HENRI MICHAUX

Desplazamientos, desprendimientos

UNA MULTITUD QUE SALE DE LA SOMBRA

Llego. Hice que me llevaran en coche a un local lejano, en donde exhibían una película extranjera.
La sala es grande, lo sé, una de las más grandes construídas en el país.
Me pareció fenomenalmente grande, sobre todo de un lado (el izquierdo) que parecía prolongarse sin límite, efecto extraordinario.
El espectáculo ya había comenzado y estaba en plena acción.
Gentes sospechosas salían de la sombra, seguramente eran conspiradores. Venía, venía emergiendo de una especie de gran gruta, excepcionalmente vasta, espacio incierto que no podía delimitar.
Daban verdaderamente la impresión de salir de la “boca del infinito”. Eso nunca se había visto
¡Ah! me decía yo, actualmente están progresando en el cine.

Hacer salir en forma tan natural a conspiradores de la sombra, una sombra densa, emocionante, nutrida de misterio, eso es lo que jamás había dado tan buenos resultados hasta ahora.
No seguía la acción más que en un segundo plano de reflexiones, de interpretaciones, de particular admiración, y durante todo ese tiempo multitudes salían de lo obscuro, de donde parecían colarse hacia lo real. Esos conjuntos móviles no eran más que una parte de una masa más grande, más sumida, más inquietante. Maravilla y casi milagro vuelto perceptible: ¡el infinito (en un lado) empalmándose del otro extremo con lo finito y fluyendo en él!
Estaba estupefacto, como si me encontrara a la vuelta de una época que se movía ante mí y que, gracias a un nuevo descubrimiento hasta ese momento guardado en secreto, mostraba su nuevo signo, ahí frente a mis ojos.
Sin embargo, a la salida de la caverna, el desfile aún no terminaba, era extraordinario también, y como nunca lo había visto representar. A pesar de lo atento que estaba al mirar a esos hombres pasar en filas más o menos regulares, no les veía, me parece, más que una pierna, la que iba hacia adelante y no distinguía la mitad del cuerpo escondido vagamente de la misma e indefinida manera.
Se trataba verdaderamente de conspiradores, esenciales, típicos, de lo mejor que uno pueda concebirlos, y quienes por prudencia y desconfianza (por una expresión genial de su desconfianza) se sostenían, incluso desfilando, en parte disimulados, saliendo realmente del vacío.
Prudencia justificada sin duda, pero caminar muy singular.
Tal vez no, tratándose de una acción después de todo teatral que debía indicarnos que se trataba de partidarios obligados por definición a escapar de las miradas y de la certeza.
Con el disfraz sustraído y parcialmente desmaterializado, como les conviene a los conspiradores que esperan disimular el mayor tiempo posible, otro hallazgo de cineasta prodigioso, del cual ansiaba conocer el nombre, consistía en mantener, como producto de un nuevo mecanismo técnico, un no sé que vibrante y cuya naturaleza era de la psique exclusivamente y que aparecía gracias a un procedimiento físico. Sea lo que sea, daba la impresión de la vida misma, de la vida cuando está en peligro.
Rápidas variaciones de naturaleza desconocida, conmociones apenas perceptibles, provocaban de manera admirable el temor de hombres en peligro y las alternancias entre el miedo y la audacia que debe sentir una tropa al preparar un rescate o un ataque por sorpresa, emociones que van al corazón y que no se discuten.
Yo era algo más que un expectador. Ligado a la fuerza, me sentía en esos lugares, con ellos.
Jamás lo había sido tanto.
Lo único que me faltaba era poder tocarlos, y aún así. Por momentos tenía que retroceder, a causa de lo real que me parecía su movimiento.
Nunca un espectáculo como este me había hecho sentir tan presente, tan participante, tan comprometido.
Mi vida de espectador acababa de conocer un rebote espectacular. Sin haberlo previsto, había entrado en la época siguiente. Admiraba y hacía mi soliloquio.
De repente, un dolor penetrante me paralizó y paralizó mi emoción, mi participación, que pronto reaccionaría de manera diferente a mis anteriores interrogantes.
Hemianopsia, claro; ¡era una hemianopsia lo que me sucedía, la que se deslizó sutilmente para unirse al espectáculo! Era de ella de donde provenían las oscilaciones, las temblorosas vibraciones más pronunciadas en la izquierda que en la derecha... y la sombra misteriosa, profunda y vibrante, venía de ella.
La crisis de migraña oftálmica debió iniciarse a la entrada de la sala, coincidiendo con las primeras impresiones provocadas por la luz tan fuerte y deslumbrante que se proyectaba sobre la pantalla.
Los espasmos de las pequeñas arterias cerebrales provocaron las vibraciones de apariencia emocional, la perforación parcial de los cuerpos, lo “mágico” de los conspiradores, su sorprendente disimulo, su angustia tan admirablemente actuada, tan profundamente física. El drama conjugado venía de mi propio temblor, invasión de lo escénico por lo fisiológico, confusión del espectáculo y del alcance visual del espectador.
Lo físico transformado en psíquico, eso era lo que se necesitaba para obtener esta diferencia tan justa e inaudita, irrealizable de otra manera.
Vamos, la nueva época (en cuanto al espectáculo de la película), había que dejarla para más tarde.

LARGO VIAJE

Viaje interminable, que se prolongaba. Fue en una de esas sofocantes jornadas en un tormentoso verano. Al salir de la capital para ir hacia el norte en busca de un poco de frescura, me propuse hacer un alto en el camino, cerca de la casa de un antiguo amigo quien por una enfermedad debía quedarse en su recámara.
Al interior de un compartimiento asfixiante, las horas son largas. Con retraso, con una temperatura tan caliente como la que había dejado en la mañana, me encuentro, en la tarde detenido, no en la estación central de tren, sino en una estación auxiliar en la que tengo que continuar en un tren local lleno, ruidoso y casi tórrido para llegar finalmente a la ciudad, irreconocible actualmente, y con su aspecto medieval perdido por las modernas construcciones monótonas.
En lugar de aire fresco existe una atmósfera nebulosa donde se estanca el molesto olor insípido del petróleo que proviene, sin duda alguna de las refinerías instaladas en uno de los remansos del río. En ese puerto flamenco, un comportamiento reciente de los habitantes en relación al francés, que fingen no entender, acaba por desilusionarme de la ciudad familiar de otro tiempo.
Desde el hotel, sin subir a mi recámara, me dirijo a la nueva dirección, en la que un departamento cualquiera ha reemplazado a la vieja casa donde conocí a mi amigo.
Esperaba encontrarlo acostado. Viene a mi encuentro, con un aspecto reposado que envidio, mientras que, agotado, quisiera únicamente recostarme. La conversación no me quita la fatiga, que sería inconveniente y ridículo mencionar, pero que crece, me pone al borde del aturdimiento, de tal manera que al rehusar los ofrecimientos insistentes de pasar la noche juntos, me despido precipitadamente, no sin sentir un cargo de conciencia y con vagas promesas de volver.
Pienso en comer en un lugar tranquilo en el que no tenga que hablar.
Un fracaso más: restaurante cerrado. En ayunas, deshecho, me voy a mi recámara, desagradable, puritana, en un dieciseisavo o dieciochoavo piso, en la que no tardo en acostarme.
Tarde en la noche, mi dormitar se interrumpe en cierto momento como debido a una orden, y yo mismo condenado, se diría.
Una especie de signo me lo hace escuchar, y... que sería (?)
por mi culpa, a consecuencia de algo que no estaría ya en su lugar.
Son las tres de la mañana, mala hora de las malas noches.
Abro una de las ventanas, de la que separo las persianas. No puedo orientarme. El aire entra suavemente, caliente y pesado.
Calle estrecha. La mirada se hunde en una profunda fosa negra que no puedo contemplar sin vértigo. De lo alto del piso en el que estoy sobrevuelo la casa baja de enfrente que, con el techo caído, las persianas arrancadas y las ventanas rotas, parece estar abandonada. Negra, de un negro que significa solamente la ausencia de luz, sino conexión cortada; se podría hablar de un edificio saqueado, desvalijado... condenado.
Recámaras que me imagino desnudas, como lo que quedaría de una casa saqueada, bombardeada. En efecto, la ciudad fue bombardeada y sitiada, pero hace ya treinta años, durante la última guerra.
¿Es posible haber dejado esas casas abandonadas, ni enteramente destruidas, ni enteramente reconstruidas, en vías de demolición?
Nocivo espectáculo, miserable, parte de la calle es parecida a mi jornada de hoy, otra ruina a la que se encuentra amarrada.
Y yo de cierta manera condenado también, como mal amigo tal vez, una vez más culpable de indiferencia.
Finalmente cierro una ventana para abrir la otra que al menos no da hacia esta estrecha y desmoralizadora calle.
Un extraordinario espectáculo se presenta en ésta, amplia, larga. clara como el día sin razón aparente.
Loca y perdidamente brillante como para responder a las necesidades de una intensa circulación, pero por donde no pasa ni siquiera un perro; un gran bulevar iluminado con ostentación con el gusto de los habitantes de este puerto del norte, uno de los más grandes del mundo y del que ellos se sienten orgullosos, esperando, se diría, la mirada del voyeurista.
Así como la calle de la otra ventana que está apagada, triste, muerta, maldita, así la larga arteria que se extiende delante de mí, clara hasta incendiar el ojo, está iluminada como para los desfiles o para una recepción de honor... a esta hora, en la que no se ve un solo transeúnte.
A lo lejos hasta perderse de vista, a toda prisa y sin detenerse, sin disminuir su velocidad, parecidos a estafetas esperados al otro lado de la ciudad, circulan potentes coches que se aprietan unos contra otros.
Es parecido a un espacio escénico, sin embargo lo más concreto y verdadero es esta fascinante extensión citadina, de apariencia ficticia –nuevo choque, nuevo desarreglo de mi jornada difícil de enderezar, de hacer volver a lo real– que despide en vano sus destellos, como aullidos, como estridencias, para formar con la estrecha calle adyacente (pero que no puede verse desde esta ventana) un doble e increíble espectáculo, que uno creería onírico, conjunto irreal difícil de aceptar.
Falso bulevar, con su vano aspecto definitivo, se diría que está ahí por una sola noche. Masa de ciudad aislada, preparada para alguna revista, pero sin habitantes (¿destruidos? ¿ausentes? ¿todos ausentes?). O puesta en escena para una obra desconocida, lista para ser interpretada y que en los invisibles corredores, los actores ensayan ayudados por ingenieros y técnicos, sin palabras, sin discursos... falsa encrucijada parecida a mi jornada sin “fruto”.
Del lado de la calle muerta, después de lo del deslumbrante bulevar, regreso a mi primera ventana y me encuentro sin transición encima de la casa en ruinas de enfrente; en ese momento, ésta parece salir de otra época no tan lejana pero diferente, partes imposibles de hacer embonar una con la otra.
Mientras tanto, sobre esos edificios derruidos, la luna se elevó de manera exagerada, roja e inadmisible también; luna como un enorme ojo de cíclope en trance, y en cuanto al tamaño, era parecida al sol más grande que se pueda ver en el crepúsculo del campo; luna fatigada y enferma que pesa sobre la ciudad, al menos en esta parte de la ciudad, donde vigila su pauperización, su desaparición progresiva. Enferma, insoportable vigilancia.
Una situación extrañamente molesta es el hecho de que dos segmentos de la ciudad, imposibles de unir y de diferente forma privados de habitantes, de vida y de algo natural, no puedan de ninguna manera hacer un conjunto, y en mi fatiga, en mi vértigo permanecen como fragmentos enlazados, colosales y disparejos con los que no sé qué hacer... y sobre lo que no sabría con quién hablar en esta ciudad extranjera.
El hotel, gran torre elevada, anormalmente silenciosa y su excesiva insonorización hace que uno la sienta casi como una tumba, una tumba desmesurada, ¡otra extravagancia!. Aquí también, la realidad me abandona, ¿No volverá? ¿Ya no tendré más derecho a ella? Sería absurdo. Sin embargo, la idea se mantiene.
El tiempo pasa lentamente. Mucho tiempo todavía por pasar antes del amanecer.
En una recámara siniestra, de color celda, pero vertiginosa cuando me asomo al exterior, entre que voy de una a otra ventana o me acuesto cerrando inútilmente los ojos para el reposo que no llega, permanezco en un estado de no-defensa.
¡De dónde se agarra la realidad! ¡de dónde se agarra una ciudad! ¡de dónde se agarra un remordimiento!
Lo veo, nada como un remordimiento para roer, para disolver.
Uno quisiera impotente, que lo que pasó no hubiera sucedido.
Se regresa sin cesar a ese muro terminado del pasado que debería construirse de otra forma, pero que no se va, y solamente desconcierta los alrededores que obtusamente en él no se realizan y que lo deshacen a uno mismo.
Al día siguiente, a primera hora, sin hacer caso de las noticias de quien sea, huí como un ladrón hacia el primer tren que partiera hacia la frontera del norte. Ahí, llamaban la atención de los fuereños los numerosos canales y casas tan diferentes, al igual que la manera de vestir y la actitud de los habitantes, así como también el hecho de que éstos se aglutinaran para formar un pueblo, un país, en lugar de la ciudad tuerta de ayer.
Mi mala consciencia tampoco podía seguir. La otra, la de costumbre, esa sí. Su turno había llegado.
Otra vez, había dejado el lugar de la inestabilidad.
El tiempo también estaba más frío.

MÚSICA EN DESBANDADA

Un día adquirí un pequeño instrumento musical africano, pequeño incluso en su categoría y que se ajustaba cómodamente a la mano.
Era un instrumento de madera café obscuro, de forma plana y alargada con diez laminillas. Faltaba una, tal vez dos. Viejas, despostilladas, mal hechas, al igual que las que quedaban y que estaban mal puestas.
En ese momento yo andaba en busca de un sanzas, instrumento de sonido discreto, incapaz de aturdir e incluso de llegar al oído de algún vecino.
Al primer sonido del instrumento era reconocida su falta de uso. Sin embargo, lo tomé. Años pasaron.
Un día de hastío de todo, inmóvil después de un accidente, acostado y sin reposo, con el pie enyesado, impotente; una mañana más vacía que otra, lo propio de lo inútil que había vuelto a ser, transformado, soñaba profundamente.
En el horizonte de mis reducidas posibilidades, buscaba en la vaguedad, y mi mirada vagabundeaba por todos lados, cuando encontró ese viejo objeto, desolación precisa cuya adquisición busco con dificultad en mi memoria.
Con humor melancólico tomé ese objeto cojo, cojo como yo. En la semi-obscuridad de esta mañana de invierno, en mi estrecha recámara y casi sin mirarlo, dejé caer sobre él un dedo, sin intención precisa. Al mismo tiempo, el instrumento respondió.
Desde hacía quince años, no, treinta al menos, estaba ahí, sin revelar su secreto.
El pequeño instrumento desdeñado acababa de responder. Hasta ese momento, para hacerlo reaccionar sólo le había faltado la brusquedad del disgusto o el iracundo desánimo que en el presente yo le podía proporcionar en abundancia.
Al principio, emitió un sonido como el que hubiera hecho un cuervo viejo y cínico, el menos inocente de los pájaros, el más despiadado, el que no dejará sin victimar al ser vivo, grande o pequeño que descubre por momentos sin defensa.
Sin embargo, al instrumento le hacía repetir, repetir y repetir la señal de desolación, ese sonido devastador y para mí salvador, la terca expresión de la “sin esperanza”, lo escuchaba con avidez.
Nada de discurso, nada de argumentación. Únicamente negación tras negación. Un sonido ingrato, eso bastaba.
Nada para cantar, todo para maltratar canto y encantamiento.
Rechazo, de entrada rechazo, brutalizando la complacencia siempre presente, la concesión que viene casi fatalmente con la prolongación, con la compasión.
El brusco sonido hacía que, sin esfuerzo, volvieran a mi memoria los cuervos de vuelo lento que aparecían, precedidos de su chillido lúgubre cerca de los acantilados o en el campo, en tiempos de viento, cuando las ramas se quejan o se rompen o cuando esos pájaros de desgracia lanzan con su fúnebre aparato fonético su grito insistente, para sembrar el pánico por donde pasan. Los pajarillos caídos de su nido, y los animales heridos y echados pierden toda ilusión acerca del futuro.
La amenaza de lo alto es siniestra.
Haciendo a un lado la imaginación, el sonido que continuaba suscitándose era un sonido roto, que no podía ser más que roto.
Al principio vibrando fuertemente, después vivamente acortado, como proveniente de un resorte que se rompe, que no puede continuar vibrando por más tiempo. La impresión era que se negaba a sonar, la musicalización parecía ser rechazada “a propósito”.
Así recomenzaba a vivir el antiguo sanzas.
Me preguntaba yo por esos seres desolados o furiosos, por esos esclavos desamparados en el continente negro que ya se habían enfrentado a él, hablando de paso con lo brillante de la extremidad de laminillas, de donde sus dedos errantes sacaban esa desolación en la que ellos se reconocían.
El viejo instrumento molesto podía proporcionar eso, como ninguna orquesta lo hubiera hecho.
El “chillido” y todo estaba dicho. Esa sola laminilla bastaba. La encontré por casualidad y cualquier otro sonido se volvió ridículo. Psicoterapia perfecta, adoptada.
Después de experimentar y retomar cantidad de veces esta especie de declaración antimusical definitiva, no esperando nada más que eso, de todas maneras decidí aventurarme en otras laminillas, mismas que no fueron puestas ahí sin razón alguna.
Toco una, después otra, y finalmente todas.
Cada una insuficiente podrá servirme en mi actual insuficiencia y más allá de mis expectativas.
A pesar de lo pequeño de este instrumento, es como si hubiera tenido cuatro en mi mano, cuatro instrumentos completamente diferentes (o cuatro restos), tan diferentes como una viola lo es de un tambor, sin relación entre una y el otro, cuatro para desanimar cualquier empresa musical. Su único parecido era interceptar, excluir toda melodía perfecta. Opuestos a todo... juntos.
Cualquier cosa que pudiera emprender en este funesto periodo debía quedar en la elipse y me envolvía. Si me obstinaba, caía invariablemente en una nota de otro registro, de otra composición sonora. O si no, como último recurso, una laminilla revoltosa zumbaba y permanecía zumbante y dubitativa.
Individualidades hechas para separar, no para unir. Nada que ver con el género de cuarteto. Tampoco hechas para ornamentar o para el virtuosismo.
Ninguna relación de buena vecindad hay que esperar de esas perturbadoras.
Finalmente había encontrado y estando al alcance de mis dedos una especie de conjunto instrumental, la “orquesta intempestiva”.
Sonidos huérfanos, trapos musicales. Errante iba de uno a otro.
Pausa, larga pausa. Durante días.
¿Acaso encontraría nuestra armonía?
A pesar de un particular deseo que tenía de volver a la connivencia vivida, dudaba en regresar a ella.
No la tenía más, no podía tener más la magnífica revelación del principio.
Sin motivo, estaba inquieto. Este pequeño sanzas insignificante tenía todavía cosas que enseñarme.
De entrada, siempre disidente al ser tocado por mis dedos, despedía una ráfaga de rechazo. Descontento que no había disminuido.
El humor batallador (nuestro humor conjunto) había más bien aumentado.
Nuevos intentos tuvieron lugar, y después, nuevamente el abandono. Después de algún tiempo, el sanzas se encontraba listo para la divagación.
Varias confusiones se agregaban a la puesta en fuga de cualquier composición organizada.
La escala de sonidos faltante se entendía con el ejecutante en todo lo que podía fluir con confianza, armonía, esperanza y razón. También aparecía lo cómicamente cruel y cobarde.
El espíritu sardónico y enredado particular a este instrumento, ningún amuleto hubiera podido impedirlo. Era demasiado tarde ahora. Un maleficio de incrédulo y revoltoso ahí quedaba.
De las laminillas disparejas, una sobre todo desafina entre todas, metal forjado, dijérase, por un maleficio, para provocar daño y perturbación, hacía sensación.
Esta independiente, le encontraba fascinación al introducirla entre las vecinas, cantadoras (relativamente).
De una soberana maleficencia y sin remedio, ella encubría un “espíritu malo”, que probablemente un pillo en ausencia del herrero, del patrón, había forjado precipitadamente. De este inventor desconocido recogí estupefacto el hallazgo inesperado, fruto de un intento sumario.
A las cinco cantadoras las dejé de lado, ya que eran insuficientes para componer un tejido musical premeditado y del cual solamente ellas tenían ganas.
Me gustaba cuando parecían ir con tal o cual de las independientes que inmediatamente hacían una brecha cuyo “pedazo” no se recuperaba y que ya no se podía llenar.
Y todo lo preparado tan extraordinario caía contemplando el porvenir.
Cuando tiempo después retomé el instrumento para tocar, no lo reconocí. Ese pequeño instrumento brutal, hecho para expresar solamente “patatra”, para ejecutar en cada instante una pieza completa. Ave que expulsa sin piedad a los jilguerillos del nido de sus verdaderos padres, sin permitir que otra vez habiten en él. Lo que escuchaba era totalmente diferente y no lo creía posible, sobre todo cuando cerraba los ojos, para no ser más que todo oídos. Fui maltratado en otra parte.
Parecía un ruido de agua de goteras, en canalizaciones dando vueltas, desembocando sin violencia ni gran dificultad.
Secuencias siempre ausentes, por cierto, pero que dejaban de molestar y de ser mal recibidas. Fuimos absueltos(¡) (¿de qué? ¿por quién?). No quedaba más que un instrumento de débiles recursos.
Para provocar el desacuerdo, no era de una laminilla con la que contaba, sino de tres o cuatro que seguían, las que en su momento se contaminaban, perdiendo sus posibilidades, que no aparecían más que en la primera llamada, jamás después.
Hasta el final la música de este instrumento era todo lo contrario de lo buscado habitualmente.
En contra del enternecimiento, sobre todo en contra de su banalización, tan frecuentes en la música, se trataba de la puesta en guardia incorruptible.
Fuera de serie, había un grito de estrangulado que “va” a gritar, pero que no puede, expresión frente a la que cualquier otra era artificial.
Una de las laminillas, puesta de manera anormal, que el dedo tenía dificultad para tocar, era la culpable de ese sonido desertor, la polea que de repente afloja. Incluso maltratándola no se podía transformar ese extraño chillido, que aparecía enseguida, sofocado. El chillido del niño desobediente, me dije, su último grito antes que lo atrapen con el producto de su hurto.
Es ese grito que se escuchaba el que fue metido brutalmente en su garganta... y enseguida transformado mágicamente en maldito fierro.

¿DÓNDE PONER LA CABEZA?

PEREZA

Pereza: sueño sin fin que sueña la vida sin molestias,
paréntesis fluido.

Alrededor, proyectos, planes, inicios
Edificios caen, montan, remontan,

Pereza sueña
sobre su pozo que se profundiza

PLANOS DONDE SE PLANEA

Planos

sobre los altos planos de nubes
se planea
se planea
donde se planeará toda la vida

Para acabar la tierra vuelve débilmente
baja, edificada, muy edificada, aplanada
largo tapiz recorrido de lo alto, de muy alto
hacia imperiosos trazos con largas líneas.

La gran ala, en la que se está, gira
... se posa

Regreso, redes, corredores... el aire tan insípido
topos obscuros entrando en lo obscuro

SITUACIÓN COLUMNA

Columna sin cabeza, adiós a la cabeza, esta comparsa
que siempre interfiere
Sonrisas que espían, la columna prescinde
de palabras, hilos que anudan
reanudan
retienen

Completa sin explicación, la columna
igual que un Faraón

¿Quién puede desollar una columna?
Ahora, conjuntos

Se ven pasar columnas

¿DÓNDE PONER LA CABEZA?

Un cielo
un cielo porque ya no hay tierra
sin un ala, sin un cobertor, sin una pluma de pájaro
sin un vaho
estrictamente, únicamente cielo
un cielo porque ya no hay tierra

Después de la explosión de grisú en la cabeza,
el horror, la desesperación
después de que nunca hubo nada, todo devastado
naufragado, toda salida perdida
un cielo glacialmente cielo

Actualmente obstruído, atrancado, lleno de despojos;
cielo a causa de la migraña de la tierra
desprovista de cielo
un cielo porque no hay ninguna parte dónde poner
la cabeza

Atravesado, encogido, perforado, recortado, deshecho
intermitente. irrespirable en las explosiones y las humaredas, bueno para nada
un cielo desde ahora inencontrable.

DICTADOS

Agachadas
Cabezas esforzadas
Ninguna se levanta
El dictado no lo permite

Las enseñanzas se agregan a los años
Los movimientos son percibidos
los actos a veces siguen especies de certezas

Insistentes atractivos: respuestas a un dictado
inscrito en cada uno, en pequeño, pequeñito

¿No les molesta obedecer a un dictado?

Anteriormente en su grandeza
el Inmenso de los nombres sagrados...

Permaneciendo solo, menudo, tenaz
a través de los años, las arrugas,
el sordo dictado continúa, siempre en silencio
los ínfimos dioses incorporados ordenan sin hablar

*

Sin arruga, sin debilidad, seguro de él
mirada de dientes de lobo
debajo de sus cejas negras como aspilleras
el profeta invasor –poseedor de cien poderes
ordenando a los inocentes de cejas débiles
hace acudir el porvenir
creando rumores, creando tumores–
Liberándolo de los acontecimientos, de la inercia
de lo cotidiano, empujando la idea utópica,
espiral incontrolable
bajo la frente de los ingenuos
donde se hunde sin resistencia
Luego, prisión, el Poder inquietándose.
Olvido, Desaparición.
Pero la idea, de nuevo ahí, bajo otros nombres
regresando a la época siguiente,
a la que le estaba destinada
y a la que esperaba sin saberlo,
esta vez todo invadido, irresistible.

*

De lejos, en grupos de todas partes vienen
a los palacios, a los monumentos, para admirar
Aparte, sobre el adoquín, un hombre simple parado,
a sus pies un charco,
en el fin de las ciudades, azar infinito
Después de la gran, enorme destrucción por venir
después de la pauperización por doquier,
del aniquilamiento, siempre quedarán charcos

*

Brazos en todos los sentidos
regresan a él
Al hombre cualquiera,
al desvalido que nadie percibe
al insignificante
en esos momentos de cansancio
ellos regresan a él
Actualmente no siente realmente más necesidades
con tantos brazos en el espacio, en movimientos
en todos los sentidos

*

Después de años
de años como días
el examen de admisión recomienza

El Gobernador después de ese tiempo
en nueva ceremonia es elegido ayudante de cocina
mozo después actualmente recibido de barrendero

Así humillado de rango en rango
un día será encontrado en los establos, en la
porqueriza
¿Llegará más abajo?
Hasta ahí lo llevarán

*

El tiempo más propicio para nacer
no fue
no es hoy

La Torre de la Muerte se levanta
se ve ya de todas partes
no tendrá su igual

En un círculo, un círculo inmensamente grande
los ciclos se acaban.
Víctimas sin tardanza estarán ahí, presentes.
Simultaneidad siempre tan notable
de los sacrificados y de los armados

*

Ellos comparan
Comparan sin cesar
Mal componen
Mucho más se descomponen
de repente a veces en alas de molinos
se recomponen
después menhires, sin moverse más
Espacios lagunosos
Un pescado enorme ocupa un gran estanque
acercándosele muchos
Alrededor siempre rumores
sin ser desalojada todavía
La lejanía de las estrellas hizo bajar las cabezas

Traducción de Yanga Villagómez

Henri Michaux, "Desplazamientos, Desprendimientos", Fractal nº 31, octubre-diciembre, 2003, año VIII, volumen VIII, pp. 17-38.