Odo Marquard

En defensa de lo accidental

 


Los accidentes parecen ser uno de los peores enemigos de la libertad y la dignidad humanas. Sin embargo, en las siguientes páginas quisiera decir algunas palabras en favor de lo accidental y de sus consecuencias. ¿Acaso hablo en contra de la dignidad y la libertad humanas? De ninguna manera. Simplemente pienso que sería un síntoma de deficiencia de la libertad si el hombre tuviese que vivir indignamente más allá de sus medios; es decir, más allá de los medios impuestos por su naturaleza finita. Si opta por no hacerlo así, tiene que reconocer las consecuencias del accidente a través de una defensa de lo accidental. Esta es la tesis que me propongo explicar.

En cierta manera, casi toda la tradición filosófica parece contradecir esta tesis. Cito: "La reflexión filosófica no tiene otro objeto más que el de deshacerse de lo accidental". Este fue el resumen que hizo Hegel —tal y como lo propone en su texto sobre La razón en la historia— de la opinión tradicional. Es raro (y por demás pretensioso) que me atreva a contradecir a Hegel, ese enorme empirista. Pero me siento obligado a ello.

Deshacerse de lo accidental significaría, por ejemplo, deshacerse de los filósofos; pero sin filósofos (así sean amateurs o profesionales) no habría filosofía: en nombre de la filosofía, la filosofía suprimiría a la filosofía misma. Para la filosofía, al menos, lo accidental debe ser vindicado, ya que sólo a través de lo accidental la filosofía cobra realidad. Deshacerse de lo accidental significaría también, por ejemplo, despojar al hombre de su demasiada—humanidad; pero sin lo—demasiado—humano no existiría el hombre. Acabaría uno, en nombre del propio hombre, suprimiendo lo que hay de hombre en el hombre. Para el hombre lo accidental debe ser vindicado, pues sólo en lo accidental el hombre cobra realidad.

No me propongo aquí exponer la vindicación de lo accidental de manera sistemática; sólo quisiera adelantar unas cuantas reflexiones relevantes y (como cabe esperar de un texto sobre lo accidental) accidentales al respecto, que divido en cuatro partes: el programa de hacer al hombre absoluto y su forma pronunciada en la modernidad; la inevitabilidad de las prácticas comunes; nosotros, los seres humanos, somos más nuestros accidentes que nuestras opciones y la libertad humana depende de la separación de poderes.

I

Si —para comenzar con la formulación de Hegel— "la reflexión filosófica no tiene otro objeto más que el de deshacerse de lo accidental", entonces el programa de la filosofía se convierte (y mientras más modernas son las circunstancias más pronunciada es la tendencia) en el programa de hacer al hombre absoluto.

En contra de este programa de hacer al hombre absoluto —que es un programa antiguo y que ha adquirido formas definitivas en la era de los modernos— se han emprendido diversos intentos filosóficos para llegar a comprender la naturaleza de lo accidental y sus consecuencias. La mayoría se remontan a la propuesta de Aristóteles, desarrollada extensamente en su Analítica, de asumir lo accidental como aquello que no es imposible ni necesario y que, por ende, puede ser diferente o no. Así definido, el territorio de lo accidental (o si se quiere: de lo contingente) se convirtió en un problema de tres maneras (por lo menos): a) como una oposición a lo necesario; b) como una fundación de lo necesario o c) como una búsqueda de senderos imprevistos.

"Si necessarium, ¿unde contingens?" (Si existe lo necesario, ¿de dónde proviene lo contingente?) Este dilema —cuya forma más explícita es: si Dios, después de todo, existe, ¿por qué entonces existen cosas finitas?— desembocó, en la tradición cristiana de la filosofía, en el problema de la Creación y, después (cuando, a partir de Spinoza, la naturaleza comienza a sustituir y desplazar a lo divino de la posición de la necesidad), en el problema de la libertad y el tema de lo indeterminado. Acaso el accidente no es más que una necesidad abortada.

"Si contingens, ¿unde necessarium?" (Si existe lo contingente, ¿de dónde proviene lo necesario?) Esta interrogante, que resume preocupaciones de la doctrina de Epicuro sobre los átomos y de la teoría de Darwin sobre las mutaciones, ha sido recientemente radicalizada (véase por ejemplo: El azar y la necesidad de Jacques Monod) y convertida en un punto de partida significativo en las teorías de la evolución y la sinergía: si el caos existe, ¿por qué existe el orden?; si hay cosas accidentales, ¿de dónde provienen las necesarias? Acaso la necesidad no es más que un accidente exitoso.

Para ilustrar la tercera posibilidad, es preciso hacer notar que Aristóteles fue el primero en observar que los accidentes pueden ocurrir como resultado del encuentro fortuito entre cadenas de eventos determinantes que son independientes entre sí. Una persona entierra un tesoro para esconderlo; otra persona cava un hoyo para sembrar un árbol: "Para una persona que cava un hoyo encontrar un tesoro es un accidente". Un caso particularmente importante para los seres humanos ocurre cuando algo (que a su vez está determinado) interfiere en sus propósitos. Aristóteles lo ilustra en su Metafísica: "Para un hombre que no se dirigía hacia Aegina, sería un accidente terminar en Aegina llevado por una tormenta o capturado por piratas". Súbitamente nos sucede algo que no eligimos ni nos propusimos. Los seres humanos no sólo somos nuestras acciones (guiadas por intenciones), sino también nuestros accidentes.

El programa de hacer al hombre absoluto lo niega: pretende, por encima de todo, "deshacerse" de los accidentes para que los hombres sean (uso la fórmula que Sartre emplea en El ser y la nada: "la elección que yo soy"), sin excepción, no sus accidentes, sino lo que eligen ser. Esto tiene un significado doble. En primer lugar, el hombre es (o debería ser) el resultado de sus intenciones. Él es la criatura actuante a la que no le sucede nada más. Nada humano puede estar desprovisto de intención; nada humano puede acaecer sin que haya sido fruto de una elección previa. Sólo así nos hallamos frente al caso en el que los seres humanos no son sus accidentes, sino lo que efectivamente eligieron ser. En segundo lugar, esta elección debe ser absoluta; es decir, no una elección accidental que podría haber sido diferente o que podría haber sido remplazada por otras intenciones. En consecuencia, todos los seres humanos —si quieren ser propios (es decir, absolutos)— deberían alentar las mismas intenciones. Sólo y sólo en este caso podemos hablar también de que los seres humanos no son sus accidentes, sino lo que eligieron ser.

A veces se me pregunta: ¿en filosofía quién abogó o quién aboga por el programa de hacer al hombre absoluto? Marquard, ¡nombra al caballo y al jinete! Bien puede ser que la persona que lo pregunta se encuentre ella misma entre los caballos y que la tradición sobre la que sostiene a sus jinetes sea la que he debatido desde hace tiempo (y que resumo muy brevemente). Aunque, en realidad, hay buenas (y muchas) razones para ahorrarnos las penas de los detalles. Una lectura breve de este problema debería evitar reflexiones de orden filológico —de la filología de Platón, de la filología de San Agustín, de la filología de Descartes, de la filología de Fichte y de las filologías de Marx, Apel y Habermas. El tacto nos obliga a reconocer la convicción de aquellos filósofos que no se sientan aludidos por esta lectura. Pero no seamos inocentes; no nos hallamos precisamente ante figuras menores; si fuera necesario, yo mismo reinventaría el idealismo alemán (incluidos el marxismo y el neo—marxismo). Esta también es la razón por la que no puedo objetar a nadie la impresión de que la posición que me propongo criticar —el programa de hacer al hombre absoluto— no haya sido vindicada por alguien. ¿Tiene acaso algo de malo? Por el contrario: mi defensa de lo accidental no puede tener mejor aliciente que el saber que cuenta con menos opositores de los que yo mismo suponía. En resumen: la pregunta de a quién atribuirle el programa de hacer al hombre absoluto nos remite a un amplio espacio de discusión.

Sin embargo, volvería a reafirmar lo que ya he dicho: el programa de hacer al hombre absoluto, un programa que es antiguo (y no solamente en filosofía), se intensifica y toma una forma más pronunciada en la era de los modernos. En los tiempos modernos, cuando ya no nos es dado creer que la participación de Dios garantiza la absolutidad del hombre (su vida correcta y libre de accidentes), el proceso de hacer al hombre absoluto sólo puede estar fundado en el hombre mismo: en su libertad y en sus opciones absolutas. El hecho de que fue la filosofía alemana (tanto el idealismo alemán como el marxismo) la que jugó el papel central en este proceso, puede ser explicado con ayuda de la tesis de Plessner, expuesta extensamente en 1939 en Die verspätete Nation, sobre la "nación que llegó tarde". En Alemania, según Plessner, el retraso del liberalismo en el ámbito de la realidad fue compensado por lo absoluto en el ámbito de la filosofía. A ello se debe (y también a que Dios, entendido como un arbitro, abandona paulatinamente la filosofía) que es precisamente en la era moderna cuando se llega —siguiendo el programa de hacer al hombre absoluto y continuando con la fórmula de Sartre que cito más arriba— a la definición del hombre como la opción absoluta de si mismo. De ahí que los seres humanos estén previstos para ser o convertirse en absolutos.

Sin embargo, los seres humanos no son absolutos; mas bien, son finitos. Viven y no escogen (al menos no preponderantemente) sus propias vidas. La razón es sencilla: están condenados a morir. Para usar las palabras que Martin Heiddeger empleó en Ser y tiempo: viven "hacia la muerte". Un límite se impone sobre sus vidas: "vita brevis". La vida humana es demasiado breve para admitir opciones absolutas. Simple y sencillamente: los seres humanos no tienen tiempo suficiente para escoger —o para optar por rechazar— lo que ya son (accidentalmente), ni tampoco para escoger (ni escoger absolutamente) en vez de ello algo enteramente diferente o nuevo. Su muerte siempre es más dulce que sus opciones absolutas. El programa de hacer al hombre absoluto se opone a la realidad del hombre, que lleva el sello indeleble de la muerte. Abogo por ello, en la defensa de lo accidental, para que la filosofía reconozca este hecho.

II

Repito: el programa de hacer al hombre absoluto se opone a la realidad del hombre, que lleva el sello indeleble de la muerte. Una parte del programa de hacer al hombre absoluto es un intento de suprimir la realidad humana que se le opone: en la tradición griega, que declara a esa realidad como no genuina; en la tradición cristiana, que declara a esa realidad como temporal, enjuiciada previamente y sometida a un llamado escatológico o en el programa de los modernos, que, precavida y metódicamente, excluye a esta realidad.

El intento moderno más representativo de excluir la realidad en este sentido —suprimiendo la realidad humana en la medida en que no se presenta como una realidad absoluta— es la llamada duda metódica. Descartes desarrolló esta propuesta para el ámbito de la teoría en sus Meditaciones. La regla de Descartes sobre la duda metódica recomienda: in dubio contra traditionem (en caso de duda rechaza la tradición). En otras palabras: todo lo que no es absolutamente verdadero y que, por ello, puede ser falso (es decir, el conocimiento basado en valores de juicio), debe ser tratado como si fuera verdaderamente falso hasta que se halla demostrado —a través del scientia more certa methodo (el método seguro de la ciencia)— "clare et distincte", que es absolutamente verdadero. Por ejemplo: un juicio no es permitido hasta que esté prohibido como resultado de su falsificación; y por el contrario, todo juicio está prohibido hasta que está permitido como resultado de su verificación. El conocimiento queda suspendido hasta que no se convierte en conocimiento absoluto. Los teóricos del discurso ético —como, por ejemplo, Apel y Habermas— han llevado la duda metódica al territorio de la práctica: el discurso ético aplica la duda métodica incluso a las normas de la acción. Su regla es la sopecha: in dubio contra traditionem sive conventiones) (en caso de duda rechaza la tradición o las convenciones). En otras palabras: todo lo que no sea demostrablemente bueno (por consenso de un discurso libre entre iguales) —es decir, absoluto— y que, por ello, podría ser malo (lo cual implica a todas las orientaciones presentes de la acción), debe ser tratado como sifuera realmente malo. Y debe ser tratado como malo hasta que no haya sido justificado, a través del discurso absoluto, consensualmente - es decir, absolutamente- como bueno. Mientras que esto no haya sido realizado, toda acción guiada por convenciones debe ser suspendida y (para legitimar la suspensión) puesta bajo sospecha. No es que las orientaciones prácticas de la vida no estén permitidas hasta que estén prohibidas como resultado de su demostrada maldad, sino que están prohibidas hasta que se hallen absolutamente permitidas como resultado de su legitimación discursiva. En ambos casos —tanto en Descartes como en el discurso ético— lo que es (o está) presente es negado por precaución: el conocimiento "común" (que es aceptado porque era aceptado en el pasado) y las orientaciones "comunes" (para la acción, que son aceptadas porque eran aceptadas en el pasado) son metódicamente canceladas en nombre de lo absoluto. En general, la regla —de este lado negativo del programa de hacer al hombre absoluto— es que la vida debería ser descontinuada (y, sustentando a este principio, ser vista como mala) mientras no se haya demostrado, por elección absoluta, (el conocimiento y la justificación absolutas de la acción), que se trata de una vida correcta. El programa de hacer al hombre absoluto niega, sutilmente, la vida real en la medida en que la vida real no es más que un ensemble de prácticas comunes.

Obviamente, este aspecto negativo del programa de hacer al hombre absoluto tampoco puede triunfar. Los seres humanos están condenados a morir, viven "hacia la muerte". Más allá de cualquier giro existencialista, esta afirmación es (desde la perspectiva de la filosofía) central y puede ser resumida (sin ambigüedades) de la siguiente manera. En la población humana total, el índice de mortalidad es de 100%. La muerte, por más que dude en llegar, siempre llega demasiado pronto. La vida humana es irremisiblemente breve para realizar el programa de hacer al hombre absoluto, porque la muerte no nos concede el tiempo suficiente para esperar el resultado de la elección de las orientaciones que son necesarias para la vida. Pero si, al mismo tiempo, las orientaciones para la vida que nos son comunes, como un resultado factual de la historia (y que no son elecciones absolutas, sino simplemente prácticas comunes) son pospuestas hasta que una elección absoluta alcance a elegir las orientaciones necesarias para la vida, la conclusión es la imposibilidad de emprender la vida antes de que termine. La muerte es siempre más dulce que nuestras elecciones absolutas.

En rigor se puede afirmar que el programa de hacer al hombre absoluto es una filosofía para la vida después de la muerte que, en esencia, deja abierta la pregunta sobre una filosofía para la vida antes de la muerte. Pero es la vida antes de la muerte la que requiere precisamente de una filosofía. Si la filosofía absoluta no existe (porque se requiere un tiempo absoluto para elegirla) y si nuestras prácticas usuales son negadas (el principio de la negación metódica las vuelve sujetas de duda y sospecha), se requiere entonces de una orientación que la sustituya temporalmente. Descartes explora este problema en la tercera parte de su Discurso bajo el rubro de la llamada "ética provisional". La metafora que propone es que si uno derriba una casa para construir una nueva, hay que disponer de una habitación temporal. En mi opinión esto no sólo es verdad (como pensaba Descartes) en relación a la ética, sino también al conocimiento y a las orientaciones para la vida. De ahí que en el caso del programa para hacer al hombre absoluto, la contraparte general sea la ética provisional, es decir una filosofía de las orientaciones provisionales de la vida.

Nosotros, los seres humanos, somos más nuestras prácticas comunes que lo que elegimos ser y, sobre todo, somos más nuestras prácticas comunes que nuestras elecciones absolutas. En consecuencia, una filosofía de lo no absoluto sólo puede consistir en la defensa de las practicas comunes. Esta es la razón (también) por la que es preciso defender las prácticas comunes —es decir, las prácticas que son aceptadas porque han sido aceptadas en el pasado— contra el lenguaje de su banalización, aún cuando este lenguaje se disfrace de aires filosóficos. Es incorrecto afirmar que la realidad del mundo moderno —el mundo en que el acelerado indicé del cambio acelera el tiempo en que algo se vuelve obsoleto— propicia por sí sola esta banalización. Es precisamente el mundo moderno el que crea las opciones compensatorias a esta vorágine: la creciente rapidez con la que se produce la obsolecencia provoca, a su vez, que lo obsoleto devenga en sí mismo obsoleto; es decir, inédito. Además la modernización ha devenido una práctica común: la práctica de los usos encontrados de la modernidad. En su crítica al pensamiento deontolólogico, Hegel mostró que la hipertrofia deontológica tiene el efecto de echar a perder lo que existe. De la misma manera, alguien que sólo concede validez a las opciones absolutas trata a las prácticas comunes injustamente. El hecho de que las prácticas comunes no son el cielo en la tierra, lo absolutamente bueno, no es una razón suficiente para convertirlas en el infierno en la tierra.

III

El programa de hacer al hombre absoluto asume que, en contraste con lo absoluto, las prácticas comunes son accidentales. Si bien esto es verdad, no veo por qué tenga que ser una objeción. Se convierte en una objeción como resultado de un malentendido, según el cual lo accidental es siempre opcional, algo que puede ser elegido o rechazado arbitrariamente. Sin embargo, lo accidental no es tan sólo lo arbitrariamente opciona. Lo accidental es "aquello que podría ser diferente" y que podemos cambiar. (Por ejemplo: uno puede tomar una taza de té o abstenerse de tomar té y comer salami; por el hecho de no ser salami, este escrito no es necesariamente una taza de té y podría no haberse escrito o ser redactado de una manera distinta). A este tipo de eventos accidentales, "aquello que podría ser diferente" y que podemos cambiar, que son elegibles o rechazables a discreción, los llamo lo "accidental arbitrario" o simplemente lo arbitrario. Por otro lado, lo accidental también es "aquello que podría ser diferente" y que no es modificable por nosotros mismos (los golpes del destino como las enfermedades, nacer y otros similares). Este tipo de eventos accidentales, "aquello que podría ser diferente" y que no es (o sólo ligeramente) modificable por nosotros, es el destino. Aquello que se resiste, en un alto grado, a cualquier negación y que no es (o sólo ligeramente) evadible. Es lo que opto por llamar "el destino accidental" o lo destinado.

Son precisamente los accidentes de este segundo tipo, los hechos y eventos históricos y naturales que nos dominan, los que componen nuestras vidas. Todo comienza en el nacimiento: podríamos no haber nacido o haber nacido en otra época, en otra parte del mundo o en una cultura diferente; pero una vez que nacimos no podemos anular estas circunstancias. Incluso el suicidio sucede ex suppositione nativiatatis (a partir del supuesto de nacer). Este es un accidente que no podemos modificar: el destino accidental del hombre. El accidente que más afecta el destinamiento es, a menos que se conciba como la consolación de no tener que seguir actuando nuestra propia simulación, la muerte. El destino accidental nos condena, por nacer, a la muerte —es decir, a la brevedad de la vida que no nos concede el tiempo suficiente para escapar, tan lejos como quisiéramos, de lo que accidentalmente ya somos—. La muerte nos obliga a "ser" —es decir, a vivir— el destino accidental que el pasado ha impuesto sobre nosotros. Una parte de este pasado es, en esencia, los accidentes que son nuestras prácticas comunes —prácticas que, por principio, no elegimos, pero en las que estamos envueltos—. Podrían haber sido completamente diferentes, pero (vita brevis) no podemos cambiarlas. Nuestras prácticas comunes son más nuestros accidentes que lo que elegimos ser, pero no son lo accidental arbitrario, sino lo accidental destinado.

Menciono brevemente como los seres humanos pueden vivir y enfrentar lo accidental. Uno de los caminos para enfrentar lo accidental arbitrario es el arte: el uso de la forma para reducir la arbitrariedad. Y uno de los caminos para enfrentar el destino accidental es la religión: la transformación de situaciones extremas en rutinas. Ambos, el arte y la religión, intentan dominar algo. El arte es el dominio (acaso) sobre la contingencia arbitraria; la religión es el dominio (acaso) sobre la contingencia destinada. Nosotros, los seres humanos, somos más nuestros accidentes que lo que elegimos ser. Nótese que no digo que sólo somos nuetros accidentes, sino que no sólo somos lo que elegimos ser.

IV

Acaso podríamos resumir lo dicho hasta aquí en las siguientes proposiciones: Parte de la dignidad humana se halla en su habilidad para soportar lo accidental y parte de su libertad en su capacidad para reconocer lo accidental. Esto implica que el respeto por la dignidad humana es, por encima de todo, compasión y que el respeto por la libertad es, por encima de todo, tolerancia. Al mismo tiempo, ello implica que la dignidad del hombre no es la dignidad de una diva absoluta, que es permanentemente ofendida por no ser tratada como Dios o —como para aquellos que son única y exclusivamente un fin de sí mismos— dioses de algún grado; y también implica que la libertad humana no es (como el poder de la razón) una elección absoluta, para la cual no existe nada no elegible, nada accidental. Que la dignidad humana es o puede ser realmente dignidad y que la libertad es o puede ser realmente libertad, es un resultado de las siguientes consideraciones que se desprenden de la separación de poderes.

Si lo que se ha dicho hasta aqui es correcto, la realidad del hombre es predominantemente accidental. Lo que es accidental puede ser diferente. Pero si puede ser diferente es, frecuentemente, así sea por accidente, en efecto diferente. La realidad accidental es —accidentalmente— por ello también diferente; convoca simultáneamente múltiples posibilidades, es multiforme, multicolor, diferenciada, diversificada, ambigua. Esta diversidad, este ser ambiguo y diferenciado, representa la oportunidad fundamental de la libertad. La misma posibilidad de la libertad fundada en (y por) la doctrina de la separación de los poderes. En términos de la libertad política, la separación de los poderes políticos es tan sólo un caso particular del efecto general que produce la ambigüedad y la diversidad de la realidad sobre la libertad en general —un caso particular del hecho de que los accidentes que acaecen al hombre, como destinos accidentales, no son uniformes ni monolíticos, sino que se intersectan e interfieren uno con el otro hasta el grado de neutralizarse entre sí—. Es verdad que en la famosa tercera sección sobre la Constitución Inglesa del Espíritu de las leyes, Montesquieu vindica la separación de poderes —la división de los tres poderes entre el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial— como una garantía tan sólo de la libertad política, pero no habría que perder de vista que Montesquieu (que, incidentalmente, llevó el tema de la diversidad y la ambigüedad de las condiciones de la vida humana a muchas otras áreas hasta llegar, incluso, al estudio del clima) perteneció a la corriente de los moralistas y que parte de la tradición escéptica.

El escepticismo está fundado en la valoración de la separación de poderes: la duda escéptica —como lo dice la palabra duda que, después de todo, contiene la idea de la multiplicidad en su "du" (duo, dos)— es precisamente el procedimiento, conocido en la tradición escéptica como la "diafonía isóstenes", que consiste en permitir que dos convicciones opuestas choquen una contra la otra de tal manera, que cada una de ellas ceda tanto poder como sea necesario para que el individuo, la tercera entidad que llora y ríe, se libere de ambas. Lo que sucede de esta manera con dos convicciones es más cierto aún para múltiples convicciones: cada una de ellas distancia al individuo de los otros. Lo que es cierto para las convicciones es igualmente verdad para otras fuerzas, tendencias y magnitudes de la realidad: para la libertad que propone el escepticismo (es decir, la libertad finita) es crucial que nunca exista sólo un poder en acción, sino siempre una multitud de poderes que compitan pluralmente entre sí, que se intersectan e interfieren unos con otros y que se contrapongan recíprocamente. El principio es: "Divide et fuge" (Divide y escapa). Para el hombre tiene la ventaja de legitimar su libertad en la adhesión a varias convicciones: no a no-convicciones, ni tampoco a una sola convicción, sino a varias. También es ventajoso contar con varias tradiciones y varias historias a la vez: no una tradición o una Historia, sino varias a la vez, como si fueran varias almas.

La tesis sobre la separación de poderes (generalizada en el espíritu del escepticismo moralista) a la que apelo, consiste en que la sobredeterminación (de los poderes) fomenta la libertad y, en consecuencia, la ambigüedad y la diversidad generales de la realidad humana histórica promueven la libertad. La circunstancia que lo que acaece a los seres humanos, en la forma de accidentes, no es un solo e indivisible accidente, sino una pléyade de accidentes (en plural), hace posible que la suerte humana pueda devenir, accidentalmente, en libertad (bajo la forma de libertades en plural).

Lo que el hombre debe temer no es la determinación de supoder, sino su indivisibilidad. Su libertad (que consiste en libertades en plural) puede sostenerse en ese aspecto de la realidad que compensa, a través de la diversidad, la compulsión a la unidad y que no sólo contrapesa la obsesión por la universalización absoluta y la tensión moderna hacia la homologación y la uniformidad, sino la terrible compulsión hacia la unicidad (de la cual somos presas inevitables, pues sólo contamos con una sola y única vida). De esta manera de vivir podemos escapar si entramos en comunicación con otros seres humanos (a los cuales necesitamos, precisamente, por esta razón), fundando la posibilidad de compartir y pluralizar nuestras vidas. Es preciso incorporar a nuestras vidas el mayor número de determinantes, lo cual significa incorporar los destinos accidentales que ejercen su efecto decisivo a través ser percibidos. Para el ser humano el colapso de los límites de lo que percibe es una ventaja. La más humana de estas "reacciones límite" —que se hallan entre las que constituyen la razón humana o el esfuerzo de abandonar el estado de idiotez— son, como lo demostraron Helmuth Plessner y Joachim Ritter, reír y llorar: la forma amable en como reconocemos a los destinos accidentales imprevistos que —en equilibrio con otras determinantes— codeterminan la realidad humana. Al llorar y reír asumimos el reconocimiento de lo que, oficialmente, quedó fuera de consideración, pero que, inoficialmente, forma parte íntima de nuestra propia historia: los accidentes que (accidentalmente) desmantelan lo que ha sido aceptado oficialmente. Así reimos y lloramos nuestra propia libertad. La disposición a reír y la disposición a llorar —es decir, el humor y la melancolía— son formas concretas que adoptan la compasión y la tolerancia. Siempre rinden honor, humana y demasiado-humanamente, a la libertad y la dignidad del hombre. Una de las implicaciones y de los resultados de mis reflexiones es que alguien que puede reír y llorar es libre; y alguien que ríe y llora, y que ha reído y llorado abundantemente, tiene dignidad. Reír y llorar son, en rigor, dos estupendas maneras sobre lo que quería llamar la atención: la defensa de lo accidental.

Texto extraído de la conferencia Apologie des Zufälligen

Traducido por José Manuel Saavedra

Odo Marquard, "En defensa de lo accidental" Fractal n° 2, julio-septiembre, 1996, año 1, volumen I, pp. 11-26.