Luis Montiel

La tumba de Meyrink


 

Hace años –no muchos, por otra parte– no me hubiera decidido a escribir algo así, en el supuesto de que se me pasara por la cabeza. Hoy creo que puedo hacerlo porque tal vez haya alguien a quien pueda interesarle. Agradezco a la vida que me haya dado la ocasión, incluso las ocasiones, de comprender que algunas personas –aún no sé cuántas– están dispuestas a ser amistosos receptores de confidencias acerca de sentimientos que a menudo he pensado que sólo podían ser de interés para mí mismo. También las hay entre los compañeros de profesión, y lo que ahora deseo referir concierne a mi manera de vivir la profesión de historiador de la medicina.

También hace ya años –unos diez en este caso– que, cuando tengo ocasión, planeo mis vacaciones de verano con la intención de hacer coincidir intereses meramente turísticos con otros sentimentales, visitando lugares que han sido escenario de las peripecias de aquellos compañeros más o menos remotos a los que sólo he conocido a través de sus escritos, pero a quienes puedo, como acabo de hacerlo, llamar compañeros porque de este modo se han incorporado a mi vida.

A veces como maestros, a veces como hermanos mayores o menores –pues también de estos he encontrado, aunque tengan ciento cincuenta años más que yo–, esos ausentes se han hecho por un momento presentes por obra del trabajo histórico. No se trata, en mi caso, de visitas a santuarios, como en el de algunos médicos que conozco, generalmente mayores que yo, enamorados a su manera de la historia de su profesión, que, como los musulmanes a la Meca, peregrinan cuando tienen ocasión a la isla de Cos, viaje que, por cierto, yo mismo haría, y tal vez realizaré, con sumo gusto. En mi caso se trata más bien de visitar en su casa a algunos viejos amigos. Bien es verdad que las viviendas han sufrido modificaciones con el paso del tiempo, pero, ¡algo queda!

De este modo visité el hospital de Bamberg, obra de mi amigo Marcus, hoy convertido en hotel de lujo –pero, para un lector de La montaña mágica, esto no es más que un guiño de complicidad esbozado por el tiempo– y, en la misma ciudad episcopal, una de las viviendas de Hoffmann; por cierto que tengo pendiente una invitación a otra de ellas, en Dresde. La casa no existe –¡cómo habría de existir!– pero el tufo que aún persiste de las bombas de fósforo de la segunda Guerra Mundial recuerda bastante al de los proyectiles de artillería bajo los que surgieron El caldero de oro y El magnetizador. De este modo he acudido a otros lugares que no nombraré ahora; y, como para recompensarme, eso que llaman el destino me ha regalado por adelantado, si así puede decirse, encuentros de esta índole: antes de haber leído nada de Michel Tournier –sobre el que por cierto, tampoco he publicado nada, teniendo mucho escrito– realicé punto por punto los mismos viajes que, en su infancia, realizaba él en sus vacaciones en la Selva Negra, aprendiendo alemán antes y mejor que yo. A Tournier he podido visitarle de facto, como a Sábato, pero eso es harina de otro costal.

Explico todo esto, tal vez excesivo –aunque aligerado de otras travesías–, para que pueda entenderse mejor lo que deseo referir con detalle: mi reciente búsqueda de la tumba de Gustav Meyrink.

¡Que nadie se asuste! No me he vuelto necrófilo de la noche a la mañana, ni creo que vaya a hacerlo nunca. He visitado, como tantos, el cementerio del Père Lachaise y me he negado a buscar en el plano la tumba de Marcel Proust precisamente porque venía en el plano. Entiéndaseme bien: no se trata de esnobismo, sino de que no le veo la gracia a la visita a enterramientos de autores para los que la muerte era, en el mejor de los casos, una necesidad desagradable y que, además, están perfectamente localizados y son objeto de frecuentes homenajes. Pero en el caso de Meyrink se dan algunas circunstancias particulares. En lo personal, el hecho de que yo le haya dedicado un libro y tenga a medias otro le convierte en uno de mis más íntimos camaradas. Por otra parte, su injustificada mala fama, que he tratado –con poco éxito– de corregir, me hace especialmente sensible su figura. Y por fin, dentro de la escasa, aunque a veces exquisita atención que algunos han dedicado a su figura, se da el hecho llamativo de que no existe una sola foto –creo poder asegurarlo– de su tumba. Y esto es especialmente difícil de comprender porque es sabido –entre los relativamente pocos que lo saben– que el escritor prestó especial atención a lo que eufemísticamente se suele llamar “última morada”. De inmediato declaro mi deseo de que quede claro que no tengo el menor interés “profesional” en presentar como mérito académico, ni de ningún otro género, la que, si soy capaz de transferirla a este engendro electrónico, mostraré aquí. Para mí se trataba simplemente de una cuestión, tan pequeña e íntima como se quiera, de justicia.

Gustav Meyrink, escritor místico que, sin saberlo, era asimismo un poeta de la psicología profunda, dejó dispuesto que en su tumba debería aparecer como único símbolo una cruz de brazos iguales, formada por dos simples líneas cruzándose en ángulo recto, como partiendo el espacio en cuatro cuarteles en los que deberían escribirse las letras V- I- V- O, que, como explicaba para quienes no supieran latín, corresponden a la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo vivere, que significa: yo vivo. La mejor biografía de mi amigo, la escrita no hace mucho por el holandés Frans Smit, menciona este dato, aunque su autor reconoce no haber visto la tumba. El traductor alemán de la edición que yo poseo de dicha obra anota al pie que así es, en efecto, y que la sepultura se encuentra en “el cementerio municipal de Starnberg”. Pero ni en esta obra, ni en otra francesa, profusamente ilustrada –lo que tiene mérito tratándose de Meyrink– puede contemplarse la significativa lápida –que, como se verá, no es tal–. Me parecía inapropiado y sorprendente que algo tan relevante pudiera ser pasado por alto, especialmente cuando era tan fácilmente subsanable. Ni siquiera hacía falta viajar; bastaría con contratar a un fotógrafo local, por teléfono o a través de internet. Por eso aseguro que la fotografía en sí no tiene el menor valor; pero su ausencia era una invitación al viaje...

¡Buen viaje, romántico y meyrinkiano! Sorteando las inundaciones que ascendían a Württemberg y Baviera desde Austria –y de las que, desde arriba, era fanático cómplice el cielo alemán– pasamos –mi esposa, mi hija, una amiga suya, y nuestra, y yo– primero por casa de otro amigo, el romántico Justinus Kerner, donde pudimos ver, en la estela que, con oportuno agradecimiento, le ha dedicado Weinsberg, el pueblo en el que trabajó media vida, el símbolo que tanto utilizó en su poemas, que guarda íntimo parentesco con el de Meyrink: la serie compuesta por un gusano, una pupa y una mariposa. Y enfrente, la casa en la que, durante años, albergó, para tratarla, a su paciente más famosa: Friederike Hauffe, la “vidente de Prevorst”. Hasta llegar a Starnberg.

Acertamos con el cementerio –hay cinco– aunque al principio pareciera lo contrario. Ni que decir tiene que en la información turística de Starnberg nada se menciona acerca de quien durante muchos años fue vecino de la villa, en su “Casa junto al último farol”, nombre tomado de su Golem. Y, ¿por qué habría de extrañarme? Cuando visité Praga, ni siquiera escuché el nombre de quien probablemente haya hecho más que nadie por convertir a esta ciudad en eterna y mágica. De Kafka hablaba todo el mundo, ¡cómo no!; y me parece justo, por otra parte, aunque “todo el mundo” no suele haber leído algo de Kafka, y aunque Kafka tampoco hizo gran cosa a la mayor gloria de su ciudad natal, a la que seguramente detestaba.

Pero volvamos a lo nuestro. El día, traicionero, había decidido retener la lluvia hasta que nos decidimos a buscarlo caminando para, en el punto justo del paseo, comenzar a soltarla insidiosamente y, por fin, abatirla sobre nosotros a las puertas del recinto. Comenzó entonces la búsqueda. Yo contaba con encontrar a alguien, algún trabajador del cementerio, capaz de suministrarme alguna indicación; pero no había nadie. Tal vez alguien abría y cerraba la cancela a horas estipuladas, pero el único edificio destinado a seres humanos vivos estaba absolutamente vacío y cerrado. El cementerio, empero, parecía bastante reducido y, en consecuencia, dominable a pesar del aguacero, de modo que emprendimos la búsqueda de la famosa lápida. Dos señoras que, sucesivamente, encontramos –protegidas por paraguas de dimensiones acordes con las circunstancias– no supieron darnos razón del objeto de nuestra pesquisa, si bien una de ellas me contestó en dialecto que el nombre le sonaba.

A medida que nos calábamos parcialmente –compartíamos dos paraguas plegables, de manera que, soldados como el Hermafrodita primordial Carmen y yo, y como los dioses saben qué mi hija y su amiga, uno sentía empaparse el brazo derecho y su otra mitad el izquierdo– me iba invadiendo la zozobra, porque la famosa lápida no aparecía por ningún sitio. ¿Nos habríamos equivocado de cementerio? Además, no podía librarme de un cierto sentimiento de culpabilidad, pues mis compañeras se estaban mojando a modo por lo que muy bien podría verse como un estúpido capricho mío. Decepcionado, propuse que nos retiráramos.

Carmen se opuso –¡cómo se lo agradecí!– y mandó a las chicas debajo de un tilo, para que se empaparan en dos fases, supongo. Me dijo que había que seguir buscando, que tenía que estar allí; y, con sorprendente buen criterio, señaló que, tratándose de la de Meyrink, la sepultura no podía dejar de ser elusiva y misteriosa. Lo siguiente que dijo podría aniquilar la precedente atribución de un criterio atinado, aunque los hechos vinieron a darle la razón: “por el mismo motivo, es de esperar que nos llame”.

Parcialmente reanimado, reemprendí con ella la pesquisa bajo el aguacero. Calle por calle, recorrimos el pequeño cementerio, escudriñando todas las inscripciones de las lápidas, sin éxito, hasta que carmen repitió: “Tiene que salirse de lo corriente, no sólo por la inscripción. VIVO. No tendría que parecer una tumba. Como...”.

Aseguro que no fantaseo, ni novelo, en absoluto. Siguiendo su mirada, me volví hacia lo que teníamos al lado, junto a una lápida como tantas otras. Un enorme macizo de hiedra, como un tronco de árbol totalmente cubierto por la planta de Dioniso, “raíz de la vida permanente” en frase de Kerényi, a cuyos pies crecían apretadamente centenares de pequeñas flores rojas, ígneas. Un pequeño espacio descubierto de hiedra, aunque sombreado por ella y semioculto, mostraba parte de una plancha de hierro forjado con el emblema que buscábamos, y debajo los nombres y las fechas de Harro, el hijo tempranamente muerto, Gustav y Mena Meyrink.

Renuncio a describir mis sentimientos ante el lugar y hacia las personas que me acompañaban, especialmente hacia su descubridora. Llamamos a voces a las más jóvenes –¿a quién podíamos molestar?– y Helena pidió hacer las fotos que ahora muestro. Tuve que retorcer algún tallo de hiedra que impedía la visión completa de la cruz y las letras. Descubrí entonces una vieja lamparilla roja que, como la hiedra y el macizo de flores, atestiguaba el interés de alguien más por el maltratado escritor, y eso me hizo sentirme aún mejor.

De regreso al centro de la villa, que coincide con la zona turística, entré en una librería grande, moderna y elegante. Directamente acudí al mostrador, dotado de un flamante terminal de ordenador, y pedí al dependiente, un hombre de mi edad o algo más joven –¿sería el dueño?– cualquier obra de Meyrink. De inmediato tecleó: “Meiring”. Le hice corregir dos veces, la “k” primero y luego la “y” –me costó mucho, pues no recordaba que se dice “ypsilon”–, y no apareció nada; o más exactamente Der Golem (sin existencias), emergencia seguida de un “ach, ja!”, emitido a media voz por el buscador. Al final me llevé una preciosa edición del Wunderhorn y otra no menos bella de Los poemas preferidos de los alemanes –coincido en algunos–, mientras pensaba que el municipio de Starnberg tendría que nombrarme ciudadano de honor si les diseñara una política de recuperación de su olvidado vecino... hasta que recordé la experiencia que acababa de vivir.

Definitivamente, es mejor así. ¿Peregrinaciones esotéricas? ¿Camisetas con la efigie de mi amigo, como en Praga las hay de Kafka? Por cierto, cuando mi hija, hace muchos años vio por primera vez el retrato de este último, gritó con sorpresa: “¡Jesulín de Ubrique!”; y eso le puede pasar a mucha gente... ¿La socorrida frase: “sí, hombre, sí, Meyrink, ¡ya sabes!”, dando por sentado que el interlocutor sabe lo mismo que uno, es decir, nada...?

Bendito silencio. Pero también silencio torpe e injusto. Por eso decidí, al final, que tenía que contar mi pequeño relato de viaje a quien pudiera interesarle.


La tumba de Meyrink/Imagen de Luis Montiel

 
 

Luis Montiel

Luis Montiel, "La tumba de Meyrink", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII, pp. 43-50.