FRANCISCO SEGOVIA

Ciencia, lenguaje, cultura

 

 

1. Objeto y cosa

Digamos que tengo un ajedrez valiosísimo. Sus piezas están hechas de ébano y marfil, según ese diseño tradicional que hace a los peones parecer balaustres de un balcón palaciego. Puedo presumirle a mi oponente esta joya antes de comenzar la partida, pero no puedo presumir que ello afecte el juego, pues para éste las piezas se definen por los movimientos que tienen permitido hacer, no por el material del que están hechas, ni por la forma que tienen. Son las reglas del juego quienes dicen “esto es un peón; esto, un alfil”, y en realidad no afectaría en nada al juego que yo hubiera perdido un alfil y lo sustituyera por una moneda, siempre y cuando la moneda siguiera las reglas que definen al alfil. Con todo, el juego que yo presumo es el que está hecho de ébano y marfil, pues tengo claro que en una subasta de Sotheby’s no me darían nada por un ajedrez hecho de monedas.

 

Esto significa que estoy llamando “ajedrez” a dos cosas muy distintas. La primera es un conjunto de reglas, que no puedo subastar en Sotheby’s; la segunda es un conjunto de pequeñas esculturas y un tablero, que puedo subastar bajo el nombre de “ajedrez” aunque nadie juegue nunca al ajedrez con esas piezas. Dicho de otro modo, puedo definir al peón del ajedrez como un conjunto de reglas, o como un objeto que representa ese conjunto de reglas. En el primer caso tengo un “objeto” bien definido; en el segundo, uno más bien convencional. Al primero lo llamaré “objeto”, pues es producto de unas reglas, de una definición precisa; al segundo lo llamaré “cosa”, pues forma parte de su naturaleza el ser algo material, destinado a representar físicamente aquellas reglas, aunque la ley que gobierna esta representación no me es del todo clara. Digo que la representación es convencional pues, si calculo que mi rival me hará trizas, puedo cambiarle las reglas antes de comenzar la partida: “¿Sabes qué? Con esto vamos a jugar a las damas”. En ese instante todas las piezas del ajedrez se transforman en fichas de damas. El peón es entonces una ficha, y se comportará como tal, lo mismo que la torre, el caballo, la reina, etc. Pero aquí hay algo notable: si tiene sentido decir que jugamos a las damas con las fichas del ajedrez es que hay algo, además de las reglas del juego, que hace peón al peón, alfil al alfil, torre a la torre. Este algo es una convención y, en este caso, una convención sobre la forma estereotípica de cada una de las piezas del ajedrez. Si puedo encontrarme una ficha de ajedrez totalmente fuera de su contexto (digamos, si puedo encontrarme un peón suelto, tirado a media calle) y aun así reconocer que se trata de una ficha de ajedrez (de un peón), entonces sabré hasta qué punto ha calado la convención –y en este caso podría en efecto definir la pieza según su forma convencional, soslayando las reglas que en principio la definen, pues no es imposible que alguien que desconozca las reglas del ajedrez pueda sin embargo reconocer que ese objeto que encontró en la calle es un peón; le basta con reconocer la “forma” de la pieza, aunque no pueda precisar las reglas del juego en que interviene.

Consideren ustedes lo que dice el diccionario europeo más antiguo, el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias:

Peón, el soldado de a pie, dicho infante, y de allí se dixeron los peones del axedrez.

No es mucho, como tampoco es mucho lo que pone hoy el Diccionario de la Academia como cuarta acepción de peón:

Cada una de las ocho piezas negras y ocho blancas, respectivamente iguales y de calidad menor, del juego del ajedrez.

Hay que tener algo de buena fe para colegir algo útil de esta definición, y aun así vemos que se contenta con decir que peón significa pieza de calidad menor del ajedrez, de las que hay dieciséis, ocho blancas y ocho negras. Si uno quiere averiguar algo más, hará bien en ir a la entrada ajedrez, y luego a la de cada una de las piezas que ahí se mencionan... Pero lo que me importa es la palabra principal de la definición, y que en este caso es pieza. La acepción 13 de esta palabra, en el mismo Diccionario de la Academia, dice:

Figura que sirve para jugar a las damas, al ajedrez y a otros juegos.

Como se ve, la Academia ha tomado aquí el camino de definir al peón según su representación, más que según su regla, y por eso dice figura. En esto no se parece al resto de los diccionarios, que, si no suelen escaparse de mentar la dichosa pieza, dan en cambio sus reglas. Pongo por ejemplo la acepción que da el Diccionario del español usual en México (DEUM) como tercera acepción de peón:

Cada una de las ocho piezas que tiene cada jugador en el juego de ajedrez, colocadas en la segunda fila del tablero en el momento de empezar la partida. Se mueven hacia adelante avanzando una casilla cada vez, y pueden comer diagonalmente a la pieza que esté en esa dirección y en la casilla inmediata.

En este caso hay una definición del objeto, pues se enuncian las leyes que mueven al peón. Sin embargo, persiste la dichosa pieza, que parece encadenar al objeto peón al mundo de las cosas, las convenciones, las representaciones. Pero ¿podría ser otro modo? ¿Podría un diccionario de veras definir el objeto mental que llamamos “peón” sin aludir de algún modo a su representación? Ensayemos una definición de este tipo:

peón s m Cada uno de los dieciséis objetos del ajedrez que se caracterizan por estar repartidos a partes iguales entre los dos contrincantes y colocarse unos al lado de los otros al comenzar el juego, llenando los ocho escaques de la segunda fila del tablero (según lo ve cada uno de los contendientes), por moverse hacia adelante un solo escaque cada vez, siempre que tengan la vía libre en esa dirección, pero pueden eliminar a cualquier objeto contrario (ocupando su lugar) siempre que éste se halle a un escaque de distancia en línea diagonal, y porque pueden convertirse en cualquier otro objeto del mismo bando, excepto el rey, al alcanzar el extremo opuesto del tablero.


Aquí hay aún algunos problemas. Por ejemplo, he sustituido la palabra pieza por el término objeto, y, aunque ustedes están ya prevenidos de lo que yo quiero decir con eso, un lector común del diccionario no lo estaría; él seguiría entendiendo ese objeto como una cosa, como lo entiende la Academia. Pero resultaría absurdo tratar de poner al lector al tanto de mi terminología, pues el papel del diccionario no es convertir en términos las palabras comunes sino, en todo caso, poner en palabras comunes el significado de los términos. Es cierto sin embargo que podría hacer más objetivas mis definiciones, situándome en el terreno exclusivo del ajedrez y redactando un diccionario terminológico; esto es, un diccionario especializado, que ya no se dirige al público en general sino a un grupo específico. Me alejaría así un poco más de la lengua natural, para adentrarme cada vez más en la lengua artificial; es decir, en los tecnicismos, en la terminología. En el horizonte me quedaría, sin duda, el algoritmo. Pero definir al peón con un algoritmo ¿me liberaría de toda representación? Eso depende de qué entendamos por definición y qué entendamos por representación.

Así como podemos ver al peón según la reglas que lo definen en el juego de ajedrez, pero también según la forma convencional que lo hace socialmente reconocible, así también podemos mirar el algoritmo desde dos perspectivas distintas. La primera lo coloca en los límites cerrados del lenguaje matemático; la segunda, dentro de los límites, más amplios, de los lenguajes en general. La primera no ve en el algoritmo una representación del peón sino un conjunto de reglas, una especie de definición; la segunda, en cambio, ve que el algoritmo mismo está expresado según reglas convencionales. Me explico.

En el cercado que definen las matemáticas no tiene mucho sentido discutir si la escritura de un algoritmo es una representación o no, pues la notación matemática no es ella misma un objeto matemático; dicho de otro modo: las matemáticas no definen matemáticamente las reglas de su escritura. Por ejemplo, las matemáticas no explicitan el significado de conceptos como izquierda y derecha, por más que no sea indiferente que, en una operación, un número esté escrito a la derecha o a la izquierda del operador. El resultado de 4 – 2 no es el mismo que el de 2 – 4, pero la regla que dice que el número de la derecha se sustrae del número de la izquierda no es objeto de una definición matemática sino, en todo caso, de una regla de su notación, del mismo modo en que la ortografía no expresa las reglas de una lengua sino las de su escritura. De este modo, podría argumentarse que, visto desde dentro de las matemáticas, es indiferente que un algoritmo sea o no una representación, pero no puede argumentarse, en cambio, que también sea indiferente visto desde fuera, atendiendo a la escritura de las matemáticas, que tiene sus propias reglas y su propio objeto.

2. Lengua y escritura

Pero ¿no podría también argumentarse que la historia de las matemáticas es, en cierto sentido, la historia de las reflexiones que los matemáticos han hecho en torno a la escritura de las matemáticas? Dicho de otro modo: ¿no podría verse el progreso de las matemáticas como un ensanchamiento del poder objetivante de su escritura? En ese mismo sentido podría decirse, por ejemplo, que la superación de las dificultades de la lógica de Russell y Frege emprendida por Wittgenstein en el Tractatus se basa en una crítica a sus notaciones respectivas. Esto es algo que difícilmente podría decirse de la lengua misma, aunque pueda decirse de la lingüística. La razón es simple: hay lenguas sin escritura, mientras que no hay, históricamente, matemáticas sin notación matemática, como no hay lingüística sin escritura. Para la lengua natural, la escritura representa algo así como una proto-lingüística, en el sentido en que la escritura es la primera forma en que una lengua se objetiva. Históricamente, la lingüística se origina como una crítica a las insuficiencias de la escritura en cuanto objetivación de una lengua. Un buen ejemplo de cómo la lingüística ha refinado la objetivación de la lengua que hacían la ortografía y la gramática es la sustitución del antiguo concepto de letra por el de fonema, con lo que ha logrado salvar las incoherencias que, en cuanto sistema, planteaba la escritura. Esto nos ha dotado de una notación más coherente y sistemática: la de los signos fonéticos. Sin embargo, esta nueva escritura, más lógica y más racional, no ha logrado sustituir a la tradicional. ¿Por qué? Seguramente por razones también históricas, pero no es éste el lugar para especular sobre el asunto. Bástenos con decir, por el momento, que en este caso la tradición lleva aún la ventaja sobre la objetivación científica.

Me detengo aquí para recordarles que todo lo anterior viene a cuento porque antes dije que se puede sostener que la lingüística ha ido ensanchando su poder objetivante, pero que no es fácil sostener lo mismo respecto de la lengua. No es fácil sostener que la lengua objetive algo, como no es fácil sostener que las matemáticas objetiven algo. Pero que conste: no digo que sea imposible fundamentar estas objetivaciones; digo que no es fácil. Yo, por mi parte, encuentro bastante difícil seguir los argumentos que se oponen mutuamente Penrose y Hawking al respecto (en The Nature of Space and Time), aunque entiendo en términos generales cuál es el debate entre los positivistas y los platónicos –como los llama el mismo Hawking–, entre los que opinan que las matemáticas son “un mundo aparte” y los que sostienen que las matemáticas “son la estructura misma del mundo”.

No intentaré, pues, fundar ninguna de estas dos opciones, que representan maneras opuestas de concebir la relación de los modelos científicos con la realidad. Sin embargo, no creo que esto me impida hacer unos cuantos comentarios al respecto, ateniéndome a dos productos culturales que, pareciendo hermanos, pueden también parecer enemigos: el diccionario y la enciclopedia.

3. Diccionario y enciclopedia

Hoy en día, los lexicógrafos, los lingüistas y los antropólogos (por ejemplo Luis Fernando Lara, Jossette Rey-Debove y Dan Sperber) distinguen muy claramente el propósito del diccionario y el de la enciclopedia. Según ellos, los diccionarios se refieren al significado de las palabras, mientras que las enciclopedias se refieren a los objetos del mundo. Puede rastrearse el origen de esta diferencia hasta Aristóteles, pero fue seguramente Occam quien la expresó con más claridad:

La definición tiene dos significados, ya que una es la definición que expresa qué es el objeto (quid rei) y la otra es la definición que expresa qué es el nombre (quid nominis).

Esta diferencia implica que el diccionario puede hacer algo que la enciclopedia tiene prohibido; a saber, reflejar la valoración cultural de aquello que define. Un diccionario, por ejemplo, hará mal en ahorrarse el rasgo de fidelidad que nuestra cultura atribuye a los perros, pues entonces estaría sordo ante expresiones como “Su marido la siguió como un perro”. ¿Por qué “como un perro”? Pues simplemente porque la fidelidad forma parte de nuestra concepción del perro, como la valentía forma parte de la del tigre, la cobardía de la de las hienas, o la belleza de la de las mujeres. Se trata, desde luego, de valoraciones sin bases objetivas; es decir, de valoraciones ideológicas. Pero ¿qué valoración cultural no es ideológica en este sentido? Si quiere hacer una buena definición, el lexicógrafo debe suspender un momento su juicio personal (o su prejuicio personal) y reflejar fielmente estas valoraciones, por más que a veces se le hagan nudo las tripas. En cambio, quien define perro en la enciclopedia no tiene por qué dar cuenta de esas valoraciones y esos prejuicios. Para él, el perro puede definirse simplemente como “mamífero carnívoro de la familia de los cánidos”. Como él no tiene que dar cuenta de los otros significados de la palabra perro –como el que usamos para insultar a alguien: “¡Eres un perro sarnoso!”–, puede conformarse con poner en su enciclopedia la definición que le dan los zoólogos, adaptándola un poco para ayudar a los lectores que desconocen la terminología zoológica, pero sin alterarla esencialmente. En esto la enciclopedia es casi un mero reflejo de la visión del mundo que tiene la ciencia, mientras que el diccionario es casi un mero reflejo de la visión del mundo que tiene una lengua (es decir, una cultura lingüística). Digo casi porque esto es lo que la teoría dice que debería ocurrir, pero que no ocurre en realidad. Y es que, en teoría, tendría sentido para la cultura hispánica traducir al español, palabra por palabra, la Enciclopedia Británica, y sustituir con esa traducción todas las enciclopedias que se hayan redactado en español, pues la pertinencia de las definiciones enciclopédicas no depende de la lengua en que éstas se dan; en cambio, resultaría absurdo traducir al español el Oxford English Dictionary y pretender que sustituya a los diccionarios del español. Pero esto es en teoría. La realidad dice que una casi tiene sentido, y la otra casi es absurda; es decir, que ambas cosas ocurren hasta cierto punto, como muestra bien el éxito comercial de ese híbrido que llamamos diccionario enciclopédico. Después de todo, una enciclopedia se redacta con la lengua que es tema del diccionario (y con las valoraciones que ésta supone) y el diccionario suele tomar prestada parte de su información de la enciclopedia, con el pretexto de que el conocimiento científico ha ido permeando tanto en la cultura que ahora las categorías objetivantes de la ciencia comienzan a ser pertinentes para el significado léxico de las palabras. Creo que es un exceso decir esto, no sólo porque a un hablante le sigue teniendo muy sin cuidado que los tomates, por ejemplo, pertenezcan a la familia de las solanáceas y el perro a la de los cánidos sino porque la taxonomía biológica sólo muy rara vez coincide con la clasificación de los objetos del mundo que hacen las lenguas naturales. Y así, Borges decía que “no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural”, ambigua y deficiente, cosa que ilustraba con el siguiente ejemplo:

Estas ambigüedades, redundancias y deficiencias recuerdan la que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas.

3. Taxonomía y orden alfabético

Borges se burla, desde luego, pero creo que deja bastante clara la idea de que las taxonomías no son armazones objetivos sino convencionales. Tan convencionales como el orden alfabético, sólo que menos económicos y, a decir verdad, más dependientes que éste del orden del mundo que su cultura les presenta como algo dado de antemano; esto es, como un dato. Antes de la invención del orden alfabético, los libros que hacían inventarios de palabras (y que no se llamaban todavía “diccionarios” sino Cornucopia, Catholicon, Los siete mares, Modelo de carácter y cosas por el estilo); antes de organizarse alfabéticamente y de ser propiamente “diccionarios”, digo, estos libros ordenaban las palabras según un orden más o menos objetivo –quiero decir, según un orden “natural”, no arbitrario. Así, agrupaban en capítulos distintos las palabras que pertenecían a las diversas áreas de actividad y conocimiento: primero las que se empleaban en la agricultura, por ejemplo, luego las del taller del carpintero, después las de la cocina, etc. De ahí resultaba un catálogo tal que, para buscar una palabra desconocida, uno tenía que saber al menos a qué área pertenecía y luego leerse el capítulo correspondiente, hasta encontrarla; es decir, uno tenía que comprender de antemano la categorización del mundo que hacía esa lengua. Se dice que esa categorización es ideológica, pues responde a la idea del mundo que instaura la lengua en sus hablantes.

Hay en español hoy en día un diccionario que procede de esa manera y que, por ello, lleva el nombre de Diccionario ideológico de la lengua española. Se trata de un diccionario que no sólo se consulta como los normales (“de la palabra a la idea”, como dice él mismo; o semasiológicamente, como dice la terminología lingüística) sino también al revés (“de la idea a la palabra”; onomasiológicamente). Si uno no sabe cuál es el nombre del pestillo de la puerta, por ejemplo, busca en él la entrada puerta y ahí encuentra todas las palabras relacionadas con puerta, y entre ellas pestillo. Y así como pestillo aparece bajo puerta, puerta aparece bajo casa y casa bajo edificio, etc. Julio Casares, el autor de este diccionario, declara sin muchos remilgos que el último escalón de este prolijo ordenamiento del universo es Dios. Y está bien que así sea, si atendemos al significado de las palabras en español. Es decir, si atendemos –como los lexicógrafos– a la ideología del español, no a la nuestra en particular.

Pero aun este diccionario recurre al orden alfabético. Si uno quiere averiguar el nombre del pestillo, busca puerta, y hallará puerta en su orden alfabético. El orden alfabético muestra así que, con ser quizá más arbitrario que la ideología, es también más neutro y más claro. Y tanto, que la misma enciclopedia lo superpone al orden que le dictan las distintas ramas de la ciencia que en ella se reflejan. Dicho de otro modo, la enciclopedia –como el diccionario moderno–, procede ordenando palabras, no cosas; aunque luego –a diferencia del diccionario– defina cosas, no palabras. Pero la elección del orden alfabético tiene sus consecuencias, pues resulta entonces que la clasificación taxonómica de las ciencias pasa a formar parte de la definición de la palabra, en vez de ser sólo un índice para ubicarla en la taxonomía. En este sentido, decir en el diccionario que jitomate significa “Planta herbácea de la familia de las solanáceas” equivaldría a decir en la enciclopedia que jitomate es “la palabra que va colocada entre jitar y ¡jo! (en el Diccionario de la Academia). Ninguna de estas dos cosas es falsa, aunque ambas resulten un poco absurdas. Y no sólo porque podría discutirse si un lugar taxonómico equivale a una definición propiamente dicha (cosa que yo acepto, aunque entiendo que sea discutible) sino porque dar en el diccionario esa especie de clasificación taxonómica resumida que es el nombre científico no es distinto de dar su equivalente en otra lengua. Así, por ejemplo, Lycopersicum esculentum “traduce” jitomate al lenguaje de la botánica. Pero traduce la palabra sin definirla, como es propio de los diccionarios bilingües, no de los diccionarios monolingües a los que nos hemos estado refiriendo aquí.

4. Término y palabra

Pero, ya que el diccionario y la enciclopedia han decidido mezclar sus aguas y confundir índices y traducciones con definiciones, resignémonos a ver en ellos algunas inconsecuencias. Por ejemplo, el hecho de que tanto para el diccionario como para la enciclopedia el perro y el gato compartan el nicho biológico de los cordados dice algo, pero sólo algo mediado por la taxonomía que así los clasifica, no algo mediado por la lengua misma; es decir, explicita en términos de qué el gato y el perro comparten un rasgo, que en este caso es el de tener cuerda dorsal, pero tener cuerda dorsal es un rasgo pertinente para la biología, no para la lengua. Reproducir en el diccionario una clasificación de este tipo es útil para los hablantes cuando su lengua la comparte, pero resulta extraño hacerlo cuando no lo hace. En este caso, lo único que podría acaso justificar el compromiso del diccionario con la enciclopedia es el afán didáctico que arrastra consigo desde que nació, en los días de gloria de la Ilustración.

Justificadamente o no, el perro –que en la lengua era y sigue siendo simplemente un animal doméstico, enemigo de los gatos, fiel guardián y amigo del hombre– ahora es además, en el diccionario, un mamífero carnívoro de la familia de los cánidos. Esto, desde luego, obliga al diccionario a dar una acepción especializada de familia y a agregar la entrada cánido. No se trata de palabras que aparezcan en la lengua común, y en teoría deberían dejarse para los diccionarios especializados o terminológicos, pero el diccionario de la lengua debe ahora definirlas por sistema, pues las usa para definir otras palabras. Esto viola aquel ideal lexicográfico que exige que las palabras complicadas o desconocidas se definan en términos sencillos y comunes, pues cánido es una palabra mucho más acotada que perro, a cuya definición sin embargo sirve.
Con todo, hay palabras del vocabulario científico que entran a la lengua común y se vuelven de uso general. Pero, al entrar al diccionario, estas palabras tienen ante sí el horizonte de la desobjetivación. Digamos, por ejemplo, que la física ha definido con claridad el objeto que llama átomo. Ha tomado una palabra ya existente –aunque un poco olvidada– para designar a ese objeto, y le ha dado una nueva definición. Pero esta palabra, recién desempolvada, se populariza. ¿Qué ocurre entonces? Por principio de cuentas, que pierde su valor terminológico y comienza a comportarse como las demás palabras; a formar derivados, a desarrollar acepciones, a tener usos metafóricos. Uno de esos derivados es el adjetivo atómico, que puede haberse formado en el seno de la terminología, pero que no es en sí mismo un término. En cuanto la lengua natural se lo apropia, ya tenemos la pluma atómica y a la Hormiga Atómica; es decir, ya tenemos una valoración cultural respecto de aquello que se relaciona con el átomo. En el caso de la pluma vemos que el adjetivo sirve para indicar su modernidad: la pluma atómica presume de ser tecnología de punta (o presumía, pues ahora lo atómico ya no suena tan de punta; y si la pluma quisiera seguir presumiendo, haría bien en cambiarse de adjetivo y comenzar a llamarse, quizá, pluma plásmica). Por el lado de la hormiga, en cambio, vemos el rasgo (el sema, dirían los lexicógrafos) de la potencia y la fuerza extremas, casi sobrenaturales. Desde el punto de vista de la ciencia, lo atómico ha perdido su objetivación científica; desde el de la lengua, lo atómico ha sido nombrado en el seno de la cultura lingüística.

Tenemos así dos formas de apropiación de la realidad: la objetivación y la nominación. Son similares en cuanto ambas hacen entrar algo al dominio del conocimiento. No son similares, en cambio, en cuanto a la naturaleza de lo que hacen entrar a ese dominio ni en cuanto a la clase de conocimiento a donde lo hacen entrar. La primera, por ejemplo, define cosas y evita las metáforas y las ambigüedades, mientras que la segunda medra en ellas, pues define significados. La primera busca que a su objeto corresponda una definición y sólo una; la segunda tiende a desdoblarse en acepciones. Esta diferencia no sólo ha distinguido tradicionalmente a los lenguajes artificiales de las lenguas naturales sino que ha provocado que algunos limiten el valor del conocimiento a la primera y, cuando mucho, condesciendan a ver en la otra apenas un proto-conocimiento, una proto-ciencia y un proto-lenguaje, cuando no franca superstición y charlatanería. Son los que consideran absurdo que un peón pueda tener un valor más allá de las reglas que lo definen; los que creen que es sólo por la persistente necedad de los seres humanos por lo que aún puede subastarse un ajedrez en Sotheby’s; los que confían en que algún día la verdad científica se impondrá definitivamente sobre las demás. Por su parte, los que opinan lo contrario ven en estos científicos la imagen cínica y horrenda del Dr. Frankenstein... Pero unos y otros hacen de cuenta que no hay entre la ciencia y el resto de la cultura ninguna comunicación, y a nosotros hasta aquí nos ha interesado justamente lo contrario, su diálogo, pues consideramos que, siendo distintos, el conocimiento nominalista y el objetivista son conocimientos que se cruzan, aunque la naturaleza de ese cruzamiento no nos quede más clara que la del cruzamiento entre las matemáticas y su notación, la lengua y su escritura, el ajedrez de los jugadores y el ajedrez de Sotheby’s. Es decir, no nos queda muy claro el punto de fuga donde se tocan, al menos virtualmente, el conocimiento lingüístico y el conocimiento científico, el diccionario y la enciclopedia. ¿Es este punto un tipo de definición originaria, de la que se derivan las otras dos? Fraseado en evolucionismo: ¿tienen el nominalismo y el objetivismo un antepasado común? No parece ser así, al menos desde un punto de vista histórico, o sincrónico, donde queda claro que la nominación precede a la objetivación, pues ésta es, justamente, objetivación de lo nombrado. Dicho de otro modo, porque todo lenguaje artificial presupone la existencia de una lengua natural, como la enciclopedia presupone históricamente al diccionario. Y es sólo desde esta lengua natural, no desde la artificial, como podemos dar cuenta, por ejemplo, de las convenciones (de los procedimientos que emplea la notación matemática, del valor que tiene un peón en Sotheby’s). De ello se desprende que es sólo el diccionario, no la enciclopedia, quien puede dar cuenta del peón en cuanto a sus reglas y en cuanto objeto de subasta en Sotheby’s.

Pero ¿qué ocurre si dejamos de lado la perspectiva sincrónica y, haciendo caso omiso de la historia, nos concentramos en el estatuto actual, diacrónico, de ambos tipos de definición? Ocurre entonces algo que apuntábamos más arriba: que la definición enciclopédica rechaza la polisemia y sostiene una relación de biunivocidad entre el término y su definición. El diccionario, en cambio, acepta la polisemia y extiende ante el lector un abanico de acepciones, cada una de las cuales implica una definición distinta. Esto, que ya suena a verdad de Pero Grullo, implica sin embargo algo que tiene mucha miga; a saber, que la enciclopedia, al no definir palabras sino cosas, tiene como horizonte todas las cosas del mundo, que define con palabras sin definir a su vez esas palabras; el diccionario, en cambio, define palabras, no cosas, y tiene como horizonte todas las palabras del mundo, que define con palabras. Por eso puede decirse que la enciclopedia presupone al diccionario, no sólo histórica sino sistemáticamente, y que en ese sentido su lenguaje es una restricción del de aquél; esto es, que es un lenguaje artificial por comparación con él. Esto ocurre con todos los lenguajes artificiales: lo son en relación con un lenguaje natural. Si desaparecieran esas restricciones –o desapareciera la lengua natural, sobre la que se basa el sentido de tales restricciones–, entonces el lenguaje artificial dejaría de serlo. Se pondría inmediatamente a soñar, a hacer metáforas, a medrar en las ambigüedades. Va de suyo, entonces, que la dependencia de los lenguajes artificiales con respecto a la lengua natural, como la de la enciclopedia respecto del diccionario, no sólo refleja una condición histórica sino que también es sistemática; o, si se prefiere, lógica.

Así, la enciclopedia deja para el diccionario la definición del instrumento que usa para definir sus objetos, mientras que el diccionario tiene como horizonte definir la totalidad de su lengua. En cuanto proyecto, el diccionario es borgiano, absoluto, quizá imposible... Me explico.
La Micropedia de la Enciclopedia Británica define mano algo así como:

órgano prensil situado al final del antebrazo de ciertos vertebrados, dotado de gran movilidad y flexibilidad en los dedos y en todo el órgano. Se compone de la articulación de la muñeca, los huesos carpios, los huesos metacarpios y las falanges. Los dedos incluyen un pulgar [...] provisto de dos falanges, y cuatro dígitos, con tres falanges cada uno.

A esto sigue una descripción de los usos de la mano y sus variedades entre los vertebrados, especialmente los monos y los hombres. Ésta es, desde luego, la única acepción de mano que da la Enciclopedia Británica. Comienza diciendo “órgano prensil”; o lo que yo así traduje, pues el original dice “grasping organ”, pero es inútil buscar en la misma enciclopedia el adjetivo grasping, o siquiera el verbo to grasp, del que se deriva, pues los ha dejado para el diccionario. El Diccionario del español usual en México, en cambio, tiene 48 acepciones de mano. La primera, que corresponde a la de la enciclopedia, dice:

Parte del cuerpo humano y del de los primates, unida al antebrazo por la muñeca, que comprende la palma y cinco dedos, de los cuales el pulgar se opone a los otros cuatro

Esta definición va precedida de una descripción gramatical de la palabra, que nos indica que se trata de un sustantivo femenino, cosa que omite la enciclopedia, pues no le interesa describir la palabra mano sino la mano misma. Esto supone que en el caso del diccionario no es inútil buscar las palabras parte, cuerpo, humano, y ni siquiera la contracción del. Es un principio sistemático que el diccionario debe definir no sólo un número indeterminado de vocablos sino todas aquellas palabras que usa para definir esos vocablos. Y esto, que es sistemático, es también abismal, si recordamos que una definición debe poder sustituir a la palabra definida en cualquier contexto. Si yo dijo, por ejemplo, “Mi mano”, debo poder utilizar la definición para hacer la siguiente sustitución: “Mi parte del cuerpo humano y de los primates, unida al antebrazo por la muñeca...” etc. Quedémonos sólo con lo pertinente para el ejemplo; es decir, omitamos a los primates. Si digo: “Me duele la mano”, puedo hacer la sustitución siguiente: “Me duele la parte del cuerpo unida al antebrazo por la muñeca...”. Pero el diccionario también define la palabra parte, y lo hace así en su primera acepción: “Cierta cantidad de algo mayor, determinada o indeterminada, que se toma, se da o se divide de ello”. Está claro aquí que la mano es esa “cierta cantidad” de algo mayor, que es el cuerpo. Tenemos entonces que “Me duele esa cantidad del cuerpo que está unida a él por la muñeca”. Pero el diccionario también define cuerpo: “Conjunto de las distintas partes de un ser viviente; en el humano, la cabeza, el tronco y las extremidades”. Aquí comienzan los problemas. ¿Cómo puedo decir que la mano es una parte del cuerpo humano, cuando las partes del cuerpo humano han quedado reducidas a “la cabeza, el tronco y las extremidades”? Puedo suponer que la mano es una parte de una de las partes principales del cuerpo (parte de una de las extremidades), pues no me lo impide la definición de parte, pero entonces tengo algo muy complicado: “Me duele la cierta cantidad de la cierta cantidad del conjunto de distintas cantidades que forman a los seres vivos, unida a él por la muñeca”. Como se ve, el problema va más allá de la mera bruma estilística con la que a veces nos abruman los diccionarios, pues reside en que mano se define como una parte del cuerpo, mientras que cuerpo se define como un conjunto de partes, entre las cuales no está la mano. Afortunadamente para el diccionario (aunque no para la enciclopedia), no es ésta la única acepción de cuerpo que podemos tomar como base para nuestra sustitución, pues hay otra que también podría cuadrar con nuestros propósitos; la que dice: “Parte central o principal de algo”. En el entendido de que ese algo soy yo en cuanto unidad corpórea, pues es a mí a quien le duele la mano, la sustitución quedaría: “Me duele cierta cantidad de mi parte principal, que está pegada al brazo por la muñeca”.

Estas sustituciones pueden seguir y seguir, y en teoría no deberían terminar antes de haber agotado todo el diccionario, pues unas palabras se definen por otras y, por sistema, se intenta evitar que el círculo se cierre demasiado pronto. Si se cerrara muy pronto, ocurriría lo que en un diccionario que algunos llevamos en la primaria y que definía (si a eso se le puede llamar definir) “elefante. Paquidermo”, y “paquidermo. Elefante”, con lo que se agotaban todas las posibilidades de seguir leyendo. Si uno iba al diccionario porque no sabía qué significaba elefante, era bastante improbable que supiera, en cambio, qué significaba paquidermo. Pero, si buscaba esta palabra, simplemente lo remitían a elefante; es decir, a su duda original. Este procedimiento es el que emplean los diccionarios que usan sinónimos en vez de definiciones, aunque en este caso el desaguisado sea más grave, pues elefante no es ni siquiera sinónimo de paquidermo. Pero cosas así ocurren todo el tiempo, aun en las ciencias. La física, por ejemplo, define reloj como un aparato que mide el tiempo, pero reconoce que no puede dar una mejor definición de tiempo que aquella que dice: “magnitud que mide un reloj”. Cerrándose tan rápidamente sobre sí mismas, estas definiciones, con ser verdaderas, nos dejan algo frustrados, con ganas de que alguien venga y predique algo sobre el tiempo, por más meta-físico que sea ese predicado y por más que a los físicos pueda parecerles mero esoterismo.

Es sin duda algo por el estilo lo que ocurre en las sustituciones que hemos ido haciendo a partir de la definición de mano, pues, aunque un poco más tarde, también ellas se han mordido la cola, al definir las partes del cuerpo como partes del cuerpo, pero al cuerpo como conjunto de esas partes. Sin embargo ¿no es eso algo que tarde o temprano ocurrirá en todo diccionario?

5. El silencio del diccionario

Hemos dicho que el diccionario ideal debería hacernos recorrer todas sus páginas antes de morderse la cola. Pero un diccionario que utilice como definientes todas las palabras que contiene, y que a su vez define, es un ideal monstruoso. Desde luego, no existe ningún diccionario así. Lo que observamos comúnmente es que los diccionarios decentes (no como aquél de la primaria) usan un conjunto reducido de palabras para definir un conjunto mayor, que las contiene. Valdría quizá la pena preguntarse de qué tamaño debe ser estadísticamente ese subconjunto para cumplir con la condición de dar cuenta del conjunto entero, y en qué condiciones o hasta qué umbral crece el subconjunto cuando crece el conjunto entero. Digamos, por ejemplo, que el diccionario registra una nueva palabra: clon. Con ella crece el conjunto mayor, pero no el subconjunto, pues seguramente las palabras que usaré para definir clon formaban ya parte de él. Crecerá, en cambio, en cuanto use clon para definir otra palabra. Las palabras nuevas se definen con las viejas, hasta que ellas mismas se hacen viejas y sirven para definir a las nuevas nuevas. En este sentido, las palabras más “viejas”, las palabras más “primitivas”, son las que suelen aparecer con más frecuencia en el subconjunto de los definientes. No sólo las palabras vacías (palabras gramaticales), sin significado verdadero, como las preposiciones, las conjunciones, etc., sino palabras llenas, como objeto, utensilio, herramienta y cuerpo, pero también como parte, conjunto, un, cada, ser, hacer, tener, acto, etc. Éstas son las palabras más difíciles de definir, pues casi cualquier palabra que uno elija como definiente de ellas ha sido a su vez definida con ellas. Por eso suele ser ahí donde el diccionario se muerde la cola y donde el lexicógrafo sueña con una meta-lengua que venga a salvarlo de su encierro. Pero esa metalengua es aquí tan esotérica como la metafísica para el físico, y el lexicógrafo sabe que no tiene más remedio que olvidarse de ella. Con todo, sabe empíricamente que sólo muy raramente verá frustrado a un lector, pues esos definientes suelen ser, además, palabras tan frecuentes y conocidas que casi nadie se ocupa de consultarlas. Esto es más significativo de lo que parece, pues presupone que quien consulta el diccionario dispone ya de al menos las herramientas básicas para comprenderlo, y entre esa herramientas suelen estar comprendidas las palabras “primitivas”.

Las preguntas que se le hacen al diccionario se hacen pues dentro de la lengua, y es dentro de la lengua misma donde reciben respuesta. Quien consulta el diccionario tiene de antemano un cabo de su madeja entre los dedos, y puede entonces comenzar a jalar. En este sentido, el diccionario simplemente pone a la vista algo ya dado. No nos ofrece una lengua en sí misma sino su reflejo: es una re-flexión de la lengua sobre sí misma. Y en ese sentido podría decirse de él lo mismo que dijo de las proposiciones lógicas el Wittgenstein del Tractatus: es verdadero porque es tautológico. Pero, siendo verdadero, no dice nada, no agrega nada. Los artículos lexicográficos clasifican gramaticalmente las palabras y explicitan su significado, pero no dicen nada de ellas; no son predicados ni proposiciones sobre ellas sino simples mostraciones, ostentaciones. De este modo, la definición se propone como uno de los miembros de una ecuación (y de hecho algunos lexicógrafos llaman ecuación sémica a la relación que se establece entre un vocablo y su definición), lo que supone que sus miembros son equivalentes y se pueden sustituir mutuamente. Por eso puede decirse que, si la definición dice lo mismo que la palabra a la que define, entonces no dice nada de la palabra; la hace explícita, mostrándola desde esa perspectiva particular que llamamos diccionario, pero no predica nada de ella. A diferencia de la definición enciclopédica, que dice algo sobre los objetos del mundo, la definición lexicográfica no hace sino explicitar el significado que tienen esas unidades discretas que llamamos palabras; unidades que, en principio, sirven para hacer predicados, pero que no son predicados ellas mismas. De ahí que el diccionario aparezca como un gigantesco solipsismo. En una nota de 1931, Wittgenstein decía esto del lenguaje entero:

El límite del lenguaje se revela en la imposibilidad de describir el hecho que corresponde a una frase (que es su traducción), sin repetir justo esa frase.

Otra manera de mostrar esto es señalar que, para decir qué dice la palabra decir, el diccionario tiene que decir él mismo; tiene que definir el significado de las palabras significando con palabras. A esto algunos autores lo llaman “circularidad de la significación”, o “del sentido”, o “círculo hermenéutico”. Visto así, el diccionario mira el mundo y además intenta ver con sus propios ojos los ojos con que mira. La enciclopedia, en cambio, mira el mundo, pero está ciega para el ojo con que mira.

6. Jalando el hilo

Decir que el diccionario es solipsista y tautológico es una manera de mentar su autosuficiencia. Pero esta autosuficiencia es sólo de orden lógico, sistemático. Con esto quiero decir que su “cerrazón” sólo se ve atendiendo a las aspiraciones internas del diccionario; mirando, por así decir, su fuero interno. Pero si alzamos la vista y nos asomamos más allá, nos quedará claro que el diccionario dice cosas a los lectores; que les es útil para ensanchar su conocimiento de la lengua que hablan, y hasta el de las cosas que pueblan el mundo. Así, esa obra que en la teoría calla o es imposible, en la práctica habla y es depositaria de un tesoro (que es como primero se llamaron los diccionarios propiamente dichos: tesoros). Este hablar ocurre dentro del lenguaje, y lo presupone; esto es, se vuelve posible sólo porque el lector tenía ya entre sus dedos la punta de la madeja. Pero el lector del diccionario no sólo ve cómo se deshace la madeja hasta volverse un mero estambre suelto sino que la ve girar y mira cómo, de su remolino, se forma un como genio de Las mil y una noches que le promete satisfacer todos sus deseos; o, para el caso, responder a todas sus preguntas. Así lo ve Luis Fernando Lara en su Teoría del diccionario monolingüe, donde el problema teórico del diccionario se plantea y se resuelve pragmáticamente. En la práctica, pues, el diccionario adquiere sentido en un contexto de preguntas y respuestas. Dicho en terminología lingüística: adquiere su pleno sentido en cuanto acto verbal. A la pregunta “¿Qué es un perro?” o “¿Qué significa perro?”, el diccionario responde “[Perro es] un mamífero carnívoro” (en su vertiente enciclopédica) o “[Perro significa] animal que ladra” (en su versión lexicográfica). Y en estos dos casos los verbos ser y significar pueden considerarse predicativos. El diccionario dice cosas.
Uno siente aquí la tentación de comparar el diccionario mudo de la teoría (el de la “teoría inmanentista”, diría Luis Fernando Lara) con las matemáticas puras, y al diccionario parlanchín de la práctica (el de la “teoría pragmática”) con las matemáticas aplicadas; o con la formulación matemática de la teoría atómica, por un lado, y las bombas atómicas, por el otro. No estoy seguro de que esto pueda hacerse con plena legitimidad, pero el ejemplo me sirve para mostrar la manera en que una cultura se apropia de las afirmaciones de la ciencia. Legítimamente o no, los vocablos átomo y atómico dejaron de ser términos más o menos acotados, más o menos restringidos a usos especializados, y se popularizaron. No cuando los científicos formularon la teoría atómica sino cuando esa teoría comenzó a mostrar resultados que eran socialmente pertinentes, significativos; cuando la teoría atómica comenzó a ser comprendida y valorada, si no en sus formulaciones teóricas, sí al menos en sus consecuencias prácticas. Así, uno podría consultar las ediciones sucesivas de una enciclopedia para comprobar el estado del conocimiento objetivo en cada momento determinado, y cotejar las definiciones de ediciones sucesivas de un diccionario para comprobar la valoración social de ese conocimiento en cada momento. Por ejemplo: ¿qué nos dice sobre esta valoración el aparente desplazamiento del adjetivo atómico por el adjetivo nuclear? ¿Se debe esto a una precisión proveniente de la enciclopedia, a una “modernización” del vocabulario, que sustituye una palabra por otra, pero las considera básicamente como sinónimos? Y así, lo que antes valorábamos como atómico en la Hormiga Atómica, luego lo valoramos como nuclear en el Hombre Nuclear. ¿O se trata más bien de una tendencia a distinguir dos categorías distintas en el uso que se hacemos de la energía que proviene de los átomos, dado que las palabras no son sinónimos exactos? Si usamos “energía atómica” o “energía nuclear” indistintamente, en cambio es mucho más frecuente hablar de un “reactor nuclear” que de un “reactor atómico”, y es de plano imposible llamar “pluma nuclear” a la “pluma atómica” (tan imposible como usar terminológicamente “número nuclear” en vez de “número atómico”). Podría ocurrir, por ejemplo, que nuclear se fuese reservando para los usos pacíficos, y atómico para los militares (no digo que eso esté ocurriendo, desde luego, sino sólo que podría ocurrir).
Puede ser que esta valoración sea indiferente para la teoría en cuanto tal, pero no para sus aplicaciones, y menos aún para los científicos en cuanto actores sociales, pues es ella la que los califica de “genios locos” o de simples “genios”; y es ella, finalmente, quien concede el Premio Nobel no al trabajo de un científico sino al científico en nombre de su trabajo. Por hacer un símil, esto es como darle el premio, no a la definición de átomo sino al vocablo átomo. Uno es el representante del otro. Y quizá por eso la sociedad concede a los científicos un estatuto peculiar, que los convierte en autoridad aun cuando la sociedad no comprenda el trabajo que le ha conferido tal autoridad, como comprende que la figura que se halla en la calle es un peón, aun cuando no sepa cómo se juega al ajedrez. Es pues en la figura del científico, y no realmente en la comprensión de su obra, donde la sociedad muestra el valor que concede a esa obra, aun cuando para hacerlo deba confiar un poco a ciegas en el veredicto de los especialistas. A ciegas y de buena fe, como los pericos del chiste aquél del hombre que entra a una tienda de mascotas y pregunta el precio de un perico: –Siete mil pesos –dice el dependiente. –¡Qué caro! –responde el hombre–. Pues ¿qué hace este perico? –Ah, pues habla inglés, como podrá comprobar usted si le jala la patita izquierda. El hombre lo hace, y el perico se suelta hablando inglés. –¿Y este otro? –pregunta. –Ése vale diez mil. –¿Pues qué hace? –Habla inglés si le jala la patita derecha, y francés si le jala la izquierda. –Ahhh. ¿Y aquel otro? –Quince mil. –¿Por qué tanto? –Es doctor en caos cuántico. –Es mucho para mí. Pero dígame, ¿cuánto pide por aquél, tan chiquito y calladito, que está allá? –Ah, pues aquél vale cien mil pesos. –¿Por qué? ¿Habla muchas lenguas, tiene muchos títulos? –No. Ni habla ni tiene títulos. –¿Entonces? –No sé, pero todos los demás lo llaman “Maestro”...
Es esta confianza en el veredicto de sus pares lo que nos hace apreciar los trabajos de los científicos. Pero está claro que ese veredicto no es en sí mismo un acto científico sino un aprecio cultural que se da por razones científicas. Por eso tiene sentido que muchas de las encuestas sobre los grandes genios de la humanidad pongan en primer lugar a Einstein, a pesar de que los encuestados encuentren ininteligibles sus teorías. Ocurre que Einstein ha pasado de la enciclopedia al diccionario, donde sus teorías no pueden tener sino un rostro alterado por la vulgarización, por la divulgación, pero es éste el rostro que apreciamos los legos, los simples mortales. Valoramos socialmente el conocimiento científico aun sin comprenderlo, como amamos a las personas aun sin comprenderlas. En ese Sotheby’s enorme que es la sociedad, es la figura de Einstein quien de veras rifa, aunque a fin de cuentas rife porque es figura de algo, signo de algo.