RAYMUNDO MIER

La tolerancia contra si

 

 

 

Es patente que la tolerancia no tiene un solo sentido. No revela una norma o un horizonte único, no es en sí misma deseable o indeseable, no establece por sí misma el sentido de la acción, ni las capacidades y fuerza creadora de una forma de vida. No tiene tampoco, intrínsecamente, un signo político, un sentido liberador, ni tampoco conservador. Es el nombre equívoco, una vaga denominación estratégica, un modo de cristalizar en un concepto un afán de y una expectativa en los márgenes del desasosiego. Tampoco revela una forma canónica capaz de regir los ejercicios y los regímenes jurídicos de condena y expiación. Bajo el nombre de tolerancia se revela un espectro de valores, de acciones, de linderos, de racionalidades en confrontación, que a veces se conjugan o se cancelan, se velan o se confunden. La imposible gradación de las herejías ha sido un afán persistente en muchas sociedades, y su correlato, la gestión y administración cuantificada del castigo ha sido también una preocupación en el ejercicio de la fuerza política.

Sin embargo, esta tolerancia gradual no ha sido sino el rostro histórico, múltiple, de otro desasosiego: el que interroga lo deseable de la tolerancia a partir de la exigencia imposible de justicia. La tolerancia ha sido en las sociedades modernas más un gesto momentáneo, un acontecimiento, una irrupción intempestiva, que un régimen históricamente sustentado; más un simulacro que una convivencia con la herejía, más uno de los nombres de su castigo que una experiencia del vértigo que suscita: con frecuencia eso que se ha llamado tolerancia, ese simulacro, sólo ha acarreado la suspensión de la pena visible para los transgresores de la fe, la postergación de la exigencia de pureza o la sublimación de las formas cifradas de una exclusión inconfesable. El simulacro de la tolerancia, sin embargo, ha instaurado formas de vida que hacen admisibles las lógicas inconmensurables y capilares del castigo, los regímenes expresos, exaltados o secretos de redención de la culpabilidad. La tolerancia ha sido quizá más bien un espectro de calidades y de tiempos de las respuestas ante aquello que emerge como desviación y que ha admitido el resguardo de la purificación. Tolerancia es el nombre que se ha dado a la piedad equívoca para la redención de lo irrecuperable, de lo irreductible, pero que se doblega a la lógica atenuada de la diferencia, es el nombre de una derrota de lo otro prescrita desde el poder que sólo encubre el velo de las múltiples violencias; un múltiple ejercicio de la purificación.

La herejía es el nombre mismo de la singularidad, es lo que define la catástrofe puntual de la vida. La herejía es el nombre de lo que adviene, de lo intempestivo, de la irrupción de una súbita certeza de lo exterior, de lo inhabitado, acaso de lo inhabitable que se ha propagado hasta el centro mismo de la vida, para dislocarlo, para erradicar su fijeza. Es el nombre del impulso mismo del deseo, de ahí su omnipresencia. No tiene objeto porque los tiene todos. El deseo es una permanente disgregación y acrecentamiento de la fuerza que toma como objeto, como impulso, como destino, innumerables presencias, figuras, objetos, palabras, imaginaciones o fantasmas. El deseo es la composición permanente de otras fuerzas, otros objetos múltiples, otras sustancias que evidencian diversos destinos y orígenes. La herejía es la figura misma del acto de lenguaje a la deriva, de la creación de sentido, que se desplaza entre la glosolalia, los juegos de palabra, los juegos de lenguaje, la paronomasia, la metáfora o la ironía, desplegando su capacidad para escapar a la identidad fraguada, a toda prefiguración de trascendencia, el borde que separa la afección, el estremecimiento indeleble y el olvido. Es el sentido inmanente del lenguaje tomado en su materialidad, en su capacidad de afección, en el arraigo táctil –en la imagen de Benjamin– de los signos en la vida. La herejía es la capacidad de revelar bajo la aparente repetición del lenguaje, de los actos, la absoluta y radical inconmensurabilidad de la potencia infatigable del deseo de multiplicidad. La herejía es el escándalo de la repetición de lo irrecuperable, la memoria singular de los actos singulares, la repetición del impulso a la creación, por sí misma irrepetible. La perseverancia incansable de la herejía es la de la vida misma, la que revela la insistencia a la afección potencial de los cuerpos. De ahí la amenaza de su aparición inminente en cada instante, su irrupción inminente en cada matiz de los actos. La herejía es evanescente, su persistencia, su obstinación elude los hábitos, de ahí que su castigo reclame una omnipresencia similar, el afán imposible de una vigilancia total. Cada acto, cada palabra encubre su propia desviación, su silencio, su arrebato. De ahí que alimente y exalte una extraña vocación del castigo: tomar como objeto el “hábito de la singularidad”, la excentricidad, el sentido que emerge de los márgenes indeterminados de la norma. Es la latitud, la laxitud incalificable de la norma lo que suscita la exacerbación de la vigilancia, la facundia previsible, monótona, la fatiga petrificada de la palabra de todos los legisladores, su palabra inútil.

No obstante, la tolerancia tiene un uso mercenario. Con frecuencia, no constituye la negación de la herejía, sino, históricamente, la respuesta fantasmal que busca doblegarla, domesticarla. La hace vivir, le da un lugar, un sentido, pero al precio, también, de atenuar la violencia de su lenguaje turbulento, inaccesible, de dar un significado a su silencio mate, inexpugnable, de construir el hábito para allanar su violencia intangible, para hacer de su presencia obsesiva, una presencia familiar. La tolerancia invoca el gesto que hace posible reconocer lo impronunciable de la herejía, formula el juicio de existencia de una exterioridad de lo propio y lo convierte en algo interior. Convierte la extrañeza de lo radicalmente anómalo, intratable, en el olvido de las presencias habituales.

No obstante, la intolerancia es intolerable, la experiencia de una violencia de raíces incalificables. Pero la intolerancia es una respuesta ante la extrañeza de la herejía, erigida intrínsecamente en amenaza. La intolerancia es una violencia que desborda los marcos de la identidad propia, es la extrañeza de sí mismo, un arrebato que se confunde con el delirio amparado por la presencia de lo otro, asumida como inadmisible. Extrañeza de una voluntad de aniquilación movilizada ante la extrañeza, lo monstruoso ante lo inadmisible. Así, la tolerancia y lo intolerable no son una la simple negación de la otra. Tampoco intolerancia y herejía son rostros equiparables del abandono de la ley. Ni tolerancia, ni intolerancia ni herejía son rostros complementarios de la exigencia del vínculo. Tampoco la intolerancia –lo intolerable mismo– es la mera respuesta ante lo intolerable. Comprender la intolerancia involucra la exigencia de comprender lo intolerable. La intolerancia y lo intolerable son inconmensurables entre sí y, sin embargo, mantienen un vínculo constitutivo y elusivo, oscuro. La meditación sobre lo intolerable implica la aprehensión de los propios límites, ahí donde el control de sí mismo se difumina, donde los umbrales de la propia identidad pierden su fijeza. La aprehensión de lo intolerable es también una meditación sobre la capacidad del dolor para construir la propia identidad, confirmar los propios límites, revelar la finitud de la potencia, devolver al deseo su impulso vital, polimorfo, omnidireccional. Es la designación de una calidad de la afección, es el nombre, más que de la afección misma, de la naturaleza de los propios límites. Lo intolerable, en una de sus vertientes, no puede sino ser una meditación sobre la fuerza creadora del dolor de la pérdida, no como un fundamento, sino como una vicisitud que ahonda el imperativo del deseo, es el nombre de una afección creadora, de una imaginación que crea la extrañeza como fascinación, como destino al que se orienta la propia identidad. Así, la meditación sobre la tolerancia no es sino una meditación sobre la finitud. Pero es una meditación que, al tomar como objeto la afección, no admite lo trascendente: ni dios ni divinidad, ni razón de estado, ni supremacía ontológica –de ahí, quizás, el comprensible furor de la Iglesia ante los reclamos de tolerancia de Erasmo o Spinoza. Es la reflexión sobre lo inmanente a las fronteras, lo que fija la relación con lo ajeno, la que se sustenta en la asunción de lo otro.

La intolerancia surge quizá de una metamorfosis de los signos de existencia del otro. El mero signo de existencia de lo otro se convierte ya en una afección amenazante, en la evidencia de una finitud inadmisible que desata el paroxismo: el horror que surge de la transformación de un juicio de existencia en señal de amenaza como la salvaguarda de la propia identidad, la exigencia de la pureza, de expiación. La diferencia, el borde, es la señal patente, intratable, de la finitud, por eso es preciso cancelarla, domesticarla: es preciso adiestrarse en la transformación de toda diferencia en una modalidad o un símil –incluso un simulacro– de la propia identidad, someterla a sus reglas, confundir sus reclamos, encabalgar sus deseos, confundir sus objetos. No obstante, los linderos existen, los límites no se dejan jamás reducir a lo intangible, al silencio. La diferencia elude finalmente el esfuerzo de acallarla, se muestra, reticente a toda exigencia que busca hacer prevalecer la identidad plena, intacta. Si bien la diferencia introduce una distancia, una exterioridad, engendra también múltiples tiempos: al hacer visible la finitud de la potencia y la fuerza y los tiempos del deseo, hace visible también el horizonte de la muerte, la extinción de sí mismo, un mundo donde no hay ya lugar de residencia, la diferencia señala la inminencia de la propia desaparición. Así, la presencia del otro hace aparecer la imagen fantasmal de la propia muerte, suscita esa evidencia como una afirmación incontrovertible. De ahí la necesidad de negar esa muerte con la muerte del otro. La intolerancia es la urgencia de preservar la propia identidad negando la propia muerte, y para ello, engendrar la muerte del otro, que no es otra cosa que realizar la propia muerte, precipitarla.

No obstante, hay otra genealogía, otra memoria y otro deseo de la intolerancia. La que afirma los límites ante la pretensión de lo ilimitado de la identidad. La que dice “ya basta” como un acicate de la vida y el deseo, la que dice “hasta aquí” para afirmar el imperativo de la multiplicación del deseo en la composición incesante de lo colectivo. La que afirma lo intolerable de la identidad, de la pureza, de la urgencia de avasallar lo otro: es la afirmación de la finitud de la identidad y el movimiento infinito de la potencia como condición del deseo –no es la falta la que “causa” el deseo, sino la diferencia entre la finitud inherente a la identidad y la aspiración al crecimiento infinito de la potencia–, es la que afirma también la finitud del deseo y la necesidad de su multiplicación, de su proliferación, de su composición múltiple. La que transforma la experiencia de finitud en la exigencia de “perseverar en el ser” a partir de conjugar el deseo con la presencia de múltiples objetos. La multiplicación de los objetos en la disgregación del deseo no es una posesión de objetos –la posesión es la expansión de la voluntad de identidad y no la congregación móvil de la diferencia–, no es una captura de identidades ante la fuerza de alguno, sino la composición y el vértigo del juego, de una conjugación, de una confluencia de deseos, irreductibles unos a otros. Es un juego que surge de la imaginación de la finitud, una estrategia fugaz, transitoria, en la que los deseos convergen, se alían, confluyen para acrecentar la potencia que deja de ser individual para residir en el juego mismo. Es un juego que responde con el movimiento creciente de los vínculos también a la imaginación y a las afecciones, a la presencia viva de la muerte y del dolor.

Confundir las diferentes genealogías de la intolerancia es una trampa más de la voluntad de identidad: es preciso distinguir la intolerancia que responde a la intolerancia, la intolerancia que construye diferencias, que afirma límites, que consagra la finitud y el deseo, de esa violencia encubierta y degradante de la intolerancia que busca la expansión ilimitada de la identidad y la pureza –que celebra la culpa y la falta– es el principio de un extravío político. No hay un origen primordial de la intolerancia –de la violencia–: un acontecimiento que la haya desencadenado por primera vez, no hay un momento privilegiado y primigenio antes del cual la intolerancia no existiera. La violencia es siempre una reacción a otra violencia, pero es también su repetición: es la entronización de lo mismo, pero también la reaparición de la singularidad que alienta toda reacción: la violencia y la aparición de una singularidad: eso se traduce en una paradoja irresoluble. La violencia es la tentativa extrema de suprimir la diferencia, pero lo es también de salvaguardar la potencia expansiva de la singularidad del deseo. La intolerancia trágica, brutal que conduce a la aniquilación y la devastación de los otros es intrínseca a la fascinación por la identidad, por la preservación de lo mismo, por su depuración permanente, por la afirmación de la culpa y la tentativa de su expiación. Pero ambas intolerancias –sus violencias– se alimentan y se confunden. La vocación por la identidad se apropia del deseo de potencia –que es su contrario–, pero el deseo de potencia se degrada frecuentemente en el confinamiento de la identidad.

Lo que Marcuse llamó alguna vez la “tolerancia represiva”, la que se confunde con la indiferencia, la que acalla toda pretensión de fijar los límites a la soberanía de la identidad, la que no es sino la afirmación incesante de una violencia habitual, de un desarraigo íntimo de la diferencia, la afirmación de una violencia inaprehensible de abatimiento de los horizontes múltiples del deseo, no es sino la celebración del simulacro del deseo –un deseo fijo en un objeto perdido, sometido a la gravitación en torno de una falta primordial, rehén de la culpa–, es decir su sofocación, su muerte. La “tolerancia represiva” no es sino el abatimiento de la movilidad, del desplazamiento, de la permanente recomposición de los destinos múltiples de la pulsión. Esta tolerancia, que es la estrategia primordial de las “democracias contemporáneas” se confunde con la muerte real de la diferencia, la entronización unívoca de la ley, la clausura en el círculo de la reiteración, de la restauración de lo mismo y sus incontables simulacros. La aspiración a la indiferencia, que es el desenlace de la “tolerancia represiva”, no es sino el triunfo de otro deseo: el de fundar la supremacía de la identidad sobre “la felicidad de las piedras”, la entronización de lo inerte. En la idea de Marcuse de la tolerancia represiva parece resonar una precisión de Spinoza, esa tolerancia no es sino una más de las pasiones tristes: aquellas que suprime los vínculos, el desplazamiento y la creación de identidades, que atenúa toda potencia de imaginación y de acción, toda vocación de autonomía y de identidad fundada en el acrecentamiento de los vínculos.

No hay reflexión sobre la tolerancia sin aprehensión lúcida sobre los límites de sí mismo, sobre las propias capacidades y acciones, sobre las manifestaciones de la imaginación y de los deseos. Sólo sujetos entregados a la exploración lúcida de su acción, de su deseo, de su entrega a la búsqueda de esas tramas de alianzas colectivas, es decir, libres, son capaces de ejercer la tolerancia que supone, en principio, una reflexión sobre la singularidad de sus propias formas de vida, sobre la reaparición incesante y diversificada del deseo, sobre la insensatez de la culpa, sobre la condición colectiva de su memoria y de su propia historia, sobre la emergencia de sus respuestas ante otra violencia.