Discusión

El PRD: La errancia continua

 

 

 


El debate sobre la naturaleza de la transición a la democracia en México parece haber llegado a una suerte de cansancio. Lo abruma no el desgaste de sus reflexiones teóricas, sino la parálisis y la dispersión del propio proceso de democratización. La lentitud del cambio ha desembocado finalmente en la exacerbación de los extremos que definen en la actualidad a la geografía política del país: por un lado, los "duros" que se oponen, en esencia, a un cambio sustancial del sistema político; por el otro, los grupos armados que han decidido lanzarse por el camino de la guerra civil. Las perspectivas de esta confrontación son aterradoras: el país puede quedar atrapado en el incendio de la política de las armas. ¿Qué pueden hacer los partidos políticos y las organizaciones civiles para hacer frente a esta dramática situación?

Preocupado por la situación y por su propio destino, el Partido de la Revolución Democrática —a través de su órgano directivo— convocó a un grupo de intelectuales que no pertenecen a sus filas a una reflexión colectiva.. Participaron en el debate (en orden de intervención): Mauricio Merino, Lorenzo Meyer, Norbert Lechner, Enrique Semo y Demetrio Sodi, entre otros.Fractal obtuvo el video que recoge el desarrollo de la discusión. Todas las intervenciones fueron presentadas oralmente. A ello se debe el tono coloquial de los textos. La conversación es uno de los ejercicios rigurosos que nos permiten construir, de manera imprevisible, otra percepción de la realidad. Sirva la publicación de este texto como una invitación a la discusión.

MAURICIO  MERINO
La definición de la vida

 

 

Hace cinco años se podía imaginar quizá que el horizonte de México hacia el siglo XXI sería democrático. Hoy esta idea ya no es clara. La democracia, la transición a la democracia, se complica y se aleja cada vez más. En realidad, cabe preguntarse si la democracia es realmente inexorable. A mí me parece, desde luego, que no es así. La democracia es un esfuerzo de construcción; en México este esfuerzo de construcción se ha ido aplazando, complicando y, paradójicamente, mientras más se atrasa más se complica y mientras más se complica más se atrasa. El difícil proceso de transición se halla en un círculo vicioso. Resulta una obviedad afirmar que la democracia es finalmente el producto de un arreglo institucional entre las partes que establecen las reglas del juego. Sin embargo, el proceso de fijar nuevas reglas del juego, que sean capaces de sustituir a las reglas autoritarias que todavía siguen prevaleciendo en el país, se ha vuelto el nudo gordiano de la transición a la democracia. Existe un consenso de que México debe ser un país democrático; también en torno a las bases mínimas de lo que esta democracia significa: un sistema de partidos y de elecciones realmente válidas, la igualación de oportunidades para los partidos políticos y dar sustento al Estado de derecho. No hace falta repetir el recetario de las transiciones; es bien conocido. No obstante, los procedimientos se han vuelto el problema. Hay en la política mexicana de hoy más razones para el desacuerdo.

Una segunda premisa, aparentemente contradictoria con la primera, es que la democracia parece ser más necesaria que antes. Así como la transición se ha complicado, el régimen democrático aparece como una solución necesaria. Este criterio de necesidad nunca había estado planteado tan claramente en la vida política del país. ¿Cuáles son las razones que sustentan esta necesidad? La primera está ligada al problema de la legitimidad del régimen, que hoy no puede sustentarse sino en los votos. Entendida como un sistema de creencias, la Revolución Mexicana ha dejado de cumplir la función legitimadora (y la legitimidad es, a final de cuentas, un sistema de creencias) que tuvo durante muchísimos años. Para gobernar con legitimidad hacen falta los votos y para que los votos otorguen esa legitimidad a plenitud hacen falta las reglas democráticas. La segunda razón atañe, sin duda, al modelo de desarrollo basado en la apertura hacia el exterior y el fortalecimiento del mercado. Desde la perspectiva del propio gobierno, el régimen político debe ser compatible con este modelo de desarrollo. La democracia le es indispensable a quienes gobiernan el país rigiéndose por el modelo del mercado y la apertura internacional. La tercera razón es que México ya no puede ser gobernado por un solo partido político, un partido "prácticamente único" como gustaba decir Carlos Salinas de Gortari. Por sí solo, el PRI ya no puede garantizar, a un tiempo, estabilidad política, desarrollo económico y paz social. Juntos, estos tres criterios reunirían las condiciones básicas de una gobernabilidad democrática; pero ninguno de ellos puede ser logrado por un solo partido.

La contradicción es patente. Si hay una necesidad de construir la democracia como pocas veces antes, las razones que impiden su desarrollo pesan más que la "necesidad" misma. Esta contradicción está produciendo efectos visiblemente negativos sobre la vida política del país. El primer efecto negativo es la desatención ciudadana con respecto a los partidos políticos. Hay una explosión de organizaciones y movimientos de la sociedad civil que se reclaman a sí mismos como no partidarios. En realidad, se trata de otras formas de hacer política no comprometidas con la militancia partidista; son también formas más laxas, que no tienen las obligaciones, ni las responsabilidades que deben cargar los partidos. Es, si se me permite una expresión más clara, una forma cómoda de entrar a la política a demérito, en todo caso, de los propios partidos que sí participan en la competencia. No sobra decir, que en la medida en que la sociedad civil cobra nuevos espacios de participación, los partidos políticos pierden relevancia. La segunda consecuencia negativa del desencuentro entre la necesidad democrática y el desarreglo político es la apertura reciente en los medios de comunicación a la especulación abierta sobre la posibilidad de crear nuevos partidos. En esta lectura, una de las causas de ese desacuerdo sería la existencia de un vacío que tiene que llenares con nuevos partidos y, en particular, con partidos de centro-izquierda. La tercera consecuencia es, por supuesto, el avance del partido bisagra de este nudo de desacuerdos que impiden el desarrollo de la democratización: el Partido Acción Nacional que ha sido, sin duda, el beneficiario directo del proceso incompleto de transición. Acción Nacional avanza, avanza y sigue avanzando. ¿Está sustentado este avance en un arreglo político democrático o el PAN se ha beneficiado justamente del desarreglo? Yo me inclino por la segunda explicación.

¿Cuál es el papel que puede jugar el Partido de la Revolución Democrática en este panorama de contradicciones entre desarreglos políticos, necesidades democráticas y vacíos que se van llenando por la sociedad civil, por Acción Nacional e inclusive por la prensa? En términos de estrategia, la posición del PRD frente a la transición a la democracia no es clara; tampoco lo es su posición frente a la complejidad entre desacuerdos, estrategia de ruptura y estrategia de acuerdos. Esta ambigüedad ha quedado reflejada (muy machaconamente) tanto en la prensa auspiciada por el gobierno como en la prensa en general. Es obvio que al PRD le hace falta una estrategia de comunicación más nítida que explique eso que parecen ambigüedades y que probablemente no lo son; pero le hace falta también aclararse la posición misma. Su política, tal y como ha sido percibida por la opinión pública, nos anuncia que todo consiste en hacer caer al partido del gobierno, al régimen de Estado, al partido del Estado —como yo preferiría llamarlo—, más que en abrir espacios democráticos que, finalmente, pueden edificarse incluso con lo que queda del partido del Estado. Ésta me parece una definición absolutamente fundamental. ¿Se puede o no desarrollar la democracia con el PRI? Tengo la sensación de que el PRD no ha respondido a esta pregunta frente a la opinión pública.

Otra cuestión crucial, más de fondo, es la definición ideológica. Independientemente de la historia del PRD, que todos conocemos, lo que debe darle fortaleza no es tanto los méritos acumulados en la lucha por la democracia, sino sus posibilidades de seguir siendo una fuerza clave en la democratización misma. En muchos de sus discursos, se concibe como el pivote que destapó la democracia. Nadie podrá quitarle ese mérito. El problema es: ¿qué sigue?, ¿qué viene después? Sus definiciones como una fuerza de centro-izquierda no son suficientemente claras. No se sabe, desde afuera, si es o no un partido de centro-izquierda. Sí se sabe, en cambio, que la discusión al respecto ha sido elusiva. Para el mercado electoral mexicano es importante aclarar cuál es la posición del PRD en la geometría política actual. La relevancia de ello reside no sólo en esta supuesta apertura del espacio de centro-izquierda —que hoy todo el mundo pretende llenar y que, a mi parecer, lo está ocupando el PRD—, sino que esa definición debe ser explícita. De lo contrario, queda la sensación de que existe efectivamente un vacío; y, en consecuencia, hay quienes pueden optar por llenarlo.

Recientemente, el viejo profesor Norberto Bobio nos ha recordado, que las referencias de derecha e izquierda siguen siendo válidas porque son las únicas disponibles (con mayor razón después de 1989). En este sentido, en el PRD se echa de menos una posición nítida frente a los problemas de la igualdad y la libertad; es decir, frente a los temas del Estado de derecho y los instrumentos para lograr la igualdad. Hablar de democracia no es suficiente; hace falta dar sentido a la contienda democrática. Norberto Bobio subraya que el criterio que se emplea más frecuentemente para distinguir a la derecha de la izquierda es la actitud que asumen los hombres frente al ideal de la igualdad. La insistencia en el tema de la igualdad no es lo que define precisamente al proyecto del PRD. Bobio reitera, además, que ningún proyecto de distribución de la riqueza que busque la igualdad puede evitar responder a las siguientes preguntas: ¿igualdad entre quiénes?, ¿cómo se logra? y ¿cuáles son sus criterios? Afirmar que la izquierda es igualitaria no quiere decir que deba ser igualitarista. Una cosa es pretender reducir las desigualdades de todo tipo mediante los derechos sociales —derechos al fin— y otra muy distinta es buscar la igualdad de todos en todo y de una sola vez. De ahí que el viejo profesor italiano sugiera que otro elemento de la misma distinción entre izquierda y derecha sea la que está dada entre libertad y autoridad, para subrayar enseguida que han existido y existen todavía doctrinas y movimientos libertarios tanto en la derecha como en la izquierda. Libertad entendida como derechos que valen por igual para todos y que no excluyen a nadie. Libertad como el eje de la construcción democrática para buscar después la igualdad.


LORENZO MEYER
Los muros de la ideología

El punto de partida es el temor —lo expreso como lo he expresado en otras circunstancias— de que el PRD pueda convertirse en algo irrelevante; es decir, el temor de que haya dejado de cumplir la función central que tuvo. Hay, ciertamente, indicadores que nos permiten suponer que un partido de centro-izquierda tiene hoy en México mayores oportunidades que nunca en el siglo XX. Vivimos un fin de régimen, el final de un largo ciclo histórico donde las viejas certezas fenecen y se abren nuevas posibilidades. Nos hallamos también al fin de la confrontación internacional entre el Este y el Oeste. Durante largo tiempo, el entorno internacional no fue apropiado para que en México prosperara una fuerza de centro-izquierda. En la Guerra Fría, Estados Unidos definió su seguridad interna en torno a la lucha contra el comunismo. La frontera de los tres mil famosos kilómetros impuso que lo que sucedía en México internamente fuera considerado por Estados Unidos como parte de su seguridad nacional. Hoy, sin el comunismo enfrente y cuando la confrontación entre los bloques desaparece, la posibilidad de que en México ocurran procesos internos radicales, que ya no sean vistos por Estados Unidos como parte de su seguridad interna, es un hecho que no presenciábamos desde 1918. Antes de la confrontación con el comunismo, la Revolución Mexicana vivió momentos de gran libertad. Después se cerraron los espacios. Si se permitieron ciertas opciones, fue en el marco de límites precisos. Hoy Estados Unidos, la potencia hegemónica con la que debemos convivir, no está segura de cuáles son los límites. En 1988 hubo todavía quien recurrió al anticomunismo para combatir a Cuauhtémoc Cárdenas. Pero en 1996 y de cara al año 2000, esta estrategia forma parte del pasado. Nos encontramos frente a una situación extraordinariamente positiva, novedosa y que permite pensar, con cierto optimismo, en la posibilidad de crear, fomentar y hacer prosperar un partido de centro-izquierda. El hecho de que Estados Unidos haya dejado de imponer su enorme veto agrega esperanzas.

Otra novedad relevante: en el mundo periférico, y en México en particular, el proyecto económico del neoliberalismo —un proyecto sostenido, en buena medida, por éxitos parciales en Estados Unidos, Europa y Japón— ha tenido que enfrentar situaciones adversas y comienza a perder legitimidad. No es necesario ir demasiado lejos. En México ha empezado a perder legitimidad lo que hasta hace poco tiempo fue la corriente ideológica más importante en el contexto mundial. Es preciso plantear de nuevo la viabilidad económica de México y ello ofrece otra posibilidad para el desarrollo de una fuerza de centro-izquierda.

Sin embargo, los resultados de las elecciones regionales recientes hablan en dirección opuesta. Se trata, como decía Mauricio Merino, de un proceso en el cual el PAN obtiene ventajas rapidísimas. Son resultados de una situación que amerita otras salidas. El Frente Democrático Nacional y, después, el PRD fueron la fuerza política que, desde 1988, se enfrentó abiertamente contra el sistema autoritario, centrado en la presidencia y en el partido de Estado; fue también la fuerza que más se desgastó en ello. El PAN, por el contrario, se hizo a un lado. Quien realizó el mayor esfuerzo para mover al sistema de la posición que lo había distinguido durante sesenta años hasta obligarlo a abrir un nuevo espacio político fueron, insisto, el Frente Democrático Nacional y el PRD. Por su parte, el PAN siguió una estrategia donde el antiperredismo y, en particular, el anticardenismo se convirtieron en el pivote alrededor del cual giraron —y continúan girando— poderosas fuerzas antiguas y nuevas.

En los seis años de gobierno de Carlos Salinas de Gortari, la presidencia fue una fuerza dedicada a golpear al PRD. El PAN lo aceptó. Desde entonces, el PAN se ha presentado ante el conjunto de la sociedad como una mezcla de actitudes —digamos—, sensatas; actitudes que son bien comprendidas por la mayor parte de la población. Simultáneamente, le ha ofrecido al gobierno ser la fuerza política que permita, lentamente, sin demasiados tropiezos, una apertura tanto del gobierno como del sistema. A mi juicio, en los años que van de 1988 a la fecha, el partido de Estado y el PAN capitalizaron la lucha frontal del PRD y estrecharon una alianza (que ha tenido sus propias dificultades). En 1994 el PRD estaba exhausto. Éste el origen de las realidades que observamos ahora en Jalisco, Guanajuato y Yucatán. Me hago una pregunta y se las hago a ustedes: ¿cómo van a revertir esta tendencia?; ¿qué hacer para que el PRD no sea quien pague el costo más alto porque se enfrenta abiertamente al régimen?; ¿cómo dar una nueva definición a su estrategia política para no ser presentado ante la sociedad como un grupo que no entiende la realidad nacional, que es maximalista, que no se le puede confiar la dirección del poder? y, sobre todo, ¿cómo dejar de seguir alimentando a la oposición de centro—derecha, el PAN, a costa del propio PRD?

No sé cómo se podría cambiar esta situación. Lo que sí parece claro es que la política que ha seguido el PRD hasta ahora ya dio todo de sí. El PRD no ha podido conseguir lo que el PAN sí ha conseguido: gobiernos estatales, una considerable cantidad de gobiernos municipales, presencia definitiva en el Congreso, entre otras cosas. El PRD necesita conseguir la gubernatura de un estado; si no la consigue pronto, veremos continuar el proceso, que ya señaló Mauricio Merino, de su pérdida de momentum y de ganancia del PAN. No hay que olvidar que el PAN tiene la intención de presentar una gran opción para las próximas elecciones al Congreso. Y lo que suceda en 1997 habrá de determinar, en buena medida, lo que pase en el año 2000.

La sociedad mexicana (estas generalizaciones deben matizarse) es muy conservadora. El PRD no ha sabido captar esa parte de su alma. Es conservadora, porque es una sociedad que nunca ha vivido la democracia. Cuando se observan las marchas (y el PRD es buenísimo para organizarlas), se trata siempre de la misma gente, el mismo grupo; esa parte minoritaria de la sociedad que aparece en las calles y da la impresión de representar al grueso de la sociedad. Pero quizá es la minoría más despegada del conjunto, la menos representativa. En las urnas todos valen por igual. Vale lo mismo el que marcha que el que no marcha; el que se queda siempre en casa y el que se desgasta en la lucha social. La mayoría de los votos no responde a la clientela del PRD (a la que se observa en las calles), sino a la que tiene una enorme desconfianza hacia el cambio. Es la mayoría que nunca ha experimentado la democracia y que no se la imagina bien. El PAN apela a ella con un argumento definitivo: "ahí está, vean a los locos del PRD". En cambio, los panistas pueden decir de sí mismos: "nosotros somos gente equilibrada, sensata, comprometida". El PRD está propiciando que la parte conservadora de la sociedad mexicana vea en el PAN una opción cada vez más clara.

A mi juicio, hoy que ya no existe la "madre patria" del socialismo, es preciso pensar al PRD fuera del marco impuesto por la inflexibilidad ideológica. Ya no hay necesidad de ideologías inflexibles. Reflexionemos en cómo opera Acción Nacional. El PAN tiene la ventaja de la flexibilidad. La derecha no tiene ideologías, como se ha dicho en reiteradas ocasiones, tiene intereses y es flexible en su ideología. Es capaz de presentarse de múltiples maneras. Puede ser populista, como en el caso de Guanajuato; puede también actuar de manera ortodoxa frente al neoliberalismo. Se mueve con mayor flexibilidad, porque no tiene una piedra que la ate a la ideología. En cambio, en el PRD todavía se observan reminiscencias de los compromisos (acaso explicables por la edad de muchos de sus cuadros) de aquellos que nacimos cuando las ideologías eran inflexibles. Entiendo que no nace simplemente el ser heterodoxo, pero ello inhabilita al PRD para aprovechar la buena disposición hacia el cambio que existe actualmente en la sociedad mexicana; así sea, insisto, el cambio dentro de un marco estrictamente conservador.

En su larga historia, México nunca ha conocido una experiencia democrática. Si en Chile se unificaron las diversas tendencias de oposición para restaurar el régimen democrático, ello también fue posible gracias a que los chilenos tenían en su memoria una experiencia democrática, un pasado democrático al cual apelar. Incluso en España, la era de la República dejó su huella, que si fue de caos, también lo fue de una explosión de ideas de libertad. En el pasado de México no existe ningún momento parecido. Enrique Krauze ha tratado de presentar a Madero y al maderismo como uno de estos momentos. Es una apreciación incorrecta. Madero llegó al poder por la vía de las armas, no por la vía de las urnas. En las elecciones de 1911, cuando el maderismo se lanzó a las urnas no hubo más que un solo candidato: Madero. Además el maderismo sólo duró hasta 1913, demasiado poco, cuando fue derribado por el golpe de Victoriano Huerta. El PRD, como partido que quiere ser de centro—izquierda y democrático, se mueve en un terreno que la sociedad mexicana desconoce; no hay un pasado en el que este futuro se pueda proyectar. Por ello es quizá más sencillo para el centro—derecha apelar al grueso de los mexicanos, a esos que no salen a las calles ni van a las manifestaciones.

Recordemos que en agosto de 1994 las encuestas preguntaban frecuentemente: "¿Por qué no vota por el PRD?". La respuesta mayoritaria era: "el temor a la guerra". Yo mismo la escuché en las zonas marginadas y más pobres del Distrito Federal. La gente veía al PRD como el partido de la violencia. Ahora que el origen de la violencia se percibe más bien en el propio Gobierno, es acaso el momento en que el PRD se podría presentar como algo distinto (y más atractivo) para esa mayoría de mexicanos que se hallan realmente atados a sus tradiciones, que han recibido severos golpes a sus economías y que ya empiezan, por la vía de la televisión, la radio y la prensa, a saber que la democracia existe en otras partes del mundo. Frente a esa mayoría el PRD todavía representa —entre otras razones por la forma particular en como la televisión ha difundido las campañas políticas— una incógnita y un temor. El PRD requiere un vuelco súbito para enfrentar las elecciones de 1997. Hay un fenómeno parecido al de una bola de nieve. La credibilidad del PAN ha aumentado en la medida en que aumentan sus victorias electorales. A más gobernadores más votos y viceversa. Cada vez que el PRD pierde, así sea en Chiapas, Tabasco o Michoacán (y las razones pueden estar claras: fraudes, desigualdad en presupuestos, manipulación televisiva, etcétera) se vuelve, ante ese gran público mexicano, un partido de perdedores. Hay que quitarle esa imagen.

 

 

NORBERT LECHNER
La política es la lucha por el centro

 

Antes que nada permítanme agradecer la invitación. Estoy convencido de lo fructífero que resulta el intercambio de opiniones entre el mundo académico y el mundo político. Cada uno respetando su autonomía y su lógica propia: los políticos tomando decisiones y los intelectuales planteando problemas. Como extranjero no me corresponde, obviamente, hablar sobre México; además no sería ésa mi posible aportación. Quisiera tan sólo exponer algunas reflexiones a partir de un análisis político de orden teórico.

Comienzo por describir el nuevo contexto en que nos encontramos. En primer lugar, nos hallamos frente a un proceso de globalización que se distingue por la presencia de megatendencias que no sólo son económicas, sino también (y sobre todo) culturales, sociales y que amortiguan y relativizan las especificidades de cada país. En Latinoamérica estamos acostumbrados a creer que cada uno de nuestros países es único. México, Chile, los otros países: siempre creemos que tienen algo sui generis. Sin embargo, la globalización actual relativiza las grandes particularidades nacionales. Un segundo aspecto es el fin del sistema bipolar, el fin de la antinomía capitalismo—socialismo, de la antinomía militar y, por lo tanto, la emergencia de una nueva preeminencia de las relaciones económicas. El tercer aspecto, estrechamente vinculado al anterior, es el avance de la sociedad de mercado y el redimensionamiento del Estado. No se trata simplemente del despliegue o no de la economía capitalista de mercado, sino del desarrollo de sociedades de mercado: sociedades definidas por actitudes, valores y conductas nuevas propias del mercado. Ello ha provocado cambios profundos en la manera de pensar la política, en las formas de hacer política y, por supuesto, en el orden mismo del Estado, como ya lo explicó Lorenzo Meyer; cambios que eliminan una serie de recursos políticos que antes se hallaban a disposición del Estado y que ahora simplemente ya no lo están. Un cuarto elemento es la cultura posmoderna —una noción difícil y ambigua— que se despliega en dos ámbitos. Uno es la enorme aceleración del tiempo que cuestiona las dimensiones del pasado y del futuro, de manera que estamos viviendo más y más un solo presente, exento de nociones de futuro. El otro ámbito es la cultura de la imagen que se impone a la cultura de la palabra. Hay un cambio en la política que ya no obedece al discurso escrito, sino que se resuelve en imágenes fugaces, repetitivas y que imponen su ritmo a los acontecimientos políticos. La política transcurre con la rapidez de los noticiarios de CNN.

Un quinto rasgo que distingue al contexto en el que nos encontramos es, sin duda, la democracia como megatendencia (léase:el contagio democrático provocado por el contexto internacional) y que ha sido un elemento crucial en los procesos de democratización en América Latina. Lo paradójico es que mientras que la democracia ha adquirido un arraigo como nunca antes en América Latina, su sentido general está en duda. Cuando hicimos la transición en Chile teníamos la visión de que la democracia era un punto de llegada más o menos fijo. Llegamos y nos dimos cuenta que obviamente no era así. Debimos haberlo sabido antes, pero es diferente decirlo a vivirlo. El significado de la democracia se redefine en cada momento. Uno de los grandes problemas actuales es (no solamente en México y en América Latina) redefinir el sentido que tiene la democracia en este nuevo contexto.

No debe sorprendernos que junto a estos cambios se operen transformaciones en la política misma. Señalo tres de ellas que me parecen notorias. La primera es el descentramiento de la política (que significa algo más que la noción de "descentralización"). Un proceso de descentralización territorial, por ejemplo, puede coexistir con la centralidad de la política. Lo que yo postulo es que la política está perdiendo su lugar central en la organización de la sociedad. Antes la política y el Estado representaban la punta, el vértice, la pirámide de la organización social; hoy ya no es así. La política ha dejado de ser el núcleo rector que coordina y regula el conjunto de los procesos sociales. Se halla en curso un debilitamiento decisivo de la soberanía externa e interna del Estado. La soberanía externa se ha debilitado por el proceso de globalización; la interna, porque si la política se basaba antes en el recurso fundamental del mando jerárquico, hoyeste principio se ve cuestionado por la complejidad de la sociedad. La política ya no cuenta con la información suficiente para intervenir jerárquicamente, verticalmente, en los diversos procesos sociales. No me refiero solamente a la economía, sino también a otros campos como, por ejemplo, la ciencia y el arte. Cada uno de los campos de la sociedad cobra mayor autonomía, tiene su lógica y sus códigos propios y, por lo tanto, no permiten a la política interferir en sus prácticas particulares.

Junto al proceso de pérdida de centralidad de la política, hay un segundo momento que es complementario: la informalización de la política. Así como podemos hablar de la economía informal, así como en el mundo jurídico existe un derecho de facto, así también observamos un proceso de informalización de la política. Hasta hace poco la política estaba relativamente acotada por el sistema político. Las instituciones políticas marcaban el campo de la política y eso permitía distinguir entre la esfera política y la no política. En la actualidad la política desborda el marco institucional del sistema político; y lo desborda desde "abajo" y desde "arriba". Desde "abajo": las iniciativas ciudadanas, la sociedad civil actual por ejemplo, o el conjunto de presencias ciudadanas que constituyen —digamos— una "zona gris" que no es directamente política (en términos de los partidos o de las instituciones políticas), pero que tampoco podría llamarse apolítica o social. Desde "arriba": otra "zona gris" en la que está prosperando una informalización de la política desde "arriba" se debe a —si se me permite llamarles así— las nuevas redes políticas (en inglés: networks). Actualmente, el Estado, que ya no cuenta con la información ni con los mecanismos suficientes para llevar a cabo políticas públicas, por ejemplo, requiere de la colaboración de otras instancias económico—sociales que a su vez no pueden resolver las cosas por sí solas. Hay una creciente interdependencia entre política y actores sociales y económicos que desemboca en la formación de redes políticas. En México la prensa no es muy explícita al respecto. En Chile, por ejemplo, podría relatarles cómo una parte de la legislación se cocina a través de ese tipo de redes, ya sea la ley de telecomunicaciones, la de pesca o la reforma al sistema de salud. Al insertarse en la esfera política, estas redes congregan instancias de gobierno que, frecuentemente, están peleadas entre sí. ¿No acaso una buena parte de la política de gobierno se dedica a la pelea interna entre sus diversas instancias? Las instancias de gobierno interesadas en un tema particular se juntan con actores sociales y económicos interesados en el mismo tema, articulando así una coordinación horizontal hasta llegar a acuerdos sobre determinada materia. El tema de las redes políticas es central. En el futuro inmediato es preciso pensar en una fase posneoliberal, horrible término que describe con cierta precisión el momento actual en que el programa neoliberal está más o menos agotado. Lo veo en países como México y Chile. Lo crucial de esta fase es una articulación específica de lo público y lo privado. El Estado por sí solo no puede hacer frente a la complejidad de la sociedad; tampoco el mercado por sí solo; ni la llamada sociedad civil por sí sola. Se requiere por lo tanto una articulación de estas instancias, que es el origen de las redes políticas.

Un tercer rasgo de la transformación actual de la política es la reestructuración de lo público y lo privado y de la interacción entre ambas esferas. Hay un movimiento doble. De un lado, la reestructuración de lo público se origina en el debilitamiento de la esfera pública y de la opinión pública en términos del ámbito ciudadano; por el otro, lo público no desaparece, sino que adquiere nuevas formas. Pienso, por ejemplo, que antes el mercado se limitaba a interacciones entre sujetos estrictamente privados y hoy está asumiendo un carácter cada vez más público. Un ejemplo: el control de calidad. Hoy en día, la economía —sobre todo economías como las nuestras, orientadas esencialmente hacia la exportación— requieren del control de calidad, que se vuelve una función pública. La defensa del consumidor es otro ejemplo. El mercado comienza así a producir funciones y responsabilidades públicas. De manera similar, en la esfera privada se observa otro movimiento doble. Por una parte, encontramos un proceso de privatización creciente: la llamada "cultura del yo", ese retraimiento de lo público hacia el mundo privado, hacia el hogar y la intimidad. Es un proceso que no debe ser visto de manera unilateral como una simple privatización y un retraimiento de la esfera pública. La nueva valoración de lo privado está redefiniendo la agenda pública. La experiencia privada introduce temas nuevos en el debate público. El caso más notable es el movimiento feminista, pero podemos observar el mismo principio multiplicado en otros ámbitos: la identidad étnica, las preferencias sexuales y una serie de temas que antes eran propios del ámbito privado y que ahora ingresan a la esfera y a la agenda públicas a partir de lo privado.

Aquí quisiera detenerme y pensar en voz alta: ¿qué significado pueden tener estas transformaciones de la política para los partidos políticos? Acaso es preciso reflexionar en el clima cultural en el que se mueve un partido actualmente. Cabe destacar de nuevo la noción de sociedad de mercado y de privatización. La ciudadanía de hoy no es una ciudadanía movilizada, ardiente de participar en grandes gestas éticas, sino una ciudadanía dedicada, esencialmente, a la vida privada. Y, reitero, a partir de ese vivir privadamente redefine intereses públicos. Hay, en efecto, una nueva conciencia ciudadana; pero a diferencia de lo que sucedía hace veinte o treinta años, ya no es una conciencia militante. En este clima cultural se produce una complejidad creciente de nuestras sociedades. La creciente diferenciación social no se opera solamente en términos de estructuras de clase y estratificación social, sino también de diferencias entre campos sociales cada vez autónomos: la economía, el arte, la ciencia, la religión, etcétera. Como ya lo dije, cada uno de estos campos tiene códigos propios y su propia lógica: la lógica de la economía, la lógica de la política, la lógica de la ciencia, etcétera. Ello lleva a un colapso de los referentes político—sociales que existían hace veinte años. En definitiva: lleva a un colapso de las identidades colectivas. La identidad colectiva es, justamente, aquello que hace posible que múltiples aspectos de la vida de cada individuo adquieran coherencia colectiva; la identidad aporta la visión conjunta. Hoy esta visión es cada vez más difícil de lograr. Nuestra época se distingue por la creciente incertidumbre de la vida social. Pensemos en contraste con los célebres sesenta (o particularmente el 68), época de cambios. La incertidumbre actual es muy distinta. La crisis de orientación que vivimos produce miedo a conflictos y a movimientos sociales, miedo a lo imprevisto. Lorenzo Meyer hablaba del miedo a la violencia, que es una situación extrema. Hay un creciente temor hacia los conflictos en general; miedo incluso a conflictos normales. De ahí que la estabilidad sea, ahora, el principal bien público. El sentimiento es de que somos responsables del pasado y también del futuro, y que no hay futuro si no lo hacemos en conjunto. La cooperación, la capacidad de llegar a acuerdos básicos, se ha vuelto un tema central de la vida pública.

La cooperación no suprime la confrontación. La vitalidad de la democracia reside, en principio, en que lleva los conflictos a cabo institucionalmente, pacíficamente. Uno de los conflictos centrales está vinculado a la alternancia en el gobierno. Para que exista la alternancia es preciso que la oposición cuente con una cultura de gobierno. Uno puede optar por convertirse en un partido testimonial como el Partido Comunista Francés: una comunidad cerrada que oscila eternamente entre el 10% y el 5% del electorado. Es una subcultura muy legítima. Pero si pensamos en un partido que quiere ser gobierno, entonces hay que desarrollar algún tipo de cultura de gobierno. Otra condición para que exista la alternancia en el poder es la capacidad de plantear opciones. Les hago una de las preguntas más difíciles de la actualidad: ¿por qué al mismo tiempo que nos hallamos en una época con libertades sin precedentes, todo parece indicar que no hay otra cosa que hacer que lo que estamos haciendo, que no existen otros caminos? Normalmente existen muchas opciones, siempre y cuando abandonemos la noción de una posibilidad global. Así como nos hemos liberado de la noción de planificación global o de las ideologías globales, tal y como las conocimos en los años sesenta, también llegó el día de pensar no en propuestas globales que conciban a la sociedad en su conjunto, sino en propuestas puntuales, sectoriales, orientadas a temas específicos. Es preciso construir un programa de partido con propuestas que sean puntuales y que coincidan, en algunos temas, con el gobierno en turno.

Una última observación. En una de las exposiciones anteriores se afirmaba que un partido como el PRD no podía ser un partido de centro; se aducían los elementos que Norberto Bobio introdujo en el debate sobre las ideologías de izquierda y derecha. Creo que una cosa es esa definición ideológica y otra muy diferente es que, en política, la lucha se da por el centro. Finalmente, toca al gobierno situarse en el centro del panorama político. En este sentido, el Partido Socialista Obrero Español se fue hacia la derecha no por traición; tampoco Chirac, ahora en Francia, traicionó moviéndose hacia la izquierda. La pregunta es: ¿dónde se sitúa el centro y cómo se desplaza de un lugar a otro? La lucha política, insisto y termino, es una lucha por ocupar el centro.

 

 

ENRIQUE SEMO
El país imaginario y el país real



El tema que nos ocupa hoy es el de la transición a la democracia. Quisiera tocar algunos aspectos relacionados con la concepción misma de la transición y otros que se refieren a la política del PRD, vistos por un observador externo. Lo primero que se distingue en los seis años de existencia del PRD, es la presencia en sus filas de una concepción, con frecuencia dominante, que concibe la democracia como una situación que se consigue de golpe: derrocamos al PRI, tomamos el poder e instauramos un orden democrático. Es una visión ligada con la idea de la ruptura. Sin embargo, ni lo que ha sucedido en México en los últimos veinticinco años, ni otras experiencias en el mundo pueden legitimar una posición de esa naturaleza, que se nos antoja a muchos como una visión extraordinariamente despegada de la realidad. La democracia no es una situación, sino un proceso. Todo sistema político es una combinación de autoritarismo y democracia. Hay, es verdad, dos extremos excluyentes: por un lado, el totalitarismo y, por el otro, la democracia directa de las pequeñas comunidades. Pero la gran mayoría de los países tienen sistemas intermedios. Desde el sistema sueco pasando por el norteamericano y terminando en el mexicano, se permite la participación del pueblo en las decisiones para crear legitimidad y, a la vez, se restringe para resguardar los intereses de las clases gobernantes. Las prácticas que permiten esta participación/restricción son muy diversas. De su efectividad depende la estabilidad del sistema. Tanto en la época contemporánea como en la historia, la democracia aparece lentamente como un proceso en el cual se conquistan espacios para la participación del individuo y de las mayorías en la política. Luego, estos espacios se pierden y vuelven a ser conquistados.

¿Cuál es la experiencia reciente de México? Supongamos que hablamos de democracia en un sentido muy restringido, asociando el término con elecciones transparentes de los gobernantes, derechos ciudadanos, Estado de derecho, sistema competitivo de partidos y división de poderes. La transición en México hacia un sistema con esas características se inició en 1977, con las reformas a las leyes sobre partidos y elecciones y la legalización (de hecho) de los partidos y organizaciones de izquierda. Nos hallamos ante un proceso extraordinariamente lento. Sólo como ejemplo podemos recordar que, a dieciocho años de iniciado, no ha producido aún elecciones transparentes o un verdadero sistema de partidos con igualdad de oportunidades para acceder al poder. El momento inicial fue resultado de 1968, los movimientos guerrilleros que siguieron y la insurgencia obrera de los años setenta. Los siguientes pasos democratizadores fueron también consecuencia de miles de batallas populares a todos los niveles que quedan simbolizados en la insurrección electoral de 1988 y en la rebelión armada del 1 de enero de 1994. En la primera, en un país en el cual el voto vale poco, la gente se volcó a las urnas y, superando todos los obstáculos, votó en su mayoría contra el partido gobernante. En la segunda, la rebelión de las Cañadas creó una fuerza moral y propagandística que ha obligado al gobierno a incluir a Chiapas en el proceso democratizador y a promover reformas a nivel nacional. Esos movimientos, sobre todo 1968, 1988 y 1994, crearon en sus participantes la ilusión de que el sistema se venía abajo. Lo creyeron los estudiantes del 68, los electores del 88 y los guerrilleros del 94. Esta ilusión se reforzaba en la ilusión de que durante décadas los programas de la izquierda hablaron de una revolución inminente. Pero el sistema no se vino abajo en ninguna de esas ocasiones y hoy tampoco parece próximo al derrumbe. Es más, no hay razones sólidas para suponer que en las próximas dos décadas se vendrá abajo súbitamente.

Si extraemos una mínima lección de este pasado para interpretar la situación actual y el futuro predecible de los próximos años, la forma de transición democrática que está en definitiva excluida del horizonte del país, y la que, sin embargo parece determinar el estilo del PRD, es la idea de la ruptura democrática.

La historia conoce otras vías de transición a la democracia. Una es la transición gradualista: el mismo partido que presidió el régimen autoritario, o el mismo rey que encabezó la monarquía, o el mismo dictador que legitimó la dictadura controlan, dirigen y gradúan de acuerdo a sus propios conceptos el ingreso de la democracia en el sistema. Me ahorro los ejemplos, hay muchos en la historia. La desventaja de esta forma de transición es que la oposición al sistema queda excluida del proceso de transición o reducida a una participación mínima, y el nuevo sistema democrático queda contaminado con los vicios del sistema autoritario anterior. La otra vía es la transición pactada: el viejo partido o dictador o rey negocian con las fuerzas democráticas de la sociedad; se establecen pactos en los cuales los intereses viejos y los nuevos reciben un aval para convivir durante un período largo; y, finalmente, se llega a una forma democrática en la cual ninguno de los participantes queda totalmente excluido y la oposición deja su sello en el nuevo sistema.

Creo poder afirmar que hasta 1988 la transición mexicana fue una transición gradualista en su forma más pura, en la cual el PRI controlaba solo y sin grandes dificultades el conjunto del proceso. A partir de 1988 surgió una modificación. Se inicia lo que yo llamaría una convergencia histórica entre el PAN y el PRI, en la cual el PAN acepta el gradualismo (es decir, el control del PRI sobre la transición) y el PRI concede su preferencia al PAN en el proceso y, además, concesiones muy reales (reformas a los artículos 3¼, 27¼ y 82¼ de la Constitución, espacios políticos efectivos, reconocimiento de triunfos electorales, etcétera). Insisto: no es una alianza momentánea, sino una convergencia que ha demostrado ser, a lo largo de ocho años, una confluencia de intereses, estilos e ideas de cómo se debe transitar a la democracia sin permitir la entrada de otros partidos.

Sostengo que el PRD se ve ante la necesidad ineludible de redefinir sus estrategias fundamentales. Pienso también que actualmente cuenta con la posibilidad real de hacerlo, cosa imposible mientras se esperaba la victoria y la ruptura a la vuelta de la esquina. Recordemos. Después de 1988, según el PRD, Salinas iba a caer. Ya que no cayó se iban a ganar las elecciones de 1994. Ergo: el problema para el PRD no eran las elecciones en sí, sino cómo imponer la victoria electoral. Ya que la ruptura era "evidente", no había necesidad de definir el carácter del partido (que se veía como un partido cuyo único cometido era ganar las elecciones e instaurar la democracia), ni tampoco de discutir las vías hacia el poder (conquistar el poder significaba el equivalente a un golpe electoral). Hoy el PRD tiene que desechar esta visión, definir su identidad a largo plazo y, además, esbozar las vías al poder que obviamente no se agotan en una elección presidencial.

En primer lugar destaca la pobreza del análisis que se hace de las causas de la persistencia del sistema político mexicano. Nos hallamos frente a un sistema antidemocrático que se acerca a los setenta años de vida. Un sistema que ha sido combatido desde "arriba", desde "abajo", desde "los lados", en "guerra de posiciones" (para utilizar una noción de Gramsci), en intentos revolucionarios, en guerra de guerrillas, casi no queda asalto nuevo por explorar o ensayar. Hay que partir de la aceptación y del análisis de la persistencia de ese gradualismo, que acaso nos lleve a estudiar cómo una docena de millones de mexicanos derivan beneficios del sistema instaurado por el PRI, o a preguntarnos por el consenso del que goza entre vastos grupos de campesinos, obreros, intelectuales, profesionales y clases medias. Se trata de un gradualismo autoritario que es mucho más antiguo que los setenta años del PRI. Si observamos el sistema político mexicano con atención, hay un fenómeno persistente que debe ser tomado en cuenta. Es probable que en los últimos veinte años más de la mitad de la sociedad mexicana quiera el cambio hacia el régimen democrático, pero decididamente no lo quiere por el camino de la violencia. Ésta es la lectura que yo hago de los sucesos posteriores a las elecciones de 1988, cuando el pueblo no se alzó para defender la victoria de Cárdenas y, después, de los acontecimientos de 1994, cuando pese o debido a la aparición del EZLN, sólo una minoría respondió al llamado del PRD por que olía a violencia.

Este principio central del cambio por el camino pacífico es una realidad que no ha sido suficientemente aquilatada, no sólo en el programa sino en las prácticas de la izquierda. En México existen dos concepciones sobre la transición. Una más cercana a las tradiciones populares y otra más alejada de ellas. La que se acerca a la cultura política popular, a su pasado, a su trayectoria es la de una democracia posible. La que le imponemos los "acelerados", los intelectuales, los impacientes, hablo de toda la historia moderna de México, desde los liberales hasta la fecha, es la que Guillermo Bonfil llamó una "democracia imaginaria". Estudiamos los modelos existentes, nos gusta Inglaterra, nos gusta Estados Unidos o, incluso, la sofisticación de Suecia. Lo proponemos como el modelo a alcanzar. Lo consagramos en nuestros programas. Finalmente nos lanzamos y lanzamos a las fuerzas de la sociedad en pos de una democracia imaginaria. Si bien existen rasgos elementales comunes a todo sistema democrático (la transparencia de las elecciones o el respeto a las libertades básicas del ciudadano, por ejemplo), no se conocen dos sistemas democráticos iguales. Pensemos que en México la democracia nunca será como en Estados Unidos, en Inglaterra o en Francia, sino que solamente será una democracia a la mexicana. Para diseñar la democracia mexicana es preciso partir de la realidad existente, de las prácticas existentes para ponerlas en nuestros programas y proyectarlas hacia el futuro, y no al revés, en la operación de costumbre, que parte de un modelo para después tratar de adaptar al país a éste.

La práctica de la democracia imaginaria es muy frustrante y acaba por crearnos el síndrome del horizonte en movimiento perpetuo. El hijo pregunta al padre: "¿qué es la democracia?" El padre le responde: "la democracia es como el horizonte." Ambos comienzan a caminar y en la medida en que se acercan al horizonte, el horizonte se aleja de ellos. Cuando adoptamos un proyecto abstracto, llegamos de manera inevitable a la frustración de nunca poder alcanzar el proyecto. Es una herencia que arrastramos desde el movimiento liberal mexicano, que se empeñó en hacer constituciones perfectas, constituciones a la norteamericana, por ejemplo, cuando México era un país sellado por la herencia española de los siglos XVI y XVII. Lo mismo sucedió con la Constitución de 1917 que nunca ha podido ser aplicada. Existen, en nuestra historia moderna, invariablemente dos Méxicos políticos: uno real y el otro formal. La ruptura con este desdoblamiento, la conciliación entre las ideas sobre la democracia y la cultura real del pueblo mexicano, el diseño de un modelo de democracia que sea más acorde con las prácticas políticas y culturales reales es una tarea urgente.

Una precisión sobre problemas de estrategia. El primer objetivo práctico y realista es derrotar el gradualismo en el proceso de la transición mexicana y acceder en verdad a una transición negociada. Para lograrlo el PRD debe transformarse sustancialmente. Hoy aparece como un partido de grandes personalidades, pocas ideas organizadoras y, con frecuencia, las personalidades se pelean entre sí. Me recuerda (y lo digo como compañero) a esa película norteamericana Marea roja, en la que el capitán de un submarino atómico decide lanzar bombas atómicas contra Rusia y hay un desacuerdo de opinión entre él y el segundo de a bordo, que no está de acuerdo en que se lancen los cohetes. El subalterno sostiene que "Estados Unidos es un país democrático y libre". A lo cual el capitán responde: "quiero que usted recuerde que hemos venido a defender la democracia, no a practicarla". En efecto, la democracia de un partido no puede ser la que se espera de un Estado. Un partido puede (y debe) ser más vertical que una sociedad en general, porque tiene objetivos específicos. Pero tiene que haber una codificación de la democracia y un gran respeto a esa codificación, incluso si se trata de una democracia bastante vertical.

El PRD no parece estar orientado hacia fines electorales específicos. Elabora con más precisión en torno a los movimientos sociales, que en torno a la complejidad del espectro electoral, que es muy distinto en Chihuahua, Chiapas o el Distrito Federal. El partido de los movimientos sociales no puede ser, a la vez, el partido de la alternativa electoral, o por lo menos no en todo el país.

Finalmente, si el PRD se preocupa demasiado por ganar las elecciones del año 2000 al enfilarse hacia una estrategia definida por ese acontecimiento, pasaría por encima de una serie de tareas necesarias en la definición de un partido electoral que debe ser eficiente en el tejido micropolítico, en las localidades y frente a las tareas específicas que se requieren en cada momento. Opino que es más importante para el PRD plantearse la tarea de ganar paulatina y pacientemente todos aquellos votos que en potencia pueden revertir hacia un partido de centro—izquierda, antes que pensar en la gran fecha de la elección presidencial.

 

DEMETRIO SODI
La minoría secuestrada


La transición a la democracia es una lucha en la que están comprometidas fuerzas muy disímbolas. El reto es lograr que todas ellas participen juntas en el cambio, ya sea, como decía Enrique Semo, que se encuentren en el PAN, el PRI o en las organizaciones ciudadanas. Para ello es necesario hacer un diagnóstico preciso y llegar a un acuerdo sobre la situación que vive actualmente el país. Sólo así se podrá establecer una estrategia que aproveche esa situación o que busque contrapesos a las limitaciones y los obstáculos que se oponen al cambio. El otro reto es, además de impulsar la transición, salir ganando en ella. ¿Qué utilidad puede tener impulsar la transición si la presión que ejercemos sobre el gobierno se traduce en un costo político tan elevado que nos deje fuera de la lucha política misma? El riesgo existe. Creo, sin duda, que el PRD es el partido que hoy impulsa más decididamente la transición; pero no es el que mejor la capitaliza. El partido que no la impulsa tanto (aunque sí lo hizo durante muchos años), el PAN, es el que más se ha beneficiado de ella. Por ejemplo, a pesar del enorme rechazo del PAN hacia los grupos ciudadanos, es el partido que mejor aprovecha su acción en la observación electoral. En Yucatán, el incuestionable enemigo de Alianza Cívica se benefició, finalmente, del escrutinio realizado por Alianza Cívica. Quienes impulsamos efectivamente la democratización debemos ser más egoístas. La impulsamos para ganar y para aprovecharnos de la democracia, porque estamos convencidos de ella y porque como políticos queremos salir ganando con ella. Entre quienes apoyamos el cambio, la tarea de la democratización se presenta como una urgencia. Pero incluso en las filas del gobierno y en las del PAN existen sectores para los cuales la democracia también es urgente. La transición crearía un ambiente propicio para revisar el proyecto nacional, los compromisos sociales del Estado y el proyecto económico actual. La apertura política es imprescindible para que esta revisión sea factible. Evitemos el error cometido durante el sexenio pasado, cuando el propio gobierno concentró sus esfuerzos en la reforma económica e hizo a un lado el cambio político. No se puede lograr un cambio económico si previamente no se realiza una verdadera apertura política.

¿Quién está en favor de la transición? Es obvio afirmar que no todos están interesados en que prospere la democracia en el país. Cuando abandoné el PRI, Gustavo Carvajal me hizo esta pregunta y adelantó su propia respuesta: "Tú estás loco. Nadie quiere la transición a la democracia. En el PRI no queremos la transición. El sector obrero, Fidel Velázquez, los líderes de la CNC, los empresarios no pueden querer la transición. ¿Los líderes de los comerciantes?, ¿Guillermina Rico?, ¿los líderes de los boleros?, ¿los taxistas? Nadie quiére la transición". Por su parte Ernesto Zedillo ha hecho suyo el discurso democrático aunque, en realidad, no se inclina por una transición acelerada. En el Nacional de Desarrollo hay una frase que él mismo redactó y que lo delata: "En unas pocas décadas —dice el documento— hemos pasado de un partido casi único a un pluripartidismo". Es un lapsus que muestra, acaso involuntariamente, la concepción que tiene el PRI de la transición democrática. Para el partido oficial el cambio no es una prioridad. La transformación democrática es la negación de lo que representa actualmente. Pretender que ha cambiado significa, finalmente, pretender que aquel que detenta el poder está dispuesto a arriesgarlo en favor de un cambio incierto. No creo tampoco que el PAN, en este momento, esté en favor de la transición. Al panismo le preocupa, por el contrario, la continuidad del proceso actual. Desde la perspectiva de su pragmatismo, los panistas están convencidos que la transición son ellos mismos y que su llegada al poder significa, automáticamente, la democratización del país.

El panorama es, en cierta manera, desolador: Ernesto Zedillo, el presidente, no puede estar en favor de la transición; el PRI no quiere; el PAN cree que es su representante exclusivo y el único partido que está efectivamente en su favor, el PRD, no se pone de acuerdo. Esa es la realidad actual.

El PRD se halla actualmente paralizado por una discusión cuyos extremos ya se han desglosado en las exposiciones anteriores: ¿ruptura con el régimen?, ¿diálogo?, ¿presión a través de los movimientos sociales? Por desagregado es un discurso que se dirige hacia todos y, por ende, hacia nadie. El PRD y los movimientos y organizaciones sociales que impulsan el cambio (y que se han multiplicado en todo el país) no son una fuerza mayoritaria. La mayoría de los mexicanos no se ha decidido por la transición. Los que hemos optado por ella seguimos siendo la minoría. Y quedan, por supuesto, los indecisos. Lo más probable es que este enorme sector no apuesta a la transición, porque prefiere la estabilidad y la paz. La democracia no les preocupa. El anhelo de democracia no ha permeado al conjunto de la sociedad mexicana. En resumen: quienes estamos en favor de la transición no sólo no somos la mayoría, sino que estamos divididos.

¿Cúal es la apuesta política central de este momento? ¿Caerá Ernesto Zedillo o no? La pregunta es de orden estratégico. Actualmente, sectores del PRD y algunas organizaciones sociales está convencidos de su probable caída. La estrategia depende de la lectura de esta situación. ¿Cuál estrategia es más conservadora?; ¿cuál presenta menos riesgos para un partido que está por la transición, pero que quiere ganar en ella? Apostar a la caída de Zedillo implica una política de confrontación, de presión permanente y de ruptura sin diálogo. El desgaste puede ser enorme. Si Zedillo no cae o, incluso, si cae, es probable que los beneficiarios de su caída no seamos nosotros. Es preciso practicar una política pragmática. Yo, personalmente, no creo que Zedillo esté por caer. Hay otro tema, sin embargo, que es más relevante y que la oposición no le ha prestado atención. Comúnmente se puede escuchar que el PRI está deshecho y que no existe. Quienes hemos militado en él podemos asegurar, por el contrario, que sí existe. El PRI es un partido asombroso. A pesar de sus defectos y de su antidemocracia, su estructura organizativa sigue prácticamente intacta. La estructura del partido oficial reside en los recursos del Estado, algo con lo que el resto de los partidos no cuenta. Esta estructura se extiende a los ejidos de todo país, la absoluta mayoría de los municipios y a todas las colonias de todas las ciudades. Sin duda, es una estructura financiada por el Estado, pero existe. Lo que está en crisis en el PRI es, fundamentalmente, su sector popular; es decir, esa mayoría de priístas que han perdido el poder. Sin embargo, la minoría que sí tiene el poder ha logrado recomponerlo y transformarlo. En 1988 el partido en el poder no solo no cayó, sino que se recuperó y en 1991 volvió a ganar en las ciudades. En 1994 sucedió algo similar; su recuperación fue asombrosa. Los priístas están convencidos que su situación actual es un mal temporal y que se van a recuperar. Por ello van a prolongar y posponer la transición democrática por todo los medios a su alcance, pues están seguros que en 1997 obtendrán la victoria en la Ciudad de México y en el conjunto del país. El problema de estrategia es: ¿cómo derrotar a un PRI que va a tratar de recuperarse?.

¿Puede el PRD por sí solo encabezar la transición?. Yo sostengo que no. Precisemos: si al PRI le será extraordinariamente difícil despojarse de los estigmas de sesenta y cinco años de autoritarismo, asesinatos y corrupción, al PRD tampoco le será fácil deshacerse de seis años de una imagen de confrontación, que ha tenido graves costos políticos y que explica en parte sus resultados electorales. ¿Cuál es entonces su capacidad real de convocatoria? Llamados a la unidad no han faltado: el Nuevo Pacto Nacional, el Gobierno de Salvación, la Alianza Nacional, etcétera. Pero los que responden son pocos y siempre los mismos. Si el Ejército Zapatista de Liberación Nacional decidiera convocar a una alianza democrática en todo el país ¿quién podría creerle? Primero tendrían que deshacerse del estigma de las armas, redefinición que llevaría años. El PRD, en cambio, sí puede convocar a una alianza nacional por la democracia, pero si lo hace por sí solo, a través de una convocatoria directa, serán pocos los que se sumen. Aquí cabría reflexionar en el papel que pueden jugar no solamente las organizaciones ciudadanas, sino una gran cantidad de mexicanos que están convencidos del cambio, pero que no están dispuestos a incorporarse al PRD. Para aglutinarlos en una alianza democrática efectivamente nacional, el PRD tendría que contribuir a su construcción sin ser su gran protagonista. Ése es su verdadero reto actual y una de las condiciones para derrotar el gradualismo del sistema.

 

Discusión, "PRD: La errancia continua", Fractal n° 2, julio-septiembre, 1996, año 1, volumen I, pp. 147-177.