SERGIO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ

Sergio González Rodriguez VS Sergio González Rodríguez

Hubo un tiempo, ya distante, en el que Sergio quiso ejercer la crítica de lo que lo circundaba. Había dejado el oficio de músico de rock y quería ver en este abandono sólo un cambio instrumental y de tarea de campo (un tránsito del bajo eléctrico y la música de heavy metal hacia el teclado tipográfico y la literatura). Un avance dentro de la superviviencia que incluyera lo previo, se decía a sí mismo y, si le preguntaban, afirmaba a otros. De Led Zeppelin a las letras. Fue el primer paso adulto y consciente de la pugna consigo mismo que lleva cada persona. Era una muestra de confianza en el poder del intelecto en una época, los años ochenta, que presagiaban ya la extinción del tal poder, al menos, en el sentido del ocaso del libro como un eje de la cultura y sus élites ilustradas.

¿Cómo ser un crítico si la universidad, y Sergio cursó la licenciatura en letras modernas, estaba negada para enseñarlo? Desde luego, mediante la lectura. Susan Sontag. George Steiner. Walter Benjamin. Sigmund Freud. Italo Calvino. Jorge Luis Borges. Julio Cortázar. Octavio Paz. Roland Barthes. Michel Foucault. Maurice Blanchot. Jean Baudrillard. Hans Sedlmayr. Hans Jürgen Syberberg. Roberto Calasso. Y muchos otros que Sergio omite por falsa modestia. Un crítico sin ésta sería un mendigo. No conozco ninguna persona que se jacte de ser crítico y, al mismo tiempo, no quiera esconder alguna superioridad, ya sea real o supuesta. En sus (azarosas, intensas, interminables) lecturas, recuérdese que la imaginación proviene del caos, Sergio dio con dos párrafos que le cambiaron la vida. Su vida como “crítico”, se entiende. O eso asegura él a la fecha. El primero es una parte de Ecce Homo de Friedrich Nietzsche, donde el filósofo alude al temperamento iconoclasta y las reglas para alcanzar los “mejores fines”: 1) atacar cosas que triunfan; 2) atacar algo desde el compromiso de Uno; 3) jamás atacar a personas sino a “peligros generales”, es decir, “me sirvo de personas o de la persona tan sólo como de una poderosa lente de aumento”; 4) atacar como prueba de benevolencia, de gratitud (yo honro, yo distingo al vincular mi nombre con el de una persona, con el de una cosa). El segundo párrafo que influyó en Sergio remite a Susan Sontag, cuando en una entrevista para Salmagundi Review define el valor primordial que ella prefiere: “La única inteligencia que vale defender es la inteligencia crítica, dialéctica, escepticista y desimplificadora”. Precisa, además, que una inteligencia que busque suprimir el conflicto y justifique la manipulación en nombre del bien común “no es mi norma de inteligencia”.

La crítica estaba lejos de ser sólo una tarea de conocimientos o erudiciones, de trivia lectora o académica, para convertirse en una promesa de sabiduría, en una forma de vida adversaria que podría resumir el fundamento del “principio esperanza” de Ernst Bloch: lo real no puede ser verdadero. A la fecha, Sergio continúa en tal búsqueda que le ha concitado diversos calificativos o vituperios de sus desafectos: “fedayín”, “terrorista”, “francotirador”, “protagónico”, “periodista de habitual mala leche”, “intransigente”, “belicoso”, “nazi”. Y, para definir su personalidad, se ha dicho que él, en realidad, es “Serbio González Rodríguez”. La pregunta circular en estos años ha sido: “¿Qué le pasa a González Rodríguez?”.

En una pelea intelectual pactada entre Sergio González Rodríguez vs. Sergio González Rodríguez, nada mejor que los agraviados hablen mal de él: vanidad de vanidades. Y que sus respectivos textos articulen la hondura de una herida cuyo dolor nunca decae, sino que aumenta puesto que está consignado en aquello que nos sobrevivirá, mal que bien, con el gozo del crítico incluido, a todos nosotros: los libros (al margen de este texto, podrán leerse las diatribas en su contra inscritas a la usanza de Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes).

En su novela Cerca del fuego , José Agustín le dedica a Sergio un insulto de paso: el narrador se molestó mucho porque, en la sección cultural del diario Unomásuno , el crítico se burló entre otras cosas de la obviedad y desplantes anecdóticos carentes de importancia de su novela Ciudades desiertas .

 

 

 

...el rependejo de González Rodríguez... (José Agustín, Cerca del fuego , 1986)

En el libro de ensayos La letra e , Augusto Monterroso muestra su malestar a tal grado que invita a Sergio a hundirse en el “olvido”, todo porque La Cultura en México , suplemento de la revista Siempre! , publicó una reseña de Sergio González Rodríguez donde se atacaba la manía de anhelar la “perfección” estilística del mexicano–guatemalteco en su libro anterior, La palabra mágica . En la versión original del texto contra el crítico, publicada en el suplemento Sábado de Unomásuno , Augusto Monterroso consumó el desplante de invertir apellidos, como una “broma” que invocaba el anonimato o la falta de identidad de aquel joven incómodo al lado del escritor reconocido, cuando puso: “Sergio González Rodríguez o Sergio Rodríguez González”.  

 

 

 

 

 

 

 

Ahora, después de seis libros y veinticuatro años de publicarlos, con el mismo temor que cuando me arriesgué con el primero, veo que un ciclo se ha cerrado y en un semanario local encuentro una extensa nota de Sergio González Rodríguez, de la cual, quizá por masoquismo o con el ánimo perverso de que su autor me acompañe imperecederamente en el olvido, copio la parte que cierra el círculo: “En la palabra mágica el bostezo mata el juego; la esterilidad se traga a la brevedad y las risas predecibles al golpe ingenioso”. (Augusto Monterroso, La letra e , 1987)

Al presentar en una mesa redonda el libro de crónicas de José Agustín La tragicomedia mexicana , Roger Bartra se refirió al periodo que tocaba su autor como una época “gris” de la cultura de México, y añadió algunos apuntes que reducían las obras y los creadores de varias décadas de producción cultural a meros apéndices de legitimación del “sistema político mexicano”. Sergio se permitió disentir de semejante prejuicio, y le recordó al antropólogo algunos hechos. Para quitarse el incordio de encima, la respuesta de Roger Bartra, que incluiría después en el prólogo de su libro Oficio mexicano , recurre incluso a la mentira, como la de llamar “funcionario del diario oficial” a Sergio, que no lo era. Antes, se negó a publicar aquella crítica en La Jornada Semanal , que dirigía y de donde había reiterado aquel texto. Al final, El Nacional , diario preferido del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, aceptó publicar el articulo de Sergio, luego de que la revista Nexos , también preferida del presidente Carlos Salinas de Gortari, y de la que Roger Bartra era miembro del Consejo Editorial, se negó a su vez a darle cobijo con el fin de “proteger” al antropólogo.

 

 

 

No me extraña, en consecuencia, que mi actitud crítica haya merecido un conjunto de diatribas en la primera plana del diario oficial del gobierno mexicano, El Nacional , cuando expresé, a propósito de Tragicomedia mexicana I de José Agustín, que las tres décadas de historia poscardenista (1940–1970) que abarca el libro parecen inenarrables, no por porque su grandeza sublime sea tal que no existan palabras que la puedan describir, sino porque su grisura y exigüidad se antojan un motivo para disuadir al más osado de los escritores. Un funcionario del diario oficial saltó inflamado en santa indignación a defender las glorias nacionales que supuestamente yo había ninguneado. Tengo la impresión de que mis ironías tocaron un punto sensible de la cultura mexicana y molestaron a los nuevos trotaconventos del periodismo oficial, ya que las tres décadas que van del ocaso del reformismo cardenista a la represión de 1968 son un periodo sagrado para la cultura gubernamental, pues en ese lapso adquiere plena estabilidad la institucionalización del sistema político autoritario posrevolucionario. ( El Nacional , 31 de mayo de 1991, “Refutación del páramo o la tragicomedia de Bartra”, de Sergio González Rodríguez. En las páginas que siguen transcribo las ideas que expresé a propósito del libro de José Agustín, para que el lector busque en ellas los motivos que provocaron la indignación oficial. El texto completo se puede encontrar en La Jornada Semanal , número 97, 21 de abril de 1991). (Roger Bartra, Oficio mexicano , 1993)

Enrique Serna escribió un cuento titulado “Tesoro viviente”, dedicado a José Agustín, en el que menciona a un “Serge” que “cuánta frustración destilaba en sus dictámenes hepáticos de libros y películas”. A Sergio le dicen “Serge” sus amigos y amigas, y Enrique Serna incluyó aquélla y otras descalificaciones a partir de una crítica que Serge hizo sobre el fenómeno editorial llamado Michel Houellebecq, y que publicó en Reforma.
Los amigos que antes admiraba, ahora le daban lástima. Serge, por ejemplo. Cuánta frustación destilaba en sus dictámenes hepáticos de libros y películas. La noche anterior había despedazado la última novela de Michel Houellebecq, de la que sólo leyó cien páginas, como si se presentaran cargos contra un hereje: mercenario, lo llamó, coleccionista de lugares comunes, falso valor inflado por la crítica filistea. Claro, Houellebecq era el novelista de moda, la conciencia más aguda de su generación, y él sólo había logrado publicar cuentos cortos, bastante insulsos por cierto, en revistas provincianas de ínfima clase. (Enrique Serna, El orgasmógrafo , 2001)

Asimismo, Jorge Volpi caricaturiza a su crítico Sergio González Rodríguez con el nombre de “Juan Pérez Avella”, y lo incluye en siete viñetas de su libro El fin de la locura. Ante esto, ¿cómo dejar de invocar a Oscar Wilde cuando escribe que la caricatura es el tributo que el mediocre paga a quien lo supera en ingenio? Resulta que Sergio ha escrito en contra de la banalidad de la “generación del crack” y los autores que se acogen bajo tal etiqueta mercantil, que encabeza el susodicho, así como previó, a partir de las declaraciones de éste al recibir el Premio Biblioteca Breve en 1999, la vanagloria que infestaría su carrera, más tarde comprobada al publicar El juego del Apocalipsis, a la que el crítico otorgó el justo galardón de la “peor novela del año”.

 

 

 

 

 

 

 

 

Utopías de Aníbal Quevedo (Siglo XXI, 1983). Sin duda, una de las obras más confusas, pretenciosas, superficiales y oportunistas de alguien que se caracteriza por el ser el más confuso, superficial y oportunista de los escritores mexicanos. Juan Pérez Avella, “Lo mejor y lo peor del año”, Nexos , diciembre de 1983. (Jorge Volpi, El fin de la locura , 2003).

Con todo, y para abono de las malquerencias descritas y los agravios de por medio, se puede asegurar que otros reseñistas han dicho cosas malas e incluso peores sobre los escritores ejemplificados sin que, para desgracia suya, hayan merecido ni una línea en alguno de los libros de quienes criticaron.

En estos años, y a pesar de lo dicho y escrito, he llegado a saludar gustoso a Jorge Volpi, a Enrique Serna, que ya no me devuelve el saludo y por eso insisto en saludarlo, a Roger Bartra, a quien aprecio como ensayista e intelectual, a Augusto Monterroso hasta su muerte y a José Agustín, cuando me lo presentaron años atrás (o a través del tiempo imagino el episodio). No hay nada peor que una mala reputación, dirá Sergio González Rodríguez. No hay nada mejor que una mala reputación, responderá Sergio González Rodríguez. Para mí, Serge es una persona insoportable que debo tolerar porque todos los días reivindica el derecho a la postura antagónica mientras los demás, hipócritas, defienden lo contrario. Se trata de una sociedad literaria que protege y celebra el acuerdo incondicional mientras combate las diferencias. Y esconde en público lo que chacotea en privado. Así, la conveniencia y el oportunismo suelen ganar.

Contra lo anterior, Serge está de acuerdo con lo que afirma Christopher Hitchens en su libro Letters to a Young Contrarian : “uno debería esforzar para combinar el máximo de impaciencia con el máximo de escepticismo, el máximo de aborrecimiento a la injusticia y la irracionalidad con el máximo de autocriticismo irónico. Esto significaría estar realmente decidido a aprender de la historia más que sólo invocarla o convertirla en un slogan”.

Pero para comprender a plenitud los desencuentros del crítico y sus criticados, hay que volver a Friedrich Nietzsche y a Susan Sontag. Y recordar que la dinámica del enfrentamiento entre algunos escritores mexicanos y su crítico Sergio González Rodríguez tiene diversas explicaciones, entre otras, las siguientes: 1) Sergio juega a veces el papel de fármaco negro o revulsivo, debido a su estilo de escribir, que afecta al ego que el escritor alcanzó en la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo, la cual, como reza el lugar común, descansaría aún en Paz (Octavio, desde luego, y la solemnidad de su figura señera, quien por lo menos tenía motivos de sobra para ejercer la altanería); así, en algunos escritores late el anhelo imposible de ser otros Octavio Paz en potencia, y están una y otra vez convencidos de aceptar la crítica en tanto ésta se defina como un elogio que se merece de antemano (tal sería el caso de Carlos Fuentes y el de otros menores que quieren imitarlo); 2) en un país de tradiciones reverenciales hacia los prototipos que resumen valores y prestigios, en este caso ilustrados, una crítica a lo escrito por alguien de cierta fama se toma como una afrenta imperdonable, que llega a incluir algo más irrisorio que la bilis de los criticados: los amigos que, convertidos en guardaespaldas-súbitos, responden al crítico en nombre del ofendido a quien consideran intocable, y atribuyen cualquier cuestionamiento a su obra o discurso como resultado de “algo personal”, de “envidia”, de “celos”, o de incapacidad para entender la grandeza ajena (esto comprobó Sergio González Rodríguez cuando criticó a Mario Bellatin por su librito Perros héroes y sus perfomances “literario–conceptuales”; claro está, tales fans –calma, nenas– pasaron por alto que Serge ha apreciado en público otras obras del mismo autor); 3) Sergio es “el peor de todos”, por lo que no hay que dejar que se salga con la suya. Debo decir que yo, en particular, estaría de acuerdo con el tercer aspecto siempre y cuando los agraviados aceptaran que su autoestima no es para tanto, algo difícil de atestiguar hasta ahora.

Que hablen los otros contra una mismo hace honor apenas al apunte aquel de Jules Renard en su Diario , cuando afirma que si algo no se puede controlar es lo que los demás dicen de uno.

Por último, tendría que concluirse que Sergio González Rodríguez tuvo fundamentos al menos en parte al criticar a sus criticados y, en el fondo del embrollo, está la pelea con la sombra que definió C. G. Jung en sus Collected Works : “La sombra es un problema moral que desafía a toda la personalidad del ego, pues nadie puede tomar conciencia de la sombra sin un esfuerzo moral considerable. Tomar conciencia de ella significa reconocer como actuales y reales los aspectos obscuros de la personalidad”. Hay muchísimas cosas más importantes en la vida de cualquier autor que montar en cólera o comprar un resentimiento hasta la muerte, o más allá de ésta al consignarlo en los propios libros, por una crítica adversa en la prensa. Pero esto, ha de concluirse, se puede aprender bien ya no se diga en Plutarco y su obra Cómo sacar provecho de los enemigos , sino en cualquier manual de superación personal que venden en las calles. Sean felices. He tratado de comprender su enojo. Al criticarlos, les hice un favor: les di importancia. Reconozco que quizás exageré un poco, lo sé. Y de ninguna manera quiero que me agradezcan la atención ni espero que lo hagan. Como se ve, todos los días estoy ocupado en boxear contra mi propia sombra.

Fernando M. González, "Más allá de la militancia contra las creencias: secularización, laicidad, psicoanálisis", Fractal nº 32, enero-marzo, 2004, año VIII, volumen IX, pp. 141-172.