RAFAEL LEMUS

Mario Bellatin: el diálogo silencioso

 

 

 

 

Primero, lo obvio. La literatura, toda literatura, es diálogo. Está hecha de palabras, y las palabras dialogan. Parten de una boca, una mano, y llegan, fatigadas, hasta un oído, unos ojos. Trazan un camino y, en su transcurso, rasgan el silencio. Nunca se extravían: palabra que no alcanza a su interlocutor no es palabra sino aullido.

Después, el romanticismo. La literatura es, también, monólogo. Hay una imagen del escritor, melancólico, que rima con heroísmo y soledad. El autor, pálido, vestido de negro, conversa consigo mismo. Se sienta frente a una hoja en blanco y sólo escucha los vaivenes de la inspiración. De pronto, escribe y, un segundo después, vuelve la soledad, el necio monólogo. Esta imagen, irreparablemente romántica, no es del todo falsa. El escritor, vestido de blanco o negro, monologa y es un solitario. La escritura es un trabajo solitario, casi autista. Solo ante el monitor, desprovisto todavía de lectores, el escritor no conversa con nadie. Ante él, apenas el idioma y el vacío. Quien no haya escrito creerá que no se está tan solo, que se dialoga finalmente con el idioma. Ocurre lo contrario: el escritor se bate en contra del lenguaje, lo tira, y de esa tensión nace su literatura. No un diálogo sino un mano a mano.

Una lucha, también, es el formato de este acto. Mario Bellatin, solitario aquí a mi lado, se batirá contra sí mismo. Conversará con ustedes, y acaso conmigo, pero el espectáculo será verlo apostar su soberbia cabellera. Habrá de hacer un mea culpa apenas culposo. Difícilmente será extenso: todo mundo celebra su brevedad y raramente decepciona. También se celebra, a veces entre dientes, su adicción al arte conceptual. Mario acostumbra los performances y éste es otro de ellos. Ustedes, él y yo somos piezas de una nueva instalación. Escenario: la ciudad de México. Materiales: un museo, un auditorio, un presentador y un escritor hablando de sí mismo. Duración: indefinida. Obra: el auditorio, el presentador y el escritor juegan al diálogo mientras, afuera, la ciudad monologa.

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Pocas obras dialogan y monologan tanto como la de Mario Bellatin. Por una parte, se cierra sobre sí misma y conversa apenas con sus piezas. Por la otra, se abre críptica ante el lector y se presta a ser interpretada. Como diálogo, es insuperable en el escenario actual de la literatura mexicana. Está allí para ser discutida, desentrañada. Como todo arte de veras moderno, depende de la palabra del espectador. Como toda obra, más que toda obra, sólo se consuma si el lector la recorre, si el crítico la interpreta. Tiene secretos, pero nunca los revela. Conversa con la tradición, pero nunca delata a sus interlocutores. Somos nosotros, coautores de la obra, quienes desenterramos los secretos, quienes delatamos sus influencias, quienes colocamos (o no) el punto final a sus creaciones. El diálogo es, por una vez, verdadero: no somos lectores pasivos sino activos, creativos.

Curiosamente, el diálogo con su obra ocurre menos por la palabra que por el silencio. Mario es esa contradicción, un autor silencioso. Escribe más para callar que para decir. Importa lo que señala, pero no tanto como lo que omite. Leerlo es olvidar un poco las palabras y atender los espacios blancos entre un vocablo y otro. Ahí descansa su literatura. Ahí descansa, de hecho, buena parte de la literatura más viva de nuestro tiempo. Mario sabe del Nouveau Roman y de Beckett y se forma en la misma fila que ellos. Su literatura, como la de éstos, es aquello que existe entre la palabra y el silencio. Dice lo mínimo, acota el mundo, consiente el vacío. Hay apenas un problema: la literatura está hecha de palabras y las palabras dicen. Para callar es necesario batirse con la literatura misma, demasiado expresiva, demasiado significante. Mario lo hace: lucha libro a libro contra la literatura en busca de una antiliteratura que sepa callar, que aprenda a no ser.

Esta literatura del silencio no es frecuente en nuestros escenarios. Los mexicanos hablamos demasiado, quizá porque sabemos que nadie nos escucha. Lo que prevalece en nuestra literatura es el exceso, la denuncia, el ánimo muralista. Hay un país y queremos describirlo. Hay una descripción previa y queremos superarla. Apenas unos cuantos (Rulfo, Arreola, Elizondo) han aprendido a respetar el silencio, a callar mientras escriben. En esto se acercan a literatura europea, especialmente a la francesa, y a la cultura oriental, tan adversaria del ruido. Mario, cercano a esos mexicanos, conversa también con franceses y orientales. De algún modo los importa y, al hacerlo, los recrea. Es tan original como generoso.

Silencioso, Bellatin discute poco con el mundo. El mundo no le importa. El mundo apenas si aparece en sus obras. Podrá decirnos, en unos minutos, que el mundo le duele, pero estará mintiendo, como mienten los escritores. No hay mundo en su obra, acaso simulacros. No existen, por ejemplo, países ni sitios reconocibles. Hay atmósferas, no contextos. Tampoco existen esas sensaciones que el mundo verdadero nos despierta: asco, crítica, piedad. En su obra todo ocurre en espacios cerrados, ubicados aquí o allá, y ocurre fríamente, sin comedia o melodrama. El mundo es, y eso basta. Mario podría decir, como Robbe-Grillet, que "el mundo no es ni signicante ni absurdo. Es, sencillamente". Y, por lo mismo, se le ignora.

También el humano es, sencillamente es, y también se le ignora. En la obra de Bellatin, los hombres y mujeres son parte de la escenografía, muebles raramente móviles. Están desprovistos de nombres propios, emociones y actitudes racionales. Es inútil analizarlos psicológicamente, y Mario nunca lo hace. Acúsese de todo a este hombre menos de psicólogo. Es, si se le quiere llamar de algún modo, un retratista de lo estático, un paisajista de los restos humanos. Allí están los hombres, tan sólidos y electrizantes como una mesa, y Mario levanta su inventario. No hace más, no es necesario hacerlo. Él, como Beckett, está más allá de lo humano: describe páramos donde los hombres ya han muerto o no existen todavía. Es, felizmente, nuestro ideólogo de lo posthumano.

Inexistente el hombre, simulado el mundo, todo es literatura. En la obra de Bellatin todo, incluso él mismo, es literatura. No hay humanos sino personajes. No hay temas sino motivos. No hay realismo sino coherencia. No hay contextos sino atmósferas. Puede hablar de enfermedades congénitas, seres agónicos, sectas herméticas, y seguirá hablando, únicamente, de literatura. Obsesiones, anécdotas y personajes son tan sólo elementos de su dispositivo narrativo, en el mismo sentido que lo son el papel y la tinta. No importan por sí mismos sino por su función dentro del texto: son medios, no fines. No dicen nada, apenas funcionan. Asomarse a su obra es, de este modo, mirar la nada. O la literatura, que es casi lo mismo.

Concluyo volviendo a la imagen del principio. Un escritor, en este caso Bellatin, descansa frente al público. Revisa por última vez el texto que leerá en unos minutos, acaso nervioso. Él, como todo escritor, más que cualquier otro, está habituado a la soledad, al monólogo. Tiene una obra y su obra discute sólo consigo misma. Es un sistema autosuficiente que se cuestiona y se responde a sí mismo. Sólo necesita del lector, pero el lector es, aun sin saberlo, otra pieza más de la maquinaria narrativa. Está pensado, está calculado: es, también, un invento literario. Así que aquí estamos, finalmente, frente a frente: nosotros, inventados, y Mario Bellatin, nuestro inventor. Es hora de pedirle cuentas; él lo sabe, y por lo mismo se mueve, inquieto, frente a ustedes. Tal vez se arrepiente de haber venido, pero es demasiado tarde. Tendrá que hacer su mea culpa. Tendrá que explicarnos nuestra existencia. No me extrañaría que, astuto, hablara de niños y perros.