SILVIA PAPPE
Las humanidades y sus crisis: 
la historicidad de una ¿paranoia?

 

El llamado proyecto de la modernidad tiene que fracasar
mientras se proponga empezar con lo propio
y terminar con el todo; incluso la travesía
por los territorios de lo extraño, afecta poco este hecho.
(Bernhard Waldenfels)

 

 

 

I

En un capítulo de libro que bien podríamos caracterizar como ensayo, “La enseñanza de lo complejo”,2 Hans Ulrich Gumbrecht explora a través del ejemplo de la filología clásica varios aspectos de las “humanidades” ( Geisteswissenschaften ) como quehacer y como profesión. Sitúa los polos de su discusión por un lado en la conferencia de Max Weber sobre “Ciencia como profesión”, presentada en el horizonte de los “escritos programáticos” de Wilhelm Dilthey que habían “consolidado” la separación de las humanidades de las demás disciplinas científicas; y por el otro lado, en el planteamiento una posibilidad que no se debe excluir del todo: que las sociedades actuales podrían vivir perfectamente bien sin las humanidades.

Posiblemente causemos una impresión más convincente si concedemos que las humanidades constituyen una institución especial que algunas sociedades han establecido y que pueden darse el lujo de mantener –una institución especial que a la mejor ofrece determinadas ventajas (que tendríamos que señalar)-, en lugar de plantear la tesis nada coherente de que el fin de las humanidades sería el fin de la humanidad. (p. 123)

El tono de Gumbrecht, entre irónico e irritado, se debe a diversos debates que surgen, una y otra vez, con una inusual insistencia, y donde a partir de una especie de autoflagelo se legitiman y se defienden las disciplinas humanísticas no siempre de la manera más adecuada, si queremos creerle a Gumbrecht –razón de más, para que replantee algunas de las propuestas de una constelación singular: Weber, Nietzsche y el propio Dilthey entre otros. Su objetivo: señalar, mediante una discusión que resulta apresurada, concede el autor, una ubicación actual, factible desde un punto de vista personal y con validez para él mismo.

Sin embargo, en “La enseñanza de complejidad”, Gumbrecht no parte ni de aquella constelación histórica, ni del escenario no del todo descartado del fin de las humanidades. Aborda la problemática desde uno de los muchos debates, cuyo balance se esboza, con todas sus contradicciones y posiciones necesariamente encontradas, en la introducción a un libro coordinado por un grupo de trabajo de la Universidad de Constanza.3 En su breve comentario, Gumbrecht relaciona las preocupaciones de los autores con una serie de supuestas pretensiones: que cualquier fragmento de texto fuera objeto de un comentario y una edición críticas, o que las humanidades tuvieran una presencia formal en cualquier institución de educación superior –esta última pretensión y la frustración ante la imposibilidad de realizarla, lo llevan a hablar abiertamente de “paranoia” y ridiculizar el debate en su conjunto.

Mediante esta estrategia argumentativa, Gumbrecht resuelve una parte de la problemática que parece inherente a las humanidades, haciendo uso de una especie de trampa o artificio: critica e ironiza a tal grado a los autores mencionados, que parece resumirse en una serie de lugares comunes lo que en realidad son resultados apenas enunciados del balance de uno de los proyectos importantes en torno a la vigencia, las transformaciones, y los debates desde y en torno a las humanidades. En un volumen delgado, presentan apenas algunos de los ejes analizados a lo largo de seis coloquios que se realizaron en un espacio de cuatro años (1987-1990); la “Introducción” a la que alude Gumbrecht, no pretende sino resumir los ejes de discusión en cuestión.4

No es que Gumbrecht pasara por alto las características del texto escogido para su crítica (por cierto, un texto publicado más de una década antes de la realización del comentario); lo notable es que el debate en cuestión le permite discutir directamente con los autores de aquella constelación inicial, y establecer sus puntos de vista independientemente de éste y de otros debates, tanto históricos como contemporáneos. La estrategia no carece de elegancia: el autor menciona uno de esos debates, polemiza a través de éste con todos como si fueran iguales, pero como experiencia relevante o significativa, los descarta. Al centrar su atención, además, en las funciones actuales de una disciplina en particular, la filología clásica, Gumbrecht evita, de paso, los terrenos pantanosos donde otros autores pretenden, una y otra vez, “rescatar” las humanidades de quienes las amenazan continuamente.

II

No es mi intención polemizar con Gumbrecht, ni recuperar los debates realizados a lo largo del siglo XX en torno a prácticas disciplinarias, instituciones, planteamientos teóricos, contradicciones que se presentan, transformaciones de las tradiciones disciplinarias, crisis, dudas y pretensiones del y sobre el conocimiento humanístico. Tampoco me quiero ocupar de la inscripción del quehacer de las humanidades dentro, fuera, al margen o en relaciones abiertas con un sistema de ciencias y disciplinas con el cual no siempre comparte las bases, ni las formas de generar conocimiento, de reflexionar, o de pensar.

Efectivamente, parece que el estado actual de una larga experiencia de crisis, de reiterados intentos de legitimar el quehacer académico de las humanidades, de redefinir su papel y sus funciones, se resume en los términos de los que tanto se mofa Gumbrecht, y que a fin de cuentas muestran parte de un horizonte que parece propiciar la recuperación de ciertos valores bajo términos inobjetables, a la vez que se remite a espacios discursivos políticamente correctos: se habla de lo dialógico que deben ser las humanidades, transfronterizas y a la vez integradoras.5 Gumbrecht hace énfasis en su disgusto: “nunca más” quiere volver a confrontarse con esta clase de contradicciones, lugares comunes y afirmaciones redundantes de tan triviales.

Tres aspectos del ensayo de Gumbrecht (los resalto a continuación) llaman más mi atención:

•  En primer lugar, destaca la necesidad de repensar las humanidades en un sentido histórico, lo cual implica el planteamiento de un inicio, así como una visión clara acerca de las transformaciones que requieren de una reflexión a su vez históricamente situada (incluyendo la propia posición, las propias expectativas, las propias experiencias, los propios enojos). Implica también la posibilidad de un fin, planteado por Gumbrecht en los términos radicales de un fin de las humanidades, cuestionando indirectamente una de las pretensiones de las humanidades, que consiste en su potencial orientador. Este cuestionamiento reduciría las humanidades a una etapa histórica, es decir, le quitaría el estatus de ser parte del sistema cognitivo. Y eso implicaría, a su vez, que la actual crisis (no en el sentido de confusión, sino en el de umbral de transformación decisiva6 ) sería cualitativamente distinta a cualquiera de las “crisis cíclicas” anteriores.

•  Un segundo punto que me llama la atención, es el evidente enojo, la irritación causada por la manera en que transcurren las discusiones, se presentan los balances; por las mismas razones que se esbozan en el primer punto, también eso se da en función de ciertos horizontes y expectativas que Gumbrecht evidentemente no comparte. El carácter estratégico de este enojo señala, además, algo que quiero retomar más adelante, algo perturbador que poco tiene que ver con las polémicas confrontaciones entre las humanidades y el resto de las ciencias.

•  El tercer aspecto es el desenlace de la estrategia que escoge Gumbrecht para la discusión con algunos de los argumentos fundamentales de distintos autores de lo que establece como constelación inicial, y frente a los cuales puede plantear su propia posición, desligada de la experiencia de otros debates. A fin de cuentas, también eso, el carácter individual de su planteamiento, forma parte de la problemática misma; es más, posiblemente sea el punto más importante en la distinción que hace Gumbrecht entre la “vivencia” individual y la “experiencia” como resultado de la apropiación colectiva (entre erleben y erfahren ): no como la indagación de las humanidades que a partir de su objeto de estudio busca, en una especie de retroceso, la vivencia individual que produjo la posibilidad de la experiencia, sino como aquello que se vive, se experimenta a nivel individual (percepción, impacto etc.) antes de que se socialice, se comunique, se transforme en experiencia colectiva. Esta vivencia la traslada Gumbrecht del objeto de estudio y del pasado a la vivencia del propio investigador (en el proceso de investigación, de enseñanza, de aprendizaje sobre todo), y al presente de este investigador. Eso le permite, también, discutir la vieja pregunta acerca de la posibilidad de “enseñar” las disciplinas humanísticas en el marco de una institución universitaria7 , de tal manera que no consista en la acumulación de datos sobre la historia de la cultura, la adquisición de un bagaje cultural, del fomento de valores “humanistas”, pero también de otros que pueden ser morales o éticos, nacionalistas, cívicos, entre otros.8

La propuesta de Gumbrecht es clara: insiste en la necesidad de que justamente en nuestra época, lo que una institución como la universidad tiene que garantizar, es la combinación de “complejidad (se refiere a la complejidad de la reflexión) y un mínimo de presión de tiempo”. En ninguna otra forma social, institucional, racional, argumenta, son posibles ya esas condiciones. Es evidente que esta necesidad de crear condiciones y sobre todo espacios idóneos no sólo vale para las humanidades, sino para todo tipo de proceso de generación de conocimiento altamente complejo del que no se puede esperar un efecto o una utilidad social o incluso económica inmediata: el propio Gumbrecht se refiere a la física teórica como otra de las disciplinas que requieren de este tipo de espacios protegidos.

III

De los tres aspectos que quise resaltar, me parece que lo perturbador que resulta el enojo de Gumbrecht, un “enojo retórico”, diría yo, da entrada a una problemática que toma una dirección distinta. El enojo en sí señalaría un punto de conflicto que se expresa como confrontación de dos formas de ver o, mejor dicho, de entender las humanidades en la paranoia de sus crisis. En una confrontación, uno puede estar de acuerdo con una o con otra posición, pero planteado en esos términos, eso no conduce, finalmente, más allá de esta opción: uno está de acuerdo, o no lo está –con la lectura que hace Gumbrecht, con el análisis de los autores criticados por él, con aquellos que se encuentran en un campo “opuesto” a las humanidades. Pero no estamos frente a un simple enojo.

Por qué tengo la sensación de que el uso que hace Gumbrecht de su enojo es retórico y por ello resulta perturbador: al considerar una de las tantas discusiones sobre las humanidades como típica, y al “saltarse” la experiencia de otros debates porque desembocan en lugares comunes equiparables a los mencionados que giran en torno a la función, el valor, y el lugar legítimo de las humanidades; porque repiten la defensa ante los recortes presupuestales; porque buscan argumentos que permitan resistir las presiones para ser más eficaces y aportar soluciones prácticas a los problemas sociales, entre muchos otros; al saltarse todo eso, se pierde de vista un factor que parece meramente circunstancial: la situación en sí, es decir, el carácter reiterativo de los debates acerca de la presencia, la necesidad, y las funciones de las humanidades, y el temor implícito de que peligra su supervivencia.

Me atrevería a afirmar que este carácter reiterativo es, en sí, significativo. Y en este sentido, ya no se trata de ver, históricamente, cómo en diversos momentos, bajo distintas formas de percepción y a partir de experiencias diversas, de presiones y de conflictos imaginados o realmente amenazadores para las humanidades, éstas requieren de propuestas, estrategias y soluciones distintas. Tampoco se trata de analizar el contenido específico de los debates actuales, independientemente de que éstos se refieran o no a una crisis cualitativamente distinta; en ciertos casos, posiblemente no se espera ni siquiera una propuesta o una solución para la validez, la permanencia o la transformación de las humanidades.

La pregunta es si esta necesidad de percibir una continua amenaza a las humanidades, de discutir la propia situación desde posiciones que rayan en paranoia, como ironiza Gumbrecht, no rebasa necesariamente una historia de reiteradas crisis de legitimidad. Si es cierto lo que también afirma Gumbrecht, que las demás ciencias (naturales, duras, sociales incluso) ni se toman la molestia de atacar a las humanidades, la paranoia puede tener un origen y una función propia de las humanidades que produce a su interior una continua autoobservación, una reflexión dirigida a las propias condiciones, un ejercicio de autocuestionamiento que en sí es significativo. Si bien puedo imaginarme que eso no es algo exclusivo de las humanidades, posiblemente sea más recurrente en nuestras disciplinas.

Los planteamientos programáticos de Dilthey acerca de las “ciencias del espíritu”y de la importancia de la hermenéutica, se han extrapolado a las humanidades, al grado que “humanidades” termina siendo, en varios idiomas, la traducción de las “ciencias del espíritu”. Históricamente, se constituyen como diferencia ante las ciencias naturales, y pareciera sólo consecuente que ante las transformaciones de las ciencias naturales, también las “del espíritu” redefinan su posición. Aquí, lo que llama la atención es un imaginario acerca de las supuestas exigencias desde “las” ciencias, en el sentido de mayor cientificidad, y que sea literalmente imposible que las humanidades cumplan con estas exigencias. Hasta cierto punto, eso explica los continuos esfuerzos por crear una tradición propia donde en distintos momentos prevalecerían elementos científicos, cognitivos, hermenéuticos y/o estéticos, entre otros. La necesidad de reforzar continuamente esta tradición propia se debe sobre todo a la visión positivista y sus secuelas, que pretende que la posibilidad de generar leyes generales en las ciencias naturales se convierta en paradigma para todas las disciplinas y a partir de allí, negarles capacidad cognitiva a las humanidades.

Hablar de dos culturas, posteriormente de tres, ofreciendo el espacio de intermediario justamente a las humanidades, aparentemente desplazadas no sólo por las ciencias duras, sino también por las sociales, parecía en algún momento una solución9 . Sin embargo, la propuesta no evitaba que se establecieran jerarquías, ni que se cayera en la lógica de esas jerarquías. En los diferentes debates no siempre quedaba (no siempre queda) claro que se trata de sistemas funcionales, no de un orden cualitativo que implique mayor calidad o, en el caso de las ciencias y actualmente de las ciencias aplicadas y la tecnología, mayor relevancia social.

Las humanidades se debaten, en la actualidad, entre las tradiciones creadas a partir del planteamiento de Dilthey que origina un estatus propio para las “ciencias del espíritu”; las discusiones en torno a la existencia de varias culturas en el orden cognitivo; y la pérdida de legitimidad social que sufren las disciplinas humanísticas.10

IV

Y aquí tengo que desviarme brevemente. La confrontación percibida entre las dos (o tres) culturas y las jerarquías fomentadas en diversos momentos, me recuerda un fenómeno que se observa en la recepción de textos literarios de vanguardia y los esfuerzos de la crítica y la historia literarias por evaluar la calidad estética de aquello que rompe con la tradición. En el caso de la vanguardia mexicana, en especial del grupo de los estridentistas, se produjo una prolongada discusión que quedó literalmente entrampada en la oposición de buenos y malos poetas, las defensas y los ataques respectivos, las críticas y los rescates. Llaman la atención la respuesta feroz y la abierta molestia de muchos críticos ante las provocaciones de los malos poetas que escriben mala poesía, producen imitaciones deficientes de otras vanguardias que con el tiempo se reconocerían como buenas, y no exhiben sino su falta de talento... Canon se llama eso en la literatura, y se insinúa calidad, tradición literaria, valores estéticos reconocidos, entre otros.

En principio, descalificar de mala la poesía vanguardista ayuda a reconocer las maneras en que se constituye y refuerza un canon, y cómo éste determina las posibilidades de la recepción literaria no sólo en términos de la crítica inmediata, sino a largo plazo, en el conjunto de la historia literaria. Durante décadas, movimientos como el Estridentismo y otras vanguardias latinoamericanas son mal vistos no sólo frente al canon de las tradiciones poéticas locales y europeas, sino también frente a aquellas vanguardias que llegarían a convertirse, a su vez, en paradigma de las vanguardias llamadas históricas. Características propias de la mayoría de los grupos de vanguardia, como las continuas provocaciones contra las buenas costumbres locales, las posiciones político-ideológicas de sus miembros que contrastan con las tendencias políticas mayoritarias, la ridiculización del buen gusto y la ruptura con una estética centrada en una supuesta pureza desinteresada, aumentan las diferencias con el canon literario a la vez que limita la recepción.

La complejidad de la problemática, sin embargo, desborda los límites de un estudio de recepción literaria, como se muestra, nuevamente, en el caso de la literatura mexicana donde destaca el horizonte político-ideológico que permite las lecturas que le restan valor a los textos vanguardistas. La urgencia, estratégica en términos políticos e ideológicos, de mostrar resultados positivos de la revolución mexicana, la necesidad de presentar primeras interpretaciones históricas favorables a las políticas posrevolucionarias, de aventurar perspectivas optimistas para el futuro, y de comprometerse con una fe absoluta en el carácter inminente de logros y avances, se oponen rotundamente a la propuesta estética de los estridentistas. Pese a las adhesiones políticas e ideológicas de los integrantes del movimiento (revolucionarias, pertenecientes a diversas corrientes, pero no por ello cercanas a los gobiernos), la estética estridentista enfatiza todo lo contrario: procesos inacabados, fragmentos, movimientos inconclusos, puntos de vista que no se pueden ubicar claramente, perspectivas que no son unívocas, personajes y situaciones que siembran confusión, imágenes y metáforas literarias que chocan con el canon, obras que no parecen obras por su evidente falta de integración y por su notorio desinterés por la perfección poética. Una estética que propone ver las cosas de otra manera, que experimenta con miradas distintas dirigidas a la literatura y, ante todo, dirigidas al entorno de los propios poetas. El resultado: una manera desconcertante de percibir y representar experiencias tanto literarias como extraliterarias al grado de crear un punto de vista nuevo, experimental, provocador. El canon literario, lejos de autovalorarse frente a lo otro, lo diferente, lo que lo provoca, optó por negarlo.11

Lejos de un simple incumplimiento con el canon literario de la época (finalmente, eso sería lo que menos importa), la supuesta “mala poesía” de las vanguardias tiene una función propia que consiste en ser diferente. La diferencia programática de Dilthey, basada en el reconocimiento de la interpretación y la hermenéutica propias de las “ciencias del espíritu”, se erige en diferencia frente a las ciencias naturales que dominan el canon cognitivo. Por lo mismo, el objetivo de los debates que surgen de las sucesivas crisis, no puede limitarse a procesos de adecuación o de re-diferenciación. La diferencia inicial crea su propia tradición, independiente de otras; las crisis reiteradas, más que un fenómeno, son una expresión propia y significativa de esta tradición.

Aun reconociendo como características principales de las humanidades la interpretación y la hermenéutica, las crisis sucesivas provocan una y otra vez reflexiones en torno a las especificidades de las disciplinas humanísticas e incluso de las ciencias sociales. El temor al subjetivismo, al relativismo y a la reprobación académica obligan a buscar formas de objetividad parcial. En pocas palabras, se suele afirmar que los elementos de subjetividad, lo irrepetible de los análisis, la pluralidad de interpretaciones son, si bien un mal necesario, también una especie de falta frente a la objetividad; cuando mucho, se concede que esta falta obliga a hablar de ciencias de otro tipo (ciencias blandas, por ejemplo).

Si se indagan, por el contrario, las condiciones de objetividad de las ciencias, se pueden observar rápidamente una serie de condiciones que se tienen que cumplir para poder hablar de “ciencias exactas”, “ciencias duras”, “ciencias naturales”: éstas se basan en la certidumbre de que hay una producción de un conocimiento veraz y objetivo, independientemente de quien realice un experimento o lleve a cabo un estudio o un análisis. Se trabaja, por así decirlo, en condiciones “de laboratorio”, y se puede confiar en leyes y métodos que se deben cumplir sin importar quien los aplica y en qué circunstancias, es decir universales. De la misma manera, la comunidad científica se considera a sí misma como una comunidad universal.

Lejos de que esa universalidad, esa validez universal, esa posibilidad y necesidad de objetividad sean muestra del conocimiento de mayor validez y amplitud, inalcanzable para las ciencias sociales y las humanidades, podría verse a la inversa: se presenta como la versión más reducida del conocimiento científico: excluye (por eso hablo de reducción) la historicidad de la producción y circulación del conocimiento.

Esa reducción no se puede realizar, por razones obvias, ni en las ciencias sociales, ni en las humanidades; al contrario, la historicidad, es decir las transformaciones en el tiempo, los procesos de significación, y (con perdón de Gumbrecht) la multiplicidad cultural y las funciones sociales que coexisten y se contradicen, constituyen una de sus condiciones básicas, tanto en lo que se refiere a los objetos de estudio, como a los enfoques teóricos, a los métodos usados, y a los propios estudiosos.

Posiblemente, el carácter reiterativo de las crisis en las humanidades tengan que ver menos con los reclamos de las ciencias duras, o con la falta de legitimidad social y utilidad práctica, inmediata (aunque éste es el horizonte frente al cual se llevan a cabo los debates), y más con la historicidad irreductible de las humanidades, de sus funciones, de su constitución, de sus posibilidades institucionales que se tienen que reconstituir una y otra vez. Las preguntas, las dudas, las formas de problematizar las crisis que se relacionan con el propio quehacer no son importantes solamente por las respuestas, las propuestas o las soluciones encontradas; son, en todo caso, significativas en sí mismas en tanto estimulan el sistema cognitivo, y señalan cambios de sensibilidad, nuevas percepciones de la realidad, sin limitarse a las leyes generales de las ciencias cuyas formas de trabajo excluyen la historicidad. No es suficiente contestar las preguntas, pensarlas, volver a preguntarlas, sino preguntarse por qué se pregunta; indagar en torno a las funciones de las preguntas; no preguntar por la función de las humanidades, sino por la función de los momentos de crisis que provocan las preguntas.

V

Hacia dónde quiero llegar: a plantear las humanidades en función de uno de sus múltiples papeles, el de hacer preguntas sobre su propia condición: ser crisis, dudar de su lugar legítimo porque éste no puede ser fijo, es más, perdería, ahora sí, su legitimidad. Plantearse y comprenderse como diferencia y no como oposición, significa comprenderse con la capacidad de experimentar, de ensayar interpretaciones, significados, posibilidades, de reintroducir lo que existe como potencial, de analizar las experiencias e imaginar otras, de analizar las expectativas y jugar con otras. Autoindagar.

En este sentido, las humanidades, constituidas como diferencia, simbolizan, encarnan, son crisis , crisis en el sentido del cuestionamiento y del autocuestionamiento continuos, de una radicalización de los fundamentos cognitivos. Su función bien podría definirse por su potencial de crisis.

En el orden de esta argumentación parece subsistir un problema más o menos evidente: por qué la continua referencia a una crisis, habría que preguntarse; por qué no buscar, crear, construir tradiciones propias que se caractericen por ser, a la vez, estables.

Si bien en los debates sobre todo culturales, pero también antropológicos, políticos y sociales, se ha discutido con profundidad la problemática relacionada con la otredad primero, las alteridades después, y si bien se sabe en términos tanto teóricos como por la misma experiencia que no es posible ver el mundo desde el horizonte de los otros, porque uno no puede pasar por alto ni excluir las vivencias y experiencias propias, ni las expectativas propias, no se tiene claro lo que significa ser otredad. Uno es uno, el otro es el otro; uno estudia al otro, o es estudiado por el otro, y como el otro; pero de hecho, no se tiene claro lo que significa ser otredad, por la imposibilidad de plantear algo que por la fuerza del discurso y el espacio social (académico en nuestro caso) se convierte en canon [aunque sea para nosotros mismos].

Querer saber una y otra vez lo que implica ser diferencia, otredad, este querer saber que es la razón de ser de las humanidades, se logra a través de un ritual: el planteamiento, la provocación, la puesta en escena de la crisis, de la duda, del temor, de la paranoia. Si bien en cada caso, los factores que provocan el estallido de una crisis específica, son concretos y socialmente determinados, para el conjunto de las crisis no importa si las ciencias duras nos critican o no; no son relevantes una serie de exigencias sociales cuyo descuido se nos echa en cara como si no formáramos también parte de la sociedad, y los subsecuentes recortes de presupuesto y la falta de reconocimiento no agravan, de hecho, las crisis entendidas en su conjunto, como experiencia colectiva, como ritual.12

Esta experiencia colectiva de las crisis es tan significativa para las humanidades y su autorreflexión, como la posibilidad de la reflexión de asuntos complejos sin presión de tiempo, en términos de Hans Ulrich Gumbrecht. Efectivamente, el papel de las humanidades no puede consistir en formar especialistas que elaboren ediciones críticas y comentarios en torno a absolutamente todos los fragmentos de textos hallados; eso sería negar la dimensión de su complejidad cognitiva esencial.

NOTAS

* Profesora-investigadora del Cuerpo Académico Historia e Historiografía, y. Coordinadora de la Maestría en Historiografía de México de la Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco.

1 Una versión de este artículo sirvió de base para la ponencia que fue enviada al Coloquio “Las humanidades hoy”, organizado por la Universidad Iberoamericana y el Comité Mexicano de Ciencias Históricas y que se celebrará en febrero de 2005. Asimismo, fue objeto de discusión en el Seminario de Historiografía de la Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco.

2 Cfr. el capítulo “La enseñanza de complejidad”, de Hans Ulrich Gumbrecht, El poder de la filología (2002 en inglés; cito de la edición en alemán, Die Macht der Philologie , Frankfurt aM, Suhrkamp, 2003. La traducción es mía).

3 Wolfgang Frühwald, Hans Robert Jauss, Reinhart Koselleck, Jürgen Mittelstrass y Burkhart Steinwachs son los autores del libro Geisteswissenschaften heute. Eine Denkschrift , Frankfurt aM, Suhrkamp, 1996 (1991).

4 Cada uno de los cinco investigadores se encarga de plantear uno de los siguientes ejes de discusión: las humanidades en el conjunto del sistema de las ciencias; el carácter paradigmático de las humanidades en el diálogo de las disciplinas; la educación humanista y la científica-natural como experiencia del siglo XIX; el grado de relevancia social del “espíritu” de las ciencias; y las humanidades en relación con los medios. Me parece que la intención del libro se circunscribe a la presentación de balances y una amplia bibliografía.

5 Hay muchas formas de ver los reiterados intentos y pretensiones de repensar las humanidades: con frecuencia se habla de “crisis cíclicas de legitimación”; más comprometedores son esta especie de fusiones entre pretensiones diferenciadas que, en un primer acercamiento, parecen incluso incompatibles, tal como se refleja en la terminología de la Introducción a Geisteswissenschaften heute , de la que tanto se mofa Gumbrecht.

6 Retomo esta diferencia de Peter Burke, quien en su ensayo “Dos crisis de la conciencia histórica” habla de la dificultad de reconocer los signos de una “crisis epistemológica” mientras no haya sido superada; la diferencia entre una simple “fase de confusión” y “umbral de transformación decisiva”, sin embargo, me parece que marca la posición que se tiene frente a una crisis. Cfr. Peter Burke, Kultureller Austausch , Frankfurt aM, Suhrkamp, 2000 (pp. 41 ss.).

7 ¿Se puede institucionalizar lo irresuelto y lo que no es posible resolver? Hay ejemplos de la ciencia: formular (poner en un lenguaje especializado) lo que no tiene solución, pero cuyo planteamiento como problema es relevante para la ciencia: la teoría cuántica, la teoría del caos, el origen del universo, la existencia de planetas fuera del sistema solar que no se pueden observar, pero cuya existencia se puede probar matemáticamente, son algunos ejemplos.

8 Un punto importante es la pugna entre la enorme gama de todo tipo de prácticas culturales, y los requerimientos que requiere la institucionalización disciplinaria y académica en cuyo marco se estudian y se enseñan las humanidades. Dado que esa pugna no es exclusiva de las humanidades, habría que preguntarse qué tiene de especial la historicidad de las prácticas de las humanidades para que su institucionalización presente problemas mayores (o mejor dicho, distintos) a los de otras disciplinas o ámbitos disciplinarios (ciencias naturales, o ciencias sociales, por ejemplo).

9 Recuérdese la enorme discusión que provocó el texto de C. P. Snow, Las dos culturas . A la larga, parece que la propuesta de dividir el mapa disciplinario en dos “culturas”, en lugar de continuar la discusión sobre ciencia y no-ciencia, pudo haber acabado con la pugna infructuosa por alcanzar un lugar reconocido entre el conjunto de “las ciencias”. Lo que no se resolvió con el vago término de “cultura”, es uno de los puntos recurrentes de las discusiones de las crisis: el cuestionamiento fundamental de del carácter cognitivo de las humanidades. Cf. C. P. Snow, Las dos culturas y un Segundo enfoque (versión ampliada de Las dos culturas y la revolución científica) , Madrid, Alianza, 1977 (1963 en inglés).

10 El actual desplazamiento de las humanidades a favor de competencias, es decir, el cambio de sus funciones sociales en términos de la educación y la formación de valores identitarios, por factores que adaptan al ser humano a las necesidades inmediatas del mercado, influyen de manera determinante en la percepción de crisis. Si bien en este sentido, la crisis actual tiene un impacto que se observa como pérdida de la estructura e incluso de la posibilidad de reestructurar una parte fundamental de las sociedades actuales, no es objeto del presente texto.

11 Para una discusión amplia, remito a los lectores a dos trabajos míos: “El movimiento estridentista atrapado en los andamios de la historia”, tesis doctoral, UNAM, FFyL, 1998; y Estridentópolis: urbanización y montaje , México, UAM-A (en prensa). Una visión sobre procesos similares en las vanguardias latinoamericanas, se encuentra en Jorge Schwartz, Las vanguardias latinoamericanas. Textos programáticos y críticos , México, FCE, 2002.

12 Hay que recordar, además, que las crisis reiterativas no evolucionan, no bajan de intensidad de una a otra, no reconocen soluciones previas; y lo que es quizás más importante todavía, es que en su forma reiterada, no son vivencias individuales, no se ajustan al quehacer disciplinario, sino que se traducen en experiencias colectivas.