Esther Seligson

La montaña dorada

 

 


"Empezar la redacción de esta memoria-itinerario me ha llevado bastante más de un año de espera interna, una silenciosa y a veces turbulenta decantación, decantación imposible de traducir porque la fuerza de las imágenes y sensaciones era poderosa más allá de la escritura, hasta que poco a poco se incorporó al mismo ritmo de mi sangre, a la materia de mis sueños, al aquí y el ahora. Y no como un recuerdo, curiosamente: lo que soy es el resultado de esa experiencia tibetana, aunque no se explicite en mi manera de vestir o de hablar (según se hizo patente a raíz de mi encuentro con el mundo sefaradita en España —1970—, encuentro en él que mi ser halló su otro sí mismo), pero sé que lo que hoy toco, digo y hago está entramado en una luz, en una entereza, una plenitud, como si la transparencia del paisaje y de los hombres y mujeres tibetanos le diera a mi presencia en el mundo un peso y un sentido, una continuidad que sólo puedo calificar de divinos...

¡Y pensar que Cioran insistía en que le hablara del VIDE cuando todo allá n’est qu’un trop plein de lumière rumoroso, caleidoscópico!

Si España fue recuperar la androginia de mi identidad judía, el Tibet fue reincorporarme a la androginia cósmica más allá de pertenencias a pueblo, tradición o cultura alguna. Ahí entendí cuán real es el mito universal de un centro originario común —Edén, Nierica— y de un Andrógino primigenio. Si ‘el Dios’, como le llama Clarice Lispector, tiene su ombligo en algún lugar del Cosmos, es en el corazón del Tibet, en los Himalayas, ahí donde mora Shiva; y en el Jokhang sagrado de Lhasa, entre sus muros ahumados por las veladoras que afanosos monjes mantienen perpetuamente encendidas gracias a la donación de los devotos que acuden día y noche a rezar, a pedir, a agradecer, a sanarse, a ofrendar.

Si el Absoluto ha de manifestar su Realidad-Vacío en forma de una Demasiada-Plenitud de Luz, la atmósfera tibetana es el espejo puro que no refleja nada salvo su propia luminosidad. Ahí, en ese espacio grandioso, la Luz del Ojo Único Omnipresente se revela hija del viento, labios colosales en ininterrumpida plegaria: OM MANI PADME HUM es la invocación oral y escrita que succiona del pecho de Avalokiteswara la misericordiosa compasión infinita.

Banderolas coloridas en papel o en tela con sutras inscritos atadas a las ramas de árboles, a largos palos situados en los cruces de caminos, en los desfiladeros, en la punta de cerros, a orillas de riachos y lagunas, en las esquinas de los techos, en los montículos de piedras, agitan fervorosas la fe de hombres, mujeres y niños, y devuelven, sin intermediarios, en la risa incansable del viento, la voz del Absoluto que repite su mismidad: OM MANI PADME HUM...

No fui al Tibet en busca de guru o de enseñanzas escondidas. Simple e inesperada surgió la posibilidad de hacer el viaje y me embarqué —con Adrián, mi hijo y su amigo francés fotógrafo y alpinista, Franck Pauly— sin referencias previas, salvo un ejemplar del Bardo Thodol que pepené en París. Por primera vez estaba yo en un mundo ajeno a mi bagaje cultural, desprovista de expectativas y de prejuicios. Aun así, tuve que romper con mis esquemas de occidental cartesianizada y permitirle a lo insólito entrar libre y gozosamente a través de mis sentidos. Lo primero fue saber que utilizaría de ‘otra’ manera las palabras, pues lo que decían no concordaba con la textura de lo que estaba viendo, oliendo, escuchando.

La lógica que rige en esos espacios es intuitiva, multidimensional, polisémica. Ningún acontecimiento exterior parece alterar un ritmo existencial bastante similar al del indígena mexicano. El tiempo es un continuum, y los tibetanos sonríen —imagino— como cuando se le ofrecían sacrificios humanos a las terríficas divinidades Bon, a la Gran Diosa en particular, con esa misma sonrisa y soltura de las mujeres que fuman y conversan con los hombres sin reserva, y miran a la cara y responden al saludo sin bajar los ojos. Mujeres libres pues, pese a la furia con que los invasores chinos intentan extirpar la cultura y tradiciones tibetanas, el matriarcado entre los campesinos perdura y la familia de Khalzang —nuestro guía reclutado en Kathmandu— fue un ejemplo. Su madre, sentada en una especie de trono, nos recibió rodeada por sus esposos a quienes niños y niñas llamaban indistintamente ‘tío’, ya que ninguno reivindica su paternidad.

Ella, 40 años tal vez, esbelta, rostro de pómulos salientes —parecía una yaqui—, prematuramente ajado por la resequedad de los vientos cernidos con arena tan fina que lavarse toma más tiempo que enarenarse de nuevo hasta la raíz de los cabellos. Y la mayoría de los rostros son así: morenos, firmes y dulces, de rasgos duros y suaves, inteligentes, traviesos, ágiles, altivos e indómitos frente a la fealdad hostil, autoritaria y cazurra de los chinos..."

Septiembre y octubre de 1986
Kathmandu, Lhasa

Esta memoria-itinerario se interrumpe aquí. Nunca la concluí. Hoy, nueve años después, tampoco podría hacerlo, a pesar de que mi amor por lo tibetano ha crecido proporcionalmente con el tiempo, o precisamente por lo mucho que he leído y creo saber. Así, transcribo tal cual las escrituras de mi diario:

Miércoles 24 de septiembre
Tingri (4 342 metros de altura)

Finalmente salimos ayer de Khasa (2 300 metros) en un autobús —rezago de la Segunda Guerra— del gobierno chino con un cupo para 25 pasajeros. Subimos por las montañas todavía nepalesas bordeando precipicios, cascadas y fértiles valles. Las nubes se iban abriendo para dejar ver pródigas matas salvajes de flores rojo—naranja, cadmio y lila en una vegetación verde esmeralda. A medida que aparecieron las crestas nevadas el paisaje se hizo agreste, parecido al de la salida de Jerusalem rumbo al Mar Muerto, cada vez más reseco, hasta llegar a Nyalam (3 750 metros), el cerro donde se encuentra un caserío de chinos gritones y enfurruñados. Nos mandaron a dormir a una barraca infrahumana —no era así la deliciosa y humeante comida—, como el frío. Pero en el cielo la Vía Láctea, cercanísima, era un espectáculo prodigioso, una bienvenida...

El autobús —que va a Lhasa en un recorrido de tres días— arrancó a las seis de la mañana en la oscuridad total. Cuando empezó a clarear, la sombra de las cumbres alrededor proyectaba sobre la extensa llanura una sensación bastante desolada. De pronto, el sol, por encima, y la visión de la cordillera nevada, picos altísimos y los "brazos" del Tchon-Mo-Lhamo, nombre del Everest que en tibetano designa a la Gran Diosa Madre. Alcanzamos el punto más elevado en la llanura, 5 880 metros aproximadamente, y empezamos a ver las astas con banderolas votivas y los mogotes de piedra. Ya amanecido, la aparición de un caballo blanco con largas crines marfileñas trotó durante un trecho junto al autobús... También el unicornio nos daba la bienvenida...

A pesar de las protestas del chofer y de su copilota, ambos chinos, nos bajamos con Khalzang cerca de un conglomerado disperso de rectángulos en adobe. Separada de las demás, visitamos su casa. Una construcción grande de dos pisos. Abajo, amplio patio donde se amontonan espigas de cebada, vasijas, trillos, cestos de mimbre, hornos de barro cocido. Una entradilla semicubierta donde se levanta la escalera. Dos pasillos laterales con cuartos —en uno distinguí un telar—, y la gran habitación central que sirve de cocina, recibidor y dormitorio principal. La madre da de mamar a un crío de entre dos y tres años. Su edad es indefinida. Tiene la piel agrietada. Sus ropas se ven viejas. En cambio la hija, ¿15 años?, lleva un hermoso mandil a rayas detenido con una gran hebilla de plata, una reluciente blusa verde perico y cubre su cabeza con una pieza de lana del mismo color. Varias pulseras en el brazo derecho (la madre, sólo una blanca gruesa, y una roja). Ambas llevan aretes y collares de coral y turquesas.

A lo largo de esta sala corre un friso de piedritas blancas de río que dibuja grecas similares a las de Mitla, y, a intervalos regulares, una swástica invertida, cuernos de yak, un templete, una especie de canasto. El espacio está perfectamente distribuido: contra las paredes, camas que sirven de bancas, cubiertas con sarapes de lana oscura, mesitas al frente; en el centro, la estufa de hierro forjado, atrás los cacharros de cobre pulido; cerca de la puerta, a un lado, una hornilla con un gran cazo de latón, con el mantram grabado alrededor del bocal, donde conservan agua, escasa en estas zonas. Más al fondo, un largo cilindro de madera donde se bate la mantequilla, teteras de bronce, cacerolas de aluminio, petates de paja y petates de alambre, lámparas de ¿aceite?, linternas de mano, termos, radios portátiles, grabadoras...

Jueves 25 de septiembre

Dormimos en el antiguo cuartel que hace las veces de escuela. Tiene un pozo. No hay un solo mueble. Para los niños somos motivo de risa y de curiosidad. Tratamos de darnos a entender con gestos y mímica... Llegó a instalarse un campamento de nómadas. En un santiamén levantaron sus tiendas y soltaron a sus burros y yaks para que pastaran. Entretanto, en medio de una súbita granizada, arribaron dos pequeñas carretas tiradas por caballos tipo poney, la cola trenzada, penacho, campana al cuello, silla de madera y tapetito de lana bordada debajo. Hombres, mujeres y niños igual se trenzan el cabello con cordones rojos rematados por cuentas de turquesa y coral y uno que otro pedazo de ámbar. De una carreta bajaron un viejo lama y su acompañante. En la otra había costales, mochilas, una cama plegadiza de aluminio, un colchón, cobijas. Los dos conductores, el lama y el monje entraron en una de las casas a orillas del camino entre el alboroto de niños y mujeres...

Esperamos inútilmente un medio de transporte que nos llevara a Shegar, así que nos dedicamos a recorrer el lugar. Las mujeres andan en el campo con las pocas ovejas y los yaks. Los hombres se ocupan en talachear tractores y jeeps, en batir la mantequilla, preparar la tsampa, el té mezclado con sebo de yak, una especie de yogurt, en destazar un chivo que ponen a orear y a mosquearse. Después juegan a los dados... El calor es abrasador, el viento helado, el sol deslumbra como mármol blanco, y cuando entra la noche el frío seguramente está por debajo de 0°C. Suerte que compramos en París las chamarras y los sleeping bags de plumas de ganso, ligeros, abrigadores. Mis botas, especiales, se "apellidan" Mephisto...

Viernes 26 de septiembre

Presentación de pasaportes al cruzar de Tingri a Shegar. A los chinos les sorprende el nuestro mexicano y sólo atinan a exclamar "¡Ah! ¡Futbol, futbol!", en un amago de cordialidad. En cambio a Khalzang le esculcan hasta los calcetines con brusquedad y desprecio...

Caminamos cerca de cuatro kilómetros bajo un cielo afortunadamente nublado, bordeando todavía las profusas faldas del Everest. El paisaje es seco, a pesar de los wadis donde escurren corrientes de agua de tanto en tanto. Muchas ruinas de caseríos abandonados y algunas poblaciones mínimas cerca de la carretera, organizadas tipo granja colectiva (modelo de iniciativa china). Matas vangoguianas de pasto zacatoso, cardizales. Al fondo, siempre, el cresterío de cucuruchos nevados. Buitres volando no muy lejos de nosotros... Ya à bout de souffle nos levantó un jeep destartalado con dos tibetanos parlanchines... La pobreza en esta zona es relevante. Se come una vez al día, al atardecer. En la mañana, y durante el resto de la jornada, se bebe el té con la mantequilla del yak preparada desde temprano y se conserva en los termos que todo el mundo carga. Khalzang trae su propia comida: tsampa y una pierna de carne seca que corta a pedacitos con su daga... Entramos al desfiladero señalado por el chorten con su asta empenachada. Los tibetanos unen con reverencia las manos frente a la cara cada vez que aparece uno de estos montículos —y no son pocos... Súbitas borrascas de nieve... Lo que creí veleidades de una decoración sobre las cornisas de los techos es bosta de yak que acomodan en forma de tortas aplanadas una tras otra y ponen a secar para hacer fuego durante el invierno. La leña escasea, y me doy cuenta de que no hemos visto árboles...

Sábado 27 de septiembre

Después de cruzar otro paso (6 482 metros) en un camión de redilas, llegamos a Lhatzé (4 800 metros). Elsa Cross se va a reír cuando le platique que, extasiada por la nieve me pasé el trayecto recitando sin parar el OM NAAMA SHIVAYA, no tanto por devoción, sino para entrar en calor y olvidarme del frío que me tenía congelada hasta las pestañas... Al atardecer, los campos dorados del pueblo. Niños y niñas llevan uniforme impuesto por los chinos. Nos pedían fotos del Dalai Lama cuya imagen la mayoría trae colgada en el cuello como escapulario. También pedían chocolates, lápices y que los fotografiáramos... Casas amplias con su gran patio central, espigas con banderolas en las azoteas, cuernos de yak en los ángulos, y los signos simbólicos sagrados en todas las puertas...

Nos hospedamos en el corralón reservado para los turistas, con sus barracones de cemento y sus camas llenas de chinches. Pero, al menos, en el patio central hay un pozo con una bomba para sacar agua y pudimos, ¡oh maravillas!, lavarnos la cabeza con jabón. Lo genial fue la cartulina con las banderitas impresas de todos los países donde tuvimos que identificar la mexicana a la hora de registrarnos...

Domingo 28 de septiembre

Al igual que ayer al finalizar la jornada, el amanecer nos des-pertó con los altoparlantes tronando canciones y gimnasias en chino durante media hora. Khalzang bailaba retorciéndose como gusano en sal muerto de la risa.

Recorrimos el pueblo netamente dividido: la parte de los campesinos tibetanos ocupados en la cosecha, y la parte china con sus construccciones de concreto, tractores, periódicos murales y el irrisorio mercado, con más chucherías de plástico que enseres útiles...

Perspectiva geométrica del ordenamiento de las casas tibetanas con relación a las montañas: misma línea, mismo color, misma combinación de aristas, cortes y matices...

En la parada del autobús que nos llevará a Shigatzé esperan varios mongoles, mujeres tibetanas, algunos chinos y nosotros cuatro. También un viejo monje (camisa naranja, vestido magenta, chal azafranado, gruesas medias de lana rojo y negro y una especie de alpargatas) que carga un largo paquete. Primero creí que serían esos acordeones de madera donde están escritos los libros sacros... Cuando lo desenvolvió, resultó ser una casetera doble donde escuchó los rezos y cantos en la voz del Dalai Lama...

Subida escarpada y nuevos valles con sembradíos; en un collado pastaban yaks de pelajes variadísimos desde el negro-gris al café-ámbar. En las grietas se adivina la fuerza con que bajan las aguas desde los glaciares en tiempo de monzones...

Lunes 29 de septiembre

Shigatzé (3 900 metros) es un pueblo-ciudad en toda forma, bullicioso, con intenso tráfico de carretas, bicicletas, autobuses y jeeps destartalados. Nos instalamos cerca del mercado en el Tensing Hotel cuyo dueño, tibetano colaboracionista, no quiso darnos un dormitorio para los cuatro a causa de una clara discriminación hacia Khalzang, así que nos repartió entre el dédalo de cuartos improvisados y yo fui a dar a la azotea. Letrinas comunes, "de aguilita", por supuesto. Duchas, cero. Turistas canadienses, nepaleses. Servilismo hacia los extranjeros, arbitrariedad en el cobro. Atmósfera muy local y pintoresca. Tiestos de geranios, crisantemos, alhelíes, rosas, dalias por todas partes, cortinitas floreadas, altares, relojes, camas en los pasillos (las más baratas, ahí duermen los chinos). Tres pisos alrededor del amplio patio de la planta baja.

En el mercado, que abarca varias calles, tipo Lagunilla mezcla con La Merced, vimos a los khampa, los famosos nómadas de las planicies tras las montañas del este que los chinos no han logrado sojuzgar porque simplemente desconocen las regiones de su itinerante paradero. Se desplazan con sus mujeres y niños. Montan caballos grandes y con la cabeza al estilo Uccello. Ellos van más enjoyados y atildados que ellas, principalmente el peinado trenzado con gran cantidad de cuentas de coral, turquesa, ámbar, coralinas; llevan aretes, fistoles en el penacho, largas dagas en el cinturón de cuero y metal con múltiples bolsitas, y unas camisas de ancha manga blanquísimas como sus dientes y las altas nieves. Ellas guardan sus joyas en cajitas de plata y las enseñan con cuidado sin aceptar regateos. Curioso ver, entre las verduras, chayotes, verdolagas y algo parecido a la flor de calabaza...

Khalzang nos llevó hacia Tachi Lumpo por uno de los atajos en la montaña a un costado del tianguis, lo que nos permitió ver las casas y recorrer las callejuelas tibetanas originales (aquí también es marcada la separación entre locales y chinos). Pero el lamnasterio ya había cerrado sus grandes portones...

Comimos en una taberna china (ni modo, es la mejor co-mida y el té no tiene mantequilla) muy popular al perecer, y no sólo entre los turistas. Una pareja de gays suizos que había viajado en el Transiberiano y parecía habituée del Tibet nos puso al tanto de algunas incógnitas. Por ejemplo: que las gruesas pulseras blancas están hechas con los huesos anchos de cualquiera de los antepasados o familiares muertos; que dejan los cadáveres expuestos en el campo para que los buitres les devoren la carne hasta dejar pelado el esqueleto, mismo que, parte incineran, parte entierran junto con mechones de cabello bajo túmulos de piedra y lajas negras con mantrams grabados tras las casas en el campo; que de fémures, brazos, ilíacos, escápulas, fabrican cornetas rituales, guardapelos, hebillas, guardaceniza, anillos, botones, relicarios, talismanes y otros adornos; que, en efecto, los tibetanos llevan una callada pero activa y tenaz resistencia contra la aculturación que consiste en forzar matrimonios hombre chino-mujer tibetana cuyos hijos varones son enviados a China a estudiar; supresión del budismo y de toda devoción en las escuelas, del peinado y trajes típicos en las niñas y niños, de la escritura; sembrar arroz en vez del sorgo que es el milenario alimento nacional; distribuir bebidas embriagantes y droga entre los hombres; no permitir el ingreso de monjes nuevos a los lamnasterios que no fueron cerrados y saqueados; que si nos pescaban repartiendo fotos del Dalai Lama (y veníamos bien pertrechados desde París con ellas) nos pondrían de patitas en la frontera; que los "panchólares" obtenidos en el banco eran exclusivos para extranjeros, mientras que para los demás es la moneda china, disponible en el mercado negro entre los propios tibetanos; que las variantes de color en los vestidos monacales corresponden a las diferentes sectas...

Cuando regresamos al hotel, habían llevado a Khalzang a la comisaría: los tibetanos no pueden trasladarse libre e individualmente por el país. Están siempre bajo severa vigilancia aunque desarrollen sus actividades sin aparente cortapisa...

Martes 30 de septiembre

El Buda nos protege. Soltaron a Khalzang. Estaban a punto de cerrar los portones —idénticos a los de las ciudades medievales— del Tachi Lumpo, pero la foto del Dalai Lama ejerció su mágico poder y no sólo entramos, sino que fuimos los únicos turistas vagando solitarios por las costanillas de esta inmensa fortaleza amurallada. Hay tres círculos interiores claramente delimitados, cada uno con su propio patio central y una infinidad de edificios de madera, piedra y adobe tipo pequeña vecindad, dos, tres o cuatro pisos, con habitaciones minúsculas para los diferentes grados entre los monjes, la gran vasija para el agua, un oratorio en el patiecillo encombrado de sarmientos y leña, cacharros, la escalerilla parece de barco...

En el ala oeste las construcciones están en ruinas, y es en esas antiguas paredes donde se aprecia el sincretismo entre las deidades Bon y el budismo con sus símbolos...

Recorrí callejones empedrados, azoteas, hasta desembocar en el corazón de una plaza donde, axis mundi, se levantan el templo y las habitaciones principales de los lamas, otro dédalo de majestuosos patios con pilastras decoradas. En un salón de techo bajo, vigas rústicas, varias hileras de monjes en posición de loto envueltos en su hábito magenta hacen música ritual con tambores, platillos, caracoles, campanas y varios tipos de trompeta de diversos tamaños, la más larga apoya dos de sus secciones en dos tripiés cortos de madera. Alrededor de los músicos cantores se afanan mujeres encorvadas vertiendo té en los tazones de metal, cuidando las veladoras encendidas flotando en grandes tambos de sebo líquido y prendiendo incienso. Me costó trabajo escuchar el sonido de los instrumentos y las modulaciones de las voces, pero cuando los tonos bajos me cimbraron el plexo, me sumergí íntegra en una corriente de eternidad...

Después, un enjambre de jóvenes monjes traviesos se burlaban encantados de las ya no tan pocas palabras que Khalzang me enseña, y tocaban, cordiales y sencillos, mi cabello, las cámaras fotográficas y nuestras ropas. Me hicieron darle siete vueltas a un colosal cilindro de latón con inscripciones y el mantram grabados, tocar la campana de la buenaventura a la entrada del templo, previas tres genuflexiones. Ofrecí una khata a cada uno de los inmensos Budas cuyos nombres fui pronunciando ante el asombro del viejo monje que me "premió" enseñándome lo que queda de la biblioteca con sus largos libros de madera gualdrapeada... Me bendijo imponiendo sus manos sobre mi cabeza a la manera judía...

Descendimos por otra de las laderas desde donde vimos la ciudad rodeada por sus cuatro valles. Entre las rocas, templetes abarrotados con pequeñas imágenes de barro, y sobre las piedras planas, pintados, mandalas y Budas...

Dicen que los perros —nunca vi tal cantidad de cruzas a cual más estrafalaria y fea— que pululan, flacos y hambrientos, en cantidades insólitas, son almas de pecadores, en consecuencia, no hay por qué tenerles miramientos, y apenas si les echan las sobras de lo que por sí es poca comida...

Viernes 3 de octubre
Rosh Hashaná. Gyantzé (3 900 metros de altura)

Más seco que Shigatzé y más pobre. Una sola calle principal, ancha, terrosa, que desemboca, colina arriba, en el impresionante lamnasterio. El hostal tibetano es un solar con varios edificios que forman un gran rectángulo y donde viven varias familias. Apenas si hay unos cuartos para turistas. En una de las alas muchas mujeres risueñas cantan mientras cardan, hilan o tejen. Parece ser que fue un antiguo centro donde se surtían de lana Sikim, Bhutan y la India. De ahí la impactante fortaleza y la prodigiosa Stupa de Oro (la primera, por cierto, que vemos fuera de Kathmandu), el Pangon Chorten, una de las más sagradas del Tibet. Hoy todo está ruinoso, y de los tres mil monjes que antaño hubo, no quedan ni cien.

El lamnasterio, que domina desde un ancho promontorio, tiene la misma disposición de ciudad feudal. La parte adosada a la montaña, con sus fantásticos frescos y sus deidades Bon está agujereada a culatazos. Lo único intacto es una cueva abovedada llena de figuras de esqueletos chocarreros y calaveras trazados en negro y oro en las paredes a la manera de Guadalupe Posada... Una mujer muy humilde y con algún problema en sus ojos, me tomó de la mano y me hizo dar con ella tres vueltas alrededor de la Stupa de Oro, rodeada de réplicas pequeñas repletas de las estatuillas de barro, algunas pintadas en rojo, azul, negro o blanco...

Domingo 5 de octubre
Nagartzé, lago Yumroc (4 700 metros de altura)

Paso de Khera-La (5 400 metros). En el punto prominente del desfiladero, profusión de chortens y de ofrendas. El lago, pupila lánguida, se distingue a lo lejos. El pueblito, nuevamente dividido en dos áreas, pero la china está desertada. Ha estado nevando durante todo el día en finos copos. No hace frío. Aún nos falta atravesar otra garganta, Khamba-La (5 724 metros) antes de descender a las mesetas de Lhasa...

Pasé la tarde leyendo el libro del Bardo Thodol e identificando a las deidades de los frescos y moldeadas en las figuritas de barro. El yidam que me robé de una de las stupas en Gyantzé resultó ser Mahakala: "Tu est vraiment la forme naturelle du vide... Le vide ne peut faire de mal au vide"...

Junto a mí, Khalzang reza y repasa nuestras "lecciones" de lo que él llama inglishi. De entre las palabras que intercam-biamos (yo designo en inglés y él responde en tibetano), resulta que ya repite expresiones en francés y español —es inteligente y tiene el oído fino— que vienen a ser puro argot y mentadas de madre... Dice que va a ser guía de turistas americanos...

Martes 7 de octubre

La nieve cubre todo y no hemos podido salir de aquí...

Curioso cómo trabaja el subconsciente, cómo escarba y levanta las sombras de sentimientos no totalmente digeridos. Sombras de mi propia oscuridad dicen los sueños. Pero sombras también de un ferviente deseo de claridad... Todo es, según el Bardo, proyección de nuestra mente y sus vaivenes, tramposo mar de sargazos... Cada nueva experiencia me está pidiendo una nueva forma de expresión, de traducción, como la inagotable riqueza de las variantes formales de ese Principio Único Andrógino que adoran el hinduismo y este budismo tibetano permeado de Bon: nada se repite ni permanece en una sola acepción. En efecto, ¿por qué habrían los dioses de tener sólo dos ojos, dos brazos, una cabeza, si el Ser Absoluto es absolutamente inagotable en su capacidad de percibir, de recibir, de dar?, ¿si el cuerpo es un instrumento cuyas cuerdas nunca pulsamos ni cabal ni plenamente? Y tantos lugares para hacer ofrenda como momentos de plenitud haya, ¿por qué un único santuario? ¿No dice la Torá que "en cualquier lugar donde recuerdes Mi Nombre vendré a ti y te bendeciré"?... ¿Es el punto en el que la visión interior coincide con la realidad donde surge "el Dios"? Es decir, la conciencia, la iluminación...

Miércoles 8 de octubre

Por fin estamos en Lhasa (3 660 metros) después de dos intentos infructuosos por abordar autobuses regulares. Nos cargó otro camión de redilas, grande y mejor guarnecido, junto con sacos de bosta, dos borregos, dos tibetanos chinizados en sendos colchones. Nevó a lo largo del trayecto sin parar. Durante la primera parte contorneamos en espiral ascendente el lago con sus riscos al centro (nos enteramos de que sus aguas son saladas). Después del paso, que se abría en abismos contiguos a la carretera, empezamos a descender, a descender, y extendida entre un cerco de montañas —como Tenochtitlan— ¡Lhasa!, rodeada por sus dos ríos y con el majestuoso Potala al centro...

Hoy lo recorrimos. Para nuestra sorpresa está bajo administración china cual si se tratara de un museo, a pesar de que dentro viven los monjes custodios devotos de los apartamentos del Dalai Lama en exilio, y que cientos de tibetanos entran y salen de ellos, y no como turistas precisamente.

Subimos varios cientos de peldaños que envuelven al edificio de planas paredes blancas a pico hasta la entrada, y resulta que llegamos a los techos, y que este templo es una acrópolis a cuyas faldas se extiende la burbujeante ciudad (la separación entre el sector chino y el tibetano es de una pasmosa obviedad), mientras que el propio edificio —también ciudad amurallada— se refleja, por su parte trasera, en un lago de tan nítido espejo que difícilmente se sabe cuál de las dos imágenes es la original bajo el cielo azul.

El Potala es el ombligo del mundo, del Ser Absoluto, y como tal se desenrolla, desde las azoteas y habitaciones superiores, en espiral, hacia abajo donde se encuentra el templo principal con el majestuoso Buda de cuatro rostros.

Atravesamos patios empedrados con descomunales frescos en las paredes —extraños cuadrados mágicos con el 8 y/o el 9 como base, escenas históricas, de quehaceres de la vida co-tidiana, religiosas, con soberbios mandalas— y con un gran tambor suspendido a la entrada de cada uno. Pasillos con habitaciones solitarias ricamente engalanadas, o con un viejo monje ocupado en sus devociones —a veces ofrecían té cuando enseñábamos la foto del Dalai Lama (todas las fuimos a encontrar en el altar de sus departamentos rodeadas de flores y veladoras), o conversaban en su precario inglés. Pero el prodigio fue dar con un salón cubierto de piso a techo por máscaras de todo tamaño, formas, material y colorido, donde laboraban dos jóvenes restauradores chinos bastante abiertos y que nos permitieron husmear dentro. Quedé extática ante ese acervo exclusivo de las representaciones teatrales sacras, y ante la similitud de algunos trajes y aditamentos como los de las danzas populares mexicanas de origen indígena; y de no haber vivido en Kathmandu las semanas del Jatra Indra en las calles, no habría podido reconocer el sentido y a los personajes de ese guardarropa, bambalinas de un escenario vacío, pero de una elocuencia milenaria difícilmente silenciada...

Jueves 9 de octubre

El mercado popular en los alrededores del Jokhang es más colorido y bullanguero que ninguno de los que hasta ahora he visto, ni en la República, ni siquiera los de Jerusalem o el beduino de Beersheva.

El Jokhang —equivale a La Villa y a Chalma— es el centro de peregrinación más importante —después del Monte Kailas— para los tibetanos. Aquí sí que vinieron a "abrirse mis ojos": el comercio de fotos, broches, posters, calendarios, devocionarios, casetes y demáses a cuenta del Dalai Lama; los rezanderos profesionales —monjes— con su tamborcito, campana, dordje, libro y rosario —que bendicen las ofrendas y a los niños—; los vendedores —monjes también— de las estatuillas de barro que fabrican sur place a partir de moldes en metal o madera, y doran o pintan al gusto del devoto; las descaradas transacciones en joyas, sellos, dineros, objetos devocionales de los khampa; la no separación entre el espacio sagrado profano (no existe esa concepción); la facilidad con que, de nuevo, me tomaron de la mano para tocar los muros con sus frescos renegridos, lustrados por el roce de la manga con que soban la pared depositando un beso; la familiaridad con los Budas encolerizados (es increíble el aspecto terrible y aterrador que presentan las deidades benéficas y protectoras cuyo poder —una lógica mucho más sensata que la nuestra maniquea, judía o cristiana, que pareciera sólo concebir el binomio Dios-Satán en el segundo caso, y avergonzarse de las iras y furores de Jehová sin explicaciones convincentes— ha de manifestarse superiormente espeluznante frente al de las deidades maléficas, para vencerlas); con la Kali coronada de calaveras, bebedora de la sangre de sus sacrificados en ofrenda (sobre el lomo de su montura cuelga la piel completa, cabeza incluida, de un desollado); familiaridad con ese no disfrazado aspecto de "trampa y cartón" típico de escenario de feria, y con ese tufo a sebo de yak que ha impregnado mi ropa, mi piel, el cabello, pero que aún me repugna beber...

Lhasa sacudida de noche, contra un cielo rutilante, por una tormenta de rayos y truenos, sin lluvia. Lhasa atravesada por el rastro de europeos y gringos (whisky, brandy, kleenex, cigarros, chocolates, papel de baño, jabones, tampax, kotex) que viven en hoteles-kibutz. Lhasa colmena de bicicletas, de grupos étnicos con sus dialectos propios, de burocracias sin fin, de pordio-seros, de altares, de adoratorios, de anticuarios, de nepaleses, de tabernas, de comercios y comerciantes. Lhasa de atardeceres grana y malva sobre los picos nevados; de madrugadas que no han dormido su sueño nocturno. Lhasa olor a maderas laqueadas, a cuero, a lana teñidas. Lhasa de sombras y trazo ce-zaniano, de bosquecillos sacros (¿como los griegos donde se refugiaban los suplicantes?), de monastgerios violados por la codicia china... Lhasa gema engastada en la frente del Microprosopo...

Domingo 12 de octubre
Yom Kipur

Las sombras, justamente, me dicen que es un error aplicar medidas unilaterales a lo que de por sí es múltiple, pues, ¿cómo sin sombras reconocer la riqueza de la luz, el relieve de las cosas, los avances de la conciencia?... Aquí, la realidad la constituyen los hombres inscritos en sus paisajes y en sus templos, proyecciones del Ser Absoluto. Todas las personas que encontramos fueron instrumento para transmitirnos SU mensaje, una lección-espejo de nuestros deseos, impulsos, aspiraciones de Absoluto...

Hoy hicimos nuestro último recorrido por el mercado y los alrededores del Jokhang. Nuestro último recorrido por Lhasa, universo donde confluyen los mundos ancestrales más cercanos al Origen, al Buda, tanto en su cotidianidad como en su de-voción...

Ofrendé mis Mephisto en una de las múltiples stupas que rodean las faldas del Potala... Es el Yom Kipur más santo que he celebrado...

Esther Seligson, "La montaña dorada", Fractal n° 2, julio-septiembre, 1996, año 1, volumen I, pp. 29-48.