DAN RUSSEK
Ejercicios de mística urbana/ I

 

 

Domingo en la tarde. Ciudad Universitaria. El estacionamiento del Estadio Olímpico: desierto. En las inmediaciones, de cuando en cuando un coche pasa por el circuito que rodea el estadio en dirección a Insurgentes. Fuera de eso, todo es silencio. Estoy en la vertiente norte del Estadio, ahí donde la curva se inclina y alarga en una deriva pronunciada. Miro la enorme estructura que se alza: esbelto edificio que simula un tazón truncado dejando ver el graderío bajo las torres de iluminación. Ante mí, en primer plano, el estacionamiento se extiende como una planicie de asfalto que la topología del lugar hace ondular suavemente en colinas y hondonadas. La extensión es una enorme zona franca cruzada por un entramado

regular de lineas amarillas. Hoy no vienen a invadirla los miles de aficionados que dejan ahí sus automóviles cuando hay juego en el estadio. He entrado por una valla que los trabajadores de mantenimiento han olvidado cerrar (una de esas entradas tan de Ciudad Universitaria, con su soporte de concreto y largo poste de metal que los centinelas, entre semana, hacen subir y bajar para dar paso a profesores y estudiantes). Me adentro en mi automóvil y acelero, con esa libertad que da el espacio abierto. Llego a un punto convenientemente situado en el centro, lejos de los postes de luz que puntean aquí y allá la extensión del sitio. Detengo la marcha. Comienza el proyecto que me ha traido aquí esta tarde. Abro la puerta, me inclino a la izquierda y me asomo muy cerca al piso. Acelero pausadamente y, con una mano en el volante, miro el suelo que la puerta abierta revela en su novedad de asfalto ahí a mano. Me desentiendo de lo que el autómovil tiene enfrente, con la trepidación que produce la ceguera voluntaria, y mantengo el volante firmemente volteado a la derecha. Toda mi atención, inclinado como estoy, está puesta en el suelo que veo pasar abajo. Empiezo a circular en una espiral cuyo radio se incrementa, mientras mi mirada persiste en el espectáculo que la apertura de la portuezuela me ofrece: la evolución de los diseños abstractos que las lineas de pintura de los espacios de aparcamiento –paralelas, perpendiculares– producen en una suerte de sinfonía en movimiento, vertiginoso aparecer y desaparecer de trazos amarillos sobre fondo negro en un domingo en la tarde en el estacionamiento del Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria.

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La visión desde fuera y la visión desde dentro (a la manera de Bergson).

Desde afuera, lo que un observador neutral vería es un coche a la mitad del estacionamiento siguiendo un curso errático. El espectador podría suponer que el conductor del automóvil, que mantiene la puerta abierta y se asoma al suelo en actitud poco convencional, es menor de edad o está borracho o no está en pleno uso de sus facultades físicas o mentales, todo lo cual provoca el temor cierto de ver accidentarse el vehículo automotor contra una barrera de contención o un poste de alumbrado, con grave riesgo para la integridad física del ocupante, del vehículo y del patrimonio universitario.

Desde dentro, el conductor (sobreviviente de mil y un travesías) maniobra con eficacia: con la derecha empuñas el volante, que mueves en dirección segura, lejos del lindero exterior del estacionamiento, siempre circulando por encima de las líneas de pintura que cubren la superficie en su (aparentemente) monótona geometría, mientras que con la mano izquierda mantienes abierta la puerta del coche, por la que te asomas, cabeza abajo, hacia el suelo, algo nervioso por no ver el camino enfrente, pero confiado en tu camino. Tu mirada está puesta en la textura granulada del asfalto que ves pasar a pocos centímetros, mientras cruzan sobre la negrura las ráfagas de brillante pintura que entran y salen de tu campo visual, dibujando figuras siempre nuevas en su abstracto dinamismo.

 

 

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Instructivo. Estos ejercicios son modos de hacer (de hacer ver, hacer sentir) más que otra cosa. Quedarse en la mera lectura, ahí sentado en un asiento, no es ver gran cosa. Hay que levantarse y andar, aunque duela.

 

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En esta colección de epifanías, ¿por qué no empezar con las del transporte? ¿No conducen todas al mismo espectáculo secreto y gozoso?

 

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Anillo Periférico. Lo que alguna vez fue una obra monumental de ingeniería –tres carriles centrales y dos a los lados, en un circuito de vértigo que rodeaba a la urbe– es hoy la ruina modernista, hacinada de anuncios comerciales y graffiti, que la ahoga en sus interminables atascos. Cuando se inaugura una obra pública, con su plétora de funcionarios y edecanes y periodistas, la cosa tiene mucho de sueño realizado, de juguete que se estrena a la vista de todos, para mayor gloria del goce colectivo. Pero ese día deja paso, con los meses que pronto son años, a la pesadilla del presente: los baches en la temporada de lluvias, los cuellos de botella, el crecimiento explosivo, el tráfico imposible. En ésas andamos. Primera regla de todo atasco: no desesperarse. Si lo fatal pende sobre nuestra alma y no sabemos adónde vamos, ni de dónde venimos, ni cuándo saldremos del atolladero, más vale armarse de paciencia. Importa si tuvimos un largo día en la escuela, la fábrica o la oficina; importa si tenemos hambre, sueño o puro hartazgo, presos como estamos en máquinas inmisericordes; importa sobre todo no desesperarse. En mis largos años de conductor, he visto que uno puede estar varado en pleno carril central en una mañana inclemente, rodeado de decenas de automovilistas tan varados y calladamente enfurecidos en su solipsista nave como uno, pero no hay nada más terrible, no hay peor mal, no hay situación más inicua, que la de no moverse en absoluto. Estar parado es malo, pero estarlo sin esperanza de moverse, es sencillamente la muerte, o mejor, la muerte en vida:

Moverse aunque sea tantito,

Dios, es todo lo que te pido.

 

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De ahí que, en el espectro que va del infierno de la parálisis total al delirio de una aceleración creciente, es necesario hallar la cadencia justa.

 

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La orquestación de las grandes avenidas depara el caos de una música apresurada, un ronroneo de motores entre el contrapunto de los claxonazos. En la cargada atmósfera de las armonías urbanas, uno es apenas el insignificante timbre que deja en un instante un trombón o un timbal o un triángulo. En cambio, dejarse ir en un estacionamiento vacío a una velocidad lentísima, sin otro fin que el de esa lentitud largamente sentida, es una delicia somnolienta, como quien escucha con atención la nota sostenida y grave de un contrabajo.

 

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De lo que se habla aquí es del movimiento. Del movimiento en sí. De un dejarse ir suave pero firme, imbuido todo de energía, esperanza, poesía y pragmatismo.

Y es que el automóvil –aun en su rauda destrucción de modos de vida, en su apertura de horizontes para una mejor depredación capitalista, en suma, en su existencia contaminante, parasitaria y egoísta– es la materialización de un ideal que por siglos los filósofos han venido buscando: el ideal de la autonomía aunada al descubrimiento. (Que aún no lo hayan visto no debe sorprender a nadie que sepa de sus costumbres intelectuales, costumbres que los hacen valorar las palabras por encima de la experiencia, el “Qué dirán de lo que digo” por encima del “Y vi que era bueno”).

 

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No es que otras formas de transporte carezcan de emociones. Todo lo contrario. Si nos amarraran a una patineta y nos dejaran ir por la pendiente, o si pedaleáramos a mil por hora en una esbelta bicicleta por la campiña francesa, o si es una motocicleta que ronronea poderosamente y nos convierte en la saeta de la avenida, todo eso abre posibilidades insospechadas para alcanzar una percepción fuera de serie. Pero la rauda fuga del paisaje no lo es todo: no sólo de velocidad vive el hombre moderno. Hay que pensar más bien en la amorosa acomodación entre conductor y vehículo, en la armonía como preestablecida que se establece entre el módulo de metal y el animal inteligente, entre la solidez del caparazón y la viva atención del alma. Nada se compara al complicado balance, hecho simple, entre el móvil y lo moviente. Contrariamente al autobús, al taxi o al colectivo, al manejar un auto, uno es el que conduce: uno es, mientras haya gasolina suficiente y los pistones funcionen, el amo de su destino (o poco menos: disfrutemos de la ilusión mientras dure). El tren y el aeroplano –tan literarios a su manera– ofrecen una experiencia de transporte de estrechez y sonambulismo. De la inevitable claustrofobia que imponen, uno no escapa impunemente. Es justo el encierro en una cabina el que impide sentir a fondo el movimiento, debido a la condición misma del módulo que nos traslada. No sólo uno se pone en manos de pilotos que más vale sepan lo que están haciendo: la usual monotonía de la línea recta y el verse convertido en una pieza de carga, dificilmente convierten la experiencia en un rito de pasaje, en una vía de descubrimiento profundo (aunque la regla admita excepciones). Y ni hablemos del viaje en canoa o crucero: el agua es ahí un elemento de traslado totalmente ajeno a las disquisiciones del observador atento que se desplaza.

 

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El automóvil en movimiento es la negación sublime de lo que nos hace pedestres. Si de algo sufre la Humanidad desde su origen, es de su condición reptante. Nuestra herencia es la de la serpiente. Ante la lenta frialdad del reptil, no hay mejor antídoto que alzar el vuelo: elevarse del fango, avistar un horizonte de nubes, aspirar a una gran idea. Como estamos condenados a este polvo, el automóvil sigue siendo el mejor sustituto para volar sobre la tierra.

No se habla aquí de la épica del arranque, ni la lírica del diseño, ni el drama del accidente. No se cantan aquí las proezas de la tecnología y sus anacrónicos futurismos –del modelo T a los artefactos con aletas dorsales, y de ahí al más reciente modelo híbrido– ni es el lamento por la desgracia cotidiana del neumático desinflado o la batería muerta. No se trata de discurrir sobre fetichismos, calendarios anunciando amortiguadores con chicas semidesnudas.No el automóvil como nocturna sede de eróticas apreturas, o el ostentoso o vergonzante indicador del status social, ni de las estrategias de la mercadotecnia que busca vendernos el último modelo, ni del sueño de toda una vida (¡por fin tu cochecito!), taxi para desempleados, en suma, la vasta dimensión política y económica que cabe en un bochito. No se trata, pues, de adentrarse en el complejo industrial que cubre el orbe con su red de intereses, desde las arenas de Arabia hasta los suburbios de Detroit, Stuttgart y Nagoya, sin olvidar las miserables vulcanizadoras a la salida de la carretera a Puebla y los gasómetros en la Patagonia. No se habla aquí de los mil y un mitos de la cultura contemporánea, autóctona o ajena: no de la nación Nascar, ni de rallies o arrancones, ni de las carreras de bólidos en Indianapolis, ni de James Dean, ni de los viajes a Acapulco que hacía yo con mi familia durante la infancia, cuando tardábamos largas horas en llegar a la costa y por fin aspirábamos la brisa salada y veíamos la puesta de sol en uno de los balcones de piedra de La Quebrada...

Se habla aquí del movimiento. Del movimiento en sí. De la posibilidad de un traslado gobernado por sus propias leyes, divina obra de los siglos, bíblico carro de caballos del que habla con voz potente el profeta Jeremías. A partir de la visión fenomenológica que hace al automóvil ser lo que es (espléndido vehículo de locomoción propia), habría que purificarlo de todo mezquino interés mundano. Sólo así se podrá participar con deleite de su esencia. Y será entonces cuando se alcance la revelación de una realidad sobrehumana, creada por medios humanos, que cabe llamar, a falta de mejor término, mística urbana.

 

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Introduces la llave en la puerta. La abres. Entras y te acomodas en el asiento. Metes la llave en la ranura del encendido y empuñas el volante para probarlo. Pisas el clutch y mueves la palanca de velocidades, primera, segunda, tercera, cuarta, reversa, punto muerto. Alzas la vista al espejo retrovisor. Lo mueves levemente hasta que queda en la posición qu deseas. Luego miras por el espejo lateral (te sorprende qué tan lejos puedes mirar, en esa perspectiva vertiginosa a lo largo de automóvil). Te arrellanas en el asiento, lo sientes confortable, casi como hecho a la medida. Alcanzas el cinturón de seguridad por encima de tu hombro izquierdo, lo jalas hacia tí e introduces la hebilla en la ranura. El cinturón te cruza el pecho y te ciñe la cintura. Estás listo. Enciendes el auto mientras aceleras y produces ese potente vrooooom de un motor bien calibrado. Le echas un vistazo a los comandos, gasolina, aceite, batería, todo en orden, metes primera, dejas ir el pedal mientras aceleras suavemente y te pones en marcha.

 

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Parménides en el Periférico. No es Parménides García, ni Parménides González, sino Parménides de Elea, padre de la metafísica. Pensar en tan ilustre filósofo visitando tan deslustrado circuito, nos recuerda que no faltan en la literatura mil y un personajes transplantados con intenciones edificantes o pedagógicas, fabuladoras o fabulísticas o fabulosas: Cristo en Toledo, Kierkegaard en la Zona Rosa, Flaubert en Manhattan. Así es como hallé un día a Parménides, héroe de la abstracción que inmoviliza, en plena vía rápida.

Era una gris mañana de otoño. Un sol somnoliento se posaba sobre la bruma. Salí a las once, previendo evitar así el tráfico de la hora pico (hubo un tiempo, señor, señora automovilista, en que el Períférico no estaba atascado casi a toda hora. Eran otros tiempos). No hay nadie que no guarde, en lo más íntimo, la memoria de un sitio encantado que la imaginación y los días se dedican a perfilar, pulir, perfeccionar. Para mí, uno de estos lugares mágicos es la curva, más o menos pronunciada, que el Anillo Periférico Sur describe poco después de Molinos, frente a los multifamiliares de Mixcoac, donde se levantaba no hace mucho una alta torre uvular con el logotipo de conocida cadena de restaurantes. Esa curva está grabada en mi recuerdo con la imprevista coreografía de una revelación extraordinaria. Tantas veces hice ese trayecto, tantas veces lo he hecho desde entonces, que es un milagro –abuso de la palabra— que la composición y los colores de esa estampa sigan tan vivos, como si la estuviera viendo en este mismo instante.

Enfilando por San Antonio, avistaba el conocido paisaje urbano de construcciones y anuncios. Iría a 80 kilómetros por hora. En ésas andaba, en plena distracción ambulatoria, cuando justo pasando la curva advino el prodigio. Circulaba en el carril central. Ante mí, inmediata, se desplegó una de esas formaciones que el azar produce sin otra ley que la del azar mismo: un coche avanzaba en el carril derecho a una distancia prudente; otro, más alejado, en el mismo carril que yo ocupaba, y un tercero, en el carril izquierdo, más próximo, trazando entre todos la figura de un rombo imperfecto. Y en ese punto del espacio y el tiempo, avanzado los cuatro vehículos exactamente a la misma velocidad, lo que se produjo fue lo inmóvil. Así. De la nada. Sin previo aviso. En un punto en que coincidieron vehículos, vectores, astros, con el mareo impalpable que produce la repentina equidistancia en movimiento. El orden de los automóviles dió forma visible a un teorema que confirmaba la milenaria filosofia parmenídea (y que a la letra dice: el ser, por ser, es, y por ser, no puede no ser; siendo, no puede desplazarse, pues ¿adónde se desplazaría el ser si no fuera al no ser? Pero el no ser, al no ser, no es nada, y por tanto, el no ser no puede ser, por lo que el ser, que persiste en el ser, no puede moverse, es inmutable y eterno, justo como lo intuí en ese breve lapso de tiempo en una mañana ya lejana de otoño conduciendo un automóvil en el Anillo Periférico rumbo al sur de la ciudad de México). Sobre una curva impensada, era Parménides, era su Poema, alto mensaje que se articula con la sentencia de una metafísica encarnada, motorizada, que alza el vuelo sin moverse.

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Tenía este sueño: poder deslizarme sin fricción por un asfalto de tibia suavidad, de una, si cabe el oximoron, estricta tersura (hay, poéticamente hablando, grados definidos en materia de texturas: un asfalto áspero, como rugoso de pedregullos, uno normal —ni muy muy, ni tan tan— y luego uno como agua de piedra, sensual espejo de seducciones, pulido por generaciones de neumáticos y que tienta al tacto con la suavidad de una caricia.

 

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La figura que dibuja la pintura en el asfalto desde la perspectiva de un automóvil que circula lentamente, siempre me ha hecho soñar con la posibilidad de crear una película, heredera de algún ballet mecánico de antaño, pero más cercana a la vida. El lector aficionado al género del road movie recordará haber visto, en plena huida de los maleantes, en la persecución policiaca o a la hora de los créditos, la toma en ángulo agudo que sigue a grandísima velocidad las líneas de pintura que dividen la carretera. Mi película virtual es una variación de esa simple idea. Se trata, no de seguir los pasos del sonámbulo Cesare sobre la línea doble, sino seguirla a medias, cortarla aquí y allá, transgredir las leyes de tránsito (y del buen manejo) y dar vueltas, lanzarse en zigzag y trazar al fin una onda esbelta mientras se conduce a cien kilómetros por hora en alguna carretera desolada de Arizona o Atacama. Escribir al volante una silva a la circulación en la zona desértica: taquigráficamente, con tinta invisible y para lectores de otro mundo.



Dan Russek, “Ejercicios de mística urbana / I”, Fractal nº 33, abril-julio, 2004, año IX, volumen IX, pp. 95-106.