LUIS BRAVO

Neogótica

 

 

Hay tardes en el verano en que las plazas quedan tendidas, como aplanadas por la inmensa plancha de hierro del mediodía. Y un vapor caliente comienza a disolver en las cabezas las pobres certezas de las criaturas. Sobre esa lámina brillante del día, espera, oculta y deseosa, la falsa puerta del tiempo de la que hablara el Poeta ciego. Del otro lado de la misma, bajo extraña luz puede percibirse sobre el mismo trillo, el tránsito simultáneo de autos, cachilas, tranvías, sulkies y una carreta, uno de cuyos caballos trisca ahora los pastos mientras espanta moscones verdes con la cola. Caballos que remolcan cuerpos tanto más cansados según la canícula se apodera de los humores. El calor estanca, corren gotas por la frente y la gente, la gente sale de sus piernas.

Así el paso sedoso, anunciado por largas faldas con volados que acarician la tierra, se enlentece bajo la sombrilla con puntilla. Un par de botas de cuero curtido se detiene bajo un chambergo socarrón para silbar bajito. La escena se repetirá durante años con diferentes matices en la vestimenta, en las palabras, en los gestos, en tonadas silbadas a lo largo de la pasiva y sus viriles columnatas.

Cansa atravesar la granítica pampa que llamarán Independencia sin que la larga sombra larga del Ecuestre se proyecte sobre el destino peatonal. Al fondo, la puerta del Ejido promete, sino un viaje, al menos un paseo al fresco amparo de la historia. Es de esperar que la siesta apacigüe los redobles. No sería pertinente que el ruido de las armas se alzase a estas horas, como suele suceder en las noches, provocando esa oleada hipnótica de aturdimientos.

*

En la breve calle del Bacacay el nombre Atlanta remite a la “Primera librería electrónica del Uruguay”. En el callejón de Policía Vieja –donde de noche en noche alguna gata en celo se trepa feroz sobre su amante borracho– volví a encontrar, en un potrero de libros viejos, un tomo desvencijado del Arte de Hablar de José Gómez de Hermosilla, a quien ya nadie conoce ni usa. Al llegar a la Plaza Matriz este huérfano, un servidor de platos fuertes, emprende solitario una caminata alrededor de la fuente circular que domina el paisaje bajo los plátanos.

Estoy caminando en círculos concéntricos según lo adecuado al inicio de los ritos. Giro. Giro cada vez más rápido. Me ayuda ese Viento que nunca ha dejado de soplar en estas esquinas –de aquí a unos años, cuando la gran cúpula de membrana transparente cubra esta parte de la city, las máquinas de aire regularán la respiración del Gran Pulmón a frecuencia uniforme–. Recojo ahora, como al pasar, entre transeúntes desprevenidos, una moneda de oro y nácar que se agiganta hasta hacerse escudo. Las piezas de una antiquísima armadura se incrustan en la vertical que, de existir, constituiría mi esqueleto. Con la velocidad que llevo parece que los angelotes devorables y las estúpidas quimeras de la fuente comienzan a gesticular; flotan cada vez más ágiles, entrecortados sus rostros como en las moviolas de a vintén. Me recuerda cuando los fotógrafos comenzaron a experimentar, en París y en Montevideo, con esos vidrios ahumados, revelando luces y sombras hasta lograr que el retratado quedase congelado en el tiempo. La única vez que mi padre, con la excusa de probar la novelería, intentó exponerme a tal robo, me negué rotundamente. Pero como nunca falta quien, por capricho o vanidad, nos quiera involucrar en aquello a lo que resueltamente nos negamos, el saqueo igual sucedió. Con una cámara oculta, posiblemente bien pago por mi padre, el polizonte logró su disparo. En lo que a mí respecta quien lleva mi nombre en esa foto es otro, y no cuenta con mi consentimiento. Bien merecida tuvo su maldita ceguera ese pirata de imágenes. Aunque el mismo hecho, mirado con otra filosofía, no me molesta tanto, ya que como dice mi compadre, yo siempre es otro, una verdad incontrastable desde que los cuerpos cambian a diferentes formas según la voluntad de quien esté detrás del asunto: dioses, poetas, chamanes, actores, dibujantes de cómics, ingenieros genéticos, extraterrestres, o sencillamente mutantes.

Los ángeles regordetes ya parecen blanduzcos y mareados entre parches celestiales, cabalgando en grisáceas monturas de mármol. Mientras voy a velocidad, invisible bajo el casco que Monsieur Hades me ofreciera antes de partir, veo una estampita de San Jorge lanceando a un dragón desde un tordillo imposible. Registro la mancha violácea de una cresta de gallo boqueante sobre la arena ensangrentada, mientras un guacho se hace de una cuantas monedas que tintinean en su bolsa. (Estos flashes me atraviesan por detrás de la retina, información anárquica, desprendimientos de alguna oscura cueva del neo-cortex que, a mi manera, aún conservo). El dragón se desarma ahora como una escultura de yeso que cayera desde un pedestal con pie flojo. Me miro las uñas larguísimas, esas que tanto había deseado, y percibo que unas alas pequeñas como escamas, han crecido en mis talones. El descubrimiento me hace feliz por un instante. Prendo un cigarrillo, transito detrás del humo. El paisaje es de la posguerra onírica. Voy planeando con la forma del búho blanco sobre la interminable ciber-ciudad de Hipnos. La extraña luz permanece encendida al fondo del pasillo.

 

*

El Montevideano da vueltas como un sonámbulo por el ajedrez de la plaza; deambula como en un desierto, invocando a un dios desconocido con la cara esculpida en arena. Una húmeda penumbra se le entierra hasta la cintura, como un caballo negro.

Ya jinete, se encamina, empuñando en la siniestra un escudo que brilla como el sol.

“De mi boca nace, lava del escándalo, un líquido rojizo,
Un líquido rojizo que nace de tu cabeza sangrante entre mis manos.
Conduzco tu mitológica testa, con los ojos de muerte abiertos,
Hasta lo alto, hasta lo alto del campanario”

Va recitando como un profeta loco; caracolea sobre el dragón, arrastrando de un lado a otro una larga cabellera verde decapitada: trofeo de la pulsión de la última tormenta.

La hoz que gotea en la diestra enrojecida, cumplió sobradamente. También él cumplió hasta el último detalle lo encomendado por la dulce voz que, extramuros, desde el río, le susurrara: “encamínate hasta la bahía donde se divisa el sexto monte, usa las sandalias aladas pero no vueles muy alto; pule al máximo el escudo hasta que parezca un espejo, enfréntalo a la mirada de la que convierte en piedra y ceniza a quien osa mirarla. Cuando la encandile su propia luz, corta de un solo tajo su cabeza. Coloca sus fulminantes ojos en la égida”.

Nadie encontraría jamás los restos bellos y monstruosos de aquel cuerpo. Así estaba dispuesto. Él sabía que al cortar la poderosa yugular vería brotar de una de sus arterias un diminuto caballo alado que regresaría, raudo, al variopinto valle de la mitología. No estaba previsto, sin embargo, que una insondable tristeza se apoderara de su corazón; ni que éste, como un escarabajo negro, derramara pesadas lágrimas de ónix sobre aquel enhiesto cuello pagano. La descripción sentimental de estos vergonzantes hechos lo convertía, una vez más, en un nostálgico vampiro de mampostería.

No había permanecido más que segundos en ese quejido de jabalí atrapado –mascullando entre lanzas la detestable condena de la trampa–, cuando lo sorprendió el eco de su propia voz, bramando a los cuatro vientos:

“Desde lo alto grito a toda la ciudad,
Con el escudo en alto grito a toda la ciudad:
Soy el héroe, el amante, el matador, el telépata”


Tan dramático discurso, voceado con tonalidades operísticas, descendía desde la cúspide del campanario en diagonal a su antigua alcoba. (Muchas noches había intentado con desesperación, hablar con el eterno habitante de tan alto sitio, hasta que se hartó de no escuchar respuesta).

Gruesas gotas de sudor caliente brotaron como manantial de agua salobre en su frente. El resplandor de sus ojos titiló desde lo alto. Abajo, los trajeados ciudadanos se movían lentos, como a cuerda, bajo el techo negro de los paraguas. Un repiqueteo incesante, de cientos de máquinas de coser que pedalearan todas a un tiempo, se apoderó de las mesas blancas y vacías: frente a las puertas del bar éstas yacían patas arriba, como roedores muertos. Por fin el cielo se desplomó en una ventisca polvorienta, atravesada más atrás de los nimbos, por fugaces estalactitas de nácar.

Cuando cesó la tormenta una nube de vapor caliente recorrió otra vez el lugar. La gente que se había sumergido bajo los ventiladores de techo cruzaba de una calle a otra, presurosa y en manada para internarse en los boliches o en las tiendas con aire acondicionado. Con la mirada sedienta me detuve ante un niño que lamía, inocente, con la punta de su lengua, los copos cremosos de un cono de chocolate frente a un cartel luminoso que rezaba: “Frutas Tropicales”. Con la cola entre las patas bajé hacia el mar.

Sobre la costa amarronada brillaban aún los restos desangrados del atardecer. Desde allí pude ver otra vez la campiña indecisa, de un amarillo fantástico. A lo largo de la orilla decenas de barquitos, de espuma plast y madera de cajones de verdura, partían hacia el estuario, repletos de flores y velas encendidas.

Tomé por la curva de la Rambla ladeando las altas paredes de las canteras, acuciado por la cornamenta blanca de la luna que me seguía de un lado a otro como una pesadilla.

Ya en la playa volví a escuchar los cánticos, las misas de los negros, donde sólo había comparecido una vez, en alguna de mis formas animalescas. Esta vez, un reconocible arrullo de palabras que se me hacían familiares y distantes a un tiempo, me envolvió en el secreto aroma de dos grandes pechos morenos.

Aullé desde una roca, con ese lamento dirigido a los mástiles fueguinos que navegan en alta mar. Al cabo de las horas, cuando el pabilo de las velas incrustadas en los hoyos cavados en la arena cayó extenuado, vi amanecer. Un sol matemático se irguió a este lado del Cerro, mientras se extinguía, al fondo del pasillo, la extraña luz.

Debo confesar que por vez primera, en innumerables años, volví –guiado por los olores– a recorrer los tapices, las fotos, las esculturas y los libros de mi casa paterna. Desde entonces cuando la ocasión me lo permite, salgo envuelto en sombras y recorro, con fruición, la ciudad, éste y aquel sitio.


Luis Bravo, “Neogótica”, Fractal nº 27, octubre-diciembre, 2002, año VII, volumen VII, pp.123-128.