Margo Glantz
Ignacio M. Altamirano:
los géneros literarios de la nación
 

En 1836 se fundó la Academia de Letrán, la primer asociación literaria de importancia en el México independiente. Desde su inicio tuvo como finalidad la de impulsar una literatura que fuera expresión de lo nacional. En ese proyecto participó la primera generación romántica: Andrés Quintana Roo, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Ignacio Rodríguez Galván, Fernando Calderón, José María Lafragua, Manuel Payno, José y Juan Nepomuceno Lacunza, Fernando Calderón. En Memorias de mis tiempos, Prieto avisa: “...para mí, lo grande y trascendental de la Academia, fue su tendencia a mexicanizar la literatura, emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar...”(1) La Academia de Letrán y otras instituciones de ese tipo, primero en la época de la anarquía (1823-1853) y, más tarde al restaurarse la República después de la derrota de Maximiliano, tuvieron un carácter colectivo y político. Con la creación de las Veladas Literarias entre 1867 y 1868 y la revista El Renacimiento (1869) se reiteró el carácter de esas asociaciones y su intento por restaurar el ambiente cultural de México y conciliar todas las tendencias en pugna durante la guerra de Intervención, pues allí se reunían tanto liberales como conservadores.Asistían Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez y Manuel Payno, ya escritores maduros, junto a Vicente Riva Palacio, Luis G. Ortiz, José Tomás de Cuéllar y Juan A. Mateos, y al lado de ellos, otros aún más jóvenes, Justo Sierra, Juan de Dios Peza, y entre los conservadores Roa Bárcena, Segura, el padre Montes de Oca.

LA LITERATURA COMO GERMEN Y ARMA DE LA DEMOCRACIA

Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) fue el más activo y entusiasta promotor de una literatura nacional como proyecto político y cultural; indio puro, quien según la leyenda entró a la primaria sabiendo sólo náhuatl, asciende en la escala social gracias a una beca que le fue otorgada por el Instituto Literario de Toluca, a instancias de Ignacio Ramírez; ocupa puestos relevantes en los gobiernos liberales, toma las armas en favor de la Reforma al lado de Juárez, lucha contra la intervención francesa como coronel, funda varios periódicos y, como ya se dijo, en 1869, El Renacimiento; su incorruptibilidad, su austeridad, su entusiasmo, su conocimiento de varias lenguas, diversas literaturas y su amplia cultura le permiten ejercer de 1867 a 1890 un magisterio intelectual incontestable, hasta el momento en que la generación modernista consideró obsoleto su discurso. Se vuelve famoso cuando en 1861, como diputado federal se lanza contra la Amnistía. Justo Sierra, recién llegado a México relata admirado esa proeza oratoria:

La pequeña estatura agigantada por el ademán y el acento; la altivez de la frente bajo la negra melena lacia; el crispamiento irónico de la gran boca suriana que se condensaba en relámpagos en la mirada y en sonoridades vibrantes, calientes, extrañas en la voz, sin llegar al grito jamás, y sobre todo, la palabra, la imagen, la idea, todo mesurado en medio de la pasión desbordante, todo artístico, correcto, rítmico, todo eso lo oí, lo vi, lo sentí por instinto; ahora es cuando me doy cuenta de ello, pero no lo olvido, semejantes espectáculos no se olvidan jamás.(2)

En Revistas Literarias de México (1821-1867, Altamirano, Ln. t. I) además de establecer el canon de la literatura nacional –para él nacida después de la Independencia con Fernández de Lizardi–, proclama un manifiesto y traza un ideario. Las primeras frases de su texto tienen un tono esperanzado y profético, auguran el total renacimiento de las letras mexicanas, interrumpida su producción por la contienda armada que había dispersado a los miembros de aquellas academias y liceos, quienes habían trocado, como debía de ser, la pluma por la espada:

El fragor de la guerra ahogó el canto de las musas. Los poetas habían bajado del Helicón y subían las gradas del Capitolio. ¡La lira cayó a los pies de la tribuna en el Foro, y el númen sagrado, en vez de elegías y cantos heroicos, inspiró leyes! Bendito sea ese cambio, porque a causa de él, la literatura abrió paso al progreso, o más bien dicho, lo dio a luz, porque en ella venían encerrados los gérmenes de las grandes ideas, que produjeron una revolución grandiosa: la literatura había sido el propagador más grande de la democracia (Lit. nac., I p. 4-5)

Lo significativo en este pasaje, además del tono heroico, es la relación que se establece entre literatura y democracia, como si el triunfo del ideario liberal hubiese sido posible gracias a que los poetas, antes de convertirse en patriotas armados, hubiesen formado parte de esas asociaciones ahora renacidas, donde se inculcaba y se inculcaría, a través de la literatura, la idea y los programas de la libertad. En pocas palabras, el ejercicio de la libertad va precedido por el ejercicio de la poesía. Ya se vislumbran, además, ideas positivistas avant la lettre: el tema del progreso, el poeta como obrero –“aquel grupo de entusiastas obreros”–, y sus logros literarios, “debe(n) colocarse al lado del periodismo, del teatro” –hasta aquí, asociación lógica– pero, y ahora viene lo notable, se asocian también “(al) adelanto fabril e industrial, de los caminos de hierro, del telégrafo y del vapor (Ibid, p. 30)”. Relacionada con todos los adelantos técnicos del siglo XIX, o más bien formando parte de ellos, la literatura deberá desarrollarse “como una literatura nacional”, gracias a una nueva “raza literaria”, la de los jóvenes formados por la guerra, haciendo posible esa empresa colectiva que para Altamirano ya empezaba a hacer eclosión en ese momento, 1869, año en que se escribe el texto comentado.

No es extraño que estando tan cerca el recuerdo de la lucha armada, en el nuevo prestigio de la literatura resuene una nota bélica: “Es la ocasión, pues, de hacer de la bella literatura un arma de defensa”, asegura Altamirano.

¿Y de qué manera, cabe preguntarse? En cierta medida, ya lo hemos dicho, es lógico mantener vivo ese tipo de vocabulario en un país cuyo pasado cercano comporta en su haber varias invasiones extranjeras e innumerables discordias civiles. Es lógico también que si la literatura lleva en sus entrañas los gérmenes de la democracia, ésta deba defenderse contra los embates del enemigo, pues practicar la literatura es una de las formas más positivas de hacer patria.

¿QUÉ GÉNERO LITERARIO ES APROPIADO PARA UNA CULTURA NACIONAL?

No se trata sin embargo de cualquier género literario. Altamirano privilegia uno: la novela. Según el prócer, debe promoverse “una literatura absolutamente nuestra” que funcione a manera de “arma de defensa”. Y esa arma de defensa será naturalmente la novela, quizá la forma más discursiva capaz de alcanzar amplios públicos en países analfabetas: “pues generalmente hablando, continúa Altamirano, la novela ocupa ya un lugar respetable en la literatura, y se siente su influencia en el progreso intelectual y moral de los pueblos modernos (p. 29)”. La novela es para él, “el libro de las masas”, “la lectura del pueblo” y está destinada “a abrir el camino a las clases pobres” para que lleguen a la altura de ése círculo privilegiado y se confundan con él.
Si utilizamos unas palabras que alguna vez pronunció Monsiváis, Altamirano sería:

uno de esos escritores liberales y nacionalistas porque desean la independencia y la grandeza de una colectividad, y son nacionalistas porque anhelan el sello de identidad que los ampare, los singularice, los despoje de sujeciones…

Pero, ¿qué es exactamente la novela para Altamirano? ¿Qué tipo de novelas se requieren para un país como México?

La novela es el libro de las masas. Los demás estudios, desnudos del atavío de la imaginación, y mejores por eso, sin disputa están reservados a círculos más inteligentes y más dichosos, porque no tienen necesidad de fábulas y de poesía para sacar del ellos el provecho que desea. Quizá la novela está llamada a abrir el camino de las clases pobres para que lleguen a la altura de este círculo privilegiado y se confundan con él. Quizá la novela no es más que la iniciación del pueblo en los misterios de la civilización moderna, y la instrucción gradual que se le da al sacerdocio del porvenir. El hecho es que la novela instruye y deleita a ese pobre pueblo que no tiene bibliotecas, y que aun teniéndolas, no poseería su clave; el hecho es que entretanto llega el día de la igualdad universal y mientras haya un círculo reducido de inteligencias superiores a las masas, la novela, como la canción popular, como el periodismo, como la tribuna, será un vínculo de unión con ellas, y tal vez el más fuerte”. (pp. 39-40).

En realidad si tomamos en cuenta literalmente las palabras de Altamirano, la novela sería un género menor, apropiado para las masas iletradas, por esa capacidad de fabulación que es necesaria para entretenerlas; la filosofía, y otras disciplinas humanísticas más rigurosas pertenecen a la élite. Pero no basta con escribir novelas, para que se conviertan en un instrumento –un arma– de cohesión nacional y eduquen a las masas es necesario que sean amenas, no demasiado profundas, que sus anécdotas sean atractivas y su fondo moral, y por tanto su intención “debe ser filosófica y trascendental”, y además estar al servicio de un partido y, curiosamente, hasta de una secta religiosa. “La novela hoy suele ocultar, concluye el Maestro, la biblia de un nuevo apóstol o el programa de un audaz revolucionario (p. 18)”. De algún modo, la novela es una especie de escuela portátil cuyo contenido laico –pero de espíritu misionero y religioso– ayude a simplificar el conocimiento más elevado para ponerlo a disposición de las masas, gracias a su capacidad de atraer y entretener:
...es en la edad moderna y particularmente en nuestros días cuando este género se ha desarrollado hasta llegar a ser el favorito del pueblo, y hasta ser necesario disfrazar con él todos los otros a fin de vulgarizarlos (p. 18).

La palabra vulgarización no es aquí totalmente peyorativa. Se incluye en un repertorio de programas cuya alta misión es educar a las masas desposeídas. Es ciertamente una forma de paternalismo. Diseminar la cultura de manera amplia es la tarea. No existe mejor recurso para ello que la novela histórica, tan en boga en ese tiempo, tanto en Europa como en los Estados Unidos:

La historia de ese gran libro de la experiencia del mundo está de hoy en más, abierto ante los ojos, y su conocimiento no será el privilegio de un grupo de hombres favorecidos por la suerte, pues engalanada con los atavíos de la leyenda, se la hace aprender al pueblo, que saca de ella provechosas lecciones (Ibidem., p. 30).

Ejemplos muy variados son exhibidos por Altamirano para demostrar la excelencia de este tipo de literatura: Walter Scott, Victor Hugo, Eugenio Süe, Alejandro Dumas, en Europa, en la América anglosajona, Fenimore Cooper, y en la América española la Amalia de Mármol o la obra de Esteban Echeverría. Las novelas extranjeras son simplemente ejemplos de cómo cultivar un género. El novelista mexicano tiene el deber de inspirarse en su propia realidad para crear una verdadera literatura nacional, si quiere salir de su dependencia con el extranjero, es decir, si quiere descolonizarse; para ello ha de aprovechar la “mina inagotable” de la historia antigua de México, y la de los monumentos arqueológicos explorados y explotados por los viajeros extranjeros, pues “estos tesoros a nadie deben enriquecer más que a los historiadores mexicanos (p. 10)”. La conquista, la predicación misionera, la “oscura” época colonial también son campos fértiles y por ello fueron en parte utilizados en los folletines históricos de Riva Palacio, de 1868 a 1872, y, ciertamente, las recientes luchas por la libertad de la patria, temas que tratarían en sus novelas el propio Altamirano (Clemencia) y Juan A. Mateos (El cerro de las campanas).
Estamos muy lejos definitivamente de cualquier doctrina del arte por el arte, se trata de un concepto utilitario de la literatura manejada a manera de universidad abierta. Subraya además la acción benéfica del periodismo, medio excelente para difundir las ideas y una de las formas adecuadas para publicar novelas, de donde se deduce la importancia del folletín, cuyo modo de producción difiere totalmente del europeo, concebido sobre todo como empresa comercial. La literatura facilitaría la rápida entrada a la cultura de quienes hasta ese momento no habían tenido esa suerte. La novela histórica debería asimismo convertirse en un instrumento eficaz para apuntalar la moral de los jóvenes, y reemplazar así la enseñanza religiosa desterrada por las Leyes de Reforma:

Pero nosotros deseamos la moral ante todo, porque fuera de ella nada vemos útil, nada vemos que pueda llamarse verdaderamente placer; y como los sentimientos del corazón tan fácilmente pueden ser conducidos al bien individual y a la felicidad pública cuando se forman desde la adolescencia, deseamos que en todo lo que se lea en esta edad haya siempre un fondo de virtud. Lo contrario hace mal, corrompe a una generación y la hace desgraciada y la impulsa a cometer desaciertos que son de difícil enmienda (p. 38).
Es notable: las reuniones organizadas por Altamirano con el nombre de Veladas Literarias revisten un carácter sagrado, sus miembros formarán el “apostolado del porvenir” y los sitios de reunión de los escritores conforman un “santuario” de donde “saldrán de nuevo otros profetas de civilización y de progreso, que acabarán la obra de sus predecesores (Ibidem., p. 16)”. Por ello y de inmediato elabora una especie de índice de autores prohibidos, susceptibles de corromper a la juventud, el grupo humano a quien va dirigido esencialmente su proyecto educativo: “...las luchas del corazón no necesitan del vicio para ser interesantes (p. 38). Descarta a Paul de Kock por su moral equívoca, sus cuentos le parecen “ejemplos de costumbres disolutas” y, entre otros menciona de paso al marqués de Sade llamándolo equivocadamente Marqués de Sardes, nota cómica si se tiene en cuenta la erudición de Altamirano y la ingenua exhibición que de ella hace.
Este índice se acrecienta con los extranjeros que han ridiculizado a los mexicanos, cuyo “raro acierto (sería) el de ensartar tantas necedades con respecto a nosotros, que indignarían si no hiciesen reir de buena gana (p. 35)”.

La novela será nacional, o no será

En cuanto a la novela nacional, la novela mexicana, con su color americano propio nacerá bella, interesante, maravillosa. Mientras que nos limitemos a imitar a la novela francesa, cuya forma es inadaptable a nuestras costumbres y a nuestro modo de ser, no haremos sino pálidas y mezquinas imitaciones, así como no hemos producido más que cantos débiles imitando a los trovadores españoles y a los franceses. La poesía y la novela mexicana deben ser vírgenes, vigorosas, originales, como lo son nuestro suelo, nuestras montañas, nuestra vegetación” (pp. 13-14).

Lo mexicano por encima de todas las cosas y, como resultado, la abolición de toda servil imitación. Ya lo hemos dicho, es una proclama patriótica que pretende erradicar de la escritura la mentalidad dependiente. Los moldes extranjeros dan como resultado una literatura espuria, asevera Altamirano:

...nosotros todavía tenemos mucho apego a esa literatura hermafrodita que se ha formado de la mezcla monstruosa de las escuelas española y francesa en que hemos aprendido, y que sólo será bastante a expulsar y a extinguir, la poderosa e invencible sátira de Ramírez, que en sí es tan original y tan consumado, como habrá pocos en el Nuevo Continente (Ibidem, p. 14).

No se trata de repudiar a otras literaturas ni dejar de estudiar a los clásicos, autores indispensables, “pero deseamos una literatura absolutamente nuestra, como todos los pueblos (p. l5)”. Imitar es exhibir un complejo de inferioridad, no independizarse de la metrópoli o de las metrópolis. La aspiración a producir una literatura aderezada con materiales autóctonos había sido expresada antes por otros autores, por ejemplo, un Luis de la Rosa, un José María Lafragua,3 quienes no lograron fundar su deseo en una “formulación consciente de un programa nacionalista (Batis, p. 61). Altamirano conmina a los escritores mexicanos a producir de manera programática una literatura nacional, porque no se trata solamente de una cuestión de talento sino de voluntad. Se busca una identidad y esta no puede existir si se carece de una literatura propia. Paisaje, historia, tipos humanos constituyen la materia prima. Un proyecto definitivamente colectivo y de índole religiosa que una vez definido ha de contar con el apoyo oficial, única forma de alcanzar el profesionalismo, problema que ha aquejado siempre a los escritores mexicanos: “...la protección del estado recompensará los afanes de los literatos, no siendo ya este trabajo estéril y sin competencia (p. 9)”.

La lengua nacional

Estrechamente vinculado con el problema de la identidad está el problema de la lengua. ¿Deberían acatarse los modelos formales de la tradición lingüística española? ¿Habría que sujetarse a la preceptiva y a las ordenanzas académicas de un país extranjero, del cuál México ya se había independizado políticamente? ¿Era posible alcanzar una total independencia si la lengua misma no se independizaba también? ¿No era fundamental seguir los dictados de la lengua popular, tal y cómo se hablaba en México?
Para decidirlo, Altamirano se pregunta si hay una tradición de novela mexicana y, en caso de haberla, interrogarla para descubrir si puede ofrecer algunas respuestas al problema de la lengua en México: “Como se ve desde luego, estamos en la infancia de este ramo en la literatura (p. 40)”. Existe un precursor, el Pensador Mexicano, Fernández de Lizardi, “cuyas obras son sin duda las más conocidas de nuestro pueblo, y a quien puede llamarse con razón el patriarca de la novela mexicana… (p. 40)”. La popularidad del Periquillo es tan grande, piensa Altamirano, que no hay mexicano que no lo conozca, sus méritos son inmensos, su osadía y su clarividencia enormes, por ejemplo, anticipar muchos de los descubrimientos sociales de la novela francesa, haber producido su novela en tiempos del virreinato y haberse atrevido a denunciar las lacras de sus instituciones, incluyendo las religiosas; además, incluir en su texto a todas las clases sociales del país y aceptar las consecuencias de la censura y la persecución. Sin embargo tiene una crítica seria que formularle:

Si algo puede tacharse al “Pensador”, es su estilo, que sea intencionalmente o porque no pudo usar otro, es vulgar, lleno de alocuciones bajas y de alusiones no siempre escogidas. Pero ciertamente, si hubiese usado otro, ni el pueblo le habría comprendido tan bien, ni habría podido retratar fielmente las escenas de la vida mexicana. Este reproche del estilo que le han dirigido críticos poco profundos, queda desvanecido desde que vemos a autores afamados como Víctor Hugo y Eugenio Sue, hacer hablar a sus personajes el argot (sic) del populacho más bajo de París; y ya se sabe que Los misterios de Paris y Los miserables son obras que ocupan el primer lugar en la literatura contemporánea. Evidentemente éste, lejos de ser un defecto, es una cualidad, porque retrata fielmente las costumbres. El “lépero”, la “china”, el “bandido” y aun el “currutaco”, el “estudiante” y las “damas” de entonces, no podían hablar el lenguaje del petimetre de hoy, ni el de los hombres instruidos de la actualidad.
En cuanto a la forma del Periquillo, no puede acusarse al “Pensador” de no haberla hecho más elegante. El no tenía más que los modelos antiguos que imitar u los imitó cuanto pudo (Ibidem. p. 42-43).

Sin duda, en el fragmento citado se advierten varias incoherencias. La primera sería la sujeción total a los modelos europeos como modelo de imitación (Sue, Hugo), premisa que es una contradicción de principio frente a su decreto de originalidad nacional. Por otra parte, el uso de la palabra vulgar, aquí si francamente despectiva: significa lo bajo, lo grosero, lo plebeyo, concepción que ratifica el carácter aristocrático del pensamiento de Altamirano, quien se dirige a un público pequeño, altamente seleccionado, cosa natural en una sociedad en donde la proporción de analfabetos era inmensa. ¿Cómo compaginar su desprecio por lo vulgar, con su idea de que la novela es el género por excelencia para las masas, justamente por su posibilidad de “vulgarización”? ¿Es que en el primer sentido del término, tal y como lo usa Altamirano, vulgarización sólo querría decir diseminación o difusión? Pero si, como vemos, aprobaba el estilo y el lenguaje empleados por Lizardi porque reproducía lo popular, es decir “las costumbres”, ¿por qué nunca se rebajó a escribir siguiendo los dictados populares? ¿No pretendió, junto a sus colegas los escritores de las Veladas hacer borrón y cuenta nueva de cualquier literatura anterior? ¿No quiso iniciar con ese grupo y su revista El Renacimiento una tradición nacional completamente nueva que erradicase todo lo que se había producido en el período colonial? ¿No decía que el Periquillo “estaba modelado en el Quijote, en Rinconete y Cortadillo; en el Picaro Guzmán de Alfarache, en el Lazarillo de Tormes, en el Gran Tacaño y en el Gil Blas (p. 43)”? ¿Y estos modelos procedentes del antiguo régimen colonial no conspiraban contra el imperativo de la originalidad? Y, por último, ¿por qué entre los numerosos escritores a los que pasa revista en su intento por establecer una tradición literaria y un canon nacionales, nunca menciona a Inclán, quién, igual que el Pensador, recurrió al lenguaje coloquial para darle vida a su popularísima novela, publicada en 1866, en plena Intervención francesa, y ya muy popular para 1869? Curiosamente, Francisco Pimentel, cercano a Altamirano, habla de Inclán en su Historia Crítica de la Literatura de 1885, pero para reprocharle su pésimo y descuidado estilo. Pimentel pedía que la novela mexicana tuviera argumentos autóctonos pero su lengua debía ser estrictamente la castiza:

De adoptar como modo de escribir las variaciones de idioma que hay en México respecto de España, lo que resultaría en una jerga de gitanos, un dialecto bárbaro, formado de toda clase de incorrecciones, de locuciones viciosas, cosa que no puede admitir el buen sentido, llamado en literatura buen gusto.4

Faltar a las normas del buen gusto es seguir los dictados del lenguaje autóctono, es decir, el del vulgo, el del populacho. Seguir el buen gusto es seguir las normas del lenguaje castizo, el de la Metrópoli. Pimentel, uno de los fundadores de la Academia de la Lengua en 1875, rebate más tarde a Altamirano cuando asevera, dejando muy claro el postulado recién asentado:

Es de advertir que Altamirano, en el Liceo Hidalgo, dijo una vez, discutiendo con nosotros: “Que así como en México había habido un Hidalgo, el cual en lo político nos hizo independientes de España, debía haber otro Hidalgo respecto al lenguaje”. Le contestamos: “Que no sólo un Hidalgo de esos, sino varios, y eran los escribientes públicos, bárbaros e ignorantes, a quienes nuestro pueblo llama Evangelistas (sic), los cuales en toda su plenitud usan la jerigonza recomendada por don Ignacio.5

Otra de las contradicciones del pensamiento de Altamirano y de sus contemporáneos: la materia prima, el fondo, tenia que ser nacional, reproducir las costumbres y los paisajes, retomar la historia, desde el punto de vista ortodoxo del pensamiento liberal; en cambio, la forma debía ser la clásica, esa lengua castiza y tradicional, definida por los cánones académicos de la metrópoli.
También García Icazbalceta –a quien conocía muy bien Altamirano– utilizó para su Vocabulario de Mexicanismos la novela de Inclán. Vuelvo a hacer la pregunta, ¿por qué lo excluyó Don Ignacio del canon y cómo no advirtió que su lenguaje tenía muchas semejanzas con el que manejaba el Pensador Mexicano, a quien tanto admiraba?
Sea lo que fuere, dejo abiertas las preguntas. A manera de conclusión, transcribo un pasaje del texto citado de Huberto Batiz, resume muy bien la trayectoria de Altamirano y la de sus contemporáneos:

Traspuesto el medio siglo, el tema patriótico y cívico, el popular y, muy ocasionalmente, el indígena, afloran paulatinamente en nuestra literatura, en tan vigorosa transformación, que se podría hablar de una evolución concomitante al tránsito de lo colonial, independiente a lo republicano. Una evolución más experimentada que dirigida con un criterio de finalidad. A Altamirano, un reformado, ante todo, tocó el papel de catalizar, de recolectar las tendencias vigentes. Mas: influido por sus lecturas sudamericanas, se convirtió en el instigador del nacionalismo mexicano. El le dio programa literario y lo convirtió en aglutinante cultural. Y lo que en un principio nació como un credo menos artístico que social, ético o político, se transformó en la estética que guió a varias generaciones hasta la revuelta de carácter cosmopolita del modernismo.6

NOTAS:

1 Ignacio Manuel Altamirano, La literatura nacional, México, Porrúa, 1949, 3 vol. ed. y prol. de José Luis Martínez, p. 306.
2 Citado por Huberto Batiz, Índices de El Renacimiento, Semanario literario Mexicano (1869), México, unam, 1963, p. 29. Salvo aclaración en contrario, todos los subrayados son míos.
3 Cf. el precursor ensayo de Luis Mario Schneider, Ruptura y continuidad. La literatura mexicana en polémica, México, fce, 1975; y recientemente, Jorge Ruedas de la Serna, coord., La misión del escritor. Ensayos mexicanos del siglo xix, México, unam, 1996, y, especialmente la presentación pp. 7-13, y, en la antología, la nota de Jorge Rojas a Carta de una poetisa de Altamirano, pp. 225-228; Jorge Ruedas de la Serna, coord., Historiografía de la literatura Mexicana, Ensayos y comentarios, México, unam, 1996, especialmente, Rosaura Hernández Monroy, “Altamirano, crítico”, pp. 8-106 y María Elena Victoria Jardón, “La literatura mexicana los ojos de una historia crítica”, pp. 156-173.
4 Citado por Schneider, op. cit, p. 117.
5 Ibíd., pp. 117-118.
6 Batiz, op. cit., p. 61. Cf. además, Jorge Luis Borges, “El escritor argentino y la tradición”, en Discusión, Buenos Aires, 1966, 4a ed. pp. 151-162; Eric Hobsbawm, Terence Ranger et.al, The Invention of Tradition, Londres, Cambridge University Press, 1983; José Luis Martínez, “México en busca de su expresión”, en Historia general de México, México, sep/El Colegio de México, 1981, T. iii; José Emilio Pacheco, presentación, La novela histórica y de folletín, México, Promexa, 1991, 2a ed.


Margo Glantz, "Ignacio M. Altamirano: los géneros literarios de la nación", Fractal nº 31, octubre-diciembre, 2003, año VIII, volumen VIII, pp. 77-92.