diferentes razones y lógicas –salvo excepciones (como en algunos fetichistas y travestis)–, no duelen; por el contrario, producen un tipo específico de certidumbres y satisfacciones. (A estas alturas, es raro encontrar individuos problematizados por su creencia o no en Dios; en cambio, en la lógica del “peregrino”, no faltan candidatos que parecen extraer una cierta satisfacción de la deriva y de la puesta en contigüidad de las “creencias”: así, no resulta extraño que alguien que va al analista, a la salida de su sesión, dirija sus pasos hacia el terapeuta que le va a cambiar la “energía”, o que no tenga empacho en ir al café a que le lean la “suerte”). Aunque, como ya señalé, no todas las maneras de creer se confunden, como en la noche, cuando todos los gatos son pardos.
Concluyendo, en el contexto de la desregulaciones institucionales y de las transformaciones de lo creíble, tanto de lo religioso como de lo político y las creencias privadas, el psicoanálisis se sitúa más allá del ateísmo elemental o de la ingenua militancia contra las creencias, la cual aspira a expurgarlas algún día. (Por cierto, el psicoanálisis no se escapa a tales desregulaciones “nosotros sabemos ahora que ninguna de las internacionales [psicoanalíticas] puede pretender encarnar la legitimidad única del psicoanálisis. En consecuencia, todas sus instituciones están marcadas por el duelo de una soberanía para siempre perdida, o engendradas por el duelo interminable de esa figura de un maestro, al cual cada una quiere ser fiel con el riesgo de reconstruirlo a la manera de un simulacro.” 57 En el caso mexicano, la hegemonía ejercida por la Asociación Psicoanalítica Mexicana empezó a minarse a finales de la década de los sesenta). Esto debido a que presupone que los individuos están estructurados para creer a la menor provocación.
Además, para colmo, es consciente que desde el corazón de su dispositivo de palabra fomenta el supuesto saber para utilizarlo, de manera paradójica, como herramienta analítica. Y, a veces, hasta cae en cuenta de que, no pocas veces, desde la centralidad de sus instituciones no ha dejado de funcionar como máquina de producción y adoración de maestros de supuesto carisma, sostenidos por beatos discípulos, estableciendo formaciones institucionales masivamente endogámicas y relaciones en las cuales los fundadores son a la vez maestros, analistas y supervisores de analizantes y alumnos cautivos, pero, en compensación, convencidos de que participan del acceso al único y verdadero psicoanálisis. Convencimiento al que ayuda una teoría que jamás analiza empíricamente como se transmite doctrina tan sin par.58 Todo lo cual ha llevado, intermitentemente, a misiones purificatorias, retornos, refundaciones e identidades sectarias, que no tienen nada que envidiarle a las sectas en función religiosa.

Notas
1 Émile Durkheim, en Les formes élémentaires de la vie religieuse, se planteaba así la cuestión de los orígenes de la vida religiosa: “si por origen se entiende un primer comienzo absoluto, la cuestión no tiene nada de científica y debe ser resueltamente rechazada: no existe un instante radical en el cual la religión haya comenzado a existir [...] Como toda institución humana la religión no comienza en alguna parte.” PUF, Quadrige, Francia, 1985, pp. 10-11. El intento de ruptura con la metafísica es evidente. Como bien lo señala Guy Le Gaufey, “la anterioridad lógica o temporal de la causa no le confiere ningún estatuto ontológico diferente de sus efectos, lo cual implica que ella misma sea concebida, en otro momento de la investigación, como un efecto [...] Nada comienza verdaderamente en alguna parte, ni tampoco termina”. “L’angoisse du temps zéro”, en Cahiers-Confrontation, núm. 15, Printemps, 1986, p. 20.
2 “La función de un hecho social debe siempre ser investigada en la relación que él mantiene con algún fin social [...] La causa determinante de un hecho social debe ser investigada entre los hechos sociales antecedentes [...] El origen primero de todo proceso social de cierta importancia debe ser buscado en la constitución del medio social interno”. Émile Durkheim, Les regles de la méthode sociologuique, PUF, Quadrige, Francia, 1986, pp. 109 y 111.
3 Op. cit., p. 22.
4 Daniéle Hervieu-Léger, “Faut-il définir la religion?”, en Archives de sciences sociales des religions, 63/1, enero-marzo de 1987, p. 14.
5 Michel de Certeau, La faiblesse de croire, París, Colección Esprit/Seuil, 1987, p. 193.
6 Daniéle Hervieu-Léger, “Por una sociología de las nuevas formas de religiosidad: algunas cuestiones teóricas previas”, en Gilberto Giménez (coord.), Identidades religiosas y sociales en México, México, IFAL-IIS UNAM, 1996, p. 23.
7 D. Hervieu-Léger, “Faut-il définir la religion?”, pp. 16-17.
8 Denominaciones de Maurice Barbier, “La laïcité, c’est la république”, en Le Nouvel Observateur, núm. 1663, 19-25 de septiembre de 1996, p. 45.
9 Ibid.
10 Ibid.
11 Émile Poulat, Le catholicisme sous observation, París, Le Centurion, 1983, p. 78.
12 Artículo 129, después se convertiría en el 130.
13 Marcel Gauchet, “Croyances religieuses, croyances politiques”, en Yves Michaud (coord.), Qui est-ce que la culture?, París, Université de Tous les Savoirs, vol. 6, Ediciones Odile Jacob, 2001, p. 480.
14 D. Hervieu-Léger, “Por una sociología de las nuevas formas de religiosidad...”, op. cit., p. 40.
15 Elizabeth Claverie, “La Vierge, le désordre, la critique. Les aparitions de la Vierge á l’age de la science”, en Terrain. Carnets du Patrimoine Ethnologuique, “L’incroyable et ses preuves”, núm. 14, marzo de 1990, p. 65.
16 Éditions du Seuil, París, 1965.
17 Pascal Bruckner, “Petits arrangements avec l’au-dela, en Le Nouvel Observateur, núm. 1912, del 28 de junio al 4 de julio de 2001, p. 66.
18 D. Hervieu-Léger, “Por una sociología...”, op. cit., p. 42.
19 D. Hervieu-Léger, “Por una sociología...”, op. cit., p. 43.
20 Daniéle Hervieu-Léger, “Les formes nouvelles de la religiosité”, en Qui est ce que la culture?, op. cit., p. 445.
21 Conf. “Faut-il définir la religion?”, op. cit., p. 28.
22 D. Hervieu-Léger, “Por una sociología...”, op. cit., p. 31.
23 Émile Poulat, citado por Daniéle Hervieu-Léger en “Faut-il definir la religion?”, op. cit., p. 24.
24 D. Hervieu-Léger, “Por una sociología...”, op. cit., pp. 37-38.
25 D. Hervieu-Léger, op. cit., pp. 38-39.
26 Ibid.
27 Cfr. Conf. Paul Ricoeur, “Ética y política”, Ixtus, año V, núm. 21, México, 1997.
28 Hans Blumenberg, La légitimité des temps modernes, Ediciones Gallimard, París, 1999, p. 39. El primer capítulo de este texto es altamente recomendable para un replanteamiento del tema de la secularización.
29 Jürgen Habermas, “De la sociedad civil a la esfera política de lo público”, tomado de Strukturwandel der Offentlikheit, Ed. Suhrkamp, y traducido por Michel Krapp et alteres, El Nacional, México, 22 de agosto de 1992, p. 9.
30 J. Habermas, “El espacio público”, en Nexos, núm. 224, México, agosto de 1996, p. 70.
31 Marcel Gauchet, “Essai de psychologie contemporaine”, en Le Debat, núm. 100, París, Gallimard, mayo-agosto de 1998, p. 200.
32 M. Gauchet, op. cit., p. 201.
33 “Eso que en el proceso interpretado como secularización ha ocurrido [...] no puede ser descrito como ‘mutación’ de contenidos auténticamente teológicos, que alienándose de ellos mismos habrían llegado a ser seculares, sino como ‘reinvestimento’ de oposiciones de respuestas que quedaron vacantes, de las cuales las cuestiones correspondientes no podían ser eliminadas. [...] El envejecimiento del sistema de cuestionamiento más allá del cambio histórico y su influencia sobre las respuestas posibles bajo nuevas premisas, ese fenómeno no es propio del origen de la modernidad. El cristianismo sufrió, en su periodo primitivo, una “presión” comparable viniendo de problemáticas que le eran propiamente extranjeras”. H. Blumenberg, op. cit., p. 75.
34 M. Gauchet, op. cit.
35 M. Gauchet, op. cit., p. 205.
36 Jacques Lacan, Le seminaire, Encore, livre XX, París, Éditions du Seuil, 1975, p. 54.
37 J. Lacan, op. cit., p. 46.
38 J. Lacan, Problémes cruciaux pour la psychanalyse, livre XII, citado por E. Roudinesco, Histoire de la psychanalyse en France, tomo 2, Éditions du Seuil, París, 1986, p. 334.
39 Alain Boureau, “La croyance comme competence”, en Critique. Sciences humaines: sens social, núm. 529-530, París, junio-julio de 1991, pp. 513-514.
40 Michel de Certeau, L´invention du quotidien. Arts de faire, col. 10718, tomo 1, París, Uge, 1980, p. 300.
41 Umberto Eco, entrevista con Jean Jacques Brochier y Mario Fusco, “De l’oeuvre ouverte au Pendule de Foucault”, Le magazine littéraire, núm. 62, París, febrero de 1989, p. 25.
42 Con respecto al artículo de Octave Mannoni, “Ya lo sé, pero aun así”, conf. La otra escena: claves de lo imaginario, Amorrortu, Buenos Aires, 1973. Y, para un comentario a dicho texto, ver Fernando M. González, “Creencia y facticidad en relación al discurso religioso y político”, en Andrew Roth Seneff y José Lameiras (editores), El verbo oficial, México, El Colegio de Michoacán/ITESO, 1994.
43 El País, México, 25 de enero de 1998. Artículo sobre la visita del papa a Cuba.
44 La fórmula es de Jean Bazin, “Les fantomes de Mme. du Defand (Exercises sur la croyance)”, en Critique, núm. 529-530, París, junio-julio de 1991, p. 503.
45 Jean Louis Schefe define a la mística como “la ciencia de la sola posibilidad del Otro”, L’invention du corps chrétien, Galilée, París, 1975, p. 141.
46 Michel de Certeau, L’absent de l’histoire, Réperes-Mame, Liguge, Francia, 1973, p. 63.
47 En el capítulo 2 de mi libro Ilusión y grupalidad (México, Siglo XXI, 1991) analizo una “maldición” transmitida a una familia por vía materna.
48 J. Lacan, Le seminaire. Les psychoses, livre III, París, Éditions du Seuil, 1975, pp. 88 y 30.
49 J. Lacan, ibid.
50 Jacques Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana, Madrid, Editorial Trotta, 1997, p. 101.
51 Jacques Lacan, Le seminaire, livre XI, París, Editions du Seuil, 1973, pp. 226-227.
52 Mencionado en el capítulo V del texto Psychanalyser. Essai sur l´ordre de L’inconscient et la pratique de la lettre, París, Éditions du Seuil, 1968.
53 Será objeto de un trabajo en preparación, titulado “Lacan: la institución forcluida”.
54 Paul Ricoeur, op. cit., p. 23.
55 Ibid.
56 Silvie Mesure y Alain Renault, Alter ego: les paradoxes de l’ídentité démocratique, París, Ediciones Alto-Aubier, 1999, p. 70.
57 Elisabeth Roudinesco, “Freud demain”, Le Monde, 8 de julio de 2000. Es un extracto de su presentación, “Etat de la psichanalyse dans le monde”.
58 Un ejemplo paradigmático de la confusión habitual de muchos analistas lacanianos –de diferentes perspectivas–, quienes creen que basta con enunciar su ideal de funcionamiento institucional para que sea la prueba de que así funciona, lo da Jean Allouch en una entrevista con Laurent Le Vaguerése y Michel Jollivet, la cual se encuentra en Oedipe. Le portail des psychanalystes francophones, 30 de mayo de 2000. En el artículo que estoy preparando analizaré lo que en ella se expresa.

 

Fernando M. González, “Más allá de la militancia contra las creencias: secularización, laicidad, psicoanálisis”, Fractal nº 36, enero-marzo, 2005, año IX, volumen X, pp. 119-153.