GONZALO CELORIO

Mis libros

 

 

Un mueble de madera oscura, casi tan grande como un ropero. En sus puertas talladas, sendos yelmos heráldicos, enfrentados y de perfil, custodiaban el tesoro. Las puertas eran macizas pero en su parte superior unas ventanitas protegidas por pequeñas columnas torneadas dejaban ver una cortina de seda color púrpura, que parecía el telón de un teatrino de títeres. Así era el librero de la casa de mi infancia, el repositorio de los libros de una familia medieval que se regía, en pleno siglo XX, por el principio de que hay que tener los hijos que Dios nos mande –para mi fortuna, porque yo soy el undécimo de los hermanos y si mis padres no hubieran asumido tan sacrificada divisa no estaría aquí para contarlo.

Una enorme Biblia con cubiertas florentinas que lucían, entrelazadas, las áureas iniciales de los apellidos de mi familia y cuyos separadores de seda terminaban en pequeñas medallas religiosas. Algunos misales tan viejos que apenas podían sostenerse en pie. Las Confesiones de San Agustín. La Comedia de Dante. Una edición de El Quijote ilustrada por Doré. Las Vidas ejemplares de Romain Rolland. La novela Jeromín del padre Coloma, que narra la historia de don Juan de Austria, el hijo bastardo de Carlos I. Las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Varios libros hagiográficos en los que la imagen, como en las portadas románicas o en la pedagogía del barroco, podía más que la palabra: un San Martín a caballo que con la espada partía en dos su capa para entregar la mitad a un menesteroso que parecía tener menos frío que hambre, un San Tarsicio niño lapidado por sus compañeros cuando transportaba el santo viático para llevarlo a un enfermo moribundo, un San Sebastián lánguido que con ojos entornados miraba suplicante a un cielo sordo mientras arqueros invisibles traspasaban sus miembros con precisas saetas. Las Memorias del Instituto México donde todos los varones de mi familia estudiamos con los Hermanos Maristas por lo menos la primaria y la secundaria desde tiempos inmemoriales. Y varios libros más, casi todos de tema religioso o por lo menos edificante. A tales títulos y a la solemnidad del mueble que los atesoraba como si fuera un relicario, debo la consideración, todavía enraizada en alguna hondonada de mi alma a pesar de mi trato cotidiano y hasta confianzudo con ellos, de que los libros tienen un valor sagrado.

Al lado de ese librero imponente, había otros dos más pequeños. No obstante su tamaño, albergaban dos obras monumentales, que constituían digamos que la sección laica de la pequeña biblioteca de la casa paterna: el Diccionario enciclopédico hispanoamericano , en 25 tomos, incluidos los dos postreros, dedicados a “estos últimos años”, los de la Segunda Guerra Mundial, que para la fecha de la edición aún no había terminado, y El tesoro de la juventud, con sus 20 volúmenes color vino, cuyos lomos tenían repujadas en oro una lámpara de aceite y una antorcha aureolada por una guirnalda de laureles. Mis padres habían comprado estas colecciones en San Luis Potosí a W. M. Jackson, Inc. Editores. El tesoro en 1939, por 280 pesos, pagaderos en 18 meses, y el Diccionario en 1942, por 420, distribuidos en 20 mensualidades.

Recuerdo todavía las portadillas que precedían los volúmenes del Diccionario y que ostentaban unos maravillosos grabados en metal con imágenes de objetos, personajes, animales cuyos nombres empezaban con la letra del tomo correspondiente. El de la letra T presentaba un torero, un turco, un teatro, un tigre, un tambor, un tapir, una trompeta, unas torres y un trineo. Las páginas de ese diccionario tan rico en algunos temas como la mitología griega, la arquitectura clásica o la navegación, fueron saqueadas por las generaciones escolares de mi casa como primera y durante mucho tiempo única fuente de consulta para la redacción de los trabajos académicos de literatura, religión, historia, geografía. En una sola obra, toda una biblioteca. Quizá por ello, Borges, aun cuando sus referencias enciclopédicas preponderantes procedan de la lengua inglesa, cite con admiración y reconocimiento el Diccionario Hispanoamericano en varios lugares de su obra.

Los volúmenes de El tesoro de la juventud , que yo conservo como única herencia familiar, todavía guardan un rancio olor a jabón por aquello de ¡muchacho, lávate las manos antes de agarrar el libro! El tesoro estaba compuesto por varios libros, que no se correspondían con los volúmenes y que, seccionados por capítulos o episodios, se distribuían a lo largo de las 7172 páginas que en inusitada numeración corrida a lo largo de los veinte tomos integraban la magna obra: El libro de los hechos heroicos, El libro de las narraciones interesantes, Los países y sus costumbres, Hombres y mujeres célebres (nótese la vanguardia en asuntos de género), El libro de la poesía . Recuerdo la exultante biografía de Víctor Hugo, ese loco que se creía Víctor Hugo; la historia de la conquista de Granada, que más bien se refería a la reconquista cristiana de los últimos territorios de la Península Ibérica dominados por el Islam; las descripciones ondulantes del lejano Oriente o las gélidas del Polo Norte; y la poesía: Los motivos del lobo de Rubén Darío, que todavía guardo entre la lengua y el paladar, y el inconmensurable poema de Núñez de Arce, El vértigo , que sólo Gabriel García Márquez, según confiesa en sus reciente libro autobiográfico, y mi hermano Miguel, el mayor, se aprendieron de memoria, décima a décima, como quien paga miles de pesos con monedas de diez centavos. Ahí supe de Amadeo Mozart, Elena Kéller y Guillermo Shakespeare, según la costumbre entonces en boga de castellanizar los nombres de pila de los personajes extranjeros. Menos mal que entre los escritores célebres no aparecía Kafka, quien no hubiera soportado sobre su cabeza la versión castiza de su nombre: Francisco Kafka , imagínense. El tesoro de la juventud fue mi primer libro; un libro familiar que acabó por ser entrañablemente mío porque en sus páginas color sepia imprimí, sin que ninguno de mis hermanos lo advirtiera, mis primeras señas de identidad que hoy, casi medio siglo después, aún reconozco.

Esa era la biblioteca familiar, pero cada uno de mis hermanos había ido adquiriendo sus propios libros con sus propios medios para encontrar su propia soledad en medio de la compañía impositiva y la uniformidad ideológica a las que nos sometían las condiciones de una familia numerosa y extremadamente conservadora. Miguel, el mayor, arquitecto y profesor de historia del arte, poseía en su dormitorio una considerable biblioteca que se correspondía con su profesión, y que estaba perfectamente bien clasificada. A sus lomos recorrí la cronología de la cultura occidental, desde la Antigüedad grecolatina hasta la edad contemporánea, pasando por el Medioevo, el Renacimiento y la Modernidad, pero sólo a sus lomos, porque esos libros, con sus páginas de papel cuché ilustradas a cuatro tintas, colocados en sus estantes con rigor inquisitorial, estaban vedados a mis manos. Aunque tanto me gustaran, no eran esos, sin embargo, los libros que mi curiosidad infantil más apetecía, sino los de mi hermano Benito, algunos de los cuales leí a hurtadillas, poseído por el doble placer de la lectura y de la clandestinidad: los de la Colección Ilustrada de Obras Inmortales publicados por la Editorial Cumbre, como Oliverio Twist de Carlos Dickens o Los viajes de Gulliver de un Swift que sí conservó, por fortuna, su Jonathan original, y los pequeños volúmenes de Salgari, de mi hermano Ricardo, cuyas tapas tenían dibujadas unas bisagras de hierro que le daban al libro un aire de arcón digno de La isla del tesoro de Stevenson. De Los náufragos de Liguria a Yolanda, la princesa de Yucatán, y de Sandokhan, El Tigre de la Malasia, a La Cimitarra del Buda, leí la obra de Salgari, como después 20,000 leguas de viaje submarino o La vuelta al mundo en ochenta días de Julio Verne, con tal entusiasmo mimético que a partir de entonces empecé a confundir la vida con la literatura y me brotaron los primeros síntomas de una enfermedad severa e incurable: la escritura.

Recuerdo algunos libros de la escuela, como Poco a poco, en el que aprendí a leer merced a las más prodigiosas cacofonías y aliteraciones –mi mamá me mima o ese oso se asea así–, que junto al Ave María o las tablas de multiplicar forman parte de mi más añeja memoria verbal. Pero el que más cerca se quedó de mi corazón fue precisamente Corazón, diario de un niño, de Edmundo d'Amicis, en el que leí la tristísima historia del niño que emprende un largo y penoso viaje de los Apeninos a los Andes para encontrarse con su madre agonizante. O la del pequeño escribiente florentino, que sufre los injustos castigos que su padre le inflige por no obtener buenas calificaciones en la escuela sin saber que durante las noches, en secreto, el muchacho se desvela escribiendo cientos de sobres para aligerarle a él, rotulador de oficio, su enorme carga de trabajo. He de confesar que en esas páginas en las que se inauguró mi educación sentimental, dejé caer las primeras lágrimas producidas por la lectura. Y quizá las únicas que haya derramado sobre un libro, porque un poema o una novela han podido elevarme por los aires o me han hecho dar de puñetazos contra la pared, pero hasta donde recuerdo sólo he llorado sobre las páginas de Corazón, cuando cursaba el cuarto grado de primaria.

Pasó mucho tiempo antes de que pudiera tener un libro verdaderamente mío. Como mis camisas, mis pijamas, mis pantalones o mis uniformes de gala del colegio, mis libros eran heredados. Y al ser el undécimo hijo tenía que añadir a la página preliminar del texto de matemáticas, de inglés o de biología una nueva tachadura a la lista de los nombres de mis hermanos que lo habían utilizado antes que yo.

Al finalizar la primaria, mis padres consideraron que sería conveniente que trabajara durante las vacaciones. Según decían, para hacerme hombre. Trabajé, pues, como repartidor de propaganda en una compañía de contabilidad, de la que era gerente mi hermano Benito. Con el salario que gané, el primero de mi vida, me compré el libro de texto de secundaria de español. Por razones semejantes a las que a esa lengua en España le dicen con justicia castellano , en México y en todos los países latinoamericanos desde la Independencia hasta esas fechas, no le llamaban ni de una manera ni de otra en las escuelas sino “lengua nacional” para afirmar nuestra propia identidad haciendo caso omiso del origen conquistador de la lengua que acabó por imponerse en la que José Martí llamara “Nuestra América”. Ese libro ya existía en casa, aunque en una edición vieja, y se conservaba en bastante buenas condiciones a pesar de que había pasado por los pupitres de todos mis hermanos. Pero yo no quería tachar el nombre de Eduardo, que a su vez había tachado el de Jaime para poner el suyo, como Jaime había tachado el de Carmen y Carmen el de Ricardo y Ricardo el de Tere y Tere el de Benito y Benito el de Carlos y Carlos el de Alberto y Alberto el de Miguel y Miguel el de Virginia. No. Ése de lengua nacional fue mi primer libro, de veras mío, comprado por mí, el primero al que le puse el ex libris más rudimentario que se le puede poner a un libro, el de mi propio nombre, escrito por mi temblorosa pluma fuente, en una página impoluta, exenta de antecedentes penales.

Con la primera adolescencia pasé de las aventuras de niños huérfanos y corsarios de todos los colores –El Corsario negro y El Corsario rojo de Salgari, que Renato Leduc parodiaría con su Corsario beige– a las desventuras del corazón propio, esto es a la lectura indiscriminada de poemas. Y gracias a esa memoria juvenil tan adherente que lo mismo retiene una rima de Bécquer que un romance de García Lorca, un madrigal de Gutierre de Cetina que unos alejandrinos de Amado Nervo, los Sonetos de amor y discreción de sor Juana Inés de la Cruz que los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, me fui haciendo de un generoso patrimonio verbal. Y no es que me sentara a memorizar los textos, sino que a fuerza de leerlos una y otra vez, subrayándolos con los ojos verso a verso en esa red circense del salto mortal de la poesía que es el libro, empecé a decirlos con mi propia voz y acabé por hacerlos míos. Tan míos como los libros que los contenían y que me palpitaban en las manos tal un pájaro atrapado en pleno vuelo: La sangre devota de Ramón López Velarde, con su portadilla a dos tintas y sus elegantes cornisas en cada página; “Nostalgia de la muerte”, en las Obras de Xavier Villaurrutia, que fue el primero y el único libro que me robé en la vida; la bellísima antología Laurel de la Editorial Séneca, en cuyas páginas de papel biblia se encontraron los poetas de España con los de América: Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y César Vallejo, Rafael Alberti y Vicente Huidobro.

Cuando había incorporado a ese mi patrimonio verbal los parlamentos de las obras dramáticas que sin pudor ninguno representábamos en el bachillerato, desde Hipólito de Eurípides hasta Carlos, Infante de España de Schiller, pasando por Otelo y Sueño de una noche de verano de Shakespeare; cuando la lectura de Demian de Hermann Hesse, Los hermanos Karamazof de Dostoievski o La Cartuja de Parma de Stendhal me habían dejado sin dormir noches enteras; cuando me percaté de que por un cuento de Juan Rulfo sabía más de mi país que por todas las clases de historia y de geografía que había recibido en la primaria, la secundaria y la preparatoria, decidí cursar la carrera de letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, aunque mis hermanos preconizaran sentenciosamente que habría de morirme de hambre.

Comencé mis estudios universitarios convencido de que la formación académica y la creación literaria no tenían porqué estar reñidas. Ciertamente la Universidad no formaba escritores, pero en el embrión de todo escritor siempre hay un lector ávido y apasionado, y lo que forma la Universidad son lectores, lectores profesionales, críticos, capaces de conocer orgánicamente su propia tradición literaria. Creo que jamás habría leído los autos medievales de los Reyes Magos o el Romancero General, los 36 cantos de La Araucana de Ercilla o El Criticón de Gracián, el teatro costumbrista español o la novela telúrica latinoamericana de no haber cursado formalmente la licenciatura y el posgrado en lengua y literatura españolas en la Universidad. Y acaso tampoco me habría adentrado en el estudio de esas obras monumentales como Amor y Occidente de Denis de Rougemont, La rama dorada de Frazer o El Deslinde de Alfonso Reyes, que tienen tanto valor en sí mismas como el de las obras literarias que analizan.

Desde luego que leí en las bibliotecas de la Universidad y de El Colegio de México las obras de consulta requeridas por mis cursos y aquellos libros que no se encontraban en las librerías o que rebasaban mi exiguo presupuesto estudiantil. También acudí en esos primeros años de la licenciatura a la biblioteca particular de la casa de mi novia, cuyo padre, un insigne médico español republicano exiliado en México, poseía la envidiable colección de Clásicos Castellanos de Espasa-Calpe. En esos volúmenes encuadernados, como es natural, a la española, con sus costillas muy marcadas y sus tejuelos rojos y azules, leí al Arcipreste de Hita, a Fernando de Rojas, a Cervantes, a Quevedo, a Lope, a Calderón. Y no sólo los leí sino que los estudié porque las notas filológicas eran muy abundantes y con frecuencia ocupaban al pie de página mayor espacio que el texto mismo al que anotaban. Aunque reconozco su importancia académica, sobre todo en la etapa de formación, con los años he llegado a abjurar de los aparatos críticos, que suelen distraer la lectura e interrumpir la emoción literaria. Por eso celebro las impecables ediciones de los clásicos españoles de la Biblioteca Castro, publicadas por Turner, en las que no hay una sola nota. El lector tiene la sensación de que está delante de un texto vivo, publicado por primera vez, pues se enfrenta a una tipografía generosa, a una caja amplia y a un papel biblia cuya delgadez compite milagrosamente con su opacidad.

No obstante esta práctica obligada de leer en libros ajenos, desde que ingresé en la Universidad se apoderó de mí el mismo deseo que años atrás me había llevado a comprar el texto de Lengua nacional: el deseo de poseer los libros que leía. Por supuesto que no siempre pude satisfacerlo, pero desde entonces, sin padecer las obsesiones del bibliófilo que se afana en encontrar tal o cual edición de una determinada obra y que en ocasiones llega a olvidarse del contenido por el gusto que le provoca el continente, he adquirido el vicio de los libros. El deseo de su posesión puede ser mayor aun que el interés específico que la obra me despierte o que la posibilidad real de su lectura. Precisamente por eso se trata de un vicio y no de una virtud. Esta compulsión ha convertido mi casa en una biblioteca, donde apenas cuento con un espacio libre para dormir y otro para comer y cocinar. Como los seres vivos, los libros nacen, crecen, se reproducen pero, a diferencia de ellos, no parecen morir nunca. Por lo menos resulta muy difícil, si no imposible, desprenderse de un libro al que ya se le dio cabida en casa –como lo relató con gracia insuperable Augusto Monterroso en un cuento cuyo desenlace contradice su propio título: Cómo me deshice de quinientos libros. Ciertamente es muy placentero leer una obra en un libro propio que habrá de permanecer en casa durante toda la vida, no sólo como un testimonio de lectura sino como un amigo al que se puede acudir en cualquier momento y que mientras no se le requiera guarda un silencio prudente y adopta una actitud discreta, de cara a la pared. Y es que en sus estanterías, los libros nos dan las espaldas, como si estuvieran castigados. Sólo vemos sus lomos y por ellos los reconocemos. Cuando elegimos uno entre todos y lo abrimos para leerlo es como si le levantáramos el castigo y lo penetráramos amorosamente. Pero aun cuando tengamos libros que no leeremos nunca, su sola presencia pende sobre nuestras cabezas como una posibilidad de lectura que nos remite a la eternidad, el Paraíso que Borges se figuraba “bajo la especie de una biblioteca.”

Amo los libros. Su peso, su gravitación, su compañía. Amo las encuadernaciones españolas y las holandesas, los tejuelos de los lomos venerables, las guardas florentinas que recogen el color de las mareas. Amo la nomenclatura editorial de versales y versalitas, medianiles y registros. Amo los ex libris , los cantos dorados de las biblias, los colofones, la honestidad ruborizada de una fe de erratas. Amo mis libros, los de camisa almidonada y los más modestos, que me han acompañado a lo largo de la vida, los que han sufrido en sus páginas la cristalización amarillenta del tiempo y los que todavía huelen a tinta –el santo olor de la tipografía–, los intonsos que aún conservan su virginidad y los subrayados por mi devoción, los que se meten sin permiso en las palabras que escribo, los que al cabo de tantas relecturas parecen desintegrarse como pastillas de jabón, los que encuentro sin necesidad de buscarlos porque he acudido a ellos tantas veces como a mis recuerdos más antiguos. Los guardo, los cuido, los clasifico, los ordeno, los subrayo, los anoto, los acaricio, los celo. No los presto pero los comparto. Vaya que los comparto. A compartir mis libros he dedicado la vida, como escritor que acaso habla más de lo que lee que de lo que vive; como maestro que durante más de treinta años no ha querido hacer otra cosa que contagiar el entusiasmo por la literatura; como editor ocasional que ha tenido el privilegio de convertir un manuscrito en un libro vivo y circulante como la sangre. Cómo no compartir los libros si son ellos los que me han echado a ganar la vida.


Gonzalo Celorio, "Mis libros", Fractal nº 32, enero-marzo, 2004, año VIII, volumen IX, pp. 69-87.