Francisco Hinojosa

La vida en el campus

 

para Guillermo Sheridan


En Rectoría se anda diciendo que los profesores están desmejorados y que va a haber despidos y nuevas contrataciones. El secretario particular del rector casi no sale de su oficina: se la pasa al teléfono con el abogado, el jefe de Recursos Humanos y el director de Matemáticas. Se ve que están coludidos y que forman grupito.

Como secretaria sindicalizada, con veintiocho años de antigüedad y con reconocimiento por mi asiduidad y buen desempeño laboral, la cosa no me tiene mayormente preocupada. Por el contrario, el asunto de los despidos me divierte porque curiosa soy, para decirlo de una vez.

Y es que casi siempre me ha dado por escuchar las conversaciones de mi patrón, que es el jefe de Recursos Materiales y Abasto: el contador Velarde: hombre de prestigio como proveedor y padre de dos distinguidos muchachos: estudiante de ingeniería, el mayorcito, y boxeador aficionado, el benjamín.

Por ejemplo: hace poco mi jefe se vio con la profesora Lupita, que es muy decana y querida en el campus, y le platicó la situación de Rectoría. Yo hice como que no me interesaba la cosa y terminé enterándome de todo, que a la vez se lo puse en bandeja a Charito, a Monchis y al tal Irrigoyti Eyzaguirre, quienes terminaron haciendo el chisme cosa pública, como se dice.

Me gusta revolver las aguas porque algo han de llevar de verdad, según tengo entendido. El rumor y la verdad poco equidistan, como afirma el lingüista Canek.

En Rectoría no manda el rector, un hombre cabal y de formación científica. Dicen que es íntegro y no mal intencionado. Siempre saluda a quienes somos sus subalternos y se viste todos los días con camisas de cuadritos. No tiene una presencia elegante pero tampoco repulsiva. No es del todo chaparro y su esposa es una güerita que toma clases de alemán y de artes plásticas.

En realidad, su secretario particular es quien da las órdenes y toma las decisiones allá, en Rectoría. El doctor Guzmán acuerda con todos los directores, los jefes, los coordinadores, la entrenadora del equipo de natación y el abogado sin que el rector se preocupe por lo que decidan o proyecten o anden implantando a sus espaldas.

Es él quien maneja a los miembros de la Junta de Gobierno, el que cena con los líderes estudiantiles, el diseñador de los programas de cómputo y el que decide los menús. Juega ajedrez como ninguno y, se dice, anda de amoríos con la estadista Raquel Minesota, que la verdad parece modelo o actriz.
Por su parte, él (el rector) es el encargado de hacer (o tratar de hacer) las paces entre las bandas de académicos, de pasear a los visitantes distinguidos que nos honran con su presencia (como el Premio Nobel de Álgebra, que impartió un cursillo en nuestras aulas), de saludar con amabilidad a los subalternos y de sacar a bailar a su esposa en el baile de fin de cursos. No tendría para él otro calificativo que el de "estupendo". Todo un ser humano cabal y educado: suele dar consejos a estudiantes, trabajadores (como yo), catedráticos, maestritos e investigadores, como la profesora Lupita, que es una adoración.

En cambio, no podría decir lo mismo del doctor Guzmán. No niego que sea chistoso e inteligente, qué va. Pero tiene algo de ladronzuelo o de amable falso que me molesta. Me inhibe por guapo o que sé yo: por reputado oceanógrafo o por ególatra.

En general así es mi universidad. Y de alguna manera me siento orgullosa de ella: la defiendo contra la crítica malsana de políticos y periodistas y me da mucho que pensar.

Aunque suene cursi, como dicho por Charito, para mí es una segunda casa. Que sería la primera si no es porque carece de un lugar para mi bien merecida siesta cotidiana.

Como no quiero ser parcial en este mi relato, he de decir que en efecto los maestros ya estaban caminando a pasos lentos cuando empecé a correr la voz de los despidos y las nuevas contrataciones. Por ejemplo: el químico Figueroa andaba con una nueva teoría, de su invención, muy poco acorde con los planes de estudio: decía que el zinc o el mercurio, ya no me acuerdo, podía curar las cataratas. Y como la arquitecta Roca Mata se lo creyó, el lío fue a parar al hospital y luego a los tribunales.

Otro ejemplo: la señorita Uranga se puso un día a llorar, enfrente de sus discípulos, porque había tenido un legrado doloroso o algo por el estilo. O el caso del licenciado Sahagún, quien quiso sobrepasarse con Alejandrita Mireles: aunque no prosperó la demanda se armaron las discusiones en la Comisión de Derechos Humanos y Acoso Sexual: llegó incluso a oídos de la Comisión Universitaria de Amnistía. El zootecnista Tirado, por su parte, se estampó con su coche contra el muro sur del gimnasio oeste. Cuentan que había ingerido drogas, aunque la verdad se ve muy decente y empecinado.

Y así: hay muchas más historias que podría platicarles de los catedráticos, los maestritos y los investigadores. El hecho es que desde hace un buen tiempo andan medio adormilados y abstraídos. Como si la Academia les valiera cuatro o cinco.

Para el alumnado, para las autoridades y para nosotros los llamados administrativos, los académicos de pronto empezaron a rebasar los límites a los que nos tenían acostumbrados. Con decirles que hasta la decana Lupita enloqueció un día en la cafetería, junto al cajero automático. Al parecer su saldo no correspondía con sus cuentas: hizo un numerito vergonzoso y le dio un ataque de asma o epilepsia: no lo tengo muy claro. El chofer de la secretaria del rector tuvo que darle respiración de boca a boca.

Además, el problema de las pandillas de académicos ha llegado ya a límites nunca antes vistos. La que comanda el químico Figueroa, Los Tucanes, es la más temida, no sólo por ser la más perniciosa, sino porque funciona como sociedad secreta. Uno nunca sabe quién ha sido reclutado. Con decirles que he llegado a dudar de mi jefe y del tal Irrigoyti Eyzaguirre, pues hacen cosas extrañas: como entibiarse por las noches en el baño sauna del gimnasio. Por supuesto que no lo he comprobado, pero la gente lo comenta.

Entre la fechorías de Los Tucanes, por mencionar las dos más famosas, se cuenta que el viejito de Etimologías Grecolatinas, el maestro Orestes García, empezó un día a vomitar sangre porque lo habían envenenado. Charito y Monchis juran que le administraron una sustancia preparada en el laboratorio de Física, en la comida de fin de cursos. Aunque sobrevivió el viejito un par de años, ya nunca pudo volver a impartir cátedra porque no lo dejaron salir del hospital.

La otra fechoría de Los Tucanes tiene que ver con el jefe de Estacionamientos y Parquímetros, ya ni me acuerdo cómo se llamaba: le inventaron que se acostaba con la esposa del doctor Guzmán y éste le mandó a dos maestros del Departamento de Halterofilia para que lo ablandaran en el salón de Danza Moderna. Dicen que se les pasó la mano con el gato hidráulico y que lo enterraron abajo del nuevo edificio de Psicología, que estaba en construcción en ese entonces. Nadie volvió a saber de él.

Otra de las bandas, Los Diles Que No Me Maten, comandada por el lingüista Canek, se dedica desde hace mucho tiempo a vender exámenes, calificaciones y prendas íntimas, a boicotear los proyectos de los investigadores de Mineralogía y a difundir la idea de que el Juicio Final está más próximo de lo que esperamos, cosa que por cierto yo no creo. Desde hace poco les ha dado también por hablar en latín y por condenar el aborto, práctica muy extendida entre el estudiantado y plenamente apoyada por los practicantes de la Facultad de Medicina, que son muy considerados en el costo de sus servicios. Tanto estudiantes como administrativos, los tenemos en alta estima.

La pandillita de Canek, además, cobra impuestos a los estudiantes por correr en la pista, por besarse en público y por insinuarle cosas a la maestra Pita Vasconcelos, miembro de la banda. Salvo los más tímidos, todos los alumnos le proponen diversos acontecimientos a la comunicóloga Pita, que es muy chula, según aprecian los conocedores.

Por todo ello y muchas cosas que no he tenido tiempo de contar o de saber, supongo que el doctor Guzmán ha tenido motivos de sobra para tramar lo que dicen que está tramando: correr a todos los académicos y contratar a otros: también llenos de prestigio, medallas, diplomas y maneras propias de coludirse y apandillarse.

En los pasillos se escuchan muchas cosas: que el doctor quiere acabar con las bandas para organizar la suya, que el doctor camina a pasos rapiditos, que anda queriendo meter al Ejército para acabar con el vandalismo, que el doctor Guzmán está tramando su futuro político a costa de la criminalidad y de la Academia. Se diga lo que se diga: el secretario del rector ha dado pie a los rumoreos.

A partir de que dejé correr la voz, las reacciones de Los Tucanes, Los Diles Que No Me Maten y Los Sabios no se han dejado esperar: una bomba molotov dejó ciego al odontólogo Santín, el pobre; los árboles frutales de la huerta sur amanecieron un día plagados: unos gusanitos anaranjados que se comían la pulpa de las guayabas y los kiwis; el coche del doctor Guzmán fue pintarrajeado con graffiti obsceno, y la madre del señor rector falleció un miércoles a las diez de la noche, día y hora en la que él suele jugar dominó con la maestrita Pita Vasconcelos, el director de la Facultad de Arquitectura y el jefe de Baños y Abrevaderos.

La reacción en el sentido inverso y con no menos fuerza correspondió a Rectoría: suspendió sin explicación de por medio los Bonos al Mérito Académico, cerró el restaurante-bar para maestros, llamado La Gondolita, intensificó la búsqueda del jefe de Estacionamientos para encontrar pruebas inculpatorias contra Los Tucanes y echó andar el programa UFC ("Una falta y a la calle"), que significa que quienes no impartieran puntualmente sus cátedras podrían ser despedidos, sin importar las razones que justificaran las ausencias o los retrasos.

La comunidad estudiantil, ajena a toda esta guerra desatada entre autoridades y académicos, ha resentido sus efectos: los catedráticos no tienen tiempo para dar sus clases con verdadera entrega profesional, se escuchan llantos tras los cubículos y explosiones eventuales en diversos lugares del campus. Por su parte, los aborteros están ocupados justo cuando una alumna embarazada necesita de su auxilio y, en general, al profesorado se le ve irrefutablemente apático, atarantado.

Hasta el reputado maestro de Técnicas Hidrobiológicas, importado de la universidad de Idaho, confesó no saber gran cosa de la materia y les propuso a sus pupilos un experimento poco ortodoxo: murió una chica en consecuencia.

Con el cierre de La Gondolita, la cafetería de los estudiantes se ha llenado de maestros que fuman puro y beben bourbon y tequila de las botellitas que venden los miembros de la banda de Los Manueles. El jefe de Cafetería, Puestos de Tortas y Misceláneas se encarga de abastecer los mejores alimentos a los profesores (abulón, conejo estofado, lechón en pipián y helado de canela), en perjuicio del estudiantado y la intendencia, que sólo podemos consumir sopa de poro y papa, picadillo a la Nacajuca, arroz con chicharitos y, de postre, papaya.

El líder de la Asociación de Pupilos Externos (APE), un excelente orador aunque mal psicoterapeuta, intentó averiguar qué sucedía y, según cuentan, cuando al parecer ya tenía los cabos atados fue reclutado por Los Tucanes o Los Diles Que No Me Maten. Son cosas que dicen. Por eso las pongo aquí.

No muy distintas de las que cuentan del tal Irrigoyti Eyzaguirre: que es un joven que asegura no meterse en transas ni tener secuaces: según yo: según mi manera de apreciar las cosas y los momentos: él es un líder limpio, medio innato, al que le gusta el chismorreo, la barbacoa de hoyo y la maestra Pita Vasconcelos. Si nadie duda de su entereza sindical, ¿por qué habría de hacerlo yo?

Es más: en lo que respecta a nosotros los administrativos, la guerra nos ha afectado más bien poco y nos divierte enormidades. Hace unas semanas el tal Irrigoyti Eyzaguirre, nuestro insustituible secretario, convocó a una asamblea para analizar la situación. Resultó una de las más divertidas de las que se tenga memoria. Al fin, decidimos por votación unánime conservarnos en la retaguardia y aprovechar las turbulencias para pedir un aumento de sueldo: ganancia de pescadores imaginativos. Con las cosas como estaban, no era difícil que se quitaran la carga de un emplazamiento a huelga con unos cuantos pesos. La fecha que pusimos para que respondieran a nuestras demandas fue el último día de noviembre, fecha eficaz por corresponder al aniversario de nuestra Casa de Estudios, el cumpleaños del doctor Guzmán y la instructora de aerobics.

Aunque no nos dieron el aumento que pedimos (25 o 65 por ciento, ya no recuerdo) desistimos de la huelga a la tercera negociación que tuvimos con los compinches del doctor Guzmán. Nuestra honra gremial no se vio por ello disminuida: logramos más vales de despensa, día de asueto los miércoles de ceniza, seguro contra despido injustificado y una hora, en vez de los treinta minutos vigentes, de lactancia.

En medio de tanta agua revuelta, comentamos después, no nos fue tan mal. Años atrás, sólo habíamos conseguido dos latas de sardinas y un bote de mayonesa en la despensa, uniformes amarillos en vez de los violetas que las autoridades nos obligaban a usar y aumentos salariales de inflacionados, según me explican quienes saben de economía y gasto hogareño. Nada más. Logramos también que la maestra de bordado fuera considerada en el programa AS (Año Sabático).

Y la verdad todo iba bien: sustancioso para quienes gustamos de los chismes y los rumores, y ganancioso para los llamados administrativos. Hasta que estalló la guerra abiertamente y se desataron los puñetazos en las oficinas, los pasillos de las facultades y el gimnasio. La gente se hizo de palabras, se increpó, se dio por aludida, se mentó todo lo que a lo largo de los años había acumulado de bilis.

Hubo agresiones de esas calificadas "con arma blanca", además de gisazos, piquetes, torturas con alacrán, simulacros de mordida o quemada con cigarrillo. Cuando no hacían alardes porriles, los académicos se quejaban de golpes bajos y mutilaciones. Sierras eléctricas por un lado, brazos desprendidos por el otro: la civilización de la barbarie, como le llamó el acupunturista Estrada.

Y se destruyeron archivos y bibliotecas, programas básicos de la red, proyectores de diapositivas, pizarrones y hornos de microondas. Los Manueles robaron del almacén cantidad de cosas: sesenta kilos de arrachera marinada, dos litros de ácido sulfúrico, una iguana preñada, ocho toallas Pier Nerval y cinco ejemplares del libro escrito por la maestra Pita Vasconcelos: La pubertad en una comunidad huichol: un primer acercamiento. Se dice que el banco de semen fue adulterado con bacterias o microbios o microorganismos, algo así.

Ciertamente fallecieron muchos changos, topos, erizos de mar y alacranes por la carencia de sus sagrados alimentos. Los prados se amarillaron y el agua de la alberca enverdeció. En el laboratorio de Fotografía los ácidos destruyeron un retrato del hijo del rector y la sala de conciertos se convirtió en una guarida de ratas, que tenían antes por residencia los laboratorios de Biología.

Las canchas de tenis, basquetbol y golfito se transformaron en centros de reunión para Los Tucanes, Los Manueles y Los Diles Que No Me Maten, respectivamente.

El estudiantado interno se recluyó en los dormitorios, y el externo se dio cita en las disco, los bares y el parque que rodean el campus. Ocho cayeron en casa de la maestra Pita, siete en la del licenciado Sahagún, seis en el departamento de la actuaria Conchita, cinco en el anfiteatro, cuatro en los dormitorios equivocados, tres en la clínica, dos en la huerta y uno en el crematorio.

Y por supuesto se suspendieron las clases. Y dejaron de vender gelatinas, pepitas, cacahuates y condones en las aulas. La Comisión de Derechos Humanos y Acoso Sexual suspendió sus sesiones colegiadas y dejó de emitir su única recomendación, sesenta o setenta veces formulada: el despido del ortodoncista Lauro Juárez por la violación de sesenta o setenta aspirantes a dentistas.

Mi jefe tuvo que cancelar sus requisiciones de abono equino, queso de puerco, bolígrafos de tinta azul, banderas rojinegras y latas de abulón, por mencionar sólo algunos de los muchísimos productos que mi departamento suele surtir a la universidad.

Tuve razón al correr la voz: el río llevaba sus aguas. Y aguas negras eran. Por algo olía a caño.

Para decirlo en pocas palabras: mi universidad se colapsó: los estudiantes dejaron de asistir porque la criminalidad andaba suelta en el campus y porque los catedráticos estaban ansiosos y con pocas ganas de impartir las materias para las que habían sido contratados: como especialistas: como hombres y mujeres de magisterio: como devengadores de la misma nómina que nosotros, los intendentes, nos ganamos con el sudor de lo que quieran. Gente proba, ellos y nosotros.

La universidad, mi universidad, se me vino muy abajo. Lo juro. Causó en mí una honda "desvanecencia", un síncope, una mordida almática, por no decir espiritual y energética.

Finalmente, presionado por los inauditos acontecimientos, el rector se reunió con sus más allegados: su linda esposa, el procurador de justicia de la Nación, el director de la Facultad de Filosofía y Letras y mi jefe, que por cierto no se siente muy a gusto si no me lleva a sus reuniones. Dicen que soy su espíritu de la guarda.

Y me llevó consigo.

El señor rector expuso, yo fui testiga, sus razones: "Antes de que la instulticia desborde los muros de nuestra Casa", dijo, "y la sociedad entera resienta sus atroces consecuencias, es nuestro deber supremo, como autoridades que somos, acudir a las instancias correspondientes para que, con su auxilio, pongamos un alto a la situación, ¿no creen? Estoy de mí seguro que Hipócrates, Lerdo de Tejada o cualquier otro estarían de acuerdo con esta decisión que habremos de tomar como medida extrema a los sucesos que tiñen de negro a nuestra universidad, ¿no creen? Hago un llamado a los aquí presentes para que propongan las soluciones consecuentes, ¿que dicen?".

Sus cuestionamientos y aseveraciones fueron acogidas por los allí presentes con asentimiento. Comprendimos el estado de su alma abatida y, en consecuencia, lo consecuentamos. ¡Vaya!

A continuación tomó la palabra el procurador: "Así es de que, uta, pinche suegro (habíase casado con la hija del rector), le voy a mandar unos elementos que, uta, va a ver cómo le hacen la limpieza. Iré, rector, le juro por esta que le voy a trapiar bien su pisito. Uta, si no. Por algo dijo el presidente que yaeraora de recomponestacionar las cosas, ca, por esta que le recomponestiono su escuelita. Usted sabe de que yo no me apuñalo en estos menesteres, ca".

Lo que siguió a la reunión de allegados ya todos lo saben: la policía entró al campus a la mañana siguiente y "trapió" el campus.

Algunos integrantes de la banda de Los Tucanes intentaron oponerse a la toma de las instalaciones con escopetas y bazucas extraídas de la colección del MUA (Museo Universitario de Armas), pero fueron abatidos por las fuerzas del orden. Los Diles Que No Me Maten pidieron que no los mataran. Luego hicieron un plantón en las afueras de Rectoría y fueron retirados con los mecanismos de rigor. Cuando se andaban organizando para elegir quiénes levantarían la huelga de hambre, uno de los "elementos" del procurador recibió la orden del jefe: "Primero rodielos; y ya questén rodiados, me los agarra y me los trai a los sótanos. Y uta si se le escapa alguno, sargiento". "Puts, mi lic", contestó a través del celular. "A ver, dígame cuándo se me ha pelado alguien que usted me haya dicho ‘uta si se le escapa alguno’, a ver, cuándo. Si bien que sabe que yo no soy joto".

Con gran alarde de higiene, los elementos al mando del sargento "rodiaron" a los coludidos, verificaron que las latas de abulón no escondieran estupefacientes e hicieron sus prácticas de tiro contra "lo que se moviera": pájaro, fuente, mariposa o catedrático. Luego fumaron habanos, cortejaron a los osos koala del laboratorio de Biología y nadaron en la alberca olímpica.

Al otro día, el presidente de la Asociación de Padres de Familia intentó poner un desplegado en los periódicos, pero no fue posible por órdenes de arriba. La esposa del presidente de la APF convocó al voluntariado de la APF, la APE y la API a hacer una marcha protesta desde el campus hasta el edificio de la Secretaría de Educación Privada. Si la marcha no se llevó a cabo, fue por cuestiones ajenas a la voluntad de los manifestantes: un plantón de los porcicultores del sureste les impidió el paso hacia su destino.

El papá de Rómulo O’Barrios, alumno de Técnicas Hidrobiológicas, trató de llamar al ministro de Energía y Ambulantaje para que intercediera ante el procurador de justicia a favor de la autonomía universitaria, pero el funcionario adujo falta de tiempo. Su esposa, la Pequis O’Barrios, se puso a hacer una colecta en el metro.

El presidente de la República, el psicólogo don José Galicia de la Fuente, en obvia referencia al conflicto universitario, recalcó furioso, en su discurso ante los banqueros del Bajío: "La ley es la ley, aun cuando estemos en un periodo transitorio de definir cuáles son nuestras leyes. Y nadie puede sustraerse a éstas o aquéllas. En nuestro país, escúchenme bien, no hay intocables. La impunidad ya ha sido erradicada de nuestra vida constitucional. El que las debe, las paga. El que delinque termina en las mazmorras, aunque sepa latín".

La multitud que llenaba el recinto, conformada por campesinos cacaoteros, ya que los dueños de los bancos invitados tuvieron compromisos de última hora, aclamó al presidente y exclamó a coro "José Galicia, queremos justicia". Luego, los asistentes al evento compartieron con el mandatario sopes, huaraches y tacos de suadero.

El químico Figueroa, junto con otros sesenta y cinco catedráticos, maestritos e investigadores, fueron sentenciados a purgar diversas condenas en la cárcel: dos o tres años para unos cuantos, quince o dieciocho para los más, veinticinco para el licenciado Sahagún y el lingüista Canek, a quienes sorprendieron inhalando droga en el baño noroeste de las niñas. Sus cargos: sedición, homicidio con ocultación de cadáver en construcción, tráfico de sustancias y animales en peligro de supervivencia, drogadicción en baño ajeno, voyeurismo, robo de armamento, daño al patrimonio cultural, práctica indebida del legrado, bullicio y asociación académica delictuosa.

A la maestrita Vasconcelos se le condonó su condena a cambio de que aceptara casarse con el presidente de la República, que andaba viudo.

En fin: la universidad cerró sus puertas por tiempo indefinido. Lo que significó también una sentencia de muerte para los pocos erizos de mar y las zarigüeyas que seguían vivos en los laboratorios.

No sucedió lo mismo con nosotros, los administrativos: tuvo el tal Irrigoyti Eyzaguirre buena visión política, ya que pudo deslindar nuestras luchas salariales de las fechorías académicas. Como corrernos de la ex universidad era muy "oneroso", eso dijo, nos mantuvieron a todos el salario durante casi cinco meses, sin otro trabajo que hacer cola en la Secretaría de Educación Privada para cobrar. Hasta que la situación se "destensara", nos explicó, o hasta que "los tiempos fueran propicios" para reabrir las instalaciones.

Además de hacer cola para cobrar, dediqué ese MAS (Medio Año Sabático) a estudiar inglés para escalafonarme como secretaria privada cuando "los tiempos fueran más propicios" y la cosa se "destensara". Me nació el quinto nietecito, visité varias veces a la maestra Lupita en el hospital y dejé de comer carne por lo de las hemorroides. ¡Ah!, y sufrí la pérdida de mi comadre Charito.

Hasta donde estoy informada de primera mano, durante esos cinco meses se coludieron el doctor Guzmán, el procurador de justicia, El Cadáver, como se le conoce al director de la Facultad de Defensa Personal, y la adorable esposa del rector. Entre los cuatro hicieron grupito, consiguieron subsidios millonarios y entablaron pláticas con las autoridades a fin de reabrir las instalaciones, destensar la situación y lograr el momento propicio para "olvidar el pasado", como dijo el doctor Guzmán en una entrevista para la TV.

Y sucedió todo de la misma manera en la que el tal Irrigoyti Eyzaguirre nos lo había futurizado en una asamblea extraordinaria que se llevó a cabo en una marisquería céntrica: "Nuestras instalaciones se reaperturarán, nuestros sueldos se devengarán con sanidad y pediremos una hora y media de lactancia y dos latas de pulpos en su tinta en nuestras magras despensas".

El día fijado para regresar a la chamba fue un 4 o 6 de julio, si no mal recuerdo. Todos tratamos de trabajar ese día y los que le siguieron, aunque no teníamos jefes, ni académicos, maestritos e investigadores, ni estudiantado a quien servir con nuestra vocación de servidores universitarios.

A las dos semanas, sucedió que hubo "reubicación", tal y como nos lo explicaron la güerita esposa del antiguo rector y la morena amante del doctor Guzmán: "Serán reubicados a fin de sacar adelante, con su elogiable e imprescindible mística, el nuevo proyecto al que los hemos convocado".

Al menos para mí, todo ha sido un aprendizaje formidable: en lo que fue mi universidad, y hoy es el centro comercial más importante de toda América, he aprendido a vender pantalones, sudaderas, shorts, camisas, calzones y otras prendas de vestir y lookear.

El doctor Guzmán me saluda con beso en la mejilla, la primera dama —doña Pita Vasconcelos— atiende mis sugerencias y el tal Irrigoyti Eyzaguirre me manda una tarjeta en la navidad.

No hace mucho, el lingüista Canek, que se fugó de la cárcel, me levantó un pedido de mil trescientos pasamontañas, quince guantes de piel, tres brasieres y unas medias de seda.

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Francisco Hinojosa, "La vida en el campus", Fractal n° 2, julio-septiembre, 1996, año 1, volumen I, pp. 111-125.