CARLOS MONSIVÁIS

El muralismo: la reinvención
de México

 


Los buenos murales son realmente Biblias pintadas
y el pueblo las necesita tanto como las Biblias habladas.
Hay mucha gente que no puede leer libros,
en México hay muchísima.

José Clemente Orozco

 

RECIÉN LLEGADO DE LA CIUDAD LUZ

En 1921, Diego Rivera vuelve de Europa a pintar (“a bajo costo”) algunos murales en la Escuela Nacional Preparatoria de San Ildefonso. Es ya, a los 35 años de edad, una leyenda casi pública, el artista mexicano en Europa, virtuoso de las técnicas académicas, vanguardista audaz. Al orgullo nacionalista le incumbe el éxito de Rivera en París, su amistad con Picasso y Foujita, los distintos retratos de Modigliani (que lo vuelve un “enigma asiático”), la novela El extraordinario Julio Jurenito, de Ilya Ehremburg, donde Rivera es personaje central.

Si Rivera no ha vivido los conflictos armados, sí cree en la fundación del tiempo nuevo. Por eso le entusiasma la meta propuesta: dar la versión artística de los cambios de la época. El ministro de Educación Pública José Vasconcelos, invita a Roberto Montenegro y a Rivera. Montenegro pinta en San Pedro y San Pablo un mural sin consecuencias. Diego opta por un homenaje al humanismo: el mural La creación, con envíos al Renacimiento Italiano y al neoclasicismo, a Fra Angélico y las musas. El mural se presenta en 1923, cuando ya trabajan en San Ildefonso José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Al esfuerzo colectivo, más dispar de lo que se reconoce y más unido de lo que se admite, se le llama “muralismo”.

DE LA ACADEMIA Y SUS DISIDENTES

A principios del siglo XX, el grabador José Guadalupe Posada trabaja con tecnología precaria y en pésimas condiciones. No se considera un artista ni nadie lo ve así. Es, y eso le resulta suficiente, el artesano honesto impulsado por su imaginación, y al que condiciona a tal punto su falta de ambiciones económicas que no obstante su producción cuantiosa muere en la miseria. Al mercado del arte –al mínimo a la disposición– lo rige la inercia distribuida en copias de los grandes maestros, academismo perezoso y homenajes por contrato a héroes y señoras pudientes. Pese a esto, hay grandes pintores. Hermenegildo Bustos es ejemplo conspicuo de una obra original muy distante de los retratos de salón donde todos se ven hermosísimos y no hay defecto concebible. (El “retrato de sociedad”, elaboración instantánea de alcurnia y de estirpe) José María Velasco celebra el paisaje como victoria literal de Dios, donde cobra relieve la verdadera dimensión del ser humano. Germán Gedovius es un excelente retratista al servicio de la intemporalidad (la “serenidad clásica”) atribuida a las clases altas. Y un fenómeno extraño: Julio Ruelas. Un raro, en el sentido de Rubén Darío, un modernista avant la lettre , seguidor de Edgar Allan Poe y de los simbolistas, un equivalente de las ceremonias y las profanaciones de la literatura gótica .

Si se observa la idealización pictórica de la raza indígena, se aprecian mejor las aportaciones de Bustos y del muralismo. El racismo criollo y mestizo ve en la raza indígena algo concluido, sin continuidad concebible, a la que representan en las calles de la gran ciudad y en los pueblos ejemplos degradados y degenerados. Para afirmar y en algo contradecir esta tesis, Saturnino Herrán e incluso el pintor de calendarios Jesús Helguera pintan a indígenas de belleza aturdidora, bodybuilders , precursores de las flores de gimnasio. La estrategia subyacente es demoledora: estos indígenas son tanto más bellos al ser sus descendientes tanto más feos. En los veintes, al olvidarse de tal idealización, los muralistas se acercan al indígena, incluso con la “estética de la fealdad” de Orozco. Y su antecedente reconocido es Posada con sus diez o doce mil grabados que no pretenden “mejorar” el aspecto de los nativos. Son como son, y “hermosearlos”, además de inútil, es empresa del ocultamiento con sentido de culpa.

En buena medida, el muralismo se inspira en los ofrecimientos de los templos, donde los óleos se le presentan a los fieles como devoción inspirada. Si aún se está lejos de las masas del turismo religioso (las iglesias como museos), la manifestación artística admitida por todos es la religiosa. Entonces no se aprecian con sistema la pintura virreinal, ni la muchedumbre de vírgenes y santos y cristos de excelente factura, ni la magnificencia del arte indígena en Santo Domingo, en Oaxaca, en Tepotzotlán y Tonanzintla, pero la contemplación frecuenta y la fe equilibran la falta de rigor apreciativo. La mirada se entrena ante la doble revelación (la belleza de aquí y la del Más Allá), y el énfasis de lo artístico se filtra impensadamente. Y lo que ayuda al muralismo es la idea generalizada: los muros también albergan formas trascendentes.

EN LA VARIEDAD ESTÁ EL PUEBLO

En 1921 no se diversifica en demasía la vida artística en la capital. En el catálogo se anotan los pintores, escultores y grabadores que depositan su identidad en el academismo; la inexistencia de críticos y galerías de arte; el descuido y la ausencia de política de adquisiciones en los poquísimos museos existentes; las novedades importadas por el gusto “afrancesado”; la escasez de libros y publicaciones especializadas en arte; el déficit de público y compradores; el fracaso del gusto reconocido (notoria en las residencias en donde la esencia de lo bello es un paisaje del Sena desde México); la inundación de esculturas neoclásicas que delatan la fallida universalidad de la clase dirigente; los estallidos bohemios, pago autodestructivo por la sobrevivencia en un medio “filisteo”; la incredulidad militante ante la experimentación de las vanguardias, o ante la posibilidad de un arte popular .

Sin embargo, desde 1906, al organizar Gerardo Murillo el Dr. Atl una exposición de arte nuevo, se vislumbra la actitud que en 1913 fortalece el movimiento de escuelas al aire libre de 1913, cuando maestros y alumnos intentar nacionalizar su temática, y recrear paisajes y personajes en verdad a su alcance. Pero en los años de la revolución armada no se le concede atención al arte. Por eso, una de las mayores aportaciones del muralismo en general, y de Diego Rivera en particular, es la instauración de un público que, irritado o desconcertado al principio, se desprende un tanto a fuerzas del exclusivismo de sus costumbres visuales: la pintura de templos y conventos, y el arte académico, y termina adquiriendo otro punto de vista.

LA IRRUPCIÓN DEL MURALISMO

¿Qué se espera del arte en 1921? Que a sus observadores (de ser posible, también sus propietarios) los convenza de su grandeza social. “Yo estaba harto de pintar para los burgueses –le dice Rivera a Bertran D. Wolfe en 1923–. La clase media no tiene gusto, y menos que nadie, la clase media mexicana. Todo lo que quieren es su retrato, o el de su mujer o el de su amante. Raro en verdad es quien acepta que lo pinte tal y como lo veo. Si lo pinto como yo quiero, se rehúsa a pagar. Desde el punto de vista del arte, era necesario encontrar otro patrón”.

Lo afirmado por Rivera es demostrable. A lo largo de la dictadura de Porfirio Díaz, mientras aguardan las becas o las compras de cuadros del gobierno federal o local, los artistas dan clases y se dedican a la mitomanía por encargo: ennoblecer y volver armónicos los rasgos de sus mecenas. Una sociedad en transición violenta a la estabilidad prefiere sobrevivir a sensibilizarse, y sólo unos cuantos pintores tienen clientela; los demás padecen el arrinconamiento, las clases mal pagadas, las deudas, la dependencia familiar, las imprecaciones al Dios olvidadizo. Por fuerza, el Estado les parece la gran salida profesional, y no es el mérito menor de Rivera convertir en pacto, no en relación de compra-venta, la inclusión de los artistas en el universo estatal.

Al general Álvaro Obregón, presidente de la República Mexicana de diciembre de 1920 a 1924, no le concierne el arte (a los ojos de un caudillo agricultor, fruto de dos rarezas: el ocio y la inspiración), pero le urge prestigiar su régimen neutralizando la leyenda internacional de un país de bandidos, y de turbas que fusilan ciudadanos decentes en plena calle, mientras a carcajadas se enfundan los sombreros de señoras. En su búsqueda de respeto a su gobierno, y de créditos financieros del exterior, Obregón está dispuesto a mudar de personalidad, patrocinando incluso el arte y las humanidades. También, y con más ahínco, enfrentar el peso muerto del analfabetismo –cerca del 80% de la población–, obstáculo feroz del proyecto de modernización. (Si la mayoría no se prepara en forma mínima, ni habrá industrialización ni las élites conseguirán público). Por eso requiere Vasconcelos, el proyecto educativo y cultural que transforme externamente al Estado. En su turno, Vasconcelos añade su plan obsesivo: humanizar la revolución, es decir, proponer el contexto humanista que le quite espacio al “primitivismo” (la carga militar y popular).

Para Vasconcelos, la verdadera revolución es algo distinto a los campos de batalla y la toma de ciudades, es el retorno o la entronización de la conducta civilizada, de las metas del Espíritu. Revolución es el ordenamiento del país en función de la cultura occidental. Por eso, en el plan literalmente renacentista de Vasconcelos, además de escuelas y misiones rurales, se incluyen lecturas de clásicos, porque conviene que el pueblo ame y admire –entre otros– a Beethoven, Platón, Tolstoi y Romain Rolland. En parte, el programa de Vasconcelos deriva del miedo, la ira o el respeto ocasional que el sector ilustrado siente por la revolución campesina; en parte, tal utopía cultural y artística expresa el anhelo de transformaciones a la altura del prestigio de la revolución, vigorizado por el triunfo de los bolcheviques en Rusia. Y expresa el viejo propósito liberal de extirpar el analfabetismo que incomunica a los seres humanos. No habrá nación mientras nos sojuzguen el fanatismo y la ignorancia. Educar es crear una cultura laica que comparta de algún modo el aura religiosa, y la unidad republicana se dará si se comparten la mística educativa y las visiones épicas de la historia. El proyecto cuaja de manera muy insuficiente, pero entre sus logros, se halla el movimiento muralista, que usa de atmósferas triunfalistas del Estado nuevo, y en canje entrega una mitología.

LA LECTURA INEVITABLE

Unos cuantos leen. Todos son capaces de ver. Vasconcelos sabe lo que hace al elogiar la fuerza didáctica de la pintura. Si contrata artistas, le pide a Diego Rivera que abandone Europa, y cede los muros de antiguos conventos, no es con tal de prodigar Boticellis y Fra Angélicos, sino en pos de su utopía. A colectividades que desprenden su información religiosa de la mezcla de rezos, sermones airados, imágenes piadosas y relatos de apariciones, Vasconcelos les ofrece el murmullo casi eclesiástico del aprendizaje escolar, y la herencia de los liberales, la noción de la historia nacional como proceso a su modo sagrado. Para Vasconcelos los murales equivalen a la pintura devocional fuera de las escuelas, el entrenamiento visual donde el pueblo se disciplinará en la armonía que alivie su vida desgarrada. Le declara en 1923 a Renato Molina Enríquez, su deseo de ver un arte saturado con vigor primitivo nuevos temas, que combine sutileza y el sacrificio de lo exquisito y de lo perfecto en aras de la grandeza. Muy probablemente, Vasconcelos invoca el genio del Buen Salvaje, pero no vislumbra el cambio ideológico que a fines de 1923 radicaliza a Orozco y Siqueiros y acto seguido a Rivera. Dura poco el proyecto original de Vasconcelos. Lo expresa de manera muy abstracta, y los pintores contratados se fastidian ante lo que consideran vaguedades humanistas. Influidos por el arte europeo de la posguerra, por las libertades artísticas, por el ideal de la cultura y la política revolucionarias, los pintores desdeñan el mensaje de Vasconcelos, y eligen otros caminos. En primer término, el compromiso doble con el arte y el pueblo, la consignación pictórica del pueblo que en 1910 emergió con violencia y en la década del veinte persiste desafiante y tenso. Rivera especifica su meta: “Escribir en enormes murales públicos la historia de la gente iletrada que no puede leerla en libros”. Y tal aspiración, igualarse al vértigo revolucionario, da lugar a una estética distinta, concentra versiones de luchas sociales de México y del mundo, incorpora en los muros a símbolos y multitudes desplazados pero aún no eliminado del todo. El resultado es el perfil legendario y la obra múltiple de un movimiento, la Escuela Mexicana de Pintura, de grandes resonancias internacionales y nacionales, ratificación de la vitalidad de la revolución triunfante, resumen irremplazable de la Historia nacional, incentivo del nacionalismo cultural.

APARICIÓN DE LOS MONOTES

A los conservadores les indigna la profanación de los sitios virreinales, y los burgueses se aferran a nociones reverentes de la obra de arte, esa materia sublime cuya posesión certifica el ascenso social, y que es maravillosa porque así la consideran quienes viajan. A los demás, primeros testigos, adversarios y discípulos del arte público, los murales casi siempre los irritan, entre otras cosas porque lo situado al alcance de todos no puede ser obra de arte. Pero de allí surge el público integrado por espectadores que por primera vez, y casi siempre de modo difuso, se plantean problemas estéticos. De entrada rechazan estas formas monumentales, que ellos o sus descendientes terminarán amando. No se capta con celeridad una ruptura con el sentido del arte como la planteada por Orozco en 1924:

La forma pictórica más alta, la más lógica, la más pura, es el mural. Es también la forma más desinteresada, porque no puede ser asunto de ganancias privadas, no puede esconderse para beneficiar a unos cuantos privilegiados. Es para el pueblo. Es para todos.

Tan no es muy apreciado oficialmente el muralismo que el Presidente Álvaro Obregón sólo lo menciona una vez: “Para estimular a los pintores nacionales, (El Departamento de Bellas Artes) les ha encomendado la decoración de edificios públicos dependientes de la Secretaría, los cuales han quedado bellamente decorados con poco costo” (Informe presidencial de 1923), Bella decoración a bajo costo. ¿Quién sería más explícito? Vasconcelos, preocupado por la cantidad de paredes cubiertas, repite su lema: “Superficie y rapidez”, y conmina a los ejecutores de la obra: “Háganlo tanto o más feo de lo que han empezado a hacer, pero háganlo pronto y en el mayor número de metros cuadrados que sea posible” (David Alfaro Siqueiros en Me llaman el Coronelazo ). Así, ni Obregón ni Vasconcelos admiten los notables resultados de su patrocinio. No reniegan de él, en última instancia lo admiten y sostienen, pero los agrede su “feísmo”, su monstruosidad convulso y pedagógico su mensaje explícito que de inmediato se califica de demagogia.

¿Quién hubiese impedido el shock of recognition del muralismo? Al ser proposición artística y provocación moral, frente político y estético a la vez, nunca se le juzga con un solo criterio y eso, que conlleva injusticias críticas, le imprime la mayor notoriedad. Los muralistas anhelan formas distintas que al ampliar los temas, les quiten su carácter convencional de temas, y los vuelvan también proclamas y desafíos, o algo más radical: pintura que desprende el tema de la forma, y alegato vinculado orgánicamente a la pintura. Hay que conmover, enfurecer, desquiciar, radicalizan. Si a los murales los burgueses les llaman “Los Monotes”, que esos grandes trazos ridiculizados ridiculicen a su vez las pretensiones de los burgueses.

Dialéctica simple e inevitable: los espectadores se burlan desde la superioridad de su incertidumbre cultural y los artistas desprecian en su trabajo las convicciones y creencias profundas de sus espectadores inaugurales (con todo y su idea de arte). A una sociedad habituada a la consignación beata de cristos, vírgenes, santos en trance de martirio y santos nimbados de alegría mística, la inversión de signo la enardece e irrita. ¿Por qué el obrero en el sitio del Redentor, por qué los campesinos en posiciones mesiánicas, por qué la mujer campesina en el lugar providencial de la Madonna? Los espectadores se indignan ante la falta de sutileza del fresco donde Cortés invade el sexo de la india Malinche (“Lo cortés no quita lo caliente”), y les enfurece que se le atribuya rapacidad homicida al monje evangelizador. Desconciertan –crímenes son del nivel medio de conocimiento– el uso dual de la expresión renacentista y del expresionismo, y el manejo propagandístico de la pintura. De alguna manera los muralistas añaden en su trabajo las reacciones de quienes los contemplan, y esta fusión del arte y el público posible determina su fama, su poderío y su vivir atados a la polémica.

A los factores negativos (carencia de tradiciones de enseñanza artística y de infraestructura cultural, aceptación del arte a partir de sus temas), se añade el odio de los tradicionalistas a la prédica socialista y revolucionaria. Al pintar en San Ildefonso desde 1922, Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Fernando Leal, Fermín Revueltas, García Cahero, conocen a sus primeros opositores: los estudiantes. Entonces, los universitarios, a lo más diez mil personas, no son las muchedumbres de porvenir indefinido de hoy, sino la categoría social de conservadurismo atado a la esperanza de poder. Encauzados por una tradición rígida, los alumnos de la Preparatoria de San Ildefonso son la reserva natural de la oligarquía (No hay preparatorias privadas dignas de mención) y, antes que intelectuales en ciernes, se sienten protectores de la sociedad que los encumbrará, pilares del respeto a las creencias, gobernantes en ciernes que defienden a Familia, Iglesia y (determinadas) instituciones contra la impiedad, el vicio, la blasfemia, la depravación, el saqueo de la turba.

Entre ellos una minoría actúa en nombre de la revolución, pero los más reaccionan con vehemencia ante las “profanaciones”, prodigan burlas y movilizan al sector-que-cuenta de la ciudad de un millón de habitantes. Narra José Clemente Orozco:

A los preparatorianos no les caía bien la pintura. Puede decirse que a nadie le gustaba... ya sabido esto por (el escultor) Ignacio Asúnsolo, se presentó una mañana al frente de los sesenta canteros que tenía a su servicio y blandiendo su pistola 45 comenzó una balacera que agotó los tiros de sus tres cananas, y él y su brigada lanzaron mueras a los estudiantes “reacios a la belleza”.

Para estos jóvenes guardianes de la tradición, son inaceptables la virulencia anticlerical, la exaltación de las “clases bajas”, la representación grotesca de los símbolos e instituciones religiosas, el alborozo ante la violencia revolucionaria. Si esto es arte, alegan los airados bachilleres, se acerca el fin del mundo conocido. Al respecto, es adecuada la explicación de Alfaro Siqueiros:

Fue precisamente en el Colegio Chico, y frente a mi obra en proceso, donde se produjo el choque entre nosotros, los pintores, y los estudiantes preparatorianos, seguramente movidos por dos impulsos: el primer impulso tenía una base política muy concreta y, dentro de ese lineamiento, una base religiosa fanática. Y en el segundo caso, el móvil era esencialmente estético. A los estudiantes, por influencia de muchos de sus viejos maestros reaccionarios, tanto en política como en arte, nuestras obras les parecían una especie de resurrección idolátrica prehispánica y algo positivamente feo. Para ellos nuestra pintura era ateamente horrenda, una verdadera blasfemia a Dios y al arte.

Tan grave fue la situación, que los pintores tuvimos que defendernos a balazos de los disparos que con frecuencia lanzaban los estudiantes, sin duda alguna más contra nuestras obras que contra nosotros mismos, pues la puntería no tenía por qué haber sido mala... Pero no solamente eran los estudiantes que veían en nuestras obras blasfemias y horror estético, simultáneamente, nuestros enemigos. Lo eran también la mayor parte de los jóvenes de izquierda y, entre ellos los muy hermosos del grupo que podíamos presentar como encabezado por Salvador Novo. Éstos hacían uso de la ironía cínica, por demás directa, pues se colocaban debajo de nuestras obras y en esas condiciones empezaban a hacernos preguntas sarcásticas... y así llegábamos arremeter físicamente contra tan molestos chocarreros (En Me llamaban el Coronelazo ).

El rechazo no se dirige sólo a los muralistas. Refiere el gran precursor Gerardo Murillo, el Dr. Atl: “Mis pinturas no le gustan al público porque no las entiende: también poco le gustan a quienes las encargaron... los artistas las encuentran demasiado dinámicas... es a mí al único al que le gustan”. Y narra el pintor Ramón Alva de la Canal: “Estaba rodeado por estudiante de la Preparatoria... de pronto salió disparado un objeto, y con una puntería admirable, un huevo se estrelló contra mi trabajo del día”.

El muralismo interrumpe la triste fiesta de una clase media muy segura de su sitio en el proceso de reintegración nacional. Y el símbolo del conjunto odiado es Diego Rivera, no necesariamente el de temática más radical, pero sí el más famoso y pintoresco, el más agresivo en lo verbal, el abanderado de la secularización, del traslado del arte fuera de los templos, de la democratización del arte que mancilla los privilegios sociales. Para la gente decente (si usted no sabe quiénes la componen, no merece pertenecer a ella), Diego y los muralistas adelantan el país que sobrevendrá si no resisten, y esa reacción obliga a Vasconcelos en 1924 a interrumpir el trabajo de Orozco en San Ildefonso y lleva a los pintores a crear para defenderse, el Sindicato de Artistas Plásticos.

EL RENACIMIENTO MEXICANO

La batalla del muralismo se gana porque el nuevo arte es a la vez el proletkult y la cultura de un gobierno necesitado de propaganda. Si el ministro Vasconcelos y el presidente Obregón admiten a estos renovadores y provocadores, es por la necesidad de un arte público, que ahorre tiempo cultural y emita un pregón: la Revolución Mexicana es tan sólida que ya patrocina el arte, antes de hacerse cargo de la interpretación de la Historia. Y un apoyo inmenso les viene por sorpresa: la fe de viajeros norteamericanos y europeos (escritores, artistas, intelectuales, organizadores políticos) en la estética de la revolución, fe que es también, asombro ante las hazañas de un pueblo “primitivo” y regocijo por la vitalidad centelleante.

Por admiración genuina o prejuicio admirativo, se va a México a observar la celebración pictórica de las masas, la alianza de la ideología liberal y socialista (anticlerical y antiplutocrática), el auge del entusiasmo propiciado por la revolución. Los viajeros son los primeros en difundir la complejidad de una pintura que, además de las lecciones de la pintura europea, aprovecha la historia y las tradiciones populares: el teatro frívolo ( music-hall ), la pintura en tabernas y vecindades. “Nunca –afirma Rivera– dejaron de pintarse en México pulquerías, fogones, cubos de zaguán de vecindades populares y corredores de cascos de haciendas y casas señoriales de provincia”.

Esta vanguardia de europeos y norteamericanos reconoce la existencia de un fenómeno: el Renacimiento Mexicano ( The Mexican Renassaince ), el milagro de un pueblo que hizo la revolución y le añadió el arte único. Y estos viajeros, a la vez críticos y compradores, son el antecedente del gran mercado turístico. Siqueiros narra un encuentro entre Diego Rivera y José Clemente Orozco cuando el primero les sugiere proponerle al presidente Miguel Alemán la creación de una “Ciudad del Arte” cerca de la Ciudad Universitaria: Orozco, acercándosele a Diego le dijo: “Usted no es tonto, pero el presidente de la República va a creer que es el más grande pendejo que ha existido. Ahí no va a ir ni un solo mexicano, ahí se va a hablar el inglés y usted siempre imaginando cosas para turistas”.

Si es muy vasto el público mexicano del muralismo, el interés creciente de los extranjeros evidencia el atractivo nacionalista de un arte declaradamente internacionalista. Pronto, la presión del público obliga a los artistas –mercadotecnia involuntaria– a subrayar aspectos locales, relegando los símbolos universales. Y los visitantes divulgan también la personalidad legendaria de los pintores, subrayan sus diferencias, enumeran sus rasgos ciclópeos, los comparan con Miguel Ángel y Tintoretto o con los caudillos políticos. Y mientras un sector exige borrar las “manchas de los corruptores del arte”, otro, pequeño al principio, adora a los muralistas. Y factores diversos consolidan este papel relevante: el apasionamiento generalizado por la gesta campesina y la fuerza del proletariado, el enfrentamiento ideológico con el clero y el capital, y la preeminencia de lo visual en sociedades sin costumbre ni necesidad de la lectura.

EL CULTO A LA HISTORIA

El énfasis sobre la Revolución Mexicana, que míticamente estalla el 20 de noviembre de 1910, despliega un horizonte de energía, la emergencia inesperada de voluntades populares y temperamentos de caudillos que trastoca el orden social, impone nuevos protagonistas y auspicia la transformación mental que rompe el aislamiento de la dictadura de Porfirio Díaz: enseña la condición mortal de (algunos) terratenientes y caciques, le reitera a la violencia su función de partera del adelanto, indica con severidad los límites y el costo de la violencia, y encumbra a grandes figuras de los márgenes, Emiliano Zapata (la justicia comunitaria), y Pancho Villa (la intuición genial del pueblo, el rencor social, el aura legendaria). La revolución produce una narrativa importante, envía a un gran número de intelectuales a las variedades del exilio, crea resistencias a lo popular y genera la ansiedad por la epopeya, lenguaje propio de las transformaciones nacionales. La idea de la épica como victoria sobre el tradicionalismo, que en el movimiento liberal cristaliza en México a través de los siglos, en bustos y estatuas, se vuelve con la Revolución, en el periodo 1917-1940, obligación de la memoria y de las transformaciones artísticas. Los muralistas quieren radicalizar con su obra a campesinos y obreros, y no lo consiguen, pero sí consolidan el entusiasmo por la primera revolución del siglo.

El culto a la historia no es para los muralistas el encumbramiento pomposo del pasado, sino la transfiguración del Juicio Final, de esa historia que distribuye perfectamente sus lugares a semejanza del reparto demográfico de Dios entre justos y pecadores. En el siglo XX mexicano la Revolución es la épica que oculta las fallas de la ética gubernamental, y ni siquiera la modernidad, proceso que se da a pausas, la desplaza antes de los años setenta. Si la modernidad está en todo y es el anhelo motriz, la revolución rige las transformaciones sucesivas como el espacio preferencial del país en lo económico, lo social, lo cultural.

LOS TEMAS: EL ANTICLERICALISMO

El anticlericalismo tiene múltiples vertientes, pero una muy clara es la insurrección educativa: “Tenemos derecho a una enseñanza provechosa. Tenemos derecho a renunciar al catecismo. Tenemos derecho a no guiarnos por una visión atrasada y pedestre del mundo”. Y el anticlericalismo es parte de un conjunto de tendencias y hechos: las migraciones de cientos de miles de personas, el redescubrimiento de la grandeza del arte indígena, totalmente oculto durante el Porfiriato: los mínimos espacios de tolerancia para conductas antes demonizadas (antes de la revolución no se puede hablar de adulterio, por ejemplo); la creencia en la Constitución de la República como ámbito utópico y fijación de conquistas colectivas.

La Revolución admite y fomenta la creencia: el arte debe reorientarse vertiéndose en el pueblo, y urge acercar a las masas al goce estético que es garantía de radicalización. Antes, se han vivido versiones restrictivas de la belleza, destinadas a una minoría ni siquiera preparada para disfrutarla. Y luego, por dos décadas, la gramática de los grandes cambios impone una convicción: sólo la épica, lo concebible épicamente, importa: sólo cuenta el instante en que un pueblo emerge a la superficie significativa. El pueblo allí estaba, pero la superficie significativa es cortesía de la revolución. Eso lo dice muy bien en 1913 el diputado Querido Moheno, partidario de la dictadura de Victoriano Huerta, al describir a los zapatistas como “la aparición del subsuelo”.

La reverencia ante la épica explica el desdén por lo ajeno a su generosidad visual, lo no presente en el muro, la pintura de caballete, que durante el imperio del muralismo a muchos les resulta casi un modo de resignarse a la impotencia creativa.

“TAN NO ES UN ARTE LOCAL...”

Con denuedo, desde la furia que afecta al arte sin tomarlo en cuenta, desde el espacio cultural, psicológico, mítico de Revolución Mexicana, se intenta contestar a interrogantes premiosas: ¿Qué tan singular puede ser el arte mexicano? ¿No es lo mexicano la aplicación bárbara de un gentilicio al impulso universal? ¿No se trata de un arte derivado y muy local, uno más de los premios de consolación del vasto sistema de reparación de daños de la marginalidad llamado nacionalismo? ¿No es lo metropolitano el único criterio en verdad funcional? Muchas de las obras más elogiadas del Virreinato a las primeras décadas del siglo XX suelen ser imitativas, rígidas, de valor sólo determinado por la falta de opciones. Esto sucede antes de la revaloración de la cerámica y la escultura indígenas y de la ubicación de figuras como Bustos y Posada.

A causa de su energía, y pese o gracias a la grandilocuencia de sus practicantes, el muralismo es de manera propositiva la primera gran reivindicación del arte hecho en México. Además de sus logros, el muralismo es fundamental en la difusión del “orgullo mexicano” tan sincero o tan insincero como se quiera, pero expresión en rigor del afán no de singularizar una colectividad, sino de –sin miradas paternalistas de por medio– añadir al panorama internacional el arte de México.


Carlos Monsiváis, "El muralismo: la reinvención de México", Fractal nº 31, octubre-diciembre, 2003, año VIII, volumen VIII, pp. 93-110.